lunes, 28 de noviembre de 2011

El recolector - Ada Inés Lerner


El visitante entrevió el bulto informe en la ochava bajo un balcón que desprotegía su cuerpo sucio, lo vestían las garrapatas, bajo la sarna. La senilidad y el abandono le habían destruido el habla pero percibía algunos sonidos.
Su destino: un hospicio. Su pasado: abandonó y fue abandonado.
El terrícola viejo, fracasado, es temido o despreciado por sus semejantes –se dijo el visitante- hasta que la vida ya no es vida sino una iniquidad que se arrastra ó quizá por catalepsia el cuerpo ya no tiene sensaciones, queda inmovilizado en una postura indefinida.
Finalmente se había convertido en una bestia ilegítima para su sociedad pero no para el visitante que lo fundió en una sola mirada y afrontó la llamada telepática desde la morgue de la nave que le reclamaba una respuesta.
El visitante no lamentó perder esa tarde diáfana de enero, sólo esperó pacientemente hasta que su presa fue abducida y se perdió en las calles en busca de otro recuerdo.

Malos ejemplos - Eduardo Albarracín


Tenía la particularidad de encender las miradas. Con su voz suave y a la vez enérgica podía arengar una tropa como calmar las aguas de una revuelta. Así era el ermitaño monje que dejaba trascurrir la vida sin oponer resistencia; hasta que un día perdió la sabiduría. Le ganó la tentación del mundo y de a poco fue perdiendo sus atributos: Ya no convencía a nadie, sus mensajes sonaban huecos y sus mediaciones no daban ningún resultado. Vio con sus propios ojos cómo se iban cerrando los senderos que conducían a su humilde morada porque ya nadie iba a visitarlo. Entonces, abrumado por esa carga que pesaba en su conciencia, un día decidió internarse en el desierto y enterrar todo el dinero y las joyas que había logrado juntar desde que decidió cobrar por sus servicios de consejero.
Al regresar, encontró su casa invadida por sus discípulos. Todos querían conocer dónde había enterrado el tesoro.

Artefacto dañado - Marisa Dittler


He comprado un artefacto hace… digamos unos 30 años.
Los primeros años funcionaba perfectamente. Cumplía las tareas para las que fue creado, sin demoras ni complicaciones. Su desempeño era correcto.
Si sufría una avería, con un pequeño golpecito de esos que le damos a las máquinas cuando parecen dejar de andar, emprendía su trajinar nuevamente. A veces, es una solución sencilla y mágica.
Estos aparatitos continúan con su vida útil sin mayores anomalías.
Pero hace un tiempo,  no demasiado, esta pequeña maquinita ha tomado la determinación de comenzar a funcionar mal.
Y resulta que es testaruda y todo.
Probé los golpecitos tiernos, probé dejarla un tiempo para ver si se arreglaba sola.
Intenté también hablarle despacito, imaginando que me escuchaba… que me entendía.
Le dije que este era un contrato “de por vida”, que no se olvidara… que yo sin ella…
Pero nada.
Y ahora está ahí, en un rinconcito. Hasta parece que llora cada tanto. (¿O no es ella la que llora?).
Me habían dicho que tenía garantía para siempre, pero no sé, lo estoy dudando.
Si conocen un servicio técnico ¿Me avisan, no?

domingo, 27 de noviembre de 2011

La albufera de Cubelli - Fernando Sorrentino


Hacia el sudeste de la llanura de Buenos Aires se encuentra la albufera de Cubelli, a la que familiarmente se conoce con el nombre de «laguna del Yacaré Bailarín». Este nombre popular es expresivo y gráfico, pero —tal como lo estableció el doctor Ludwig Boitus— no responde a la realidad.
En primer lugar, «albufera» y «laguna» son accidentes hidrográficos distintos. En segundo, si bien el yacaré —Caiman yacare (Daudin), de la familia Alligatoridae— es propio de América, ocurre que esta albufera no constituye el hábitat de ninguna especie de yacaré.
Sus aguas son salobres en extremo, y su fauna y su flora son las habituales de los seres que se desarrollan en el mar. Por este motivo, no puede considerarse anómalo el hecho de que en esta albufera se encuentre una población de aproximadamente ciento treinta cocodrilos marinos.
El «cocodrilo marino», o sea el Crocodilus porosus (Schneider), es el más grande de todos los reptiles vivientes. Suele alcanzar una longitud de unos siete metros y pesar más de una tonelada. El doctor Boitus afirma haber visto, en las costas de Malasia, varios ejemplares que superaban los nueve metros, y, en efecto, ha tomado y aportado fotografías que pretenden probar la existencia de individuos de tal magnitud. Pero, al haber sido fotografiados en aguas marinas, y sin puntos externos de referencia relativa, no es posible determinar con precisión si estos cocodrilos tenían, en verdad, el tamaño que les atribuye el doctor Boitus. Sería absurdo, claro está, dudar de la palabra de un investigador tan serio y de tan brillante trayectoria (aunque de lenguaje algo barroco), pero el rigor científico exige validar los datos según métodos inflexibles que, en este caso puntual, no se han puesto en práctica.
Ahora bien, sucede que los cocodrilos de la albufera de Cubelli poseen exactamente todas las características taxonómicas de los que viven en las aguas cercanas a la India, a la China y a Malasia, por lo cual, con toda legitimidad, les cabría ese taxativo nombre de cocodrilos marinos o Crocodili porosi. Sin embargo, existen algunas diferencias, que el doctor Boitus ha dividido en características morfológicas y características etológicas.
Entre las primeras, la más importante (o, mejor dicho, la única) es el tamaño. Así como el cocodrilo marino de Asia alcanza los siete metros de longitud, el que tenemos en la albufera de Cubelli apenas llega, en el mejor de los casos, a dos metros, medida que se verifica desde el comienzo del hocico hasta la punta de la cola.
Con respecto a su etología, este cocodrilo es «aficionado a los movimientos musicalmente concertados», según Boitus (o, de modo más simple, «bailarín», como lo llaman las gentes del pueblo de Cubelli). Es harto sabido que los cocodrilos, estando en tierra, son tan inofensivos como una bandada de palomas. Sólo pueden cazar y matar si se hallan en el agua, que es su elemento vital. Para ello, atrapan las presas entre sus mandíbulas dentadas e, imprimiéndose a sí mismos un veloz movimiento de rotación, la hacen girar hasta matarla; sus dientes no tienen función masticatoria sino que están diseñados exclusivamente para aprisionar y tragar, entera, a la víctima.
Si nos trasladamos hasta las orillas de la albufera de Cubelli y ponemos a funcionar un reproductor de música, habiendo elegido previamente una pieza adecuada para el baile, en seguida veremos que —no digamos todos— casi todos los cocodrilos surgen del agua y, una vez en tierra, empiezan a bailar al compás de la melodía en cuestión.
Por tales razones anatómicas y conductuales, este saurio ha recibido el nombre de Crocodilus pusillus saltator (Boitus).
Sus gustos resultan ser amplios y eclécticos, y no parecen distinguir entre músicas estéticamente valiosas y otras de méritos escasos. Reciben con igual alegría y buena predisposición tanto composiciones sinfónicas para ballet como ritmos vulgares.
Los cocodrilos bailan en posición erecta, apoyándose sólo sobre sus patas traseras, de manera que, verticalmente, alcanzan una estatura media de un metro y setenta centímetros. Para no arrastrar la cola por el piso, la elevan en ángulo agudo, poniéndola casi paralela al lomo. Al mismo tiempo, las extremidades delanteras (que bien podríamos llamar manos) siguen el compás con diversos ademanes muy simpáticos, mientras los dientes amarillentos dibujan una enorme sonrisa de optimismo y satisfacción.
A algunas personas del pueblo no las atrae en absoluto la idea de bailar con cocodrilos, pero otras muchas no comparten este rechazo y lo cierto es que, todos los sábados al anochecer, se visten de gala y concurren a las orillas de la albufera. El club social y deportivo de Cubelli ha instalado allí todo lo necesario para que las reuniones resulten inolvidables. Asimismo, las personas pueden cenar en el restaurante que se levanta a pocos metros de la pista de baile.
Los brazos del cocodrilo poseen poca extensión y no llegan a tocar el cuerpo de su compañero. El caballero o la dama que baile, según el caso, con el cocodrilo hembra o con el cocodrilo macho que los haya elegido, apoya cada una de sus manos en uno de los hombros de su pareja. Para realizar esta operación, conviene estirar al máximo los brazos y mantener cierta distancia; como el hocico del cocodrilo es muy pronunciado, la persona deberá tener la precaución de echarse, lo más posible, hacia atrás: si bien en pocas ocasiones se han registrado episodios desagradables (como ablación de nariz, estallido de globos oculares o decapitación), no debe olvidarse que, como en su dentadura se encuentran restos de cadáveres, el aliento de este reptil dista de ser atractivo.
Entre los cubellianos corre la leyenda de que, en la isleta que ocupa el centro de la albufera, residen el rey y la reina de los cocodrilos, quienes, según parece, no la han abandonado nunca. Se dice que ambos ejemplares han superado los dos siglos de vida y, tal vez por causa de la avanzada edad, tal vez por mero capricho, jamás han querido participar en los bailes que organiza el club social y deportivo.
Las reuniones no duran mucho más allá de la medianoche, pues a esa hora los cocodrilos empiezan a cansarse, y quizás a aburrirse; por otra parte, sienten hambre y, como les está vedado el acceso al restaurante, desean volver a las aguas en busca de comida.
Cuando llega el momento en que ningún cocodrilo ha quedado en tierra firme, las damas y los caballeros regresan al pueblo bastante fatigados y un poco tristes, pero con la esperanza de que, quizás en el próximo baile, o tal vez en alguno menos cercano en el tiempo, el rey, o la reina, de los cocodrilos, o acaso ambos simultáneamente, abandonen por unas horas la isleta central y participen de la fiesta: de cumplirse con esta expectativa, cada caballero, aunque se cuide de manifestarlo, abriga la ilusión de que la reina de los cocodrilos lo elija como compañero de baile; lo mismo ocurre con todas las damas, que aspiran a formar pareja con el rey.


Fernando Sorrentino

Museos - Víctor Lorenzo Cinca


Estoy harto de tanto museo, cansado de ver siempre lo mismo. Es un verdadero suplicio, un tostón insufrible. Yo no quiero venir, claro está, pero ellos al final siempre acaban obligándome y me llevan donde quieren. A mí, si te digo la verdad, me aburren, no me gustan, porque me parecen todos iguales. Visto uno, vistos todos. Te lo digo yo, que he estado sin remedio ni elección en cientos de ellos. Y en los mejores, no te creas: en el Louvre, en el Metropolitan, en el Museo Británico, en el Guggenheim… He recorrido ―obligado― miles de quilómetros, he cruzado océanos, y todos, absolutamente todos, me parecen idénticos, como si fueran siempre el mismo, repetido una y otra vez. En cada museo revivo la misma escena, contemplo con resignación cómo los visitantes se acercan con expresión de asombro, o decepcionados, y me fotografían una y otra vez, a través de los gruesos cristales de la vitrina en la que estoy expuesto.

Tomado de: Realidades para Lelos

Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca

viernes, 25 de noviembre de 2011

La gata - Mónica Ortelli


No sé por qué me puse a cortarle la carne a la gata. No lo había pensado antes, pero por ahí fue a propósito; o, quizá, porque como tenía el cuchillo en la mano, ella se había puesto a maullar y no me dejaba caminar. Alcira llegó justo cuando le daba a probar unos pedacitos. Me dio bronca que entrara sin llamar, aunque la vieja no tenía la culpa -Ernesto siempre deja la puerta abierta-.
— ¿Qué te pasó en la frente? —preguntó.
—Nada.
—Nada —repitió ella—. Algún día no contás más el cuento vos.
—Perdé cuidado —le dije, y volví a cortar. Todavía me temblaba un poco la mano y sentí que me tajaba un dedo. Justo en la coyuntura del pulgar. La misma sensación que cuando corté un tendón en la carne, sólo que me agarró como una electricidad fría. Pero no me sangró enseguida, debe haber sido porque tenía las manos heladas.
— ¿Comiste?
—Temprano— le mentí. Y le tiré a la gata más tiritas de carne.
—Así me gusta —movió la cabeza—. Pensá que ahora tenés que comer por dos.
Me empezó a sangrar el tajo. La sangre corrió por los pliegues del nudillo y manchó la carne. Yo siempre le corto finito a la gata para que coma rápido y se vaya porque Ernesto la saca a patadas cuando la ve adentro, pero entonces se los tiré como estaban, medio grandes, mezclados con mi sangre y todo.
— ¿Le encontraste la cría ya? —preguntó, mirando a la gata que lamía los últimos pedazos antes de masticarlos.
—Todavía no.
—Apuráte, si esperás más no te vas a animar a ahogarlos —aconsejó.
—No importa...
—Ja. No importa…, sí, tenés razón… Decile al Ernesto, a ver qué pasa —se burló—. Sabés… estás rara hoy… ¿Será la preñez, che?
La gata se había devorado todo y olisqueaba el aire.
—¿Necesitás que te traiga algo?—dijo la vieja, ya saliendo.
—Me arreglo con lo que tengo —negué con la cabeza.
Apenas se fue puse la tranca y limpié el cuchillo otra vez. El dedo me ardía por el detergente. Vi a la gata ir hacia la pieza.
— ¡Ahí adentro no! —grité, pero ya se había metido.
Cuando corrí la cortina, lamía el charco oscuro en el piso.

Tomado del blog http://nivaranicuchillo.blogspot.com/

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El sí flojo - Fernando Andrés Puga


—¿No quiere uno, señor?
—No, gracias; ya tengo.
—Uno solito, por favor.
—No señora, disculpe pero no. Me alcanza y me sobra con los que tengo. —Si supiera esta pobre mujer que apenas me queda tiempo libre de tantos que he juntado a lo largo de los años.
—¡Dele! No sea malo. Es el último. Lo vendo y me voy a casa. ¿Sabe cuánto hace que estoy parada en este semáforo? ¡Ni se imagina cómo me duelen los pies! Ya nadie compra ¿vio? Nadie se anima. ¡Es que pasan tan rápido! No prestan atención ni cuando vengo con mi sobrina que está relinda y se viene tan… bueno, usted ya se imagina ¿no? Pero no hay caso, ni así. ¡Uy! Ya se puso en amarillo y yo dándole la lata…
No sé por qué lo hice. ¿Culpa burguesa? ¿Deseo de volver a sentir la adrenalina corriendo por mi sangre? No sé por qué, pero detuve el auto junto al cordón, bajé la ventanilla, la llamé con un chistido y mientras buscaba la billetera me di cuenta; de repente supe que otra vez caía en la trampa. Ya era tarde.

Fernando Puga

Negocio redondo – Sergio Gaut vel Hartman


Ernesto estaba solo en su habitación lúgubre, patética: estaba tan aburrido y desencantado de la vida que su única preocupación era encontrar un modo apropiado de morir. De pronto, inesperadamente, sobre la mesa se materializó un aparato, un artefacto estrafalario que zumbaba y chasqueaba de un modo tan ridículo como su aspecto.

—Hola, aparato —dijo por decir algo.

—Hola —respondió el aparato.

—¿Podés hablar?
—¿Sos estúpido?

No era estúpido; solo estaba triste y frustrado, por lo que no creyó que un artefacto grotesco pudiera proporcionar solución a sus dificultades, por más que una ingeniosa grabación permitiera suponer otra cosa.

—¿Y para qué servís?

—Concedo deseos.
—¿Tres?

—Los que quieras.

—Me basta con tres.
—Bueno; pedí.

—Quiero una chica, un auto, una mansión en isla Margarita y un millón… no cinco millones de dólares.

—Son cuatro, pero no importa. Bien. Concedido.

—¿Ya está?

—Ya está.
—¿Y ahora?

—Ahora tenés que disfrutar de lo que pediste.

—Ajá. Pero antes tengo que creerte.

—Ese no es mi problema.

—De acuerdo: no te creo.
Si el artefacto hubiera tenido hombros se habría encogido de hombros. Pero como no tenía permaneció impávido, quieto, impasible. Esperó una hora y luego otra. Tampoco estaba en condiciones de perder la paciencia.

A la mañana siguiente Ernesto se levantó a las nueve, desayunó, buscó una caja en la que meter el artefacto —que contrariamente a lo que podrían suponer los lectores, no desapareció durante la noche— y se lo llevó a Salomón Verdinsky.

—¿Cuánto me da por este aparato, Salomón?

—¿Qué hace?

—Habla y dice estupideces.

Salomón pensó rápido. Si hacía una oferta antes de que el artefacto demostrara sus habilidades podría conseguirlo por monedas.

—Te doy trescientos pesos.

—¿Cuánto vale un revólver?

—Tengo uno barato de cuatrocientos noventa y nueve. Seis balas incluidas.

Ernesto sacó doscientos pesos del bolsillo, esperó a que Salomón trajera el revólver, le entregó el artefacto y se fue del negocio antes de que el comerciante pudiera entregarle el peso de vuelto.

Sergio Gaut vel Hartman

Casualidades de la vida - Javier López


Los familiares de Danica Camacho, habitante 7 mil millones del Planeta, no cabían en sí de gozo cuando vieron aparecer por la puerta de la Maternidad del Hospital Gubernamental de Manila (Filipinas) al mismísimo Ban Ki-Moon, Secretario General de la ONU, provisto con un cheque de 70.000 dólares para premiar el nacimiento que marcaba un hito en la historia de la Humanidad.
Sin embargo, no se hizo público a través de ningún medio oficial el suceso que iba a ocurrir 24 horas más tarde. De nuevo Ban Ki-Moon visitaba a la familia de Danica, esta vez reclamando la devolución del tan bienvenido cheque.
Según fuentes extraoficiales, John Smith, ciudadano australiano de la localidad de Melbourne, había sido atacado el día 31 de octubre por su perrita pekinesa Lou-lou, contagiándole la rabia y muriendo en pocas horas. Este hecho, imposible de predecir por las estadísticas de la Organización de Naciones Unidas, provocó que el premio recayera en Dawinia Anam, nacida 3 millonésimas de segundo más tarde, y curiosamente nieta del Ex-secretario General de la citada Organización.

Javier López

martes, 22 de noviembre de 2011

De abducidores fracasados – Sergio Gaut vel Hartman


Los abducidores del planeta Tralfamadore llegaron de noche. Abdujeron un texto de Kurt Vonnegut que empezaba más o menos así: "Ahora todos saben cómo encontrar el sentido de la vida dentro de uno mismo. Pero la humanidad no siempre fue tan afortunada. Hace menos de un siglo los hombres y las mujeres no tenían fácil acceso a las cajas de rompecabezas que llevan dentro. No podían nombrar siquiera uno de los cincuenta y tres portales del alma. Las religiones de pacotilla eran el gran negocio". Quedaron tan impresionados que decidieron abducir a Kurt Vonnegut para que escribiera para ellos cosas tan impresionantes como la que acababan de abducir. Pero más impresionados quedaron al enterarse que KV había muerto el 11 de abril de 2007, por lo que llevaba fuera del juego ciento diecisiete años.
—Hagamos algo —dijo el jefe de los abducidores tralfamadorianos.
—Viajemos en el tiempo —propuso el cocinero, que solía tener ideas más brillantes que el resto—. Vayamos al 10 de abril de 2007. —El cocinero era brillante, pero poco práctico.
—Viajaremos en el tiempo —consintió el jefe—, pero al 11 de noviembre de 1961, cuando esté pasando por su mejor momento creativo.
Y allí fueron los abducidores tralfamadorianos, seguros de sus recursos tecnológicos, pero incapaces de ver que la idea de transportar a Vonnegut al futuro estaba viciada de nulidad.
—Encantado de conocerlos —dijo el escritor al ver a los simpáticos alienígenas—. Y está de más decir que los acompañaría a Tralfamadore de mil amores, pero tengan en cuenta que mi límite es el 11 de abril de 2007. Más allá de esa fecha no les serviré como abducido ni como nada.
—¿Conoce usted la fecha de su muerte?
—Siempre la he sabido. Creí que ustedes eran lectores de mis libros, además de protagonistas de uno de ellos. Por lo visto me equivoqué, como tantas otras veces.
Los tralfamadorianos, contritos, hicieron gestos de pesar que no convencieron a KV. El escritor, por su parte, se dio unos golpecitos en la cabeza con las puntas de los dedos. Y esperó la respuesta de los extraterrestres abducidores.
—No se nos ocurre nada que decir —se disculpó el jefe en nombre de toda la banda.
—Etcétera —dijo Vonnegut.
—¿Perdón?
—Etcétera. Es evidente que ustedes son unos extraterrestres de pacotilla. Y es mentira que han leído mis libros. “Etcétera” aparece seis veces en Payasadas. Lo utilizo como una generalización provocada por la droga que abarca la totalidad de mis dislates. ¿Saben quienes fueron Laurel y Hardy? Fueron unos tipos que hacían todo lo posible en cada prueba. Nunca dejaron de transigir de buena fe con sus respectivos destinos, y eso les hacía tremendamente divertidos y adorables. ¡Por favor! Déjennos en paz y váyanse a abducir a otra parte.
Los tralfamadorianos abandonaron 1961 con la cabeza gacha, y luego abandonaron la Tierra. Estaban tan deprimidos y avergonzados que ni siquiera advirtieron que el escritor les había robado el GPSHE. Desde entonces los alienígenas abducidores vagan por la galaxia y no llegan a ninguna parte.
Etcétera.

Las anclas - Fernando Puga


No te lleves el oso de peluche que te regaló el abuelo.
No te lleves la medallita que guardás en el fondo del cajón de la mesa de luz dentro de esa cofrecito esmaltado que compraste en la luna de miel. Tampoco lleves el cofrecito.
No lleves fotos. No te harán falta. Alcanzan las imágenes que hay en tu retina.
Ni se te ocurra llevar esa blusa estampada que te trae recuerdos de aquellos años de humo y rock and roll; está hecha un harapo. Digo, por si no lo notaste.
No lleves pijamas, no los vas a necesitar. No necesitarás tampoco el cepillo de dientes, la pasta dental, el peine, el jabón… En fin lo que habitualmente usás para asearte.
No lleves nada. Andate con lo puesto. Ni siquiera hará falta lo imprescindible para cualquier viaje: las tres p, ¿te acordás? Pasaporte, pasaje, plata. Nadie pide papeles, nadie cobra entrada.
¿Vas entendiendo? Harás el viaje como dice el poeta: ligera de equipaje. Hasta podrías ir sin lo puesto; estando sola no habrá nada que ocultar.
Cuando llegues, avisame. Me gustaría saber cómo fue el viaje; si hay algo que eches de menos. Dicen que la levedad duele.

Los robadores - Mario Cesar Lamique


La primera vez que entraron en casa nos asustamos mucho. Mi papá no se movió de su lugar en ningún momento, parecía que no respiraba; mi mamá gritaba cosas que nadie de los presentes se tomó el trabajo de entender, mientras nos abrazaba —muy fuerte— a mi hermana y a mí, como si nos fuera a asfixiar.
Ellos hacían todos sus movimientos de forma maquinal, como siguiendo paso a paso una coreografía; mi papá no salía de su insoportable quietud, y mi mamá, en un intento desesperado por escapar, corrió hacia la puerta, pero le fue imposible abrirla: ya no era la nuestra.

La segunda vez que entraron se hizo de noche en ese instante. Saltaron la verja, se metieron por la puerta, que estaba mal cerrada y volvieron a hacer sus movimientos maquinales, manipulando las armas; una bolsa vacía y otra llena. Robaron el televisor a color y pusieron otro falso en su lugar, hicieron lo mismo con el equipo de música, el microondas y los cuadros de paisajes que tapaban manchas de humedad en la pared; cuando ellos se fueron la noche siguió.

La tercera vez que entraron nos habíamos mudado de casa pero nos encontraron igual. Estábamos solos, mi mamá ya se había ido y mi papá tardaba en llegar; ellos entraron sin esfuerzo y con sus dos bolsas robaron cada uno de los artefactos del hogar y los muebles, y pusieron otros falsos en su lugar, sin mirarnos. Siguieron robando, un florero, expresiones de fotos familiares y hasta pósters de la habitación de mi hermana, que abría la boca como si estuviera por decir algo y se balanceaba de atrás para adelante como presagiando una caída.

La cuarta vez que entraron los maté.

Mi mamá viene a verme seguido y me cuenta mentiras sobre su vida, continúa diciendo frases incomprensibles aunque ya no me puede abrazar —muy fuerte— como si me fuera a proteger.

Mi padre está tranquilo en casa, a salvo de sobresaltos, ya sin nada verdadero que le puedan robar. Mi hermana a veces emite algún sonido, pero de su boca nunca sale una palabra, mientras balancea el cuerpo de atrás para adelante, estando siempre, a punto de caer.

El poema - Mónica Sánchez Escuer


La mujer termina de leer el poema y cierra el libro con el sabor de un beso viejo y agrio entre los labios. Se desnuda. El calor le ha quitado las ganas de estrenar su camisón blanco. Las sábanas frescas se le pegan a la piel, le erizan los pezones. Dormir así, y sola, es un desperdicio, piensa al apagar la lámpara. Tan pronto cierra los ojos, el poema vuelve, navega por sus oídos como un largo rezo. No sabe en qué momento cae, sueña que cae, flota en el vacío como las palabras del poema. Como el poeta que la acaricia en el sueño, que tiene todos los rostros y bocas de los hombres que ha tenido, que la han abandonado. La mujer amanece empapada, adolorida, con las sábanas enredadas como paracaídas en el cuerpo. Se levanta y así, desnuda, sin desayunar ni lavarse la cara, dentro del poema, el poeta la lleva a escribir sobre él.

Tomado de Historias Baldías

sábado, 19 de noviembre de 2011

Elvis sigue vivo - Xavier Blanco


No me preguntéis la fecha exacta; yo tendría ocho o nueve años cuando ocurrió por primera vez. Una motocicleta arrolló a mi perrita. Pensé en ella una y mil veces; la imaginé en el limbo. Sin saber cómo, después de muerta apareció en mi cama, corría por casa, y dormía en el sillón de papá. Sólo la percibía yo. "Poderes sobrenaturales", pensé. "Cosas del demonio", decía la abuela.
-Rafa, que el niño habla solo, dice que hay un perro.
–Tonterías de chaval abuela.
-Este niño no es normal, se le ve en la mirada. Está poseído por el maligno.
Pasaron unos cuantos años hasta la segunda aparición; era un día gris, de esos tontos en los que nunca pasa nada. Regresaba a casa y me saludó el espectro de tío Juan. Yo era demasiado pequeño cuando murió, apenas lo conocía, pero en la familia todos sabían que era un loco. Me crucé con él en el andén del metro. Se empezó a reír como un chiflado, no paró de perseguirme por todo el vagón. Por suerte siempre he sido un "Juan sin miedo", pero esa primera aparición me impresionó. Yo tendría veinte años. La cosa no quedó ahí, eso sólo fue el principio Una madrugada de sábado me di de bruces con el abuelo Jacinto. Me fue fácil reconocerlo, por las viejas fotos color ámbar que corrían por casa. Manco, destrozado, la cara ensangrentada, las vísceras colgando entre los pantalones, había fallecido –una noche de Fin de Año- en un accidente de tráfico: era un zombi cualquiera. Ataviado con un sombrero de fiesta, unas guirnaldas multicolores y lanzando confetis por todo el vagón. Había escuchado a la abuela, mas de una vez, lamentarse apesadumbrada: “Mi Jacinto, en paz descanse, buen hombre, pero era un fiestero, un bala perdida”. Ni siquiera la muerte había conseguido redimirlo. Nos lo pasamos pipa. Normal, uno siempre añora a su abuelo.
Todo fue empezar y no parar, siempre en el metro. El subsuelo es el mejor hábitat para las almas del purgatorio, terreno abonado. Sucumbí a ese canto de sirenas, a esos túneles negros, infinitos, que se bifurcan una y otra vez hacia ninguna parte, poblados de cadáveres en rebeldía. Al principio no controlaba esos poderes. Interfectos que aparecían y desaparecían por arte de magia. Todo el álbum familiar desfiló ante mis ojos: mutilados de guerra, pomposas damas decimonónicas, bisabuelos anarquistas, nodrizas pechugonas, indianos que hicieron las Américas, veteranos de la Guerra de Cuba… Esos andenes se convirtieron en una máquina del tiempo imposible, en una verbena permanente.
Conocí mujeres, pero ninguna entendió mi especial sensibilidad, mi afición a los temas del mas allá. Y lo que empezó como un juego, me acabó cautivando. Dejé el trabajo; lo dejé todo para entregarme, sin contemplaciones, a este vicio de los difuntos. Me paso los días, las semanas, recorriendo andenes y vagones con desesperación, buscando almas perdidas, espíritus taciturnos, penitentes de la vida, cofrades de la expiración, con los que compartir unas risas, un pitillo, unas reflexiones. No puede existir vida mas placentera. Poco a poco empecé a controlar esas apariciones, ampliando así la galería de fantasmas. Mis pretensiones son órdenes divinas. Ya no puedo parar. Los domingos de partido, transito por la estación cercana al Estadio departiendo con viejas glorias del balón. Así fue como conocí a Kubala. Los días de estreno, en la parada de Opera, desfilan ostentosas mezzosopranos y altivos tenores. Nada comparable con las fiestas que acaecen los fines de semana en la estación cercana a la zona de los Teatros, repletas de viejas glorias del” Music Hall”: mujeres de vida disoluta, hampones sin corazón, trapecistas sin red, saltimbanquis de la vida, domadores de sueños, aprendices de nada…. Todo un elenco de estrellas que nunca lo fueron. Cuántas cosas te enseña la vida…
Perdonad, no me he presentado. Algunos me conocéis: soy ese caballerete taciturno, de pelo ralo, barba canosa y traje gris raído, que arrastra su carrito por la Estación Central. Duermo en la calle esperando que me despierte el alba, soñando la hora de apertura de los andenes, para entregarme sin mesura a esta danza de esqueletos. Así una jornada tras otra. Llevo meses pensando en Elvis, pero nada, no aparece, cosa que confirma que el de Memphis sigue vivo.

© Xavier Blanco 2011.
Tomado del blog Caleidoscopio

Competencia – Ricardo Giorno


—¡He descubierto un nuevo adversario!
Natura está furiosa y desolada. En los últimos tiempos se le han multiplicado los enemigos. Piensa cada vez más en los recién llegados al barrio, que ella tiene por dominio.
—Siempre aparece uno nuevo, no me dan respiro –dice en voz alta.
Pensando, meditando, decide dar nuevas oportunidades a esos vecinos. Quizás ellos no tuviesen la culpa. Llama por los canales ordinarios al Almirante Clim y al General Spora.
—Quiero –les dice Natura— que me presten un servicio muy particular e importante.
—Usted ordene que nosotros estamos para servirle.

* * *
En una sala de espera amplia y luminosa, Susana aguarda, impaciente, junto al primer y único hijo. Se encuentra nerviosa, considera que ese estado de ánimo es fruto de su inexperiencia como madre.
Desde la puerta recién entreabierta, una hermosa joven enfundada en un impecable uniforme blanco vocea un nombre, mirando sin mirar un punto lejano de la sala:
—¡Señora de Roccagliola! -la voz se alza imperativa, conocedora que es a ella a la que todos aguardan.
Susana se levanta como un resorte. A pesar de que el pequeño puede caminar, lo alza, como si ese mecánico gesto pudiese resguardarlo del mundo exterior.
Es introducida a una habitación, ni pequeña ni grande, que hace las veces de un buen arreglado consultorio médico. En las paredes, magnos y pomposos títulos son expuestos. Aguardan a ser más admirados que leídos por la gente.

Es de noche, el señor Roccagliola llega al hogar. El preocupado rostro trata de parecer calmo, sin lograrlo. Un previo beso en la frente al hijo dormido, como preludio del tema a tratar.
—Susana, contáme.
—Bueno, Enrique, fui a ver a ver los resultados de los análisis de Pablito. Tiene un grave problema respiratorio producido por lo húmedo del clima y a la polución reinante. Me aconsejaron ir a un sitio seco y montañoso.
—Sí, ya me lo esperaba. Por suerte hemos ahorrado lo suficiente como para un retiro digno. Mañana mismo renunciaré a la empresa.
En efecto, al otro día, un telegrama de renuncia del señor Roccagliola es recibido en la mesa de entrada de la compañía. Los dueños deberán reemplazar el vacante cargo de Jefe de la División de Control Genético.
Aunque no lo dicen, el Directorio en pleno sabe muy bien que será imposible conseguir otro Enrique Roccagliola.

jueves, 17 de noviembre de 2011

La última aventura bizarra – Sergio Gaut vel Hartman


Escritor valiente si los hubo —dejando fuera de la cuestión a Hemingway, que no tuvo rivales en ese plano—, Leonard Panther Mihura afrontó el mayor desafío de su vida cuando decidió explorar los laberintos surrealistas de ¡Hop hop hop!, la perturbadora, esquizofrénica novela del autor tadzico Okhili Okhilov. Leonard, Leo Pami, para los amigos, ingresó directamente a la página 125, cuando Mikhail le dice a Olga que los guamperos del urbanizal estaban listos para ser refucilados, y se metió dentro de una botella de vodka guardada en el bargueño de la rústica cabaña siberiana en la que vivían los amantes. Su buena fortuna llegó hasta el momento de la miniaturización, lograda sin mayores sobresaltos en un contexto ficcional tan desestructurado; pero terminó cuando el fumigador, ya de por sí borracho, aferró el recipiente por el cogote y se bajó los noventa grados de alcohol como si fuera agua destilada. Nada le hubiera pasado a Leo si Mikhail hubiera sido un bebedor común y corriente. Jonás y Pinocchio son fiables testigos de que se puede sobrevivir a una ingesta de ese tipo. Con lo que no contó Leonard Panther Mihura fue con el extraño hábito del tártaro, que masticaba el vodka como si fuese carne de oso ahumada.

La estadística entendida como arma para tomar decisiones – Héctor Ranea


Nuestro estadístico superior descubrió varias correlaciones interesantes, pero la que más nos gustó fue la que descubrió que el nativo del sur vivía en un barrio donde habían aparecido tres casos por encima de la media de cáncer de testículo izquierdo. Lo llevamos a juicio al bastado sureño, que juraba tener la conciencia límpida como el agua. Pero era evidente que su condición hacía que se le declarara cáncer a los vecinos del sureño. El Jurado lo encontró dos cosas: culpable y ateo.
A raíz de esto nuestro estadístico superior comenzó una búsqueda más sistemática y encontró que alrededor de cada casa de ateo había más casos de cáncer que en otras zonas, siempre que se tomara un área suficientemente grande. Así que hicimos un tren especial y mandamos un mensaje al de Roma. Como respuesta nos llegó el texto de la maroma para el campo de reducción del ateísmo: “La estadística os hará libres”. Y así lo hicimos. No hay más ateos, que es lo que queríamos. Y santas pascuas.

Héctor Ranea

La muñeca de cristal o la fragilidad de las cosas - Araceli Otamendi


El estado de gravidez o la panza, como se prefiera, es avanzado. Falta poco para el nacimiento, es una extraña sensación: voy a reventar, mi panza explotará y quedaré vacía aunque tendré como compensación en mis manos un niño o una niña  ¿Cómo será?
A duras penas puedo salir a la calle y detener un taxi. Antes, una mujer no ha dejado de tocar el timbre, de llamarme por teléfono, de encararme en la calle … pero ¿quién es? Me he escapado de ella y aquí estoy camino a la clínica. Siento las patadas muy adentro, las contracciones, son cada vez más fuertes, me duele la espalda y no sé si voy a llegar a tiempo. No se preocupe, no me mire así, no lo voy a tener aquí adentro, no le voy a ensuciar el tapizado de su auto pero apúrese…
Las contracciones son muy fuertes, doctor. Va a nacer enseguida, dice. La veo, la he visto a través de la piel, digo. La piel de mi panza es transparente como un papel de celofán. La he visto y ya sé como es, aunque usted todavía no la vea, doctor. Es preciosa, es como una muñeca. ¡Fantasías! La imaginación vuela. ¿Por qué tengo que explicarle a usted cómo la he visto? La cabecita es redonda y el cuerpo se parece a un muñeco, lleno de curvas. ¿Y tiene manos? ¿y tiene pies? Es preciosa le digo, porque la he visto, ella es rosada, redonda, bellísima.  Las contracciones son cada vez más seguidas y va naciendo, doctor, no la deje caer, ya sale, ya sale… ya salió.
¡Es una muñeca! Sí, es una muñeca. He parido una muñeca de cristal. Redonda, chiquita, preciosa, la cabeza es como  una naranja, transparente. Mueve los ojos, ¿los mueve? Pero señor ¿de qué se asombra? Si es una muñeca de cristal, nada más. Mírele las manos, ah, pero…una de las manos ¿qué ha pasado? Es que se ha roto, se ha roto la pequeña mano. El doctor tiene la solución: la pegaremos con un pegamento especial y todo se va a solucionar, todo.
¿Se solucionará? Todo se va a solucionar …
El pegado de la mano al bracito se realiza sin mayores dificultades. Todo es cuestión de esperar. No me parece raro haber parido una muñeca de cristal, tan redonda y bella. Es transparente y hasta podría estar en una vitrina, pero no la pondría ahí, se moriría, necesita respirar, está viva. Hay que darle de comer y enseguida empieza a mamar y luego llora, grita, y otras cosas más. ¡Hermosa muñequita mía! Te miro embelesada, soy tu mamá. Mirémonos al espejo. ¡Qué belleza, hermosita! ¡qué belleza! Nunca había soñado con una muñeca así y ahora la tengo, hermosita, linda, muñequita de mamá. ¿qué te pasa?
Me siento extraña. He parido una muñeca de cristal que come, duerme, se ensucia, llora, grita. ¡Ay, cómo duele! Y ¡qué vacía estoy ahora sin la muñeca en mi panza!
Pero tengo la compensación en mis manos, en mis brazos, es esta muñeca de cristal que dormida se parece a una muñeca que tuve alguna vez, cuando era niña y me gustaba jugar a las muñecas. ¿Te hacía dormir, te acordás? Dormías junto a mí, al lado de mi panza, tapada con las sábanas. Juntas dormíamos las dos. Te apretaba fuerte cuando los maullidos sonaban durante la noche en el techo. Aquella noche, antes de la mudanza,  cuando todos los objetos estaban contenidos en cajas, cómo maullaban, Dios mío, cómo maullaban, parecían bestias salvajes corriendo de un lado al otro de la casa. Tenía miedo, la oscuridad, sombras en el jardín y los maullidos entonces te tomé muy fuerte para que me acompañaras hasta que amaneciera y los gritos de los gatos se callaran definitivamente.
Pero después me hice grande y te olvidé, te quedaste sentada en la cama o en alguna silla, después de la mudanza perdiste tu significado y no sé qué lugar ocupaste, pero ya no era el mismo de antes.
Y ahora, no sé si es el recuerdo o la niña que ha empezado a llorar otra vez lo que me impulsa a buscar ese juguete viejo y comparar su imagen con la que tengo guardada en la memoria.
He tenido una muñeca de cristal, la he parido en mi imaginación y en mi sueño se devela como una niña de carne y hueso. Y en mi realidad se devela como una muñeca de cristal, como un sueño. Extraño sueño éste, como extraña e impredecible es también la realidad. 

Ultra-Auxiliar Docente - Ana Casale


Los UAD son pocos en estos tiempos. Creados para un público docente selecto. Su escasez es inversamente proporcional a la necesidad de ellos en las clases con niños pequeños. Sus habilidades fantásticas crean un clima distendido y cordial, tan útil a la hora de enseñar-aprender.
Los maestros cuentan con sus planificaciones para tener los contenidos claros de lo que enseñaran tal o cual día, pero los papeles suelen estar reñidos con la cantidad de tiempo del que disponen para avocarse a la tarea de enseñar. Por este motivo los UAD están diseñados especialmente para rellenar todo tipo de planilla requerida por la dirección escolar: registro de asistencia, carpetas didácticas, listados de alumnos, etc. Los UAD se encargan también de revisar los cuadernos de comunicaciones en solo segundos. Pegan notas, llevan cuenta de cuadernos entregados, responden hasta los mensajes más ríspidos eligiendo entre más de mil frases que logran atemperar los estados de ánimo más encrespados.
Existen muchos obstáculos al momento de intentar concentrar al alumnado en la tarea. Los UAD atienden problemas referidos a alimentación, vestimenta, afecto y salud. Con respecto a este último ítem, tienen amplios conocimientos en su atención primaria: Desinfectan pequeñas heridas, desinflaman contusiones, calman dolores de panza, limpian mocos y en instantes descontracturan cuellos y espaldas de los docentes.
Refiriéndonos a otros obstáculos diarios, los UAD cuentan con una extensa provisión de útiles escolares para reponer faltantes: Pueden sacar punta a varios lápices simultáneamente, borrar hojas volviéndolas a dejar impecables, listas para volver a usar.
Con amabilidad única atienden a miembros de cooperadora, directivos, supervisores, padres en horario escolar mientras el docente puede dedicarse a continuar su clase del momento. Los UAD además toman nota y analizan caso por caso las características de los alumnos y sus procesos de aprendizaje en las distintas disciplinas, proponiendo luego actividades individualizadas para cada necesidad. Pero además por si el docente aún estuviera en duda de adquirir un UAD es menester agregar que esta maravillosa unidad lo suple en cursos de capacitación, grabando y realizando síntesis de la clase en cuestión.
Si usted docente ya se dio cuenta del valor incalculable del UAD, no tendrá más que solicitarlo elevando su nota por vía jerárquica al Ministerio de Educación. Llenando la declaración jurada y con el simple trámite de renuncia a cualquier tipo de agremiación y reclamo, le será enviada una flamante unidad a su domicilio dentro de las próximas 48 horas.

martes, 15 de noviembre de 2011

Verdadera historia del zapato - Lilian Elphick


I.- Algunas generalidades

1.1.- El zapato nació hace diez mil años, en las estepas del Asia Central, producto del apareamiento de un Homo georgicus con una Homo habilis.
1.2.- En la sección “Grandes Pensadores” de Wikipedia se dice que: Un zapato (del turco zabata[1] ) es un calzado para humanos, que cubre el pie menos que una bota y más que una sandalia.
1.3.- Efectivamente, es un calzado para humanos, una protección hecha de piel de animal, fibra natural o sintética. Las tallas van del número 1 al 54.
1.4.- Pie Grande (Big Foot) no usó jamás zapatos. En cambio, Melpómene calzaba coturnos para exagerar la tragedia de su vida, cayendo y fracturándose el tobillo innumerables veces.
Imelda Romuáldez Marcos llegó a tener cuatrocientos pares de zapatos en su walk in closet. En la actualidad, posee sólo un par raquetas de nieve.
Pío X usó el exclusivo escarpín In nomine Patrii, con suela labrada en oro que rezaba: Pobreza, humildad, bondad.
Gabriela Mistral logró que todos los niños miserables del mundo tuvieran zapatos, en color añil, azul marino, índigo y celeste. La tienda encargada de la donación, olvidó los calcetines, que debían ser blancos, para simbolizar así la pureza de la infancia.
Se dice que el actor Béla Lugosi usaba calzador de hueso de lobo para colocarse los apretados zapatos negros que le regalaba William Henry Pratt, conocido como Boris Karloff.
Van Gogh escondió su oreja en un zapato viejo, y Andy Wharhol gustaba de pintar encaramado en las sandalias con taco de diez centímetros de la desaparecida Marilyn Monroe.
En la película Wag the dog, el zapato es una metáfora.
Cenicienta perdió su zapatito en las escalinatas del palacio del príncipe.

II.- Otras generalidades

2.1.- Cuando el zapato se rompe es porque el usuario ha caminado mucho, desgastando la suela, el taco u otras partes de este imprescindible artículo. Hay dos opciones: Botarlo o mandarlo al zapatero. El zapatero es la persona encargada de reparar los zapatos. También puede fabricarlos, como Manolo Blahnik, Gianni Versace, Dolce & Gabana o Don Lalo, de Puente Alto, Santiago, Chile.

2.2.- Hay quienes se dedican sólo a limpiar y pulir zapatos. Se les denomina limpiabotas o lustrabotas. También “uñas de luto”. Suelen trabajar en las plazas. Su salario no es estable, y hay días en que nadie quiere lustrar sus botines de cuero con punta de metal, obligando al trabajador a pedir limosna para poder comer.

2.3.- Los seres humanos también calzan a sus animales para que la pezuña no se destruya. Por ejemplo, el caballo, el unicornio, el dragón chino u otro animal de tiro. La herradura es símbolo de buena suerte.

2.4.- En sentido freudiano, el pie es al falo, como el zapato es a la vagina.

2.4.1.- En sentido lacaniano, todo zapatito (petit soulier) no es más que un discípulo.

2.5.- Los fenicios teñían sus alpargatas con púrpura obtenida de los caracoles. El Ave Fénix no es otra cosa que un zapato volador que renace de sus cenizas, siempre fiel a la primigenia hembra habilis que lo dio a luz en quinientas ochenta y tres oportunidades.

III.- Dichos
3.1.- Zapatero, a tus zapatos.
3.2.- Una piedra en el zapato.
3.3.- Cada uno sabe dónde le aprieta el zapato.
3.4.- Hasta los gatos quieren tener zapatos.
IV.- Bibliografía Consultada

Shoemaker, Mark. Historia fundamental del zapato. Tomo IV. Wyoming: The toe Eds, 2278. Tr. Oswaldo Chancleter.
Runningshoes Pérez, Paola del. El zapato. Desde la antigüedad hasta nuestros días. Lima: Pie de Atleta Editores, 3267.
Zapata, Emiliano. Cómo gané la revolución y otros zapatazos. México D.F.: Betún Nostálgico, 2134.


Encuentre a la autora en:  Lilian Elphick

Escena en un transporte de variedades – Héctor Ranea


—¿Me hace lugar, Don? —Dijo el muchacho vestido de Buster Keaton. El aludido se corrió emitiendo un vulgar flato como despreciando al interlocutor. Todos se dieron vuelta. —Espero que no sea ésa su opinión sobre mi vestimenta.
El que se había corrido, un tremendo gigantón candidato a oso en una película de National Geographics, le clavó la mirada con más odio que desdén.
—¿Me está buscando para pelear? —Dijo con sorna, porque el oponente había alzado la voz más de lo que era la norma en el vehículo.
—De ninguna manera: haya paz. Ése es mi lema, señor. Vaya tranquilo y controle el esfínter. El oso trató de abalanzársele, pero el vehículo aceleró y, sin asirse, se fue hasta el fondo arrastrando a todos los desprevenidos en el habitáculo. Se llevó una dama vestida de Blondie, levantó por el aire a la mujer que escuchaba en su dentadura postiza la pelea de Firpo con Dempsey y terminó aplastando un vaquero con sombrero alto que alcanzó a decir a los bomberos, tiempo después, que era Hopalong Cassidy mientras recogían sus partes.
El ruidito dulce del reseteo de Marilyn atrajo a todos y, por pocos segundos, se mantuvo el aire en vilo cuando acomodó su larga pollera plisada, dejando ver sus larguísimas piernas, mientras que un beisbolista le alcanzaba un voluminoso libro (que después se supo que fue el Ulysses de Joyce) con un medio beso en el aire.
—¡Gracias! —Dijo ella a Buster, pero ya éste se había ruborizado tanto que su traje se convirtió en otro de lana con un parecido ineludible al de Pierrot, aunque nadie lo reconoció en persona, porque tenía cierto parecido con Pulcinella.
—¡Qué desorden! —gritó la mujer de la dentadura radial, aunque parecía estar algo sorda.
—¿Qué sucede señora? —Le preguntó Buster.
—¡Que Firpo sacó al campeón del ring! ¿No es desordenado eso? ¡Hay que corregirlo!
Todos salieron del vehículo tras ella, entraron por el agujero al Polo Grounds y vieron al gran toro del cual sólo habían oído rumores, olieron esos olores fantásticos que tienen estos tipos cuando pelean y mandaron al oso, un poco maltrecho, a poner las cosas en orden. Cuando Dempsey se incorporó frente al enorme pampeano, volvieron a irse. La vieja, al entrar al vehículo volvió a gritar, pero esta vez, triunfalista:
—¡América prevalece! ¡América prevalece! ¡El toro ha caído!
Todos, menos Pierrot, quien con su lágrima eterna no podía, no debía reír ni alegrarse, se alegraron.
—¡Vamos, alégrese! —le ordenó el oso, pero nuevamente el vehículo aceleró y el oso se llevó con él varios tipos, entre ellos la Marilyn, uno con traje de caucho naranja y un señor de bombín que nadie conocía y parecía un espía belga.
El hombre del calzoncillo de titanio rojo se quedó enlazado con la rubia y no parecía sino gozar a pesar del golpazo. Atontado, contó la siguiente historia:
—Hoy, por ejemplo, un amigo de una amiga le dice que los que usamos esta vestimenta son sucios y putos (o putos y sucios). Como a) debería considerar que usarla me otorga el título como “usuario de esta ropa” y b) habla en género masculino, debo pensar que estoy incluido en el colectivo al que el dicente menta, por ende, me dijo sucio y puto. Uno nunca puede saber hasta dónde llega el sexismo, por lo tanto, la palabra puto es vaga, casi inconsistente. Como decir unicornio es crearlo, decir puto es honrar con el título a cualquiera. O sea, puedo ser puto por diversas causas o fenómenos de mi vastamente poligonal personalidad y no podría negarlo, porque es como negarle la entrada al aire en mi casa cerrando las ventanas. O sea, no debo ni negar ni admitir que soy puto.
¡Pero me trata de sucio, colegas! Eso es unívoco. Nadie puede equivocarse. Y no es posible. Voy a ir plantarle cuatro frescas. Machista sí es admisible entre los machos porque ¿Quién sabe qué es más macho, pinneapple or knife, diría la hermosa Laurie Anderson? Así que sonará sexista, pero decirle puto a alguien gratuitamente no puede comportar mala acción, después de todo uno se la pasa diciéndole puto a todo el mundo: al puto que aumenta el precio del azúcar a pesar de que nada justifique el aumento, salvo la mayor demanda porque el puto gobierno les da plata a los putos pobres para que coman y se hagan inteligentes como los putos de los barrios ricos que nos dicen putos porque nosotros les podríamos decir putos pero preferimos decirles que usamos calzoncillos rojos para que nos digan putos porque nos encanta que nos digan putos para mostrarles que tenemos una amplitud de criterio que ellos no tienen porque a ellos no se les puede decir putos porque si no te dicen puto o, peor, puto fascista, queriendo implicar que uno mató millones en España para defender a Franco o en Italia y Alemania y en los territorios que los putos les dejaron tomar por la fuerza. ¡Qué joda! ¡Pero decirme sucio! Eso sí que no se lo voy a permitir. Le voy a mandar un puto baluchiterio para que le mee la casa, el jardín, el auto nuevecito que seguramente pudo comprar porque los putos del gobierno dan dinero a los putos que los votan y los que no. Me calienta que me digan sucio, así que me voy a ir a bañar, aunque antes, a lo mejor, paso por alguna oficina para plantear que este ataque debe cesar.
Todos habían escuchado con atención leve al del calzoncillo rojo, menos la rubia que trató de incorporarse y al hacerlo mostró la entrepierna y todos la miraron. Luego siguió leyendo su libro, imperturbable.
El del largo discurso se durmió, la de la radio festejaba el triunfo de la maza de Manassa, Buster se acercó por atrás a la rubia y le dio un beso en el hombro, dibujando apenas apenas una sonrisa leve. Ella, sin darse vuelta, ofreció el otro hombro. El oso, desde el fondo, vio eso y lloró.

Encuentre al autor en: Héctor Ranea

El último y final – Sergio Gaut vel Hartman



—Te voy a matar —dijo. Su voz sonó calma en el silencio del amanecer, pero los brazos en cruz disimulaban el temblor del cuerpo, traspasado de ira.
—No me vas a matar —repliqué—. Y no por temor al castigo sino por la inutilidad del acto. Sabés perfectamente que resucitare cuando menos lo esperes y me vengaré.
—¡Yo soy el ángel! —viciferó—. ¡Soy el héroe poderoso, el campeón! —Ahora sí, perdida toda compostura, agitó su puño ante mi rostro. Reí, incapaz de contenerme.
—La misma ficción que te creó, la misma que los creó a todos ustedes, está despojando al mito de sustancia. No hay límite para la trascendencia, pero no en tu caso. Lo único que necesito es convencer, y ya estás enterado de la eficacia de mi máquina. La tecnología, querido amigo, la tecnología…
—¡La estupidez humana excede las capacidades de tu artefacto demoníaco!
—Hermosa palabra, aunque vacía de contenido; tu hermano está metido en el mismo problema que vos. La única diferencia es que él ya aceptó las cosas como son.
Bajó la cabeza, resignado, y sus hermosas alas cayeron hacia los costados, mustias. —¿No vas a dejar nada en pie?
—Nada de lo que ustedes crearon; ya hicieron todo el daño que fue posible hacer.
—Un personaje. ¿No suena como poca cosa? —El último intento sonó patético.
—¿Te parece? Repasemos juntos. Rascolnikov, Emma Bovary, Gulliver, Hamlet, Jane Eyre, don Quijote, Sandokan, Dorian Gray, Lolita, Robinson Crusoe... ¿Continúo?
—No, es suficiente. —Gabriel tomó su maleta, abordó el Expreso Imaginario, y desapareció para siempre. Pero no crean que nos pusimos a festejar. El tipo tenía su encanto y casi nos dio un poco de tristeza verlo irse sin pena ni gloria.

Encuentre al autor en: Sergio Gaut vel Hartman

¿Como? - Claudio Calomiti


En todo mortal escribiente —que casualmente escribe con la ilusión de la inmortalidad o acaso coqueteándole a la muerte (quizás sea lo mismo)—, algunas veces, en realidad muchas, el deseo y el hecho consumado de la escritura no logran encontrarse. No escapo a esta regla maldita y poco original de pretender inspirarse en la no inspiración. Viene a ser algo así como robarse a uno mismo. ¿Quién se queda con lo robado? Si la no inspiración se inspira en la no inspiración, esta no inspiración es objeto de la inspiración. La pone delante de sus ojos como un pintor a su modelo, que a pesar de que la ve ante sus ojos, primero la pinta en su mente. Nada más abstracto que pretender pintar la no inspiración, porque entonces estamos pintando a un modelo que en realidad no está. De eso trata esta maldita regla, de escribir sobre lo que no se puede escribir y que se parece mucho a esto que estoy escribiendo.
¿Como? ¿Estoy escribiendo lo que no puedo escribir? Si yo no puedo ¿quién es entonces? No caben dudas de que es otro, porque yo no puedo, por eso escribo esto que se supone que no puedo escribir. Alguien puja y empuja para que esto ocurra y no soy yo. Yo simplemente me corro a un costado del camino y con una reverencia genuflexa invito a pasar a ese otro que me roba y sin embargo es mi aliado.
Lo invito —a pesar mío y creo que de él también— a tomar un café en esos lugares de mala muerte que tanto me gustan y que es propicio para esta circunstancia. Se parece tanto a mí y sin embargo algo nos diferencia. Yo sé que no soy él, en cambio él piensa que soy él. En este punto juego con ventajas.
Decidí dejarlo hablar para ver con qué se viene y además con la no muy honesta intención de que se pise solo. Como adivinando mi propósito, me mira con cara de lástima, me palmea el hombro y amenaza con el silencio. Sonrío intentando romper este hielo que quema, pero nada. Le digo que para esto mejor nada. Levanta los hombros, las cejas y cuando me estrecha la mano me doy cuenta de que se está yendo.
Deduzco que no es un aliado incondicional, así que mejor tratarlo de otra manera.
Si no es incondicional ¿cual es su condición para que sea un fiel aliado? Primera condición —me dice— es no creer que soy un aliado fiel. ¿Y de que depende tu fidelidad? De tu incondicionalidad —me contesta risueño—. ¿Como? Si —continúa ahora serio—. Tu incondicional fidelidad a mi condicionada fidelidad.
Levanto los hombros, las cejas, y todo aquello que podía levantar en ese momento —totalmente desconcertado— y antes que me estreche nuevamente la mano, me voy pensando que es un soberbio, pero mejor, no sé por qué, debería respetarlo. ¿Para que? Me dije en un grito que suscitó las miradas de los transeúntes. Como no encontré respuesta a esa pregunta, la cambié: ¿Por qué?, como las condiciones no cambiaban me hice el idiota y no seguí haciéndome preguntas sin respuestas.
Pensé: ¿mi incondicional fidelidad a su condicionada fidelidad? ¡Esto es injusto y desparejo!
Estas son las condiciones. Lo tomo o lo dejo. ¿Qué tomo y qué dejo si allí supuestamente no hay nada? Curiosamente, necesito creer que sí lo hay y que eso va a ser mi salvación. Entonces, donde no hay nada va a ocupar el lugar de mi nada. ¡Ah, no, gracias! Con mi nada me alcanza y me sobra como para bancarme otra nada más. Porque, no nos engañemos, nada más nada sigue siendo nada. ¿O no?
Quizá no. Si después de tantos no, respiró un sí. Si después de tanto negro, amagó el blanco. Si después de tantos después vibró un ahora, ¿por qué no?
Convengamos que es como estar desnudos en un estadio frente a una multitud y tener tan solo para cubrirse el viento, con suerte. Y como uno no puede apostar todo a la suerte mejor pensar que el viento es una quimera y el hombre una ciruela.
Creo que voy por buen camino. Es una leve sensación de pacificación interna. ¡Pero qué lindo que suena todo esto! Ahora que entiendo todo y todo se parece tanto a nada.
Vuelvo a encontrarlo y lo increpo con un: ¡Está bien! Ganaste, y ahora ¿qué?
—Falta, falta —me dice acentuando la F.
—¿Qué falta? —le digo al borde de no sé qué, pero con la seguridad de que era al borde de algo.
Le noto una sonrisa diferente. Dice: —Empezamos a conocernos y eso es bueno. ¡ De eso se trata y vuelve a apretarme la mano.
Entonces, si de eso se trata, eso es: nada.
Lo veo irse y noto algo extraño en su caminar. No toca el piso y se ayuda con los brazos y las manos para avanzar, como en un imperceptible aleteo. Me mira por encima del hombro, guiñándome el ojo con una sonrisa cómplice y dice: ¡por algo hay que vivir! ¿No? Me saluda abriendo y cerrando las manos como el bebé que aprende a saludar.
Después de todo —concluí— no es tan malo como parece.
Me quedé pensando que me habrá querido decir y concluí que seguramente, nada. Pero no ese nada de nada, sino ese nada de todo que está en la punta de nuestra nariz y pensamos que no sirve para nada.
¿De que estaba hablando?
¡Ah! ¡Si!....de esto que se parece bastante —fíjense ustedes— a lo que la gente tan suelta de palabras llama felicidad, a la cual defino como: ese estado de la nada en la que uno nada encuentra y que no se parece en nada a ese estado de la nada en la que uno se encontraba.
Acaso, nada creció allí y evitó que todo muriese en la nada.

Desencuentro con García Márquez - Gerardo Ortega


No era el mejor trabajo, pero tampoco el peor. En todo caso no había motivo para que me despidieran, tampoco para que yo me deprimiera, y sin embargo, antes de que termine este viernes, ya soy un desempleado. Los quiero mucho a todos.
En el café miro tras el cristal, la maleta a mis pies, veo a la gente, garabateo algunas líneas en una servilleta y me hago la apuesta de que, si no me encuentro con algún conocido antes del tercer café, entonces llamaré a Ana y le diré ¿Te gustaría ser mi novia?
Al segundo café miro pasar a un hombre con cara conocida. Quizá es mi imaginación pero es idéntico a Gabriel García Márquez, el escritor. La servilleta dice Ana por todos lados, entonces pido el tercer café y tomo el teléfono celular. Suena una vez, dos veces. Me sudan las manos. Trago saliva. Me aclaro la garganta. Hola, Ana ¿te gustaría ser mi novia?, me preparo mentalmente a contestar. No mejor, Qué tal Ana ¿cómo estás? No, tampoco: lo desecho por demasiado estudiado. Está mejor: estaba tomándome un café y pensaba que quizá tú… Suena por tercera vez. Qué tal reinita, si tú siempre me has gustado. No, demasiado vulgar. En eso cuelgo.
Para mi sorpresa veo a García Márquez que entra el café. Se queda un momento allá, a unos pasos de la entrada. Pienso que busca a alguien con la mirada. Es idéntico al Gabo, pienso. Hasta en el maldito bigote se parece. Trae un saco café y unos lentes que le quedan un poco grandes.
Ana no me contesta, no veo a nadie conocido, la mesera se dio cuenta que no pienso consumir nada más y mira con desdén: lo único que me queda es salir en retirada.
¿Es usted Miguel Fartúa?, escucho. Al girar la cabeza miro a García Márquez a tres metros de mí.
Debo estar seguro. Ahora cualquier escritor se viste como García Márquez, aunque quizás él no sea escritor, sino dramaturgo. O ni escritor o dramaturgo, sino simplemente alguien que me ha confundido con otro Miguel Fartúa que no sea yo, sino otro que se llame igual.
¿Perdón? Digo estirando el cuello. Rara vez olvido un rostro; puedo pasarme semanas tratando de ubicar alguno, pero siempre lo consigo. Y a este lo vi en la portada de un libro suyo que alguien dejó olvidado hará cosa de tres o cuatro meses en el trabajo, quiero decir, en mi extrabajo. Además, es el escritor favorito de Ana.
García Márquez voltea para los lados. Luego se acerca un paso y me dice más con el rostro que con la voz:
Que si es usted Miguel Fartúa, el botones del Hotel Monterrey, el que queda de aquí a dos cuadras.
Ahora sí noto un acento definitivamente extranjero. Nomás eso faltaba: que después de ser despedido algún cliente todavía me busque para reclamarme.
-No señor, le contesto, soy mesero de un bar. Para luego corregirme en voz baja: “era”.
- Perdone usted, me dice, y se retira. No puedo resistir la tentación. Apenas da dos pasos, lo llamo:
-Disculpe. Él se detiene. Su figura parece la de un abuelo a quien le gusta bromear.
-¿Sí?
- ¿Es usted Gabriel García Márquez, el que escribe?
Levanta las cejas, en gesto que parece más de sorpresa que de molestia. Y dice en tono divertido:
-Hombre, pero acá las preguntas las hago yo. Y al decir esto pienso que está a punto de soltar la risotada.
- ¿Cómo se llama usted?, revira. Yo me pongo nervioso.
- Aurelio.
- ¿Aurelio qué?
- Aurelio Martínez.
- Mire señor Martínez, busco a un tal Miguel Fartúa, que es el botones del hotel en el que me hospedo, me dijo la recamarera que lo podía encontrar aquí.
- ¿Y podría saber para qué lo busca? digo, si no es indiscreción.
García Márquez se acerca un poco hacia mí y lo invito a sentarse. Él titubea y finalmente se sienta. Me parece que de cansancio. Estaba a punto de responderme cuando aparece una muchacha muy joven que le pide un autógrafo. Y detrás de ella otra que al parecer venía con la primera. Cuando nos dejan solos el escritor saca un sobre amarillo de entre su saco. Me sudan las manos y me muerdo la uña del dedo meñique. Dos señoras mayores lo han reconocido y se acercan; una de ellas por poco se cae encima de él al querer abrazarlo. Las dos señoras y García Márquez se ríen: si esto hubiera pasado hace 25 años se lo habrían comido a besos. Comienzo a incomodarme; me dan ganas de levantarme y salir corriendo. Varias mesas murmuran y algunos voltean hacia acá. Más bien la mayoría. Se aproximan tres muchachos juntos de diferentes edades, y detrás un señor calvo con un chaleco a cuadros.
- Le sonará raro, dice con la mirada en mi taza de café, pero quise recordar mis tiempos. El botones del hotel se llevó mi maleta así que salí a buscarlo. Como si fuera a escribir una nota para el periódico, haga de cuenta. Y me muestra las uñas al terminar la frase.Me fijé que dijo “se llevó”, y no “me robó”.
Uno de los tres muchachos le pide un autógrafo y detrás de ellos el calvo del chaleco. Ya se habían juntado además otras tres señoras, un señor que traía un maletín y una mesera que decía compermiso, compermiso, mientras alargaba un trozo de papel para que se lo firmara. Ocho en total. Siento que me falta el aire. García Márquez saca el reverso de una foto que dice “Empleado del mes”. Al voltearla me doy cuenta que es una foto mía.
-Don Miguel: tiene usted cojones, pero usted me regresa mis libros ahora mismo.
Qué dirá Ana cuando le cuente.

Tomado de: Milenio

¡Corten! – Ricardo Giorno


—Está muerto —dijo Aase y apagó el GvH.
Me quedé mirando aquella aberración. Y puse cara de no poder creerlo. Aunque, claro, mi cara no tiene nada que ver con las caras que iban a verme, así que no sabía qué podían leer en mis gestos. Entonces, Aase me tomó de un tentáculo y me hizo girar. Me clavó los ojos. Los ocho ojos me clavó. No tenía esa eterna mueca de joven pícaro. Ahora parecía uno regañado, furioso. Aunque, claro, su cara no tiene nada que ver con las caras que iban a verlo, así que… bueno, eso mismo.
—Está muerto, Itr —me dijo mientras volvía a encender el GvH y me mostraba la pantalla—, créelo.
Leí en el GvH: ninguna lectura del cuerpo tirado frente a mí. Un agujero rojizo le desfiguraba el pecho. No había rastros de humores; no esperáramos que hubiera. Esos seres no tienen “vida” tal como la conocemos.
Las pruebas resultaban contundentes. Lo habíamos exterminado. Pero aún así no podía creerlo.
La alimaña permanecía tirada en el centro de una depresión en medio de las dunas. Desgraciadamente (puse cara de “desgraciadamente”), lo rodeaban siete de sus más fanáticos seguidores. Aquí sí había humores en abundancia: los partidarios eran seres humanos normales, lo sabíamos muy bien. No pudimos evitar ese sacrificio. Vimos cómo los humores se perdían en la arena. Imposibilitados de reaccionar ante tanta…
Del otro lado de la depresión nos llegó un sonido conocido, acostumbrado: ruido de “pasos”. Pasos suaves, cansados de transitar la arena.
En la cima de la duna apareció un humano semicubierto de una trama vegetal mojada por su propia agua.
Qué desperdició, pensé. ¿Cómo puede alguien vivir evaporando agua? Sólo lo pensé, no puse cara de “qué desperdicio”.
—¡Corten! —nos dijo en su idioma sencillo y llano—. Ustedes dos deberían haberse echado sobre los “cadáveres” y sorberles las “heridas”. Ya les expliqué un millón de veces que los líquidos que salen de sus cuerpos no son reales.
¿Qué significaría “millón”? Por las dudas no contestamos. Y nuestras caras resultaban neutras.
—Mañana por la mañana solucionaremos el error —continuó desde la cima de la duna—. Ahora descansen, que nosotros seguimos con nuestra parte de la filmación.
Nos miramos con Aase, y al instante nos comprendimos. Cada uno se enterró en la arena y partió hacia su propia guarida. Cuando las sombras cayesen nos reuniríamos para nuestro pasatiempo preferido. ¡Qué sabrosamente excitante que es el agua del humano! Y, sin necesidad de ir eligiendo la cara circunstancial, la arrebatamos sin culpa. Total, ellos siempre la reponen, aunque ignoro cómo lo hacen…
¿Qué significará la palabra “error”?

Encuentre al autor en: Ricardo Giorno

domingo, 13 de noviembre de 2011

¡Hmmm! (La saga) - Claudio G. del Castillo


El cohete se posó  en el rojo desierto marciano. Al poco rato se abrió la escotilla y descendió un viejo vestido de verde, con una escopeta oxidada al hombro. Usaba unos gruesos espejuelos bifocales y entre sus labios sostenía un tabaco a medio consumir.
El viejo aspiró  una bocanada de humo y con mirada ensoñadora escrutó el horizonte, como buscando...
–¡Bienvenido, visitante! –exclamó Fo, alzó una pancarta y sonó una triquitraque.
–¡Welcome to Marte! –lo secundó Fi, y desplegó una serpentina.
El viejo vestido de verde pareció despertar y por encima de los espejuelos observó  a los hombrecillos que tenía delante:
–¡Hmmm! Tal vez ustedes puedan ayudarme –dijo–. ¿Dónde queda la montaña más cercana?
–¿Montaña? ¿Por qué querría usted ir a las montañas con semejante frío? –preguntó Fi–. No muy lejos hallará el hotel “Marineris”. Tiene bar, piscina climatizada y…
–Vine a alzarme.
–¿A alzarse en una montaña? Querrá decir a escalarla –dijo Fo.
–No… quiero decir… Vengo a alzarme en armas. Fomentaré las guerrillas en Marte.
–¿Guerrillas? ¡Forrallonga! –maldijo Fi, y enfurruñó el pirlimplejo.
–¡Estamos perdidos!  –gimoteó Fo, y arrojó el triquitraque al suelo.
–La confrontación es inminente –dijo el viejo, enardecido–. La lucha de clases… y todo eso. Más temprano que tarde acabaré con los latifundistas, los oligarcas y los terroristas financieros que asolan…
–Si se refiere a los huesos desenterrados por los paleontólogos en Tharsis… –interrumpió Fo al viejo.
–Extintos –interrumpió Fi a Fo–; desde hace miles de millones de años. Además, con esa escopeta no le daría a un bramontono a tres pasos.
–¿De qué hablan? –Esta vez la mirada del viejo era fulminante–. ¿Niegan que haya oligarcas y ese tipo de cosas aquí? ¡Hmmm! –se rascó el cogote–. Pero convendrán en que al menos existe alguna manifestación de la explotación del hom… del marciano por el marciano, ¿cierto?
–Aquí lo único que explotan son los pedos de Fo –dijo Fi, y largó una sonora carcajada.
Convencido el viejo de que razonar con los marcianos sería inútil, dijo por fin:
–Como gusten. Sólo indíquenme el camino para llegar a la montaña.
–Después de sortear aquella duna –le explicó Fi–, camine noventa millas rumbo norte y encontrará su montaña.
–¿Al norte? ¡Hmmm! Eso ya es un comienzo –dijo el viejo y echó a andar.
Cuando alcanzó  la cima de la duna, trastabilló y recorrió el trayecto de bajada sobre sus nalgas. Se incorporó con trabajo, se sacudió  el polvo rojizo del traje verde y prosiguió su avance, apoyado en su escopeta. Pronto se perdió en la distancia, mascullando algo entre el tabaco y los dientes.
–¡Perdidos, perdidos! –sollozó Fo, y pisoteó la pancarta.
–¡Tranquilízate Fo! –dijo Fi–. Jamás llegará a su destino. Oí rumores de que una aberración del espacio-tiempo se ha instaurado en el Sistema Solar. Ya ningún planeta tiene norte debido a su forma de mango.

La explicación inconsciente – Héctor Ranea


Sin quererlo, el narrador había contado la razón esencial de por qué Lucille Ball escuchaba la radio cuando cerraba la boca. La actriz debió dormir con la boca abierta para no interrumpir su sueño con la música que ella consideraba estridente de un tal Elvis y el cerebro de mosquito que parecía tener fuego en el culo que tocaba un piano amarillo (aunque de eso no estaba segura porque su televisor era en blanco y negro).
El asunto era que Greg House pasó por su serie y dejó una estela de distorsión espaciotemporal severa, ya que hacía de cantor de rumbas en la banda de Desi Arnaz y desafinaba tanto que el Director no sólo lo echó sino que le quería meter un perro similar a un Dachshund por la oreja. 
Antes de emigrar en el periplo que lo hiciera famoso, el narrador de marras le indujo un sopor hipnótico a una de las vecinas de los Arnaz y ésta se convirtió en un ente con las mismas costumbres alimentarias que un zombi, por lo que fue capturada por el Dr. Kildare (que por entonces se veía obligado a trabajar de bombero voluntario para pagar una multa de estacionamiento) y alquilada tiempo parcial a Ed Woods, quien hizo de ella un adorable Monstruo del Círculo Caucasiano película que no pudo estrenar porque el Senador McCarthy lo amenazó con un juicio por comunista debido al uso de la palabra “caucasiano”. 
En definitiva, Woods se la pasó a los Locos Addams pero allí se hizo cocainómana, induciendo a Wednesday al mundo de la droga. Triste final para una aventura médica de un loquito suelto.

Pequeños cocodrilos - Mónica Ortelli


Un gatito maullaba lastimosamente en el patio trasero entre la casa y el arroyo. Como el maullido parecía provenir debajo tierra, pensamos que estaría atascado en algún lugar y lo empezamos a buscar. Desarmamos una pila de leña; movimos las chapas para contención en las crecidas; nos asomamos al viejo pozo seco; recorrimos la franja entre los tamariscos de la orilla y los álamos donde el pasto estaba alto. Nada. El gato no estaba en ningún lado. Para ese entonces había llegado la madre: la Nena, como la llamábamos. Estaba flaquísima –tantos hijos la iban consumiendo poco a poco- , le colgaban las mamas, y como había comido en abundancia -lo hacía cada vez que íbamos- , parecía preñada otra vez. La gata escuchaba el maullido ya que orientaba las orejas en el preciso momento, pero no se mostraba inquieta, al menos nos daba esa impresión. “Buscá al gatito, che”, ordenaste cariñosamente, pero La Nena siguió lavándose y relamiéndose satisfecha por el hígado de vaca que le habíamos dado un rato antes.
A pesar de su tranquilidad, a mí se me estrujaba el corazón. No tendríamos mucho tiempo más para buscarlo porque pronto se ocultaría el sol y deberíamos regresar a la ciudad.
“Me voy a meter en el arroyo antes de que se vaya la luz,”dijiste. “Tal vez esté atorado en alguna rama o pozo que no podemos ver desde acá”.Y fuiste hasta el muelle de madera, te sacaste zapatos y medias, arremangaste los pantalones a la rodilla y bajaste a inspeccionar la orilla desde el agua. Por arriba, entre tamariscos y álamos, yo te seguía con la esperanza de ver salir al gato desde esa espesura de troncos y ramas, para reunirse con los otros cuatro, el resto de la camada, que estaban escondidos bajo el nicho de la bomba de agua. Ya habíamos empezado a traerles leche con pan, pero ellos, ariscos, no comían sino hasta que nos íbamos. A mí me gustaba verlos todos juntos, apretados como la gran bola de pelos que eran, y con la madre cerca; creía que si los dejaba así al irme, nada les pasaría. Para eso trazaba un círculo imaginario alrededor de ellos, la línea mágica que los protegería durante mi ausencia. Aunque por entonces probablemente yo desconocía el significado de la palabra, se trataba de una cábala, o una especie de conjuro de protección para los gatitos, pero sobre todo, creo, era un reaseguro de tranquilidad para mí, ya que si alguna vez, en la noche, pensaba en ellos, recordaría que había hecho lo que debía y ellos estarían a salvo. Por eso, aquella tarde, la ausencia de uno de los gatitos desbarataba mi mundo.
— ¿Lo ves? —preguntaba ansiosa. Hacía ya un buen rato que el gato no maullaba. Tus respuestas –los no- resonaban entre las márgenes del arroyo como resonaban los crujidos de las ramas y yo estaba cada vez más angustiada. Vos ibas por la izquierda del cauce, -la menos profunda, pero de borde más elevado- y a mí me resultaba imposible verte por la vegetación; por eso sólo escuché dos suaves chapuzones, como si hubiesen caído dos piedras en la profundidad, y a continuación tus gritos.
— ¡Mi Dios! ¡¿Qué es esto?! —sonabas alarmado.
— ¿Qué pasa? ¿Lo viste? —pregunté convencida de algo malo que le había pasado al gato
—¡Esperá! ¡Esperá! —gritabas vos, y yo escuchaba como si estuvieras revolviendo el agua con una rama.
—¿Qué pasó? Más de una vez lo pregunté mientras corría hacia el muelle y vos regresabas chapoteando rápidamente por el lecho arenoso. Traías esa expresión entre risueña y azorada que con los años te volví a ver en especiales ocasiones.
—¡No te imaginás lo que vi! ¡Acá pasa algo raro! —.Te reías.
—¿Qué? ¿Qué había? —repetí yo.
—¡Dos cocodrilos chiquitos! —tus manos grandes separadas unos veinte centímetros— ¡Así de largos!
—¡Ja! ¡Estás loco! Solté la risa.
—¡Te lo juro! —te pusiste serio y me miraste fijamente— ¡Por lo que más quieras!
—¿Me estás haciendo un chiste, no? ¿Cómo va a haber cocodrilos acá? ¡Andá a saber qué viste…!
—¡Eran cocodrilos! ¡Creéme!
—¿De ese tamaño?
—Deben ser crías…, o podría tratarse de una especie desconocida…
—¿Y adónde estaban? ¿Qué hacían?
—En la arena, sobre esta orilla. Cuando me vieron –deben haberme visto- se lanzaron al agua y desaparecieron. Rapidísimos ¿No oíste el ruido? —resultaban tan convincentes tus palabras.
—¿No serían lagartijas? —yo me resistía.
—¿Desde cuando las lagartijas tienen la boca alargada como una espátula y con muchos dientes afilados? ¿Alguna vez viste lagartijas así? ¿Con un enorme ojo amarillo en cada lado? —me increpabas como enojado—. Además, las lagartijas son verdes y éstos eran moteados: la panza blanca y el dorso oscuro y moteado hasta la cola. Una cola gruesa, no delgada como un piolín.
No supe qué decir, pero entre creer y no creer que hubiera cocodrilos al sur de la provincia de Buenos Aires –y en la quinta y en un arroyito como el Napostá-, me dio por preguntar ciertamente compungida:
—¿Vos creés que se comieron al gatito? Yo todavía no había cumplido doce, y si bien hacía rato me tratabas como adulta, mi pregunta debió poner las cosas en perspectiva, porque se te enterneció la cara y me abrazaste.
—¡Ah, no! ¡Eso no es posible! —hablabas con seguridad— ¡Son demasiado chiquitos para comerse un gato! Al menos por ahora…
Supongo que la firmeza de tus palabras debió tranquilarme, y entonces seguí interrogándote acerca de los nuevos habitantes del arroyo.
¿Los viste caminar? ¿Eran rápidos? ¿Y los ojos? ¿De dónde habrán salido? ¿Habría una madre grande dando vueltas por allí? ¿Cómo habría llegado? ¿El quintero Nicolás habrá visto algo? ¿Nunca te dijo nada? ¿Le habrá comido alguna oveja a Federico?
Algunas preguntas, a tu modo, las respondiste mientras guardábamos las herramientas y cerrábamos la casa; otras, durante el viaje de regreso. Porque cuando el sol ya se había puesto y con la última luz nos subíamos al jeep, vimos a la gata trepar al olmo hasta la bifurcación del tronco y llamar al gatito. Él respondió desde una de las ramas más altas, donde aún llegaba el reflejo rojizo del atardecer, y comenzó a descender.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

El lamento del perezoso – Paloma Hidalgo


—¿Sabe alguien dónde está el señor Savage? —El pobre y lento Quintín preguntaba desconsolado a los que esperaban en una interminable fila en la entrada de la librería, todos negaban con la cabeza. Nadie sabía su paradero exacto; los rumores lo situaban en el interior de la ahora oscura sala; así que pacientes unos e inquietos otros, habían ido tomando posesión del lugar que les correspondía según el riguroso orden de llegada que Bonifacio, el toro, controlaba con esmero. Lawrence, el cocodrilo, ocupaba la primera posición; a su lado Magali, la orangutana y Fabián el jabalí charlaban amistosamente. Al cabo de un buen rato, se abrió la puerta. Firmin, la rata, la franqueaba sonriendo bolígrafo en ristre como siempre desde que Sam —como él le llamaba— le hiciera popular. Después de firmar dos autógrafos a dos jovencitas musarañas alegres y vivarachas, alzó las manos para pedir silencio. Inmediatamente cesaron los murmullos, expectantes escucharon las noticias que Firmin portaba: —El señor Savage ha decidido que su próxima obra se titulará “El lamento de un perezoso”. —Sin escuchar nada más Quintín saboreó su momento de gloria: un perezoso como yo. Aunque Andrew, un vulgar humano llegaría, como siempre, antes que él al casting.

Remedio - Andrea González


El murciélago se posa como una virulenta y enorme mariposa encima del féretro abierto. Se queda reposando un momento, relamiéndose las alas y los bigotes. Cae súbitamente. El murciélago cae como muerto encima del féretro. Un momento después una densa nube de humo lo cubre y al disiparse se vislumbra la figura de un hombre pálido y delgado. Sus patillas negras enmarcan el afilado perfil transilvaniano. Sus ojos se abren, pero sus pupilas no existen. Sólo existe la blancura viscosa del sueño. Por sus afilados colmillos todavía resbala alguna gota de sangre. Sus brazos cruzados sobre el pecho protegen el corazón congelado de las tinieblas que rodean el sepulcro. El vampiro emite un gruñido de dolor. Inhala y por sus poros se introduce el abismo de la soledad. Un estremecimiento recorre su espalda adolorida. Tiene los brazos entumecidos e hinchados. La garganta se le seca cada vez más. Ahora sí, ya no queda ni rastro de la merienda roja que le refrescó el alma. El vampiro exhala malestar y achaques. Se levanta cansado de su féretro. Camina con la pesadez de mil siglos. Llega a la cocina del castillo, se sirve una taza de buen café caliente y sale a trabajar, despierto y mejorado, a la fábrica de chocolates envinados.