domingo, 25 de diciembre de 2011

Alpiste – Sergio Gaut vel Hartman


Esperando que lo atendieran, sin posibilidades de usar el teléfono para jugar al Sudoku, porque en los bancos eso está prohibido; sin libro para leer, sin lápiz y papel para escribir una humilde microficción, Alejo Losercano soportó estoico las seis horas que el destino decidió que debía estar atornillado a la butaca (cómoda, eso sí) imaginando una historia que conjeturó digna de un jugoso premio literario o por lo menos capaz de conmover hondamente a los lectores. Pero el mismo destino que menté hace cuarenta y tres palabras quiso que la espera desembocara en el anuncio de que Alejo debía una suma de dinero impagable por haber salido de garante de su cuñado, un notorio estafador. Entre muchas otras cosas, la noticia hizo que olvidara por completo la maravillosa ficción, que jamás fue escrita.
Durante los siguientes siete años, Losercano trabajó como un burro para pagar la deuda, a pesar de lo cual no pudo salvar la casa, que fue rematada, y su matrimonio, que se desintegró. La salud del pobre tipo se resintió hasta que se convirtió en una piltrafa. En el fondo de un pozo depresivo debido a todo lo anterior, sumado a que sus hijos se distanciaron y los amigos, hartos de prestarle dinero que no devolvía, le dieron la espalda, supo que la cosa no daba para más. Solo, abandonado, triste, Alejo Losercano vio caer la gota que hacía rebalsar la copa: una nueva carta del banco lo decidió a tomar la determinación que venía postergando.
Tomó el revólver de la gaveta, apuntó y disparó sin vacilar. En ese momento, el destino, que ya apareció hace ciento noventa y doscientas treinta y dos palabras en este mismo texto, decidió jugar un poco más, prolongando durante largas horas la agonía de Alejo. En ese lapso, nuestro héroe se enteró que la carta del banco le había sido enviada para anunciarle que la deuda era un error administrativo y que se le devolvía todo el dinero pagado, con intereses, actualizaciones y una indemnización acorde. Eso sumaba tres millones, ochocientos cuarenta y nueve mil doscientos doce dólares. Y lo peor de todo es que un segundo antes de expirar, el pobre Alejo recordó esta microficción, la misma que están terminando de leer, una obra que le hubiera permitido ganar un suculento premio literario o por lo menos conmover hondamente a los lectores.

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