sábado, 5 de noviembre de 2011

Ratitas – Ricardo Giorno


No le quedaba nada salvo la certeza de la distancia.
El ventanal del bar brindaba excelente marco, puta madre. El gato no la esperaba. No la esperaba… como siempre. Como siempre pero distinto. Porque, abruptamente la vio acercarse. "Ella", no había dudas, a pesar de la bruma del café.
Y ella ni miró. Caminaba por la vereda de enfrente.
Y él: ¿Justo ahora tengo que verla? ¿Justo ahora debo aguantarme las ganas de correrla, las ganas de plantarle un beso? ¿Justo ahora?
Observó ese caminar, cómo lo volvía loco, carajo. Qué lejanos le parecieron los últimos meses.
Se vio a sí mismo como una marioneta. Un nuevo juguete de paño al que se lo acaricia, se lo tiene en el regazo, hasta se lo besa. Un juguete que disfruta sin sospechar —o sí— que, en el mínimo descuido, será un adorno más.
Claro, esa —su amor—, que ahora pasaba caminando, le diría que no estaba en lo cierto. Que no es así. Que te digo que estás equivocado, Gato.
Y, abruptamente…
Abruptamente, tal como apareció a través del ventanal del bar, sin palabras.
Y para qué las palabras, si seguirían siendo sólo eso. “Claro que te quiero, gordo” . Y un beso y un: “Sos divino, gato”.
Pero su actitud había cambiado, vaya que sí. Se había vuelto distante. La había perdido.
¿Cómo él hubiera podido explicarle? Me hacés daño, por favor… Mirame, estoy en carne viva. ¿Cómo siquiera hacerle entender que significaba todo para él? ¿Acaso ella no se daba cuenta? Sí, ella se daba bien cuenta.
El humo del café se había disipado. La mano derecha le dolía, acalambrada. ¿Cuánto hacía que mantenía el posillo en alto? No importa, se dijo. Ya nada importa. La perdí, lo sé muy bien.
Y él no era de los que luchaban, de los que no se entregaban. En toda su vida sólo había aprendido a cazar. Eso, él sólo era un cazador.
Sacó un faso del eterno atado, y lo encendió. Tal vez el humo del tabaco lograse el embrujo de que ella volviese a pasar.
En tres pitadas llegó al filtro.
—Mierda —dijo en voz alta, mirando el pucho—. Cada vez vienen más light.
—Es que la gente —dijo el mozo acercándole el segundo pocillo— quiere eso mismo.
—¿Qué? ¿De qué me está hablando?
—De lo light. Hasta las relaciones son ahora light. El mundo desea cuidarse, protegerse. Libertad, eso quieren. Nada de compromisos. Todo light. Mientras más light, mejor.
—Tiene razón —dijo el gato, y apuró el café.
—Ya sé, no me diga nada: mal de amores.
—¿Y quién no?
—Mire, amigo, yo no soy quién para meterme, pero anímese: el mundo está lleno de minas.
—Ratitas.
—¿Qué?
—Las minas, digo. Las llamo “ratitas”. Es por mi apodo, ¿sabe?
—Bueno, es lo mismo. El mundo está lleno de ellas.
—Puede ser —dijo el gato, y encendió otro faso. A la mierda con la mierda light.
Volvió a pensar en ella. Y con su imagen, la de la única “ratita” que le importaba, salió a la calle.
A su izquierda vio a dos —una rubia y una morocha—, no eran más que minas: venían hacia él. Les clavó su mirada felina. Sonrió. Ellas bajaron la vista.
Cuando pasaron, él las oyó cuchichear entre risas.
A pocos metros, la de pelo negro volteó la cabeza y relojeó.
—El mundo está lleno de “ratitas” —se dijo el gato en un suspiro.
La cacería daba comienzo.

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