sábado, 31 de diciembre de 2011

La casa - Alex Corell


UNO
Dicen que todo el mundo tiene miedo a algo. Hay quién tiene miedo a los fantasmas, a los monstruos… etc. Yo le tengo miedo a una casa, no a lo que pueda encontrar dentro, sino a la casa en sí. Todos me dicen que dentro no puede haber nada extraño, lleva muchos años abandonada.
No me comprenden, igual que alguien que tiene miedo a la oscuridad, no le da miedo lo que hay en la sala oscura, le da igual donde sea, solamente le da miedo estar a oscuras.
Muchas veces voy hacia la casa. Está en medio de una calle a dos manzanas de la mía. La observo desde que llego a la calle hasta que la abandono. Ella también me observa, pensativa, tranquila, con sus barrotes, sus ventanas y su chimenea.
Es extraño, por más tiempo que pasa, la casa siempre sigue igual. Es como si no le afectase el paso del tiempo. Yo creo que me espera, espera a que me acerque para atraparme.

DOS
Tengo miedo, no sé porqué, pero le tengo a un hombre. Todos los días pasa por mi calle, y me observa, no sé si me ve, ya que mira a todas partes de la casa. Pero creo que sabe que estoy aquí dentro. Siempre que pasa se me hiela la sangre, cómo se puede tener un temor tan grande.
Me encontraba yo en medio de una de mis meditaciones diarias, cuando un crujido metálico me devolvió a la realidad. Me asomé a la ventana, creí que me moría. El hombre, mi mayor temor, estaba abriendo la reja metálica. Me escondí en mi habitación, estaba llena de polvo, hacía décadas que no la usaba, qué recuerdos cuando habitaba físicamente la casa, pero un día, no recuerdo bien qué pasó, me dormí una noche, y ya no desperté.
Esperé un largo rato, esperando, aterrado, a que aquel  hombre entrase. Pero como no entraba, acabé acercándome a la ventana otra vez. Allí estaba, delante de la casa, movía la boca, pero no sé que decía. También parecía aterrado, creo que yo no le importaba, dirigía su mirada hacia el segundo piso. ¿Y si lo que atraía su atención era la habitación cerrada del último piso? Nunca había intentado abrirla, pero reconozco que era algo extraña.

TRES
Estaba confuso, ¿debía entrar en la casa, o debía irme? Estaba a punto de irme, cuando vi que algo se movía en la ventana. Decidí que lo mejor sería entrar, ya estaba seguro. Me acerqué a la casa lentamente, como el hombre que camina hacía la silla eléctrica. Ya estaba abriendo la puerta.

CUATRO
El hombre estaba abriendo la puerta, sin pensárselo, subió al piso de arriba, era mi oportunidad, salí de la casa, el sol me acariciaba la cara, cuánto tiempo sin notarlo en mí. La puerta se cerró, me asomé  a la ventana y vi mi reflejo. Ya no era yo, era el hombre al que tanto temí. Ahora añoro la casa.

Cuestión de Tiempo - Claudia Sánchez

"Sentía que necesitaba más tiempo. Ese fin de año desafió las leyes naturales y a la hora del brindis, en lugar de tomar las doce pastillas, una con cada campanada, duplicó la cantidad y las tomó juntas con una buena copa de extra brut. Un leve rictus de decepción se dibujó en sus labios mientras saludaba a sus compañeros de brindis, quienes expresaban los mismos deseos de buena vida de siempre. Nada estaba cambiando. Se acomodó en un sillón, copa en mano y meditó sobre la falibilidad de las leyes naturales. Sospechaba que esas pastillas no contenían un mes, ni había que tomarlas, forzosamente, una por una al principio de cada año. Pensó que no eran más que un ardid de su inventor para ganar dinero. Él tendría que seguir corriendo para poder hacerlo todo y acabaría tan agotado como se sentía entonces.
Oyó que lo llamaban desde lejos. Quiso abrir los ojos pero sus pestañas le pesaban como barrotes. Sintió que le quemaba la mano que acababa de romper la copa. Un vértigo insoportable se apoderó de él. Su mente apenas reconocía palabras sueltas. Sobredosis. Tiempo. Estrés. Locura. Alcohol. Inconsciente. Emergencia. Shock. Coma.
Luego nada. Todo había desaparecido. Solo pudo rescatarse lo que quedó grabado en el chip negro con el código holográfico que todos llevamos en el occipucio y que, por suerte, el líder se apresuró a desprenderle en el minuto final.”
Sobre la historia de Jacques se escribió “El empleo del tiempo” que usted acaba de adquirir.
Le recordamos que, para una mejor visión estereográfica, la obra hologramada debe escanearse mediante su retina izquierda, a un nanomilímetro por segundo.
Su compra ayuda a mejorar la especie. Precio de tapa: doce días, tres horas y cuarenta minutos.
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Al filo de un sueño - Laura Martín

A veces ocurren cosas extrañas, tan extrañas, que es difícil creer que hayan ocurrido, y pertenecen al mundo de lo inexplicable, a la sutil frontera que separa el sueño de la realidad...
Los días se parecen todos y se suceden tras los meses, hasta llegar al 31 de diciembre, que nos recuerda una y otra vez, que hay que cambiar el calendario de la pared por uno nuevo.
A Pablo nunca le gustaron las navidades con sus bullicios y alegrías a la carta, dónde lo natural es sumarse al despilfarro colectivo, comprar por placer, y consumir sin freno, porque así lo dispone la tradición social y la publicidad incitante que remacha que es tiempo de regalos y de alegrías ¡cómo si la felicidad pudiera envolverse en papel de seda!
Atravesó la ciudad entre el ruido ensordecedor de los claxons, de los motores, la locura de la circunvalación, la música a toda pastilla, los atascos, los semáforos, los peatones, el estruendo y el ajetreo de las fiestas y las luces de neón y los alumbrados navideños que destellaban en la noche fría y oscura...
En aquél laberinto asfáltico hubiera gritado ¡basta! para haber podido restaurar el silencio en su cabeza y en sus oídos, pero el estrépito era infernal.
Nunca entendió la algarabía programada ni la ilusión por encargo y le dolía el contraste de la más absoluta pobreza de los mendigos que transitaban autistas las acercas, rebuscando entre las basuras o tumbados sobre cartones en las esquinas de las estaciones de autobuses y trenes, mientras por las calles, otros deambulaban cargados de bolsas con compras inútiles, para comidas pantagruélicas o para seguir acumulando ropas o joyas, y tantos otros regalos inservibles. Era noche de comilonas, borracheras y atragantamiento con las doce uvas de la suerte, de bailes, de matasuegras, de confetis, de risas, pero él prefirió huir de todo eso y perderse por las callejuelas que llevaban a su estudio, en un barrio periférico alejado de todo y de todos y allí, al abrigo de la algarabía, se puso a pintar hasta el amanecer, escuchando el adaggio de Albinoni,el bolero de Ravel, el claro de luna de Beethoven y las polonesas de Chopin..
Pablo era un pintor afamado, y sus cuadros se cotizaban a nivel nacional en las galerías de arte más importantes del país. Solía participar en exposiciones colectivas e individuales y en certámenes internacionales. Precisamente en aquél momento, estaba preparando una serie figurativa de retratos al óleo, que se expondrían en Febrero en la galería madrileña Soledad Lorenzo. La temática estaba vinculada a un sueño repetitivo, que muchas noches lo asaltaba como una obsesión. Cada trazo, cada pincelada a medio camino entre la imaginación y la realidad, imprimían a sus obras la fuerza de una revelación mental en el que su corazón derramaba toda la pasión y el genio de un auténtico artista.
Aquella mujer de color volvía a su mente una y otra vez, y la podía ver tan nítidamente como si de un fotograma se tratara. La imagen lo volvía loco. Quiso atrapar la magia de aquél sueño, ver con sus propios ojos el rostro y el cuerpo de su musa en el lienzo, hasta convertirlo en su retrato estelar, su obra maestra. Sólo debía dejarse guiar por el instinto y la intuición y su puño y sus dedos se dejarían llevar con absoluta libertad, hasta dónde todo se hace posible, y la nada de un lienzo vacío se transforma en el todo, en una especie de fotografía pintada, que da forma a lo que la mente inventó, en ese mundo de ficción que llaman creatividad.
En poco menos de un mes, la hermosa mulata parecía querer emerger del lienzo para tomar forma humana y se sintió tan satisfecho de su trabajo, que por una vez, no necesitó retocar nada, sólo quedaba enmarcar el lienzo....
Todo estaba preparado para la inauguración de la exposición y Pablo estaba muy nervioso, como en todas las exposiciones, dónde miles de ojos juzgarían lo que había pintado con tantas horas de dedicación, lo que había parido con tanto amor, y lo que daba sentido a las horas de su vida. Sin reconocimiento a su trabajo, tanto esfuerzo habría resultado vano y estéril. A través de sus obras, era él en cierto modo el que sometía a juicio, puesto que sus cuadros hablaban de su mundo interior, de sí mismo, de sus ensoñaciones, de sus aspiraciones, de sus fantasías...
El cuadro de la mulata fue el más admirado y gozó del favor de la crítica y de los asistentes. La vanidad del autor había quedado sobradamente alimentada, pero él estaba ausente, buscaba inconscientemente a aquella mujer de sus sueños entre las asistentes. No había lógica en el desatino, pero no podía evitarlo....
No se cumplió el deseo del pintor, la mulata no cobró vida aquella noche, sólo volvió a inundar sus fantasías nocturnas, en la habitación del hotel dónde pasó la noche.
A la mañana siguiente, pasó por la galería para recoger las obras no vendidas y se dio cuenta que su cuadro favorito ya no colgaba de aquél muro, dejando un enorme vacío. Preguntó a la encargada que le informó, que a primera hora de la mañana, una elegante mujer de color, precisamente la retratada, había venido a retirar el retrato, abonando su importe en metálico...

Página en blanco - Pablo Moreiras


Sueñas con noches largas, al filo de un precipicio blanco. Miedo a no saber volar, cansancio, pereza, urgencia que la vida da, como un tren a medianoche. Paisajes de entresueños, paisajes que se difuminan borrosos y fugaces a lo largo de la ventana de los días y los años. Siempre queda un rincón, algunos minutos para la nostalgia, algún cadáver de entre todas las horas consumidas que revela la oscura atracción hacia la muerte, cálida, también por un instante. Las mismas palabras que caen como gotas de un grifo roto, intemporales medidas de tiempo en combustión eterna. Palabras que van ahondado el hueco sobre la piedra, sobre el alma vieja y universal, y pequeña, e intangible, acá adentro bajo el pecho, un latido incandescente. Y nos queda, al final de todos los destinos, al final del tiempo y de la vida tan eternos, sólo una lágrima imperiosa, una sonrisa indestructible, y el amor, siempre el amor, más allá de todo lo que existe.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:
Pablo Moreiras

La tercera es la vencida… - Héctor Ranea


—Creo que esta vez llevó las cosas un poco lejos. Qué quiere que le diga.
—Y… Por ahí tiene algo de razón. Lo de la otra noche fue una locura.
—¡Ni que lo diga, hombre!
—Perdón, laucha. Recuerde que soy una laucha.
—Sí; una laucha de…
—Pare. No me ofenda. Ya lo nuestro se conoce bastante. Usted me odia, eso lo sé, pero no me insulte. Podemos hablar civilizadamente.
—Trato de ser civilizado. De hecho, no la aplasté con otra enciclopedia. Es bastante, considerando todo lo que usted hizo por mí.
—Bueno, abandone ese tonito sarcástico. Ya sé a qué se refiere. De todas maneras, usted comprenderá que no puedo empezar a ser humano así porque sí.
—No lo intento siquiera, porque si lo matara siendo humano voy en cana. En cambio así… zafo, ¿me entiende?
—Mire, no voy a argüir, para qué. Me preocupa, eso sí, que el autor nos haga trabajar horas extras. Me siento Rocky, qué quiere que le diga. Me parece que este cuentista no conoce nada de la teoría de la plusvalía.
—No me cambie de tema. Mire el desastre que armó. Me parece que eso de traer el circo adentro es un acto de megalomanía. ¿Quién se cree que es? ¿Noé?
—Pobres animalitos. Con el frío que hacía la otra noche.
—¡Pero mire el desastre! Tiraron la maceta, cagaron por todos lados, plumas de vedette por donde mire. ¿Qué hicieron? ¿Desnudismo francés?
—Perdón ¿dijo usted desnudismo francés o desnudismo, francés?
—No suelo usar el dativo, mire.
—Ahí me mató. Con las declinaciones latinas no me enganché nunca. Siempre más a lo criollo voy, ¿sabe?
—Ni que lo diga. Si se engancha a una declinación, capaz que aparece colgado. Después me echan las culpas a mí. Porque sabrá que se está haciendo famosa. Ya tiene su club de fanáticos, ¡envidiable lo suyo!
—No es para tanto. Recibo algunas adhesiones, pero creo que es porque le tienen antipatía a usted y me usan.
—¿Qué quiere, armar una interna? ¡Usted no sólo es un bicho deleznable, es un ser despreciable! Inmunda rata de piso de laboratorio…
—Se ve que está cansado. No pone el énfasis de otras veces.
—¿Cansado, yo?
—No; el autor. No lo hace gritar. Pero volvamos a lo nuestro. Le comento que el circo estuvo bueno. Vinieron magos con palomas, lauchas equilibristas, tinterillos cagafuego, perros de afeitar, gatos acalambrados y mis primos hermanos, los cuises.
—¿Cuises vinieron? Me imagino que los espolvoreó, espero.
—¿No, por?
—Pero ¡Qué dice, hombre!
—Laucha
—Laucha… ¡son seres llenos de ladillas! No me va a decir que… ¿Dónde anduvieron jugando al circo?
—¿Jugando! ¡Sepa que somos profesionales acá! Nada de juegos, señor. Cobramos a bordeureaux y todo, señor.
—¿Cobran? ¡Flor de Arca de Noé! La verdad, ni alma le queda. Es un cuadrúpedo desalmado.
—La mejor definición de lo que es un laucha, lo felicito. No tenemos alma y somos cuadrúpedos. Usted va derecho al Parnaso de los filósofos junto a Nansimeno de Pocomás y otros famosos.
—No se me haga el sarcástico usted, ahora.
—Me da cada pie… Además, entre las palomas, las gallinas enanas o pigmeas de Malasia y el zorro con la liebre, nos hicimos unos pesitos. Trajimos a comer a una paloma con inanición, vea lo que le digo.
—¡Ah! ¡Qué gran corazón! ¿Qué le dieron de comer?
—Nada. La comimos. ¿No vio el esqueletito?
—¿Eso era una paloma?
—¿Vio qué prolijita la dejamos?
—¡Infame rata! ¡Inmunda bestia! ¡Cuando llegue el Apocalipsis ustedes van a ir derecho al peor de los Avernos! ¡Que la maldición más gigante les caiga en la cabeza!
—¡Hágame el favor! Ahora viene con eso. ¿Me va a decir que cree esas cosas? Brujerías… ¡Ay, qué cosas dice!
—Trae a sus amigas, organiza una festichola con circo y féminas stripper, me caga todo el local, lo llena de itas, piojos, pulgas, mierda… y ¡encima me trata de bruja?
—En todo caso, concédame que me ría un poco. Un escéptico, un filósofo fisiológico, un ateo militante que habla del Apocalipsis… déjeme de joder. No se puede creer en nadie.
—Lo decía figuradamente, obvio.
—Sí; sí señor. Últimamente, uno de los problemas de la filosofía moderna es tanto recurso a la metáfora, a la metonimia, a la figuración, a la alegoría, si se quiere.
—¡Oiga, no me trate de alegorista que me ofende! ¡Soy un materialista!
—Sí; y mi abuela vino a hacer strip-tease anoche con plumas de paloma metidas en el…
—¡Bueno basta! Retírese y déjeme limpiar este despelote. Que sea la última vez.
—Prometo. Sí; claro. Palabra de laucha.

jueves, 29 de diciembre de 2011

El tren del atardecer – José Antonio Parisi


Iban cinco o seis días sin afeitarse, nunca un lapso tan pronunciado aun en este último período. Abrió el botiquín y agarró el envase de la espuma. No recordaba cuándo había iniciado la maquinita descartable, y sospechó que debería reemplazarla. Hurgueteó inútilmente en los estantes. Con dos dedos rígidos cerró la puertita. Y su cara le quedó expuesta al opacado espejo. Le costó esparcirse la espuma.
Lento, terminó con la barba. Despreció la loción Fulton de siempre, y se volvió a ver, ahora a cara limpia. ¡Cuánto surco profundo! Grietas hundidas en la piel, profusión de poros secos, como remotos pozos de agua inutilizados por los años. Los párpados idos en pliegues caídos le entornaban la mirada. Se palpó los labios estriados y ásperos. Rastros del trabajo al sol en los andamios, eso ya lo sabía. Desprendió las manos del borde del lavatorio y se miró las palmas callosas, ¿qué fatalismo encerrarían esas líneas gruesas y abismales? Y, fatídico, se reconoció enrolado en la etnia de los viejos; y lo peor: viejos invisibles a los ojos de los demás.
Salió al patio del fondo, levantaba apenas del suelo las alpargatas con las que chancleteaba. A echarle un vistazo a las plantas, que reverberaban bajo el sol bochornoso de la siesta; la quinta andaba llena de yuyos y la canilla chorreaba haciendo gárgaras. Descubrió la sombra de la parra y se sentó en el banco de cemento, que él mismo había construido. El torso inclinado hacia adelante y las manos en nada, apoyadas en las rodillas.
Ni siquiera el chispeo de algún pájaro que escuchar, sólo el gorgotear de aquella canilla defectuosa. ¿Y él? Se había olvidado de silbar aquellas melodías que tanto le gustaban. Con la vista en las lajas del piso, se le reflejaban en vorágine las imágenes de los hijos y nietos. Y la de la mujer muerta. Risas de polvo, voces de cenizas. De otros recuerdos había poco y, lógico, también se le había borroneado la cuenta de las ilusiones. Unas lágrimas se le trabaron en las pestañas. Eligió engañarse atribuyéndoselo a los ojos acuosos propios de los viejos, y las enjugó con el pañuelo revuelto que sacó de un bolsillo del pantalón.
Movió la cabeza buscando un pretexto para impulsarse. Estaba claro que la quinta, su orgullo hasta hace semanas, y la canilla necesitaban una mano; pero aquel banco se le iba haciendo cenagoso y lo retuvo.
¿Comer? Mal y a deshoras. Incluso el vino se le había hecho triste, al punto de renunciarlo. Se pensó condenado a la oquedad del silencio, al destino de las velas consumiéndose en su misma existencia. A esperar su final en el invierno, arrumbándose en el fondo de un sillón.

El petardeo de una moto rauda lo distrajo, volvió a mirar su entorno, y se rascó el plumerito de la boca de la oreja.
Pensaba en volver a la cama, que había dejado poco antes de afeitarse. Y alguien llamó a la puerta. Antes de despegarse del asiento, se calzó las zapatillas. El patio de lajas continuaba hacia el frente de la casa haciendo sendero, y por allí marchó a atender. Se acomodaba con los pulgares el pantalón a la cintura —le quedaba un tanto holgado y es que él venía perdiendo peso—. La gorda de al lado esperaba en la verja, vestida con uno de sus soleritos de verano. Era la viuda de aquel carpintero, que prefirió irse con San Pedro en lugar de seguir escuchándola. A espaldas de ella, las enredaderas extendidas en el alambrado del ferrocarril, con sus campanillas violáceas, que él veía cada vez más sombrías.
La vecina sostenía una taza vacía y le preguntó si había comido. Mintió al asentir con un gesto. Que le pidiese lo que le fuera necesario, dijo ella; así como ella ahora le venía a pedir un poco de azúcar.
—Sí, como no. Adelante —y le abrió la puerta.
Al pasar, sus ropas se rozaron apenas y la gord… digo: la mujer se subió un bretel ido hacia abajo. Lo miró a los ojos y se sonrojó en una sonrisa, que insólito tratándose de ella, a él le pareció capaz de enamorar a todo hombre bien puesto.
Remontaron por las lajas. En la cocina el hombre le pidió la taza, y en el aparador buscó el frasco del azúcar. Pero se detuvo y, deslizándose la yema del índice en la mejilla, le preguntó:
—¿Gustaría un café?
Él mismo se encargó de servirlo con unas galletitas dulces. En la mesa, la conversación se hizo larga. Hablaron de sus queridos cónyuges muertos. Mejoró el ánimo al llegar a las vidas de sus nietos y a las vidas de sus hijos, aunque coincidieron en que los veían a las perdidas. Cosas de la vida moderna. Intercambiaron experiencias y sus sensaciones de hoy. Se escucharon delicadamente.

El hombre acompañó a la mujer a la calle. Aquella taza del inicio quedó olvidada sobre el aparador.
En la vereda, ella le dijo:
—Antes de irme, quería hacerle saber algo leído por mí hace muchos años en el secundario. En esa edad en que para nosotras era tiempo de soñar.
—¿Qué cosa? Dígame.
—Oscar Wilde escribió: “Los corazones están hechos para ser rotos” —la mujer se encaminó hacia su casa.
Él abrió los ojos más de la cuenta y la siguió con la mirada, que guardó recién al perderse ella por la puerta. El paso del tren lo despabiló al instante, y la brisa le mostró vivaces las campanillas violáceas. Apreció respirar el aire de las flores. Elevó las palmas al pecho y tamborileó suave con los dedos. Decidió guiarse hacia el cuartito de las herramientas, y una mueca de sonrisa le estiró algo los labios. Hoy es turno de la canilla. Se advirtió silbando bajito en el arranque de la tarea.
Y en su pensamiento pactó una tregua con la muerte.

Comunica - Raúl Sánchez Quiles


Vuelves a marcar y comunica. Lo has intentado siete veces, siempre con el mismo sonido cansino y desesperante como respuesta. Pero tú no pierdes la esperanza. Vuelves a pulsar con fuerza y rapidez los nueve dígitos, contienes la respiración, pero regresa la maldita secuencia sonora. Firmas una tregua minúscula con el teléfono y te sientas durante apenas unos segundos, tiempo suficiente para hacer apuestas mentales sobre quién ocupará con su conversación banal esa línea de comunicación que tanto necesitas ahora. Cuando regresas a las teclas tienes una fe renovada, una ilusión infantil que se rompe con el mismo tu, tu, tu que has oído miles de veces. Necesitas hablar con él, contarle que siguen siendo un matrimonio sin patrimonio y pedirle que no le diga a su jefe en la cara todo lo que lleva años mascullando entre dientes. Necesitas decirle que te pusiste nerviosa y que, mirando el periódico de ayer, creíste que acababas de ganar la Primitiva de hoy.

Tomado del blog: Hiperbreves, S.A.

Predicciones – Armando Azeglio


Todas las predicciones del final (imitando o no la Biblia) han fallado y fallarán: incluida la de esta narración. Escribo esto en mi departamento, sin titubeo alguno; invocando —si debiera— solo una divinidad: Atenea. Marmórea, alta, de rasgos serenos, más majestuosa que bella. La "diosa de ojos garzos", la diosa-razón, parece mirarme desde la pared. Es como si me dijera, sin decir nada: “la escatología es solo un negocio. Un gran negocio de tu época. A veces con aspavientos, a veces silencioso. Tiene un poco de ministerio y mucho de industria. Mucho de chacal y poco de colibrí”... Hay una emanación cuasi lasciva y sentenciosa en los ropajes y entonaciones de la señora. Algo circular, algo no lineal en sus aseveraciones. Sigo leyendo un ejemplar de la Biblia. Es una traducción del rey Jacobo que heredé de un abuelo ya fallecido. Me miro a mí mismo leyendo y la escena me parece patética: un tipito pretendiendo conocer la fecha exacta del apocalipsis. Calcularla. Vertebrarla en el presente. Miro la estatua de la diosa, como buscando un acuerdo. Parece murmurarme algo ininteligible.

Sobre el autor: Armando Azeglio

martes, 27 de diciembre de 2011

Las competencias ni se crean ni se destruyen, sólo se traspasan – Eduardo Cruz Acillona


Junto a las rejas de cada jaula, en unos pequeños carteles cuidadosamente plastificados y clavados en el suelo, se especificaba con todo detalle el nombre, el alias, la procedencia y las características principales de la historia de cada especie enjaulada. Un mapa, que se entregaba justo a la entrada del recinto, aconsejaba el recorrido ideal para no perder detalle de todas las curiosidades y sorpresas que el parque ofrecía a sus visitantes. Numerosas tiendas exhibían grandes carteles con fotografías de las especies en distintas fases de su vida. Eran el souvenir más reclamado.
Cada temporada, los turistas aguardaban con infinita paciencia durante horas en largas colas a la espera de conseguir entrar en aquel moderno e innovador zoológico. Debido al éxito alcanzado, desde hacía unos meses ya se habían puesto a la venta abonos completos de temporada y pases familiares de fin de semana. Las revistas especializadas de todo el mundo se habían hecho eco del fenómeno y apostaban por que, en un futuro no demasiado lejano, cada país contaría con varios de estos singulares parques temáticos de propiedad estatal que tantos ingresos estaban generando.
Jamás sospecharon los responsables del Ministerio de Interior la gran aceptación que tendría su decisión, a raíz del desastre económico de la anterior legislatura, de traspasar las competencias de los centros penitenciarios al Ministerio de Turismo.

Tomado del blog: Más claro el agua

Heliofanía – Sergio Gaut vel Hartman


Estoy parado en el andén de la estación Santa Úrsula de la línea que une General Zuloaga con El Lodazal. En el andén hay otras siete personas. Son las seis y diecinueve de la mañana. El sol, tibio y tímido, asoma detrás del refugio de chapa. Ahora veo el tren a doscientos metros de la estación. También veo a un muchacho vestido con jeans y remera azul que empuja a un viejo de anteojos y lo arroja a las vías. De inmediato, una chica de unos veinte años, cabello rojo y vestido negro empuja al muchacho de jeans. Indignada, una anciana empuja a la chica pelirroja con su bastón y una mujer madura, con aspecto de vendedora de mercería, empuja a la vieja. Otro viejo, septuagenario él, empuja a la anciana y una joven de unos treinta años, bastante parecida a Julia Roberts, empuja al septuagenario. No puedo quedar indiferente ante semejante ordalía y empujo a Julia Roberts. Mientras el tren hace su carnicería, giro sobre mí mismo y abandono la estación. No pensaba viajar, pero estos eventos matutinos me entretienen más que jugar al ajedrez con Fulvio Luna en el bar “Desencuentros”.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Peregrinos – Héctor Ranea


Veo los peregrinos venir lentos al lugar que nos convoca a mí y al muerto. Algunos llevan vituallas, otros preparan los fuegos, otro estará vigilante de las espesuras de las cañuelas que pueblan las orillas de los ríos idos. Seguramente alguno oteará el horizonte para no perder a las naves que regresan, los pájaros que anuncian las llegadas y los que buscan comerse los pertrechos, y las provistas del almacén frente a la ruta. Ahí podría estar yo, disfrazado de borracho joven, apostado en mi ángulo comprado por el precio de una botella de ginebra colada al recipiente de barro grasiento que usara Juan Moreira, el viejo, habiendo pasado de la lealtad al odio por la punta de un cuchillo y cuatro pulgadas más.
Tres cartas definen el destino de esos peregrinos, y tengo cuatro, porque me he guardado la carta del regreso. Mi disfraz no alcanza para que mi viejo tordillo adolorido por su artritis de galopador veterano me reconozca y cruce la ruta desde el potrero del Viejo Margara y menee el morro al vidrio donde sabe que estoy. Los parroquianos sospechan que el pingo oculta algo cuando señala con su testuz desdentada, saludando al viejo jinete que atrás de un poncho color de nuez, chambergo de curtido de potrillo nacido muerto de yegua primeriza, lazo trenzado por el mismo Mandinga y escote cubierto con el pañuelo rojo y blanco que me regaló mi madre el día que despaché al dueño del boliche donde ahora tomo mi ginebra esperando.
Ahora viene su nieto, me mira, lo mira al tordillo, vuelve a mirarme, saca el cuchillo que lanza un chillido de chimango al sacarlo de la vaina de alpaca y me dice:
—¡Viejo de mierda! Te debo la punta de este cuchillo y cuatro pulgadas más, las que dejaste puestas en mi padre. Disculpá si en el filo encontrás su sangre y las caras del plano están oxidadas. ¡Tomá!
Y ahí sé que todo está perdido. La próxima vez habrá que matar también a los caballos.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Todos los enemigos - José Manuel Ortiz Soto


A medianoche, la puerta del apartamento parecía una fortaleza. No sé cómo, pero tengo que entrar, se dijo y volvió a buscar las llaves. En un intento por mantener la calma, las imaginó como a duendecillos traviesos corriendo por el laberinto en que se había convertido cada bolsa de su pantalón. Las vio agazapadas en rincones a donde su mano no llegaba; los ojillos saltones, las narices ganchudas, los rostros deformados por la burla, revoloteaban dentro de su cabeza en un juego que pronto perdió la gracia. Lo primero que haré mañana cuando amanezca, será llamar al cerrajero, hacer un duplicado y esconderlo… ¡Puta madre!, masculló desesperado al comprender lo inútil de anticiparse a un futuro que, en este momento, no le resolvía cómo abrir la puerta o dónde pasar la noche. La luz bajo la puerta del apartamento de enfrente lo llevó a considerar la posibilidad de pedir posada, pero la descartó de inmediato. Desde que su esposa lo abandonó, la gente del condominio parecía mirarlo con recelo. La simpatía que les manifestaron siempre como pareja, había sido conmutada por un silencioso desprecio que se respiraba y sentía por todos lados (en las juntas, en el saludo, en los cuchicheos…). Era como si de pronto él se hubiera convertido en el enemigo de todos. Por eso, nadie le quitaría de la cabeza que sus infortunios no podían tener más origen que cada uno…
—Buenas noches, vecino —dijo a sus espaldas una voz en la que reconoció al señor del apartamento de enfrente—: lo estaba esperando. Esta mañana cuando salió, olvidó sus llaves; las encontré pegadas a su puerta.

Antisocial - Daniel Fernández


Sacó del bolsillo de su chaqueta gris la moneda de la suerte, de su suerte. La tiró al aire y la recibió en la palma de la mano. Otra vez cara. Fácil si la moneda tiene dos caras, claro. Apretó el nudo de su corbata gris y ancló el pasacorbatas a su almidonada camisa blanca. Suspiró y se miró al espejo frunciendo el ceño. El pelo, perfectamente peinado, el traje sin una arruga, los gemelos de su camisa, brillantes como diamantes y los zapatos pulidos hasta el máximo, le hacían resultar un hombre algo más que atractivo, pudiente. Cogió el maletín apoyado junto a la puerta y salió a la calle. El tránsito de la gente, que se apartaba a su paso como las aguas ante Moisés, no le desvió ni un centímetro de su trayectoria en línea recta hacia la parada de taxis. No cogió el primero, un Seat Toledo algo viejo y bastante sucio, cogió el segundo, un Mercedes E250 recién salido del concesionario. Esto supuso la queja del primero en la parada, pero con una mirada inquisitiva le argumentó que no quería mancharse el traje y se montó. El taxista arrancó y el hombre del traje gris le indicó la dirección, una carrera larga, así que el conductor empezó a hablar, pero al no obtener respuesta hizo en silencio el resto del viaje. Le pagó con dos billetes de 20 y sin esperar el cambio se bajó del taxi sin despedirse.
Entró en el edificio de oficinas y el portero no le saludó, se dirigió al ascensor que lo llevaría a la planta 12. En el ascensor subieron otras personas, que hablaron entre ellas y que se bajaron en el mismo piso, por detrás de él claro, pues su puesto y sus formas temían los empleados. Pasó el dedo por el lector para marcar su hora de entrada y fue hacia su despacho. En el camino, su secretaria lo paró y le dijo: "Le ha llamado Tal para concretar la hora de la reunión. Debe ser hoy.". Tomó nota en su PDA y movió levemente la cabeza sin cambiar la expresión y se encerró en el despacho. Dentro del despacho escuchó el rumor de las voces de los empleados y escuchó palabras sueltas como asco, creído y basura y las asumió como propias porque sabía que la gente no le tragaba. Era un ser rígido, trabajador y justo en sus decisiones, pero también era antisocial y la falta de comprensión por los demás lo llevó a ser considerado un monstruo. Él tenía que ser tolerante con el resto, pese a sus defectos, mentirosos, engreídos, infieles, vagos, sucios, pero nadie era tolerante con él. Y siguió su vida siendo un antisocial de principios, tolerando a los demás pero sin ser tolerado.

domingo, 25 de diciembre de 2011

La amistad es más que un parche – Héctor Ranea


Tengo un amigo con el que nos quedamos varias noches escuchando los sonidos que produce Júpiter en la banda de 19 m (en los 12 m). Seis noches durante las cuales hicimos, además, un trabajo original sobre la derrota de los incas con las tramoyas de Pizarro, musicalizamos un poema sobre Güemes, escribimos sobre la derrota de los kamargos a manos de los columpíados en la batalla de Firdchester que en realidad fueron tres seguidas y muchas otras cosas que no vale ni la pena recordar.
Una noche, el flaco Marun pasó a ver qué estábamos haciendo y nos trajo una historia que para mí era falsa, pero para mi amigo era verdadera como nosotros.
Resulta que un conocido nuestro había conseguido una mujer inflable. El problema es que a este tipo de mujeres no se las inflaba con aire así como así. Había que darles una serie de cosas, porque después duraban bastante más que las comunes. De hecho, sabíamos por lo que escuchábamos por ahí, que duraban hasta diez años o sea, al final debía ser un embole total. Pero, mientras, eran excelentes, según algunos, fastidiosas según otros.
Marun estaba como poseído cuando hablaba de esas mujeres; lo que lo excitaba era la panoplia de situaciones posibles con ellas. Le recordamos que era un deseo falso de algunos imbéciles y que por favor no empinara esa botella porque se ahogaría en su propio pensamiento bellaco. Eso de las mujeres obedientes, objetos sexuales o robots domésticos era una situación común en muchas obras de escaso valor estético y mucho prejuicio. Excesivo prejuicio, a nuestro gusto. De modo que le solicitamos que terminara su narración, por otra parte urgidos como estábamos de controlar las pruebas de galera de un libro sobre el asunto de la ética del trabajo en Hobbes y el drama en cuatro actos: “Jacinta, muy aguda tu voz” aparentemente una obra perdida de Huxley. Mientras escuchábamos a Júpiter, claro.
Entonces Marun nos explicó la parte central (que es la que considero falsa) y es que la mujer intentó cometer suicidio cuando supo que su marido salía con otra, atando su brazo a una de las puertas giratorias de un banco, de modo que un usuario, en su ímpetu natural, le produjo un desgarro por el que comenzó a escapar violentamente el gas que la llenaba, haciendo que volara hasta la parte superior de un fresno. Los bomberos lograron retirarla y reparar el daño en breves momentos por lo que la mujer continuó con sus tareas. Pero al volver a su casa y encontrar de nuevo al marido con otra inflable la amenazó con una tijera de plasma y luego casi lo corta a su marido quien huyó para contarlo, pero nada podía saber del fin de la otra mujer.
No creo nada de eso, por supuesto. Para mí, el único tipo de mujer inflable es el que venden en el mercado con inteligencia para ciertas cosas, pero me entra la duda cuando lo veo al flaco Marun que nos encara, nos acorrala en la habitación de la radio y comienza a desinflarnos arrancándonos los parches con los que nos hemos ido arreglando.
Cae en la cuenta de que somos varones inflables, no mujeres inflables, sonríe con esa sonrisa torcida que tiene cuando se pone sarcástico y, a punta de tijera, nos obliga a prepararle una cena tardía, luego el mate de la madrugada y el desayuno de media mañana. Fiel a su concepción de los robots, nos deja tirados en medio de la calle, desinflados, mugrientos, violados y llenos de líquidos que no son naturales y, para colmo, sin poder escuchar a Júpiter.
De esta no zafaremos, a menos que a los bomberos se les de por entrar en casa. Lamentablemente, hace poco que pasaron para hacernos la revisión anual, haciendo la vista gorda sobre el hecho de que mi amigo y yo habíamos matado a nuestra dueña por no dejarnos escuchar Júpiter en la banda de diecinueve metros.

Acerca del autor

Alpiste – Sergio Gaut vel Hartman


Esperando que lo atendieran, sin posibilidades de usar el teléfono para jugar al Sudoku, porque en los bancos eso está prohibido; sin libro para leer, sin lápiz y papel para escribir una humilde microficción, Alejo Losercano soportó estoico las seis horas que el destino decidió que debía estar atornillado a la butaca (cómoda, eso sí) imaginando una historia que conjeturó digna de un jugoso premio literario o por lo menos capaz de conmover hondamente a los lectores. Pero el mismo destino que menté hace cuarenta y tres palabras quiso que la espera desembocara en el anuncio de que Alejo debía una suma de dinero impagable por haber salido de garante de su cuñado, un notorio estafador. Entre muchas otras cosas, la noticia hizo que olvidara por completo la maravillosa ficción, que jamás fue escrita.
Durante los siguientes siete años, Losercano trabajó como un burro para pagar la deuda, a pesar de lo cual no pudo salvar la casa, que fue rematada, y su matrimonio, que se desintegró. La salud del pobre tipo se resintió hasta que se convirtió en una piltrafa. En el fondo de un pozo depresivo debido a todo lo anterior, sumado a que sus hijos se distanciaron y los amigos, hartos de prestarle dinero que no devolvía, le dieron la espalda, supo que la cosa no daba para más. Solo, abandonado, triste, Alejo Losercano vio caer la gota que hacía rebalsar la copa: una nueva carta del banco lo decidió a tomar la determinación que venía postergando.
Tomó el revólver de la gaveta, apuntó y disparó sin vacilar. En ese momento, el destino, que ya apareció hace ciento noventa y doscientas treinta y dos palabras en este mismo texto, decidió jugar un poco más, prolongando durante largas horas la agonía de Alejo. En ese lapso, nuestro héroe se enteró que la carta del banco le había sido enviada para anunciarle que la deuda era un error administrativo y que se le devolvía todo el dinero pagado, con intereses, actualizaciones y una indemnización acorde. Eso sumaba tres millones, ochocientos cuarenta y nueve mil doscientos doce dólares. Y lo peor de todo es que un segundo antes de expirar, el pobre Alejo recordó esta microficción, la misma que están terminando de leer, una obra que le hubiera permitido ganar un suculento premio literario o por lo menos conmover hondamente a los lectores.

Costumbre amorosa de los gigantes - Daniel Frini


Cuando un gigante decide proponerle casamiento a su novia, le ofrece una primorosa caja de madera de incienso rojo, más o menos del tamaño de sus manos y le dice, con voz quebrada: 
―¿Te quieres casar conmigo? 
Ella la toma y exclama: 
―¡Ay! ¡Por supuesto, mi vida! ¡Gracias, mi amor! ¡Qué hermosa! 
Temblorosa y con gran expectativa, la gigante abre la cajita y encuentra, sobre terciopelo azul ―color que entre esta raza simboliza fidelidad— un humano atado de pies y manos, su boca amordazada y un terror indecible en su mirada. Alrededor de su cuello, anudado un hilo ―hilo para los gigantes, gruesa cuerda para los humanos— de oro y plata. 
 En una ceremonia muy emotiva, la mujer se inclina sobre la cajita y el gigante ata el cordel en la nuca de su amada, cuidando de que quede adecuadamente flojo. A continuación, ella se levanta de golpe y el hilo se tensa. El humano pendula sobre el pecho sonrojado, se contorsiona, encoje y estira sus piernas varias veces, gira apenas su cabeza a un lado y otro buscando una bocanada de aire que no está, completamente ajeno al beso con que los novios sellan su compromiso. Luego muere. 
La novia llevará el cadáver del hombre en su cuello hasta el casamiento, más o menos un año más tarde. El olor a putrefacción se considera de buen augurio y es motivo de orgullo para las gigantes, debido a que indica su condición de mujer comprometida en matrimonio. Después de la boda, será el marido quien quite el colgante y lo guardarán, juntos, dentro de algún libro de poemas que él le habrá regalado durante el noviazgo.
Unos doscientos años después, el esposo habrá muerto. 
Un día cualquiera, su viuda estará sola ―los hijos también se habrán ido y verá a los nietos una o dos veces por año— y sumida en la nostalgia tomará el viejo libro, lo abrirá con temor respetuoso y encontrará el pequeño esqueleto casi formando parte de las páginas. Dejará caer una lágrima, más o menos donde el humano tenía su corazón. Ella creerá, por un segundo, sentir de nuevo el olor tan amado a carne putrefacta.

Acerca del autor: Daniel Frini   

Serial-Killer – Armando Azeglio


Esperaba mi partida de este mundo haciendo algo que me justificase: tener el valor, el tiempo, la fuerza y la voluntad para terminar una novela negra cuyo protagonista —un asesino psicótico— comete una serie de homicidios inmerso una atmósfera “gótica” y variable. Quería capturar rápido el concepto que resumiera la esencia de la ficción, no perderme en figuras retóricas que distrajeran la atención del que leía. Máximo, un fisiculturista suburbano, mata y come aquellas partes de la victima que corresponden a la parte del propio cuerpo que va transformando en el gimnasio. Busca la forma, el cuerpo  perfecto. La acción cambia cuando en sus merodeos nocturnos conoce Debbie, una travesti empeñada en cambiar su cuerpo. La analogía era especular, contraria y perfecta. Descubren algo así como el amor (en la acepción más deletérea e irracional del término) y él comienza a matar mujeres para que ella se alimente de las partes que está tratando de cambiar en la propia anatomía. Filman todo. Conforme la novela avanzaba empecé a sentirme extraño, torvo, malhumorado, retraído. Tenía todos los elementos para construir una buena historia, pero no tenía un final adecuado. Hasta que una noche me desperté con un hambre voraz. Bajé a la cocina y abrí la heladera con desesperación. Para mi espanto, dos cabezas humanas perfectamente seccionadas, me miraban desde el interior con gesto anodino.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Paradojas – Sergio Gaut vel Hartman


Adolf Hitler era loco, pero no estúpido. El 29 de abril de 1945, luego de asegurarse que su doble estaba listo para ocupar su lugar en el bunker de la Cancillería y suicidarse en cuanto las avanzadas del Ejército Rojo llegaran a Berlín, llamó a su presencia al físico Karl-Heinz Schikelbrünner, quien días antes había entregado su proyecto Zeitreisender Maschine al ministro Bernhard Rust y le informó que estaba dispuesto a ser el primer sujeto que tripulara un artefacto como ese.
—Pero, mein Führer, ¡es muy peligroso!
—Yo asumo todo el riesgo —respondió Hitler—. El futuro de nuestra amada patria merece mi sacrificio, si fuera un sacrificio, claro; confío en usted.
—Gracias, mein Führer. ¡Heil Hitler! La máquina es segura —dijo Karl-Heinz, izando rígidamente la mano, pero pensando en su cuello.
—Ni una palabra más, entonces. Explíqueme cómo se opera.
Karl-Heinz le dio a Hitler una somera lección acerca de cómo se manejaba la máquina de tiempo. El canciller trepó al tosco asiento de cuerina, sacado de una bicicleta, tocó cuatro o cinco botones y desapareció de 1945 para hallar refugio en el santuario que los nazis habían tenido la precaución de preparar, por si salían mal las cosas.
Y Hitler viajó al futuro. Viajó exactamente diecisiete mil novecientos setenta y ocho días, y el 18 de julio de 1994, en Buenos Aires, Argentina, Schlomo Zavit, agente de la Mosad, guardó en una bolsa la mano, un testículo y la nariz de una de las infortunadas víctimas del atentado perpetrado contra la A.M.I.A., Asociación Mutual Israelita Argentina, la única que no pudo ser identificada entre las ochenta y siete que se cobró el acto terrorista.
—¡Pobre hombre o mujer! —dijo Schlomo en hebreo—. Los otros, por lo menos, podrán tener una placa con su nombre. En cambio este…

Cambio climático 1 - Xavier Blanco


Mi padre es inventor, aficionado. Creó una máquina del tiempo, no de esas que te llevan al futuro, o al pasado, no. Hablo del tiempo meteorológico. Era un artilugio que producía lluvia, nieve, viento, calor y frío, mucho frío. La instalamos en nuestro jardín. Nos visitaron científicos y sabios de todo el mundo: físicos, químicos, geodas, para analizar aquel espacio del planeta, de comportamiento climático tan inaudito. Nos entrevistaron los más famosos reporteros, fuimos portada de las revistas técnicas más reputadas. Se especularon las teorías más esperpénticas. Se organizaron excursiones, visitas guiadas, capillas para el rezo. ¿Obra de Dios o del diablo? Nadie pudo descubrir el verdadero secreto. Mi padre nunca averiguó como fue capaz de idear aquel engendro que, un buen día, dejó de funcionar, así, de pronto. Lo peor fue que se encasquilló en el invierno. Lleva meses nevando. Nos hemos convertido en un inmenso iceberg, en un nuevo continente helado, a la deriva, vagando por el mundo. Ya no somos noticia, ahora nadie se acuerda de nosotros. ¡Tierra a estribor!…, nada, otro espejismo. ¡Dios que frío! Mi padre sigue ahí; ahora ha inventado un sacacorchos, funciona de maravilla, pero el vino está helado.

(CONTINUARÁ...)

© Xavier Blanco 2011.
Tomado del blog: Caleidoscopio

El mito transformador – Ricardo Giorno


Las mentes que vagan por la inmensidad del océano del aburrimiento, contemplan con espanto este mito que alcanza únicamente al hombre —varón, macho, semental— entre los treinta y los cuarenta y cinco años.
Mito antiguo, si los hay. Comienza con picazón en las axilas, seguido de flatulencias con marcado olor a pescado podrido. Si al día siguiente la víctima se despierta en su propio cuarto con los ojos cubiertos de lagañas, el terror lo invade. Es más, la pavura se extiende a sus seres queridos. Entonces, el marcado por la desgracia deberá sobrellevar una pesada sucesión de acciones, tendientes a evitar convertirse en un animal.
El mito dio vuelta la tierra y es así que en cada región los usos y costumbres cambiaron las creencias sobre qué tipo de animal puede transformarse el hombre, entre treinta y cuarenta y cinco años, más no así los antídotos destinados a evitarlo, que son comunes a todos.
Por ejemplo, en Argentina se cree que la transformación devengará en burro, por lo que algunas esposas no lloran y sólo lo hacen la madre y los hijos —si los tuviere— del infortunado. Está también Italia, donde se cree que el hombre puede llegar a ser toro, por lo que está muy bien visto que, por si acaso, se comience por ponerle los cuernos.
El abanico de posibilidades es tan vasto y variado que resultaría agotador comentar los diferentes casos. Vale la pena advertir, por si acaso, que el mito pudo ser demostrado en tres ocasiones. En la primera, el trabajador del acero esloveno, Tetor Cylatinay, disfrutó la calma que precede a las tempestades. Desoyó los consejos de su familia y pronto los resultados estuvieron a la vista. Primero fue un pie, luego la mano, más tarde se le endureció la espalda. Pronto se convirtió en una tortuga. La familia estuvo a punto de perder la casa y la fuente de ingresos fue nula hasta que a la abuela se le ocurrió la idea: alquilar a su nieto para que los turistas den una vuelta por el pintoresco pueblo montados en la caparazón de Tetor.
El segundo fue el cazador de la sabana de Zaire, Bwebvó Ntregate, que habiendo sufrido los síntomas salió de cacería con sus amigos, desoyendo las súplicas de sus cuatro jóvenes esposas, siete suegras casaderas y veintidós hijas adolescentes. Volvió, acompañado de sus amigos, convertido en oso hormiguero. Su familia lo maldijo, echándolo de la pobre choza que era su hogar. Mal hubiesen terminado los días del pobre Bwebvó si sus amigos no hubiesen hablado con el rey del lugar. Ahora, el hoy oso hormiguero, transita sus días desparasitando los jardines reales, mientras observa cómo sus antiguos camaradas, cual hormigas traviesas, se encargan con total dedicación a tapar los numerosos hoyos de lo que fuese antes su empobrecido hogar.
La tercera transformación ocurrió en Brasil. El agricultor Pelé Zopedade Tudos se encontraba en el bar del pueblo, cuando las axilas comenzaron a arderle. No prestó mayor atención a ello, pues se había bañado tan sólo una semana atrás y tenía otras dos por delante hasta la próxima ducha. así que con sus amigos empezaron a beber sin que nada ocurriese por algún tiempo. De pronto los parroquianos sintieron que el mar quería invadirlos, aunque se sabía que se encontraba a centenares de kilómetros del pueblo. Una marisma rancia y pegajosa se abatió sobre los presentes, a tal punto que el bar se vació. Quedaron el dueño, Pelé y Garchinho, un habitué que no le hacía asco a nada. Al ver que la diversión terminaba, Pelé decidió volver a su casa, pero Garchinho insistió en que se quedase a beber, que él convidaba porque se sentía solo. Pelé no recuerda cuánto bebió, pero despertó entre medio de los pastizales que crecen cerca del bar, con los ojos entrecerrados por las lagañas y un tremendo dolor en las asentaderas, cuyo origen desconocía. No se fue para su casa sino que sin siquiera pensarlo dos veces se internó en la selva. En seguida le crecieron pelos por el cuerpo y antes de darse cuenta estuvo convertido en un extraño mono tití (extraño por el tamaño, claro). Sólo por las ropas que se dejó puestas sus amigos lo reconocieron y a partir de aquel día fue la atracción del pueblo como el mono que más rápido pelaba la banana.
Sé que a esta altura del relato, tenebroso por cierto, a varios de ustedes, hombres entre treinta y cuarenta y cinco, arrinconados por el temor, le empezaron a picar las axilas. Seguramente, muchos estarán aguantando esas flatulencias hasta convertirlas en algo nocivo para el organismo. No os preocupéis, varones míos, aquí les daré la fórmula para que podáis ahuyentar al animal que anida en vuestro interior.
¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué ha expirado el tiempo? ¿Qué tiempo, madre mía? Ah, el tiempo del relato, ya caigo. Bueno, entonces me despido con las palabras del mundialmente famoso Licenciado rumano Tedoy Porelculescu:
“No comas lo que te gusta que te coman”

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Golosos – Sergio Gaut vel Hartman


El extraterrestre miró desconcertado a todos los presentes. Sus seis ojos permitían una visión de trescientos sesenta grados.
─¿Es verdad que pueden escribir una historia condensada en ciento cincuenta palabras?
─En efecto. ¿Ustedes no tienen algo así? ─El presidente de la Asociación Galáctica de Microcuentistas estaba orgulloso de la expansión alcanzada por el género desde que Amosval, Rahanert y Sangaman pusieran a punto el motor hiperlumínico Rahanert-Sangaman, gracias al cual la humanidad pudo empezar a viajar a otros sistemas solares.
─Nunca se nos hubiera ocurrido. ─El extraterrestre medía seis metros y tenía doce extremidades; todo en él era abundante─. Nuestras ficciones más breves tienen seis millones de palabras, y aclaro que nuestras palabras no son cortas. Una transcripción al lenguaje de ustedes de la palabra “mapa” (recuerden que somos hermafroditas) sería “qwetuopasdifghikloz” y “otorrinolaringólogo” se dice “graatnanazirodiofremoenhijirti”.
─Mmm. Vamos tener que reconsiderar el ingreso de los ghistoyertoigurtemonis a la Asociación Galáctica de Microcuentistas.
─¡Qué pena! ─se lamentó el extraterrestre─. Estábamos tan ilusionados...
─¿Por qué estaban tan ilusionados?
─Nos dijimos: los individuos de una especie tan culta, ingeniosa y refinada tienen que ser extremadamente sabrosos.

Cuatro caballos y seis botellas - Héctor Ranea


El galope de un caballo blanco era distinguido del de un castaño, o de un tobiano o de un tordillo, un bayo, ni hablar de un ruano o de un rojo o alazán, que por ahí se conocía como pelaje del diablo, obvio. El jinete que montaba esos caballos se dejaba influenciar por el manto o por las crines si las dejaba largas. Y eso era suficiente para que el golpeteo de los cascos en la arcilla salobre transmitiera el pelaje del caballo. Ni qué decir si eran caballos zurdos, es decir, de esos que cuando les revisan las herraduras, levantan primero la zurda, sea delantera que trasera. Al galopar tienen la tendencia a enfatizar las caídas impares y los baqueanos, aún jugando al mus, apostaban sobre seguro a cualquier pueblerino advenedizo y sacaban al menos dos botellas de ginebra por noche.
Una noche de otoño, al baqueano Malvón Ferreyra le escocía el oído. No pensaba en su juego y perdía el envido por lo que escuchaba. Entonces pronunció su predicción:
—Apuesto lo que quieran a que son un palomino, un pío y dos negros: el uno carbón, el otro, de ojos de mujer.
Cuatro caballos se acercaban y nunca nadie había visto un palomino. Más de uno se puso nervioso y fue a buscar compañía con una “etrusca”.
Un moreno subido le apostó al contrario:
—Yo le digo, caballero, que por más que me esfuerce en creerle, me temo que está equivocado. Son dos los palominos y uno el negro y le concedo lo del pío y aclaro: tiene el cuello blanco solamente, el resto es negro —y cuando todos dieron por terminado el pleito, agregó: —¡Ah! Y le apuesto un cajón de ginebra chico.
Pasaron como una tormenta los cuatro jinetes y todos corroboraron que el morocho había ganado la apuesta. Después de refunfuñar, Malvón compró las botellas y el morocho, galante le dijo:
—Separo para las niñas bonitas una botella y otra para mí. El resto, para mis amigos del Bar “Sin Final”.
Hasta Malvón, hombre duro si los hay, dejó escapar un lagrimón.

La ventana - Ada Ines Lerner


Una pequeña crisis estalló a unos tres meses del casorio, quizás o no a raíz de que una noche fría, él abrió la ventana.
Robertito, los hombres sabemos, me digo, las crisis son una buena oportunidad para crecer.
Pero no nos dice la crónica en qué momento él comenzó a sentir galopar la sangre y tampoco por qué comenzaron a brotar de sus ojos mariposas como las que a pocos metros de allí brillaban al sol, en el jardín de la vecinita.
No habrá complicaciones”, dijo el médico, “es gripe y restos de un antiguo desorden bronquial en la infancia”. ¡Ya decía yo que la vieja bruja había hecho todo mal!. La gripe de su mujercita puso un poco más densa la relación con la familia de ella. Nada que no sea normal en una pareja, nada que no haya venido arrastrándose desde el día en que comenzaron a planificar la fiesta de la boda.
Los hombres, Robertito, podemos avanzar o retroceder en algunas cosas, pero hay peleas que no podemos perder. No puedo detenerme ahora, me digo. Si sólo se trata de una gripe pasajera. ¿Para qué necesitamos a tu madre, aquííí ?
Él ya faltó a su trabajo varios días.
Robertito, me digo, seguro que Tartufo ocupó tu box privado, tu amado sector. Desde ahí él puede controlar a sus subordinados, vigilar el ir y venir de las minas y registrar los movimientos de los cabecillas.
Robertito, pronto llegará el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante, me digo.
Entonces él se trocará en una especie de héroe; mareado por el vértigo de la libertad próxima discurre sobre lo que espera encontrar más allá de ese boquete negro en que lo sume el encierro. Esto debe ser lo que sienten los presos cuando espían (o expían) por el ventanuco de la celda, la luna y la luz del farol en la noche angosta. Él duerme de a ratos, atento a los horarios de la medicación. Avanza la constancia masculina y retrocede la fiebre. Aunque a veces ella está fastidiosa con los picos de temperatura que, según dicen, es normal a la hora de las brujas.
A propósito de brujas, me digo, la posibilidad de alejar a mi suegrita de mis dominios hace que yo redoble mi cuota de paciencia.
Entre tanto, ha fallecido (¡qué inoportuno!, me digo) un primo político y ellos faltaron al velatorio. “Por culpa de ése (el marido), el finadito ya no tendrá tu adiós, nunca más”, le dice la madre por teléfono y ella se echa a llorar y lo cubre de reproches e improperios.
Robertito, el directorio ya debe estar afilando las garras.
A uno de sus protegidos (el más útil correveydile, me digo) lo destinaron al archivo; la secretaria se queja de haber sido acosada por un gerente rival y el nuevo tesorero lo reclama en términos de “la cámara de torturas a que me veo sometido por tu culpa”; el cadete se abrió las venas con el pisapapeles, cuyo borde afiló en la pared del baño de hombres (por fin servirá para la apertura del correo, me digo). Esta es la vida de esos desgraciados subordinados suyos, sus esperanzas y desalientos.
Robertito, a los hombres la congoja de ellas: palidez, sed, malhumor y dolores que las aquejan, nos sensibilizan, me digo, fijate que la fatiga viene decreciendo desde el pecho de tu mujercita.
En plena recuperación, ella camina alrededor de la habitación, se alimenta regularmente y la sangre retoña en todo su cuerpo.
Entonces a él se le ocurre lo de la ventana.
Robertito, me digo, es sólo una aberturita, unos minutos ¿qué puede pasar?.
Se convierte en una idea frenética. Lo siente cada vez más posible. Pero está tan absorto en sus emociones, que no puede darse cuenta de que no es aconsejable. Se acerca a la ventana. Jugando manotea en el vacío y siente que es él quien se está quedando sin aire, como si una piedra lo estrangulara. Procura retroceder pero sus piernas forman parte del aire, se desmoronan, ya ni las siente. Se está ahogando en un río etéreo y claro. Deja de moverse, de pugnar inútilmente. La asfixia se va transformando en una inexplicable delicia. De golpe, tiene exacta conciencia de lo que va a suceder:
La fiebre te ha inundado, Robertito, estás enterrado hasta más allá de las piernas, me digo.
“No es más que una simple gripe”, dirá el médico.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Coloquio – José Antonio Parisi


Grippi ya entró a la penumbra del cuarto. Olor a mugre. Hacia el lado más lejano, un par de camas de hierro con las mantas en desorden. Cerca suyo y apoyada en la pared se sostiene una mesita, renga de una pata. Encima, un calentador eléctrico trata de mitigar el frío antártico del ambiente, y de una radio destartalada sale un bochinche indescifrable. Grippi se sienta junto a la mesa. La resistencia al rojo del calentador se refleja en el vidrio de la ventana, y él ve sobrepuesto su desaliñado semblante, sus anteojos gruesos, la bufanda rigurosamente enroscada al cuello de la tricota. Y detrás del vidrio, la galería con su lamparita desnuda y, en la llovizna, la oscuridad de los jardines que mañana recorrerán sus ojos. Un rechinar a sus espaldas lo hace girar de golpe: de una de las camas se levanta la figura de un hombre, que él no había visto. Se le acerca arrastrando los zapatos, enfardado en un raído sobretodo —tal como estaba echado—, las solapas erguidas le tocan la base del gorro de lana. El hombre adelanta una mano temblorosa.
—Surañe —le dice ronco—. Mucho gusto.
—Grippi. El gusto es mío —se la estrecha débil.
El otro, siempre parado, busca en un bolsillo del sobretodo y saca un maltrecho atado de cigarrillos. Con sus dedos sucios revuelve dentro del paquete y descubre uno que, aplastado y curvo, se lo incrusta en la boca.
—Me convida un cigarro —le dice Grippi—. Yo no fumo, sabe.
—Yo tampoco —dice Surañe arrimándole el atado hasta la punta de la nariz—. Pero, sírvase, siempre los tengo mano, para el día en que fume.
—Si usted va a iniciarse en el vicio—la voz asordinada por el atado, que ahora el otro se lo ha puesto sobre los labios—, yo espero mi turno. No quisiera importunarlo.
—No tengo fecha precisa —Surañe recoge el brazo del paquete—. Sin embargo, cualquiera de estos días …
—… empieza.
El de sobretodo dobla el cuerpo como para prender su cigarro en el calentador. Pero se queda inmóvil con la punta del pucho a unos centímetros de la resistencia incandescente, que le ilumina su nariz bermellón semejante a una gran frutilla invertida.
—¡Reaccione, hombre, reaccione!
Surañe se endereza.
—Me anda rondando la idea del suicidio en determinada forma.
—El suicidio... —murmura Grippi—. ¡Privación voluntaria de la vida, diccionario RAE! —grita— y desde los groseros anteojos, la mirada busca su muñeca plena de cicatrices.
—Estaría bueno tirarse al río desde un puente con un faso prendido entre los labios. Eso estaría bueno.
—Fumar bajo el agua le decían ellos a ese deporte. Ellos sí que lo jugaban bien, “de salón” lo jugaban.
—Es de pusilánime dejar que la vida pase al pedo, Grippi. Lo importante es apurarla. ¿Usted nunca ha fumado?
—Yo no, pero sufro fuertes accesos de tos, igual que los fumadores.
A Grippi el catarro le revuelve el pecho y con violencia arranca una flema y la estrella en el piso. El compañero da un paso y se apura a aplastarla con la suela, como si fuese una cucaracha esquiva.
—Ah… Entonces está esperando que la tos le pase para empezar a fumar.
—Yo siempre espero algo… ¡Fumaré hasta conseguir ataques de tos ortodoxos, propios del cigarrillo! Y no humillantes arrebatos espasmódicos, como los que trae un enfriamiento por andar en chomba cuando no corresponde.
—Lo que se dice un acceso de tos profesional.
—Eso es, profesional y contundente.
—Contundencia… —la mirada se le extravía— Contundencia es lo que haría falta.
—Una cosa: esa radio que distorsiona tanto, ¿es suya? ¡Por qué no la apaga de una buena vez! ¡Enferma los nervios!
—Es LA COLIFATA, Grippi. Cómo la iría a apagar…
Surañe pega la vuelta y se echa de nuevo en el colchón, empuja aquellas mantas arremolinadas contra la cabecera y las usa como almohada. Se acomoda el faldón del sobretodo, yergue recto un brazo, y dirige el índice hacia la otra cama, como un periscopio en las sombras.
—Esa es la suya —dice—, váyase haciendo al espacio. Es lo que aquí más conviene.

Acerca del Autor

Cronología de un escarmiento - Claudio G. del Castillo

5:35 pm
El hombre habla por teléfono:
–No se angustie, señora; me haré cargo de su denuncia. ¡Micifuz no estará solo en tanto yo represente a la Sociedad! Así que advierta a su yerno antes de que me persone en su vivienda. En cualquier caso, por más que meta una y otra vez al gato en el inodoro, este no confesará que se comió el guacamayo. ¿Dónde dijo que vivía?... En menos de quince minutos estaré allá, bye.
El hombre echa en su portafolios un talonario de multas y sale de la oficina.
5:40 pm
El hombre llega al aparcamiento y se tropieza con el simpático chihuahua del jefe. Últimamente al perrito le ha dado por orinar el neumático izquierdo trasero de su auto. De hecho, en ese preciso instante apoya una pata en el guardabarros.
El hombre mira su reloj y hace un gesto de contrariedad.
5:45 pm
El perrito culmina su micción. No bien el hombre se dispone a entrar en el auto, el chihuahua vuelve a alzar su pata.
“Parece que aún nos queda algo ahí dentro, ¿eh?”, dice el hombre.
Sí, “nos queda”. Bastante.
El hombre prende un cigarrillo y le da tres bocanadas seguidas; y cinco más cuando, sin previo aviso, el perrito empieza a cagar.
El hombre consulta la hora.
5:55 pm
El chihuahua termina, se frota el ano en el pantalón del hombre e inicia el mutis, pero el hombre le silba. El perrito regresa y se queda observándolo, después saca la lengua y menea la colita, juguetón.
El hombre le hace cosquillas en el cuello con la puntera del zapato. “Churri, churri, chu… Claro, era imposible tanta mierda si no tuvieses una indigestión de puta madre”, dice, mientras el perrito le vomita el zapato.
El hombre tira la colilla en el vómito para que se apague, no sea que el chihuahua la pise. Luego se contempla las uñas.
De las uñas salta a la muñeca.
6:00 pm
Una patada en el culo le anuncia al perrito que el hombre ha concluido su jornada laboral.

Arenaza de colores - Eduardo Betas

Ese día Arenaza amaneció de colores. En verdad no sucedió en un día. Fueron meses de trabajo. Pero aquella mañana de primavera, en ese pueblo bonaerense, parecía ser el primer día del mundo. Tal vez por aquello de que descubrir no es encontrar cosas nuevas sino mirarlas con otros ojos, los habitantes de Arenaza se sorprendieron al ver que por los frentes de sus casas se trepaban colores vivos que ocultaban aquellos blanqueados de cal que habían tenido durante los últimos cien años.
Porque ese día, Arenaza –un pueblo más en el horizonte tieso de la pampa húmeda- cumplía cien años. Por eso todos salieron de punta en blanco de sus casas de colores nuevos.
La idea fue de Teresa, una artista que consiguió casi cinco mil litros de pintura y empezó a convencer uno a uno a los trescientos y pico de vecinos que tenían que pintar sus frentes. Algo que no le fue fácil.
- ¿Quién le dijo a esta porteña engrupida que nosotros tenemos que hacer lo que nos dice?
- Si las casas siempre fueron blancas por algo ha de ser. Y así tienen que quedar…
Éstas frases comenzaron a escucharse por las tardes en el bar, donde había estado la vieja pulpería del pueblo. Allí se reunían los hombres de Arenaza a tomar una ginebra antes de volver a sus casas.
Mientras tanto, Teresa se hizo fuerte entre las mujeres, porque sabía, por mujer también, que el hombre puede decir mucho fuera de la casa pero adentro, entre las cuatro paredes, la cosa cambia…
Y las cosas cambiaron y las casas comenzaron a cambiar de color. Primero, tímidamente pero después la pasión del color se adueñó del pueblo y todos se pusieron a pintar.
Claro que junto con los colores, en las paredes comenzaron también a aparecer las diferencias. Diferencias que no estaban ocultas sino más bien gastadas, corroídas por la rutina. La cal no había podido quemar las historias de esa gente que se fueron quedando allí en ese pueblo, porque esperaban algo o porque ya no esperaban nada.
Las historias de cada uno comenzaron a aparecer junto con los colores. Albino, por ejemplo, aquel viejo portugués inundado de silencio, decidió pintar en su frente una ondulante franja azul profundo y sin necesidad de que nadie le preguntara nada, le contaba a todo aquel que se detuviera delante de su casa…
- ¿Ve? Así era el color del mar en mi pueblo – y tocaba la pared como si el color le dejara las manos mojadas de agua salada.
Con la casa de Doña Lucía muchos descubrieron por qué, la vieja más vieja del pueblo, acomodaba todos los días al atardecer una sillita de paja y se quedaba hasta crecida la noche, sentada, con su mirada ceniza clavada en el camino por donde se entra a Arenaza. Ella le pidió a Teresa que la ayudara a dibujar un cielo naranja, un suelo marrón y en la línea del horizonte, un puntito. Pero el puntito lo pintó Doña Lucía porque, dijo, “yo lo conozco a mi hijo”. Entonces, desde aquel día, en lugar de sentarse mirando hacia el camino, lo hacía mirando el frente de su casa, hundiendo sus ojos grisáceos en aquel puntito.
Pero aquel día de primavera en que Arenaza amaneció de colores, se fueron juntando tempranito todos en la plaza, frente al también recién pintado monumento a San Martín, para celebrar el aniversario. Y sin que nadie lo propusiera, comenzaron a caminar juntos por las calles de ese pueblo renovado deteniéndose ante cada casa para que el dueño contara su historia en el por qué de los colores que había elegido para pintarla. Y ahí se dieron cuenta que se veían y se saludaban todos los días, pero realmente no se conocían. Allí descubrieron que quizás el miedo a que las diferencias los separaran hizo que pintasen siempre sus casas de blanco, hasta que llegaron los colores y sintieron entonces que ese pueblo centenario y fiel comenzaba a ser un arco iris en la Tierra.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar

sábado, 17 de diciembre de 2011

Incredible shrinking man – Héctor Ranea


Terminé de leer su carta. Me bajo del escritorio extrañado de que me cueste un poco llegar al suelo. Me acerco al bar, mis botellas parecen más grandes de lo usual. Tengo a mano un buen whisky que me regaló ella antes de partir. Me sirvo con dificultad un buen trago pero me cuesta empinar el codo, tanto pesa el vaso. Me doy cuenta de que estoy llorando por lo que dice su carta. Me acerco a mi cama y casi no puedo trepar hasta mi almohada, lo que me hace pensar en que tal vez nuestro gato sienta lo mismo cuando viene a visitarnos. Me acurruco en un hueco que dejó su camisón oliendo su perfume evanescente. El whisky me hizo olvidar sus últimas palabras. Cierro los ojos, es bueno sentir que estoy desapareciendo.

Héctor Ranea

La nariz - John Savage


Melina venía soñando con arreglar su nariz desde los dieciséis. Ahora, ocho años después, tirada en una cama de hospital, debía luchar contra la ansiedad, ese deseo de verse linda de una vez por todas, ese deseo que la carcomía. No aguantaba las ganas de quitarse los vendajes y correr al espejo para ver su nueva nariz.
¿Qué hubiera pasado si ella hubiera tenido una nariz bonita ya a los dieciséis? Habría tenido amigas, disfrutado de fiestas, tenido novios. Los niños del barrio no le habrían gritado cosas tan insoportables: “fea”, “Pinocha”, “perra”. No había tenido que quedarse en su casa los fines de semana, ni caminar a escondidas por la calle. Todo eso había hecho que sólo se concentrase en sus estudios. Y, a pesar de ser una excelente alumna, no se atrevió a inscribirse en la Universidad.
Ahora, con su nueva nariz, al fin podría juntarse con las otras chicas: sonreiría y coquetearía con los muchachos. Ellos sí que le prestarían atención.
Sería feliz.
Una vez, algunos años atrás, un chico guapo la había invitado a salir. Era amigo de su hermano mayor, pero Melina se rehusó a aceptar. Ella no se atrevería a exponer su enorme y curvada nariz a la vista de todos. Menos, a lado de un chico guapo, que seguramente la invitaba para reírsele delante de sus amigotes.
El único que realmente le había prestado atención a ella era Raúl. Ese Raúl que no podía parar de comer y no había hecho ejercicio en su vida; ese Raúl que caminaba como pingüino a la tienda en la esquina cada tarde para comprar alfajores y chocolates; ese Raúl que había perdido el pelo a los veinticinco. Ese Raúl que cuando sonreía parecía tener una pelota de tenis en cada mejilla. Y casi siempre sonreía, hasta cuando comía sus alfajores y chocolates.
Melina se fue incorporando de a poco en la cama del hospital. Con su nariz nueva, tendría más opciones que Raúl, y estaba lista para explorarlas.
No soportaba más el suspenso. Apoyó de uno los pies en el piso y caminó hasta el espejo. Y, cuidadosamente, se quitó los vendajes.
¡No lo podía creer!
Casi se desmaya…
…era su misma nariz de antes.
En ese momento entró Raúl, con flores y alfajores.

El ratón - Héctor Gomis


Teodoro era un ratón. Pequeño e inofensivo. Era tan fácil de lastimar que a nadie se le ocurría hacerlo. Era como esos jarrones delicados que no te atreves ni a rozarlos por miedo a que se rompan. Su fragilidad hizo que lo acogiéramos como a un niño abandonado. Era así la mascota del grupo, nuestro pequeño Teodoro.

No había tenido suerte en la vida. Sus padres murieron cuando él era un niño y desde entonces vivía con su abuela. Los estudios nunca se le dieron bien, así que acabó trabajando en la pequeña librería de su familia. Eso lo convirtió, para escarnio suyo y regocijo del resto, en un auténtico ratón de biblioteca.
A pesar nuestros esfuerzos, la desgracia perseguía al pobre ratón por donde quiera que estuviera. Su cuerpo era menudo y frágil, pero le bastaba para caminar por la vida, en cambio su mente, su increíble y fallido cerebro, le hacía subir a lo más alto, a un lugar donde nadie podía seguirlo, para luego lanzarlo a los abismos. Los médicos pusieron nombre a lo que le ocurría. Un nombre largo e incomprensible para mí. Diseccionaron su cerebro, lo abrieron como un melón y sólo encontraron pepitas. Definieron lo que le ocurría con una simple ecuación matemática. Fue una pobre labor la que hicieron con alguien tan especial. Yo, al contrario que ellos, pude ver en él algo más que una simple enfermedad. El ratón tenía momentos. Momentos oscuros en los que todo le aterraba, y otros momentos, blancos y sublimes, en donde entraba en un estado de gracia que lo hacía inmenso. Más grande que todos los demás. En esos momentos, que a veces eran pequeños instantes y en otras ocasiones días maravillosos e intensos, el ratón se convertía ante nuestros ojos en un caballo. Un magnífico ejemplar al que admirar en silencio. Entonces se mostraba en todo su esplendor, como un hermoso animal, único y perfecto. Y eran esos lapsos en los que todos nos agrupábamos en torno a Teodoro y paladeábamos su presencia. Daba igual lo que hiciera entonces, no importaba lo que dijera. Sereno, borracho o atiborrado de drogas, resplandecía ante todos, y un estremecimiento recorría la espalda del que estuviera a su lado. Fueron años mágicos los que pasé con él. En los que todo era posible. Cualquier idea descabellada la hacíamos realidad, cualquier mujer era nuestra, toda causa era ganada. No existía ningún impedimento para nuestros planes cuando Teodoro tenía su momento. Pero, tal como se dice, el fuego más vivo se apaga antes que el resto, y Teodoro, después de refulgir tan brillante, cedía su luz y viajaba a las tinieblas en apenas segundos. Y ahí se quedaba, en silencio y a oscuras esperando su próxima aparición.

Un día, cuando Teodoro tenía veintidós años, su fuego se apagó para no volver a prenderse nunca. Ahora mismo estará sentado en la mecedora de su abuela, rodeado de oscuridad y silencio, esperando en vano otro momento de gloria. Ya no es un ratón. Hace tiempo que mi amigo se convirtió en piedra.

Tomado de Un cuento a la semana

jueves, 15 de diciembre de 2011

Condición inmaterial - Sergio Gaut vel Hartman


Empezó cuando una de sus alumnas, modelo publicitaria, le pidió ayuda para escribir la dramática historia de su vida. En ella cohabitaban una madre ausente, un padrastro abusador, la inevitable anorexia, ciertas formas encubiertas de prostitución, desengaños, insipidez intelectual, estulticia. Demasiados ingredientes para un cóctel que ella no se sentía capaz de manejar.
—Sé que se hace —le dijo dejando caer los párpados, cubiertos por una tonelada de rimel.
—Ya sé que se hace. Pero no me interesa hacerlo.
—Podría ser un bestseller.
—Podría, pero sigue sin interesarme.
De pronto, ella mencionó una suma. No una suma cualquiera sino una de esas que harían caer del caballo al mismísimo Roy Rogers.
—¿Entonces lo va a hacer?
—¡Claro!
Lo hizo. No fue un bestseller, pero a la modelo la entrevistaron en la tele, le hicieron una nota en una revista femenina muy fashion y se consiguió un novio sociólogo que andaba con ganas de demostrar que podía clavarse a una gata de lujo.
Y después de que dejó de ser virgen, fue sencillo: tomó otro trabajo similar, esta vez de un futbolista con ínfulas y luego le escribió una novela porno a una sexóloga que cometía seis faltas de ortografía en palabras de cinco letras y siguió y siguió con su nueva y redituable profesión.
—¿No te da… cosa? —le preguntó su novia por enésima vez, un día antes de volver a pensar en abandonarlo.
—No, no me da —respondía él, invariablemente. Escribió un libro de poemas para una virgen de setenta años, una novela para un policía que se jactaba de haber matado a cuarenta y nueve pendejos chorros “porque la justicia es lenta, ineficiente y corrupta” y un ensayo denominado “Aproximación epistemológica al análisis del gradiente de concentración de los deseos reprimidos en la hipófisis de los grandes felinos”. Durante cinco años tuvo más trabajo del que necesitaba y ganó más dinero del que jamás había ganado. Pero un día… se cortó. Se cortó abruptamente, sin avisar. O la gente había aprendido a escribir sus propios libros o pasó la moda o… Tuvo que resignarse. Durante un tiempo fue corrector de estilo, pero el trabajo estaba tan mal pago que no tardó en comerse los ahorros. Consiguió un puesto de vendedor de una librería, pero la crisis mundial alcanzó al rubro y lo demolió. Llegó un momento en el que lo único que se imprimía eran las ofertas de los supermercados.
La solución llegó imprevistamente, cuando ya había perdido toda esperanza. Aguardaba a su novia con la intención de pedirle una última oportunidad, apoyado contra la pared del bar, cuando su cuerpo entero pasó del otro lado.
—En fin —dijo en voz alta—; si no puedo ser escritor aprovecharé el otro cincuenta por ciento de mi profesión. —Fue feliz porque pudo meterse en la bóveda del banco; pero no lo disfrutó: sus manos pasaban a través de los billetes.

El autor:
Sergio Gaut vel Hartman

El otro final - Javier López


Yasmal Agüero había vendido de todo en su vida. Desde relojes falsificados hasta violines de mala calidad; desde latas de conserva hasta biblias. Y fue esto último lo que lo introdujo en el camino de lo espiritual.
Cuando visitaba hogares como vendedor, se hizo consciente de cuánto necesitaba el ser humano obtener respuestas. Y así llegó su primera academia de yoga y meditación, en la que poco a poco comprobó cómo sus alumnos se convertían en sus adeptos.
El siguiente paso fue utilizar la academia como núcleo fundacional de una secta destructiva, la llamada "Hermandad del 11-N". Su capacidad de liderazgo ya no admitía discusión, y cientos de nuevos hermanos fueron convirtiéndole en un hombre rico y poderoso. Un negocio redondo.
Naturalmente, un gurú como él necesitaba reafirmarse con una profecía apocalíptica, que no dejara dudas sobre su competencia para guiar y salvar a sus hermanos. Así que, sin pensárselo mucho, vaticinó un espantoso e inimaginable final del mundo para las 11 horas y 11 minutos del 11 de noviembre de 2011.
Otros ya lo habían hecho, aprovechando la misma coyuntura, pero la profecía de Yasmal Agüero tenía sus peculiaridades: una gigantesca nave extraterrestre aparecería minutos antes de la hora determinada para recoger en un campo de alcachofas del Condado de San Benito (California) a los miembros de la hermandad.
El día señalado más de tres mil oncenovembristas se agolpaban en el citado campo, tratando de no pisar la verdura, no fuera a ser que los extraterrestres tuvieran una visión errónea del campo de aterrizaje convertido en una masa informe de alcachofas pisoteadas y se fueran a aterrizar en otro lugar con mejor aspecto. Aunque esto no les valió de mucho.
Cuanto más se acercaba el momento, más sentía Yasmal las miradas de los hermanos clavándose en sus ojos, como pidiéndole explicaciones.
Llegó la hora acordada, pasaron seis minutos, luego dos horas, luego diez... hasta que bien anochecido los oncenovembristas abucheaban a Yasmal Agüero y lo lapidaban a puro alcachofazo.
Todos se alejaron con la sensación de haber sido estafados por un falso gurú. Yasmal, sin embargo, se retiró creyendo en el cumplimiento de su profecía. Porque desde luego, desde ese momento, su mundo se había acabado.

El autor:
Javier López