domingo, 2 de octubre de 2011

Encuentro con Horacio Ojeda – Hernán Dardes


Me hubiese gustado toparme con Horacio Ojeda en mejores circunstancias. En la época en que invocar su nombre era suficiente para hacerse un lugar en aquel pobre barrio orillero en donde me tocó crecer. En los años en que mi padre hablaba de él con una reverencia formidable. Justamente mi padre, hombre de palabras escasas y gestos parcos. Tan frío a la hora de las emociones, pero de sangre caliente en las ardorosas tardes de bar, en donde lo defendía a fuerza de gritos y puñetazos sobre las mesas. Reverencia que en aquella parquedad nunca tuvo mucha explicación y que había sido transferida a fuerza de convicción y vehemencia.
Mi padre se ufanaba de haber sido anfitrión de Ojeda en dos oportunidades y nos repetía hasta el hartazgo que a la gratitud de ese hombre debíamos cada metro cuadrado que pisábamos. Junto con mi hermano Mariano nos maravillaba la atención de quienes lo oían cada vez que relataba aquellas lejanas dos visitas, entregando su atención como si se tratase del más atrapante de los cuentos. La manera en que se sobresaltaban al saber que estaban sentados en la misma silla en la que Don Horacio alguna vez reposó, y que el vaso generoso de licor bien podría haber saciado a ese hombre que los fascinaba.
Tal vez por mi edad me resultaba poco lógico encontrar el motivo por el cual se respetaba tanto a alguien del que pocos conocían su rostro. Pero sí tengo presente la manera en que mi madre corría a bajar el volumen de la radio cada vez que su nombre aparecía en alguna noticia, como protegiéndonos de alguna impensable desilusión. En algunas noches en las que el sueño resultaba difícil de conciliar discutíamos con mi hermano sobre él, suponiéndolo un héroe o el más feroz de los chacales. Y a la distancia reconozco que la figura heroica siempre me atrajo mucho más y a veces lo soñaba enmascarado, influido por las series en blanco y negro en las que encontraba refugio a la hora de la siesta.
En aquellos veranos ardorosos los niños jugábamos a ser Horacio Ojeda. Nos intercambiábamos los roles, y gozábamos infinitamente de ser, al menos por un par de horas, amo y señor en esos terraplenes. Cuando en el juego me tocaba a mí el papel principal, lo asumía con tanta responsabilidad que me agobiaba. No solamente había que demostrar destreza en la pelea e ingenio para ocupar la casa de piedra en ruinas en manos de mis amigos. También era imprescindible esa actitud, esa prestancia magnificente que le imaginábamos. Recuerdo cuando una vez haciendo su papel me desplomé trepando una roca; y lo que en otro momento hubiese sido motivo de jocosas carcajadas aquella vez significó el escarnio más severo. Mis amigos salieron de su escondite, y mientras me miraban como si hubiese cometido la peor de las herejías, volvieron a sus casas en silencio, con la imagen del héroe convertido en esa torpe caricatura en la que yo lo había transformado.
Con el paso del tiempo aquella imagen heroica fue desapareciendo, pero siempre se mantuvo la versión benefactora, la que motivaba a mi madre a invocarlo a la hora de encontrarle un trabajo para mi hermano. 
Si hablaras con Don Horacio… susurraba ella a los oídos de mi padre, prédica que él siempre rechazaba aduciendo peligro, mientras miraba a Mariano con ojos indulgentes.
Entre viajes y días recalados en otros pueblos y ciudades, el nombre de Ojeda fue desapareciendo poco a poco de mi vida, pero siempre retornaba a mis oídos en los visitas espaciadas. Los años me trajeron una versión de Horacio Ojeda mucho más empobrecida, pero siempre misteriosa. Rumores sobre fracasos, versiones sobre su muerte e incluso a veces aparecían historias sobre traiciones que mi padre se negó a creer y desmentía a los gritos desde su lecho de muerte.
Pero bastó que mi madre me ruegue que vuelva a instalarme en esa vieja casa de infancia para que su nombre comenzara nuevamente a atravesar mis días. Porque sin darme cuenta comencé a recorrer los mismos caminos que mi padre había transitado alguna vez. Poco a poco comprendí que en aquel poblado hacerse un lugar a la fuerza era indispensable para despertar al día siguiente y poder brasearse al sol exento de riesgos y libre de aquiescencias. Y el nombre de Horacio Ojeda mantenía su influjo caudillesco, pero ahora compartido con numerosos adalides con las mismas pretensiones e idénticos influjos. Fue en ese tiempo en donde mis recuerdos fueron puestos a prueba. Porque a medida que notaba que su fulgor se apagaba día a día, en mi fue creciendo un instinto casi paternal que supo ser motivo de severas reprimendas.
Y no me resultó fácil discernir en esa nueva vida la memoria intacta de mi niñez, con las exigencias de un presente que me trazaba caminos que cada vez me alejaban más de esos recuerdos mágicos y épicos. No era sencillo sentir la sombra de mi padre sobrevolando cada uno de mis actos, como si de su juicio dependiera el éxito en cada trifulca. Pero mucho me había enseñado aquella tarde del resbalón oprobioso, y en esa maraña entre los recuerdos y el hoy, no podía permitirme el favor de la duda.
Horacio Ojeda. Siempre soñé con tener con él mas no sea una charla de bar. Un encuentro cara a cara con el enigma. Me hubiese gustado participar en una sola de sus peleas. Integrar su banda y por una sola vez oír su voz de mando. Pero el destino no siempre cruza las vidas de la forma que uno imagina, y los caminos convergen en las formas más inesperadas. Y allí está él finalmente, dándome la espalda encorvado sobre la mesa de madera. Y aquí estoy yo, con los brazos tensos y las manos aferradas a mi fiel revolver. A punto de gatillar.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

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