viernes, 28 de octubre de 2011

El árbol - Claudio G. del Castillo


Para celebrar la Navidad como lo exigía el pueblo (“¡Basta de mármol!”, clamaba), a mediados de año el previsor gobernante envió emisarios a los cinco continentes. La búsqueda abarcó museos, favelas, basureros, almacenes, naufragios…
Meses después, los emisarios despacharon hacia su país natal las naves con lo que malamente habían encontrado: puertas coloniales, cartones mohosos, sillas desvencijadas, no más de cien lápices, un mástil partido en dos…
Entonces tocó el turno a los artistas, pues artistas habrían de ser para ensamblar aquel galimatías.
Durante semanas consultaron a los sabios y se nutrieron de lo más antiguo de la tradición oral. Y sólo cuando estuvieron muy seguros aserraron, cotejaron, clavaron, encolaron… Hasta que llegó el día en que pudieron jactarse de la obra terminada. En verdad era magnífica, así que la Iglesia dio el Visto Bueno y el gobernante aprobó el presupuesto para los regalos.
Por fin, el 25 de diciembre de 2200, el pueblo se reunió en la plaza y a la sombra de un abeto de madera tuvo su Navidad.

Un velero en el río — Fernando Puga


Abrí. Abrí. Dejame pasar. No seas así. Dale. ¿Por qué estás tan enojada che? No es para tanto. Dale. Abrí. Si no abrís voy a tener que tirar la puerta abajo y ahí sí que vamos a tener un problema. Dale Claudia. Contestame por lo menos. ¿Qué querés? ¿Que me vaya? Por lo menos dame mi celular así me podés llamar cuando se te pase la bronca. ¡¡Claudia!! ¡Contestá por favor!
Seguí gritando hasta quedar afónico. No pude con la puerta blindada. Me senté en el suelo dispuesto a esperar lo que hiciera falta. Alguna vez tendría que salir. A lo mejor en algún momento sospechaba que ya me había ido y entreabría para confirmarlo. Me quedé dormido. Un buen rato creo. Cuando desperté me sentía como nuevo, a pesar de la contractura en el cuello.
Me puse de pie y toqué el timbre, convencido de que la tormenta había pasado.
La puerta se abrió despacio, con un filoso chillido. Ante mí se hallaba una extraña mujer demacrada, vestida con harapos y balbuceando incoherencias. Tenía las uñas larguísimas y mugrientas y el pelo gris hecho un revoltijo; sus tremendos ojos color violeta se detenían en la nada, ni siquiera puedo asegurar que notaran mi presencia; una espesa bruma salía del interior del departamento y el hedor que brotaba lastimaba mis ojos.
Huí desconcertado, sin mirar atrás. Anduve a la deriva durante un tiempo que no alcanzo a precisar; todo el tiempo que mi trastornado corazón pudo resistir.
Hoy salí a pasear temprano, hay sol. Mientras camino por la vereda junto al río, pateo una piedrita. Esta costumbre que tengo desde niño me serena; como contemplar el andar de los veleros. A este río solíamos venir a pescar cuando escapábamos en busca de aventura; aquí aprendimos a soñar con otros mundos. Este es el río donde la conocí.
Mis pasos se detienen frente a una vidriera y veo mi reflejo: sucio, harapiento, desorbitado. Un rostro surcado por el paso del tiempo; una cabeza blanca, una mirada vieja. Cuando vuelvo mis ojos hacia el río, un velero está por desaparecer en lontananza. Allá va. Se mece con la placidez de quien ya no espera nada, de quien se abandona, de quien empieza a sentir que toda la vida va quedando atrás.
Pronto ya no seré más que un punto en el horizonte.

Acerca del autor

La invisibilidad es cosa seria – Héctor Ranea


Oswald Waldos y su equipo trabajaron por dos décadas en la concreción de un concepto nanotecnológico orientado a la invisibilidad. Lograron esta propiedad en objetos pequeños pero no en personas, ni siquiera en personas pequeñas, como comprobara Oliver Verlio, co-responsable del área de promoción del grupo de Waldos. Pero eso no obstó para que Elenya Nyelea, del área de desarrollo, diera rienda suelta a su imaginación y promoviera la invisibilidad en objetos aptos para los chascos. Así proliferaron las cáscaras de banana invisibles (que provocaban caídas inesperadas a los transeúntes), los vibradores invisibles (que convertían el sencillo acto de sentarse en una aventura quizás erótica) y, peor que todo pero no el último producto de la feraz imaginación de Elenya, materia fecal perruna invisible. Era hasta cómico ver los viandantes quejarse de los olores emanados por cosas inexistentes, pegados a objetos sencillos como el taco de la dama o una valija de un visitador médico y hasta en cierto modo resultaba triste cuando se los encerraban en los loqueros por sus expresiones, aún cuando nadie negara el olor, el cual se atribuía a la mismísima víctima. Cerraron todo el proyecto cuando uno de los damnificados resultó ser el Jefe de la compañía, que no fue advertido de la broma de Elenya. Waldos prometió hacer invisible ciertas partes de su ex—ayudante porque —decía— se había hecho repelús, pero no invisible. Eso dice Waldos…

Acerca del autor

Una noche en el teatro - Víctor Lorenzo Cinca


Recién duchado, perfumado y engalanado con su mejor traje, acude puntual a la cita. La recoge en su casa. La recibe con un ramo de flores y un piropo. Verdaderamente el vestido le sienta muy bien, mucho mejor de lo que sospechaba al escogerlo en la tienda y mandar que se lo enviaran con urgencia. La lleva del brazo hasta el coche. Le abre la puerta. Conduce todo el trayecto con suavidad mientras le pregunta con interés qué tal el día. Le dedica toda su atención. Aparca cerca del teatro, le abre la puerta, y la acompaña hasta la entrada. Saca dos localidades en la taquilla, las dos mejor situadas. Durante el desarrollo de la función, el gran éxito de la temporada, con el mejor elenco de actores, él le va murmurando palabras dulces al oído, como a ella le gusta. De vez en cuando sonríen ruborizados. Acabada la obra, le ayuda a ponerse la chaqueta y con las manos enlazadas se dirigen hacia el coche. Le abre la puerta amablemente. Le endulza el regreso con cuatro anécdotas graciosas y un par de risas. Estaciona en doble fila, la ayuda a bajar del auto y la acompaña del brazo hasta el portal. Allí se despide de ella con un tierno beso, un guiño cómplice y un mañana te llamo. Una velada encantadora, sin duda.
Vuelve a casa sucio, desaliñado, orgulloso de sí mismo, sabiendo que, aunque hace ya meses que no la ama, una noche más ha conseguido representar el papel más difícil: el de galán enamorado.

Tomado de Realidades para Lelos


Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca


miércoles, 26 de octubre de 2011

Receta para conectar una computadora sin quedar con el USB mirando para el Norte – Héctor Ranea


O sea, sin quedar con el culo mirando al Norte, quise decir, pero queda feo en el título.
La computadora consta de tres partes, a saber: una caja negra que los expertos llaman CPU, una cosa para meter los dedos y un espejo donde muestra lo que uno más o menos anda queriendo mirar. Desde pornografía hasta las fotos con la abuelita si llegó viva a la época de la cámara digital (que es otra cosa de la cual nos ocuparemos en otro momento). Obviamente, cuando uno va a comprar una de estas cosas, le quieren vender de todo: cámara de huevo, ratones amansados, parlantes, que me los figuro mozos de cordel atándose los archivos para no quedar con los güevs al aire, supongo.
Estos tres aparatos forman uno sólo y único que tiene cualidades de hacer todo y poderlo casi todo. No entiendo por qué viene en tres partes, pero ese misterio se lo dejo al que me lo vende. Es así y punto. Los parlantes a veces vienen de regalo pero aparte de hablar, no se entiende si son fundamentales, porque a veces vienen unos aparatitos con los que se enchufa uno a la máquina y escucha cómo le habla, canta y putea. Es así, otro misterio.
Todo animal que camina necesita comer, decía mi tata. Otro tema de meditación, si se quiere, porque comen enchufadas y por detrás. Es medio complicado de explicar a la patrona, en general. Pero así muestra, si no, no.
Los cables vienen atados con un chirimbolo hecho de alambre de hacer fardo para paja de ratonera, envuelto en papel. Una delicia. Y no se olvide de atar al palenque al espejo que llaman monitor. Monitor, monitor era el Braulio Meléndes, hijo de lusitano, que le tráiba las tizas a la maestra, tizas y otras cosas. Encima después se dormía con ella, el Braulio. Claro, medio repitente que era, tenía como treinta cuando nosotros andábamos purreteando por los ocho, nueve.
Así que palenqueando que la puso al monitor y la caja negra, como el Braulio con la maestra, le queda el tecláu para poner los dedos. Y ahí la quiero ver, chamarrita… que parece que los dedos van a medio hundirse. Pero no puede ver nada a menos que use uno de esos sofguares que se venden. Ahí veo, por ejemplo, esto que estoy escribiendo y la verdad, aparcero, no me gusta. Pero espero serle útil para cuando conecte la PC y así no se queda con el USB apuntando para el Norte, que es de donde vienen volando las aves que se lo van a romper, pero ese es otro cuento. Discúlpemé, tengo que agarrar para otro lado.

De mayor a menor – Sergio Gaut vel Hartman


Mientras escribía la saga de Bohemundo el Rojo de Ragusa (diecinueve volúmenes, un millón y medio de palabras, aproximadamente; once años de trabajo previsto por contrato) hizo una pausa para terminar una novela autobiográfica largamente postergada: Las entrañas de la oscuridad. Pero cuando promediaba la trama sintió la necesidad irresistible de redactar un cuento policial en el que el protagonista, un inspector de policía enamorado de su propia madre, descubre que es el asesino de su padre y que ha matado a dos de sus hermanos en un confuso enfrentamiento producido después de que él mismo les metiera más de cien kilos de cocaína en el placard de la cocina para vincularlos al cártel de Jalisco. Solo le faltaba anudar los elementos y elucubrar un remate acorde cuando se le ocurrió que sería bueno participar en un concurso de microficciones de seis palabras. Esto lo entusiasmó tanto que se olvidó de todo y aquí lo tienen ahora, temblando como una hoja porque en su avance arrollador hacia la síntesis teme haber descubierto el modo de escribir textos antimateriales, esos que constan de menos de una palabra e incluso están redactados con palabras negativas.

lunes, 24 de octubre de 2011

Apocalipsis - Silvia Piccoli


El día vino a ocurrir por el mismo lugar entre las olas, con las mismas prisas, con sus propias precauciones. Primero fue apenas un resplandor coralino, tenue y perezoso que salpicó destellos sobre la espuma. Después, y de a poco, alumbraron los fulgores inevitables y fue la luz plena subiendo por la curva lejana, más allá de todo.
Los hombres iniciaron sus rituales cotidianos, invocaron a sus dioses, renovaron su alianza con el bosque y con los pájaros, atizaron el fuego. Los más jóvenes se dieron al trabajo; los ancianos, a la memoria. Sólo unos pocos empuñaron las armas con nostalgia, como quien conjura el terror de la guerra.
A todos los rondaron ese día los espíritus del Águila y del Jaguar, de la Serpiente y del Quetzal; y por eso algunos recordaron que tal vez hubiera llegado el momento de prepararse para algo.
Para algo que llegó en cascos de madera y de un metal de brillo desconocido, con velas de un blanco pobre y gastado.
Para ese algo que fue, de una vez y para siempre, en la estampa y en la sombra de un puñado de extranjeros barbados, tan avergonzados de la palidez de sus propios cuerpos como para cubrirlos por completo con paños opacos y espesos, incapacitados para comprender el lenguaje sencillo de los hombres felices.
Para ese algo que se impuso desde la cima del objeto erecto y vertical que los extraños plantaron en la playa poco antes de la media tarde, y que pareció clamar al cielo en silencio por la profanación eternamente impune del Paraíso verdadero.


En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito)

La expedición A-543 – Ildiko Nassr


Adelita salió de la nave añorando su lugar de nacimiento. Volvería en algunos años, si la expedición A-543 resultaba exitosa.
—Comandante, el buscador señala que en aquella dirección podremos encontrar agua. —Era su asistente personal.
Cambiaron el rumbo hacia donde indicaba el buscador. Se tropezó con algo y cayó.
Temió lo peor. Una quebradura desembocaría en la frustración de la misión.
Su asistente utilizó el escáner incorporado en su red para diagnosticar a su jefa. No encontró ningún hueso roto, pero no pudo levantarse de inmediato.
Pasaron varios minutos que, para ella, inmersa en su dolor, fueron como siglos, hasta que logró volver a su actividad.
Ninguno de los tripulantes se animó a abandonar la nave y correr en auxilio de su flamante comandante. Demostrando así, la disconformidad con el nombramiento de Adelita.
Tal actitud funcionó como un poderoso tónico para la mujer, que no sólo se puso en pie, sino que giró hacia sus acompañantes y los saludó con una mano.
—Cronos 235, amigo, dame los resultados de tu escaneo. Y reoriéntame hacia el sitio al que nos dirigimos.— El robot verificó los datos y se los reiteró a su comandante.
Ambos siguieron con la difícil caminata, muy atentos a cada uno de sus pasos.
Desde la nave, los supervisaban con cámaras; razón por la cual Adelita decidió permanecer en silencio y aguantarse el dolor.
Ella no sabía muy bien a qué se debía el disgusto de su tripulación.
Su abuela había sido una elegida en 2012, después del fin de un ciclo. Y ella, ahora, era la elegida para llevar agua a los habitantes de la Tierra. Era la tercera galaxia que exploraban. Y los hombres empezaban ya a alucinar. Era agotador tener que mantener el orden.
Los pocos elegidos que habían sobrevivido al 2012 ahora estarían muriendo de sed y librando batallas interminables por el agua, como históricamente habían hecho por la tierra o por el petróleo. Adelita pensó que era inherente a la raza humana la pelea. Era distinto con Cronos y los de su especie, aunque habían sido creados y programados por humanos.
De repente, un estruendo. Los habitantes de ese planeta impedían su exploración con poderosas armas. Adelita y Cronos 235 empuñaron sus armas y se defendieron. Ella pensó en el fin de una misión que se desarrollaba adecuadamente.
Quiso comunicarse, para explicarles la razón de su estancia allí, utilizando la cámara y el proyector que Cronos tenía en el talón. Les explicó la necesidad del agua para salvar a la Tierra. El fuego cesó inmediatamente.
A los enemigos, el agua no les interesaba. Ellos necesitaban arena para su supervivencia. Lograron una negociación para cambiar arena por agua.
Así, Adelita se ganó el respeto de su tripulación y pudo volver a la Tierra, con nuevas aventuras para contarle a su anciana abuela.

Y ese día - María Pía Danielsen


Y ese día supo que las puertas estaban abiertas. Simplemente no supo mirar bien. Que se escapaba de noche y era su dueña. Que su Señorío inspiraba las visiones de luces y espectros, lo impregnaba de olores embriagantes y sabores irreconocibles, transformaba sus pensamientos en borbotones de palabras inconexas, risas y silencios obstinados. Y no sólo de noche. Se escurría en iras, odios y revanchas. En ausencias y silencios de muerte. En su ingobernable impulso de herir, de dañar lo más amado.
En su incapacidad de ver la belleza y no degradarla, en el placer insano de trocar toda felicidad en llanto. Siglos de guardián de las puertas cerradas y vigilia eterna de las cadenas que paralizaban a la bestia. Una vida entera dominada por su voluntad de encajar en la lógica de los parámetros de la normalidad. Sin tregua, sin concesiones, sin lamentos. Con la herida siempre abierta de adivinarse distinto. Con el terror siempre latente al dominio de la bestia. Con el inconmensurable peso de saberla agazapada en lo profundo, siempre viva, siempre alerta y tan segura.
Y ese día y tan seguro, cerró sus ojos a la vida.

Tendremos pájaros en los ojos - Eduardo Betas


Tendremos pájaros en los ojos. Será el día en que ya no soñemos con ser pájaros sino en convertirnos en vuelo. Pero la mera existencia es un tobogán demasiado empinado; nos hace ráfaga. Y es que la mera existencia es eso, simplemente, lo que nos pasa mientras no pasamos; lo que nos sucede, mientras no sucedemos; lo que nos vive, mientras no vivimos.
Las calles arden allá afuera y nosotros aquí dentro. Tragando saliva. Un astronauta gira alrededor nuestro y está tan solo allí, afuera de lo afuera, como lo puede estar cualquiera de nosotros en el afuera de este adentro.
Todo te congela aquí dentro y nosotros sin poder salir. A buscar nuestros ojos como pájaros para ver más allá del acá que nos carcome. A soñar que somos pájaros para luego convertirnos en vuelo…
Es que hay tanta historia torturada acá nomás. Hay tanta lágrima coagulada, tantas cuatro paredes de silencio, tanto grito que no escucha nadie. Tanta soledad de un ambiente, kitchinette, mancha de humedad.
Por eso es que la revolución sucederá el día en que saldremos a la calle a escribir en las paredes: encontrémonos.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

sábado, 22 de octubre de 2011

Surrealismo especular – Sergio Gaut vel Hartman


—Una serie de palabras no es un cuento, querido Watson.
—Llamarse Watson no garantiza ser el compañero de Holmes, querido profesor. Yo podría ser otro Watson, Ian, por ejemplo.
—¡He sido estafado, entonces!
—¿Qué le vendieron?
—Un buzón, supongo
—Lo conozco
—¿Conoce a un buzón?
—A Juan Ramón Buzón, para ser preciso. Lo conocí en Facebook. Es un productor de ratán que vive en Yogyakarta, Indonesia. Tiene doscientas seis esposas.
—¿Doscientas seis?
—Una de cada cuerpo policial del planeta Tierra.
—Holmes sólo logró conseguir doscientas cinco en toda su vida.
—Poirot tenía ciento noventa y ocho, y Miss Marpre apenas cuatro.
—Es comprensible, tratándose de una mujer.
—Pero en cambio tenía varios esposos.
—Mírela usted, a la venerable dama.
—Hablando de damas: hace rato que es su turno y no ha jugado.
—¿Mi turno? ¿Estábamos jugando? ¿A qué?
—No lo sé. Pregúnteselo al extraviado que está escribiendo esta microficción.
—Hace rato que no nos hablamos.
—Somos dos. De acuerdo entonces. Mueva el caballo.
—Propongo algo mejor: vayamos a cabalgar.
—¿Con o sin connotaciones sexuales?
—Con y sin, al mismo tiempo.
—De acuerdo.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Imagen (fragmentos): Red Square 3, de nordicspy en deviantArt

La palabra adecuada - Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


—¿Escribimos una nueva minificción, don Eufemiano?
—¡Ya estaba tardando usted mucho, escritor! Adelante, escriba, escriba, que yo protagonizo.
—Realmente no le iba a hacer protagonista de esta. Aunque, por supuesto, le iba a dar un papel importante.
—¡De eso, nada! Yo no me presto más que para prota, que para segundones, ahí los tiene a todos esos... genuflexos, que soportan cualquier disparate que a usted se le ocurra. —Eufemiano señaló hacia la estantería de los personajes secundarios.
—Vamos a ver: usted sabe que estoy contento con su rendimiento, que es un buen personaje, capaz de adaptarse a multitud de papeles y de situaciones. Sin embargo, ya no puedo más con sus tabúes. Estoy cansado de que cambie mis diálogos y busque eufemismos para cada palabra que no le gusta. Como, por ejemplo, cuando en la última micro le hice pisar una mierda de perro y usted me la cambió por una “caquita de can”.
—Es que ya sabe: soy de buena familia. Me educaron así, hay cosas que van contra mis principios y nunca las aceptaré.
—¡Pero don Eufemiano, espabile! ¿Recuerda que le di la oportunidad de conocer a ese bellezón jamaicano en una playa paradisíaca? Cuando se publicó el libro, ¿qué ocurrió? En la escena en la que usted se la follaba, apareció impreso que “llegaron al coito”. ¡Pero por Dios! ¿No le suena feo eso? ¡La palabra coito parece referirse a algo doloroso, nada placentero!
—No se trata de que suene lindo o feo. Follar es un verbo grosero, de guarros, de gamberros; una obscenidad, qué quiere que le diga; solo los sinvergüenzas hablan así, las mujeres de la vida, los matones, mafiosos y cafishios.
—¿Cafishios? ¿De dónde sacó esa palabra, don Eufemiano?
—De Buenos Aires. Estuve allí en el 78, cuando se jugó el Mundial de Balompié.
—Mire usted, balompié. ¿Y qué significa cafishio? Me parece que puedo sacarla por contexto, pero para estar seguro...
—Cafishio es proxeneta, chulo, el que vive de las minas.
—¿De la explotación minera? No entiendo...
—Las minas son mujeres, en el Río de la Plata.
—Esta vez sin eufemismos, entonces.
—Palabra con todas las letras.
—O sea que no es un eufemismo —traté de asegurarme.
—¡En absoluto!
—Vayamos por allí, entonces, si eso le hace sentir cómodo.
—¿Por dónde?
—Por Buenos Aires. Escribiré un cuento ambientado en ese lugar.
—Usted nunca estuvo en esa ciudad —protestó Eufemiano.
—Eso lo hace gracioso. Usted me ayudará con sus eufemismos. ¿Le parece?
—¿Y dónde empieza? —Eufemiano comenzaba a entusiasmarse.
—En el quilombo, ¿no?
—En una casa de citas, o de tolerancia, querrá decir.
—En el prostíbulo...
—¡Qué asco! Promiscuidad, impureza, extralimitaciones...
—¡Hombre, que no es para tanto! Pero avancemos. Hay unas putas...
—¡Alto! ¿Cómo que putas? Querrá decir señoritas de dudosa reputación.
—Eso. Reputas.
—¡Escritor! Así no puedo trabajar. Me desconcentra usted con sus salidas de tiesto. ¿De verdad pretende que por este camino podamos llegar a algo, a representar una ficción digna?
—¡Déjese de dignidad, Eufemiano! ¡Que no estamos para eso! Yo trataba de hacer algo divertido, irreverente, un after hour ficcional. Pero cuando veo cómo se le agria la expresión cada vez que pronuncio algo que no le gusta, me quita las ganas.
—Si me permite, voy a ausentarme un instante. Necesito miccionar porque ya he bebido alguna cerveza de más esta mañana.
—¿Miccionar? ¡Lo que necesitamos es ficcionar! Si lo que quiere es mear, ya sabe dónde está el baño… Vaya y mee.
Y se fue a mear, aunque pareció como si Eufemiano no hubiera encontrado el camino, porque quince minutos después seguía sin regresar. Preocupado, lo busqué por toda la casa, ya que la puerta del baño permanecía abierta y mi personaje no estaba en el sagrado recinto. Ni en la cocina, ni en el dormitorio, ni en la salita de lectura.
Un tiempo después un amigo argentino me hizo llegar un libro traducido del francés: Les bordels de Buenos Aires, firmado por un advenedizo escritor parisino. Y mi sorpresa, a medida que fui leyendo el libro, se convirtió en indignación. Don Eufemiano se había convertido en Monsieur Eufemiénne, un proxeneta mafioso de origen corso que regentaba varios quilombos en Buenos Aires. Pero había una sustancial diferencia con respecto a mi idea: el francés, amanerado y barroco, siempre pone la palabra adecuada en boca del que fuera mi personaje, para que no se sienta incómodo. Cuando termino la lectura me siento hundido, desmoralizado, traicionado. Lo único que se me ocurre es mirar hacia la estantería de los genuflexos, a ver si alguno de ellos accede a participar y se convierte en un personaje útil para mi proyecto de after hour ficcional…

Sobre los autores: Sergio Gaut vel Hartman, Javier López

El informe de la laucha (también conocido como Arroz negro sobre escritorio símil madera 2) – Héctor Ranea


—¡Laucha inmunda! ¡Bestia insolente! ¡Rata infame!—grité con todas mis fuerzas. Sabía que terminaría oyéndome, la muy guacha. Y lo hizo.
—¿Qué le pasa ahora, gordito? —me dijo desafiante. —Ahora propiamente no sé de qué se queja, don. No le cagué, no anduve husmeando, ni nada de eso. Ni siquiera usé su escritorio como puente, mire lo que le digo.
—¡Usted sabe a qué me refiero! —le espeté como queriendo asesinarla con saña.
—Ni idea, si le digo la verdad. De paso: ¿tiene una zanahoria? Me estoy convirtiendo en vegetariana; acá traen toda comida livianita. Hasta le digo que he comido cáscaras de banana. No le cuento el viaje que me dio porque no me va a dejar.
—¡No siga! ¡No clame inocencia!
—¡Clamar? Yo le digo lo que hago. Le paso un informe más detallado que lo que se necesita. Ahora… si quiere saber de mi vida sexual… la verdad, no me parece procedente.
Me hizo sonrojar, pero no de vergüenza sino de inquina. Mi aversión a los roedores de forma ahusada había crecido no sólo por el suicidio al que me forzaron (que fracasó porque el acantilado desde el que me arrojé resultó ser una gigantografía en el comedor de estudiantes) sino porque me convirtieron en el hazmerreír de la oficina. Ahora llegaba al límite de los límites, al colmo del colmo.
—¡No sólo viene y me caga el lugar de trabajo!
—No le permito, vea —dijo, interrumpiéndome con extraordinario control de sí misma —. Ya le expliqué que fue una sola vez y obligada por el hambre. Vamos, ¡no sea rencoroso, hombre! —y agregó por lo bajo: —El que sea tan chicato que no se haya dado cuenta de la gigantografía no me lo achaque a mí, ¡pardiez!
Me cansó. La rata me cansó. Casi colapso y fue en un hilo de baba que se me fue la voz cuando le dije:
—¡Encima ahora me entero que usted va y lee poesía y susurra en el oído cosas a otras colegas! ¡Y caga en sus escritorios! ¡Válgame el ataúd! ¿Qué clase de monstruo es usted?
—Primero, no le permito que ande husmeando en aquellas de mis actividades que no incluyan su oficina. ¿Capisci? Segundo, si le leo poesía a las chicas, ¿qué? Ahora sí que se quiere meter en mi vida privada. Anóteselo, eso tampoco lo permito.
Cuando estaba directamente al borde de un infarto, se escuchó una vocecita sensual y chiquita:
—¿Vas a venir o seguís discutiendo ahí con el señor?
La laucha, que evidentemente era un ejemplar macho, se escabulló en un periquete. A los pocos segundos se escucharon los chillidos en el entretecho. Dos cosas debo decir antes de aclarar que las odio tan profundamente que tengo el corazón en el petróleo. Una: son ruidosas como el carajo, haciendo eso. Dos: ¡qué las parió, no paran nunca! Todo el santo día estuvieron así. Claro. Así uno se explica cómo es que son tantas.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Trincheras - Víctor Lorenzo Cinca


De haber sabido con lo que se iba a encontrar, seguramente habría escogido otra opción. Pero ahora ya no hay marcha atrás. Debe afrontar su elección. Es tarde ya para arrepentirse, y el tiempo corre en su contra.

Atrapado entre el estallido de las bombas, el zumbido de los aviones volando raso, las ráfagas de las ametralladoras y el silbido de las balas, puede distinguir con claridad los gritos de auxilio de los compañeros. Sin embargo, sabe que nada puede hacer para ayudarles. Tirita y se siente fatigado. Tiene el uniforme empapado y lleno de barro. El viento helado de levante le ha congelado ya la piel, mojada por la lluvia que no ha parado de caer durante días. Le entra el miedo en el cuerpo. A su alrededor todo huele a pólvora, a humedad, a muerte. Sabe que esa batalla no servirá para nada, como ninguna de las que se han librado hasta ahora en la tierra. Pero ahí está metido él, por su propia decisión, sin poder culpar a nadie. Ni siquiera consigue divisar al anónimo enemigo en los claroscuros de la batalla. Mordisqueándose nerviosamente el labio, nota el sabor eléctrico de la sangre y ahí ya reconoce que se ha dejado arrebatar en exceso por la lectura, que se ha metido con demasiada intensidad en el papel del soldado protagonista de la narración; por suerte lo tiene fácil para ponerse a salvo: cierra el único libro ―una edición pequeña, de bolsillo― que pudo llevar consigo, para distraerse en sus ratos libres, y lo guarda en la mochila, dando por concluido aquel combate.

Instalado de nuevo en la realidad, se arrastra entre el barro de la zanja, coje un fusil y apunta hacia la oscuridad enemiga, mientras confía ―entre ruidosas detonaciones y fogonazos cegadores― en poderse permitir otra breve pausa para, pese a todo, terminar de leer la novela.


Sobre el Autor: Víctor Lorenzo Cinca

jueves, 20 de octubre de 2011

Feria – Sebastián Chilano


La feria no es tal cosa, es un mercado de pulgas. Yo vivo enfrente. Por eso puedo decir que a la feria no le va bien. En La Capital tendría mucho más éxito. Eso dicen los puesteros. Por el turismo extranjero. A los extranjeros les encanta comprar cualquier cosa. Acá no tiene tanto éxito, y eso que esta ciudad en verano se llena de turistas. Por la playa. Pero ahora no es verano. Es primavera, y hace frío. Yo debo ser un poco extranjero, porque me encantan las antigüedades. Sobre todo me gustan los sifones de soda. Para el que no sabe, la soda era agua con burbujas, y sifón se llamaba a los envases que contenían esa agua, sin dejar escapar las burbujas. La feria abre los fines de semana solamente. Siempre y cuando no llueva. Si llueve no puede abrir. Porque los puestos están en la plaza, al aire libre. Y si llueve se mojan las cosas. A veces abren igual los días de tormenta. Es que los puesteros viven de esas ventas de fin de semana. Una vez, que se largó a llover, corrí para ayudarle al librero. Lo ayudé a guardar sus libros en las maletas que los carga. Cuando terminamos me pagó con monedas. Desde entonces, a él y a dos señoras muy viejas, les ayudó a guardar y cargar sus cosas. Todos me pagan con monedas. Y aunque a veces no me pagan, no importa. Yo no vivo de esas monedas, como ellos. Yo las junto para comprarme un sifón que me gusta mucho. Se necesita 70 monedas para comprar ese sifón. Y con las 6 de hoy por fin llegué. Fui al puesto a comprarlo. Pero el hombre que atiende, que nunca me deja que lo ayude, me dijo que el precio del sifón aumentó. Ahora necesito 90 monedas. Voy a tener que seguir ayudando a esta gente para poder juntar todas esas monedas.

Sebastián

Tarea olvidada - Alex Jamieson


Salgo muy dormida de casa. Muy dormida. Tan dormida que tengo ojos rasgados y apenas entiendo qué estoy haciendo. Pasan tres, sí, tres 132 pletóricos de pasajeros, a los que ni siquiera hago seña porque sé que no paran. Llega el cuasi-lleno y para. Subo escuchando la radio —para tratar de darme cuenta de que ya estoy en el mundo de los mortales y no más en el onírico— y paso cómodamente hacia el único asiento vacío. Paso y me siento, sorprendidísima en el fondo de mi único nervio despierto, porque es la primera vez que me pasa esto desde que tomo el colectivo a esa hora. El chofer comienza a dar voces de algo que no escucho y menos comprendo. Supongo que está gritándole al pasaje que tenga la delicadeza de ofrecerle un asiento a la "embarazada" que acaba de subir (yo), cosa que me sucede mañana de por medio, según la ropa que elija usar y que, acorde al humor que tenga, ignoro o explico que sólo estoy gorda. Pero no. El señor -no The Lord, sino un señor común- sentado a mi derecha me codea y dice: "A vos te habla". Por su tono, falta que termine la frase dirigiéndome algún epíteto descalificativo. Con mi clásica velocidad matinal de reacción, me desprendo uno de los auriculares y hago un enorme esfuerzo —sin levantarme— por entender qué diantres vocifera el chofer. Entre tinieblas cerebrales intuyo que dice algo así como "¿boleto, pase...?". En ese instante el cosmos tuvo sentido. Más bien, la moneda de un peso en mi mano tuvo sentido. Y mi piloto automático interior cumplió con su tarea olvidada: me hizo dirigirme hacia la máquina expendedora de boletos para obtener uno, al tiempo que con una conmovedora e imponente cicatriz de lucha de almohada en mi cachete derecho, le dije al chofer: "Perdón, estoy muy dormida". Todavía con un poco de telas de araña y musgo entre mis neuronas, noté que el caballero hizo un chiste. Nunca sabré qué dijo, pero reí y volví a mi asiento con el boleto en la mano.

Alexandra Jamieson Barreiro

Ciudad de fantasmas - Daniel Antokoletz


Estoy preocupado. Debo comenzar el entrenamiento de mis redes neurales y me ha llegado la orden de servicio con mi destino. He salido de la matriz hace muy poco y ya pasé el período de testeo. El cerebro central decidirá según misteriosos algoritmos escritos hace eones. Y yo, no tengo ningún tipo de libertad para tomar ninguna decisión.
Sé que mis doscientos años de vida útil, lo pasaré en el destino que se encuentra en este mensaje. En el momento que inserte el entrenador en la unidad de transferencia que se encuentra bajo mi dispositivo auditivo, las vías de mi cerebro se canalizarán y se fijarán con los conocimientos necesarios para poder realizar el trabajo.
Conecto el entrenador e, inmediatamente comienza la transmisión de información. Mi velocísimo cerebro positrónico genera las vías y rutas necesarias para almacenar el conocimiento que se viene acumulando desde el comienzo-final de los tiempos para proteger a los humanos.
No termino de desanimarme por mi destino, que quedo completamente entrenado. Mi trabajo es en la ciudad, la ciudad de los inmortales.
Mi trabajo es mantener las calles y los servicios operativos en todo un sector para esos humanos que desde hace eones no hacen uso de ellos.
En el comienzo-final, los humanos descubrieron la inmortalidad… Dejaron de lado la hermosura de la vida, de las sensaciones de sus cuerpos, para adentrarse en una vida eterna etérea, sin gustos, placeres ni dolores. Sólo el tedio. EL tedio y la inconformidad del aburrimiento, con toda la tecnología a su servicio, pero sin la posibilidad de aprovecharla.
Ahora, mi misión será mantener operativa, una buena porción de ciudad. Una ciudad en dónde esporádicamente puede ver a alguno de los humanos que pasa flotando de un lugar a otro sin poder ver ni sentir nada, sólo el aburrimiento de una existencia sin sentido. Se han convertido en fantasmas que ¿vivirán? eternamente sin poder vivir. Y mi trabajo, aunque actualmente inútil, es mantener todo funcionando en la espera de que la sempiterna estupidez humana termine. Al menos yo, aunque sea bioelectrónico, sí tengo una esperanza en mi vida y algo que hacer.

martes, 18 de octubre de 2011

Insomne – Mónica Ortelli


De tanto en tanto sucede que, involuntariamente, despierto a la gárgola de Saint Gervais: varios pestañeos y suspiros coordinados, y ya está ella abriendo los ojitos y desplegando alas. Se anima en la noche y emprende vuelo sobre la Rue des Barres hacia mi tejado. Para ese entonces, y aún ignorante de su osadía, yazgo en mi cama intentando dormir.
Torpe, desprolija -entumecida quizá-, la delatan sus pezuñas en las tejas cuando llega. Irremediablemente insomne, oigo sus pasos arriba, mientras elige el lugar donde sentarse; pretenciosa en más de un sentido (se horroriza de las canaletas simples), escoge sólo las molduras que dibujan encajes en la piedra.
Yo, que hace tiempo me prometí mudarme a un barrio sin iglesias, de improviso, recuerdo que son mis juramentos vanos los que la convocan. Y la percibo paciente, con las orejas ansiosas por escuchar culpas. Entonces sonrío bajo la sábana y comienzo a recitar mis faltas. Invento pecados y pesares, prometo comenzar a cumplir mis promesas so pena de suplicio. Sé que eso la contenta porque al rato se ha marchado.
Finalmente vuelvo a intentar dormirme, sin saber qué hacer con el rosario que me dio por penitencia, y decidida a salir a buscar nueva habitación por la mañana.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

Alta cuna - Isabel María González


Yo no nací por casualidad. Para entender mi llegada a la vida y a este mundo vuestro es necesario remontarse a mi concepción. Soy fruto de un matrimonio convenido, como los de antes.
El embarazo de mi madre fue también programado con alevosía. No hubo que esperar mucho, mamá siempre fue una hembra fácil a pesar de su educación y sus orígenes de casta noble. Y desde luego que no fui un hijo deseado, como no lo fueron tampoco mis otros siete hermanos, hijos del sexo sin amor y de los orgasmos de mi padre. Quizás por eso se nos complicó tanto el parto.
Como primogénito me tocó abrir caminos y fui el único que, siguiendo la tradición de la especie, recorrí con sumo esfuerzo las entrañas ensangrentadas de mi madre para intentar nacer con la poca dignidad que me quedaba.
No fue así. No hubiese visto la luz de no ser por el estirón doloroso de mis sienes que Don Francisco y su ayudante ejercieron sin piedad. Así que lo primero que oyeron mis enormes orejas fue el alarido desgarrado de mi madre y mi propio llanto.
—¡Ya, ya, Manuela, ya está! Ya salió. Tranquila mujer, todo va ir bien —jadeaban las voces del exterior— ¡Rápido, que los demás están sufriendo! ¡Cesárea, cesárea, vamos!
Os estaba hablando de mi llanto, un chillido agudo, entrecortado por la dificultad para respirar y la sorpresa ante la necesidad de hacerlo, que insiste en el dolor, en el hambre, en el miedo, en la soledad, en el desamparo.
La primera vez que sentí de nuevo tus latidos, madre, noté cierto alivio: me recorrían tu leche caliente y el amargo sabor de tu derrota. Yo tampoco me quiero.

Acerca de la autora:
Isabel María González

XLIV Divertisement - Lili Mendoza


El papá pagaba cuarenta dólares a una negra en Río Abajo para que una vez al mes planchara el cabello de su hija mayor. Hecho el milagro, Dalia regresaba a casa con la cabeza enrollada y de un humor de la gran puta. También le pusieron aparatos en los dientes y eso fue el acabose porque, cuando en una semana coincidían alisado, ajuste de frenos y período, la casa temblaba. La hija menor logró dominar el arte de hacerse invisible detrás de enseres de línea blanca y electrodomésticos menores. Veinte años más tarde, los padres encienden la televisión y miran
extasiados a Dalia dar las noticias, convencidos de su supremacía en orgulloso silencio cómplice, ya borrado de los anales el día en que Ania, olvidada en el patio y cubierta de hojas, caminó hacia la calle y echó a correr para jamás volver al tumulto de hojarasca.

Lili Mendoza

Tomado de Corazón de Charol A-go-gó con autorización de la autora

Betsa, Vicky, y todas las otras estúpidas - Maximiliano Provenzani


No me pagan por historias como esta. Las historias que me dan de comer son pura mierda. Si buscan historias ejemplares, epifanías, masturbación semántica, altruismo, o historias de amor sin amor y sin historia, hablen con los editores. Esos son los hijos de puta más perfectos que conozco. Ni una horda de putitas quinceañeras drogadictas vividoras podría llegar a ser tan perjudicial para un cagaletras como el criterio de un editor. Vayan con ellos. No van a tener ningún reparo en ofrecerles bandejas repletas de mierda. Toneladas de mierda. Mierda a montones. Mierda que rebalsa. Mierda espesa y mierda babosa. Mierda líquida, sólida y gaseosa. Mierda de todo tipo. Satisfacción asegurada para el distinguido gusto del consumidor. Abran los ojos, cierren la boca. Hay mierda para todos. Felicidades.
Pero hoy no van a tener la satisfacción de verme arrastrar por esa esquina, hoy no van a degustar mis deposiciones. Para eso vuelvan el martes. Existen momentos en los cuales hay que ceder, prostituirse, y conformar al otro. Para esta detestable faena yo elegí los martes. Lo aprendí de Betsa. La primera vez que cogimos, apenas terminamos el segundo polvo, se tomó un vaso de agua, se tapó las tetas con la sábana y en un claro abuso de confianza empezó a hablarme de mí. Tenía una voz horrorosa, insoportable, pero tenía un culo tan perfecto y voraz que cuando te la cogías te hacía sentir que existía un significado único de la vida, y estaba ahí adentro. Nunca volví a ver algo así. Era hipnótico y adictivo. Si no me dormí después de acabar y me quedé escuchándola con atención fue por pura lascivia, quería seguir visitando ese culo tantas veces como me fuera posible.
—Tenés que mentir. Todos mienten. Tu problema es que creés que tu verdad es más interesante que las otras. Y la realidad es que a nadie le importa un carajo de nada. La sinceridad no te va a llevar a ninguna parte, olvidate —me dijo mientras estiraba la pierna derecha hacia el techo y se miraba las uñas mal pintadas—. Para fracasados estamos todos los demás, los que tenemos que laburar todo el día porque no servimos para otra cosa. Vos no tenés que laburar, solamente tenés mentir un poco más. ¿Qué vas a hacer? ¿Seguir con la queja vacía de todos los días? Por ese camino lo único que vas a conseguir es cogerte alguna idiota como yo de vez en cuando.
—No es un mal plan. —No se me ocurrió qué otra cosa decirle, no estaba en un momento reflexivo. Me miró con odio. Se dio vuelta y se durmió. Me senté en una silla, la observé largo rato; los pies, las piernas, la espalda, el cuello, las orejas, el castaño oscuro de las raíces que asomaban entre el rubio artificial. Después me puse a mirar por la ventana.
Nadie me hablaba con tanta franqueza y lucidez como Betsa. No era loca ni prostituta. Ni borracha ni drogadicta. Era rosarina, tenía veintitrés años y trabajaba como empleada en una farmacia. Estuvimos juntos casi seis meses. No voy a hablar de amor, porque no lo hubo. Sería fácil decir que nos enamoramos, que nos quisimos hasta enfermarnos, que crecimos como individuos el uno junto al otro, y que la fatalidad del destino nos separó injustamente. Pero para eso hablen con los editores. Entre Betsa y yo no sucedió nada de eso. Como la mayoría de los bichos egoístas que andan dando vueltas por ahí, los dos dejamos que las cosas nos pasaran de costado y fuimos perdiendo interés en la relación. Se fue sin devolverme las llaves. Nunca volvió de sorpresa a prepararme la cena. Lo que más extraño, además del sexo y las conversaciones nocturnas, son los alplax y los rivotriles que traía escondidos en la cartera cada vez que me visitaba. Sin duda ella perdió mucho menos que yo.
Después de Betsa llegaron muchas otras, como ella misma había predicho. Pero la más estúpida de todas fue Vicky. Tal vez debido a una neurosis de abandono o simplemente por idiotez congénita, estaba convencida de que a mí me encantaba cumplir sus pedidos triviales. “Escribime algo”, me decía como si yo no tuviera otra cosa mejor que hacer que revolverme en esa mierda. La mujer es un medio, no un fin. Pero ella ni lo sabía ni lo imaginaba. No cedí ni me traicioné, sólo la estafé. Durante un par de meses transcribí algunos versos de Benedetti sobre servilletas de papel, agregaba alguna dedicatoria cursi, a veces más cursi que el mismo poema, y se las entregaba puntualmente, todos los martes, junto con una cajita de fósforos. Leer y quemar, era la consigna. Vicky leía, quemaba, y sonreía. Un día me sorprendió.
—Yo sé que vos no me escribís las cosas que me querés hacer creer que me escribís.
—Aja —le di espacio para que se explayara.
—Pero no me importa. Porque el esfuerzo es el mismo. Me pone contenta que te tomes ese trabajo para hacerme sentir bien.
—Ok —contesté. Me paré y me vestí. Nunca más la vi. Nunca más la llamé, ni nunca más le atendí el teléfono. Demasiadas cosas tenía yo en mi cabeza como para tener que tolerar a una persona así de conformista. Ni siquiera tenía el culo de Betsa. Ni cerca.

Tomado de: http://cuentochino.wordpress.com/

Verdadera historia de la risa - Lilian Elphick


Ah, queridas lectoras, esta historia que les voy a contar no la olvidarán, aunque la nieve la congele y la arena del tiempo la cubra. Aunque me la roben de aquí, llevándola encadenada, perdiéndola después en la estepa infinita, cuando la noche saca a relucir sus navajas de filo pendenciero. Nadie que tenga un corazón noble podrá desdeñar estas palabras, porque la risa merece ser contada. Es más, en el minuto breve sobrevive la maravilla.
Hace muchos años, en un pueblito cuyo nombre tengo en la punta de la lengua, vagaba por la esquina de la saciedad Menti Rosa, mujer hecha y derecha, morena de luna entera y caderas que enceguecían a quien osara mirarlas. Demás está decir que todos los hombres del pueblo andaban tanteando las paredes y trastabillando sus olvidos. Es también innecesario agregar que cada madrugada Menti Rosa bebía leche de burra, y que de sus generosos pechos brotaba un manantial alimenticio convertido en queso y otros derivados que no citaré por ahora. Donde iba Menti Rosa surgían tornados y los sombreros partían lejos; así el destino cambiaba de punto cardinal. Las nubes hacían su agosto, juntándose en manadas sin arriero ni perro pastor, y descargaban su lascivia, mojándolos a todos, menos a Menti Rosa que se mantenía seca y voluptuosa, el pelo ordenado en horquillas multicolores, esperando, esperando.
La vida de Menti Rosa era un sueño. Y ella reía mostrando las muelas del juicio, mientras la falda se encabritaba a lo Marilyn, dejando poco a la imaginación, porque se le veía hasta el alma. No, queridas, ella no usaba ropa interior. Para qué. Menti Rosa era de una sola línea y vieran cómo opinaba en las reuniones sindicales: el puño en alto, la voz poderosa, el pensamiento claro. ¡Debemos unirnos! Y todos se unían a ella, cantando La Internacional, adosados como la pestaña al ojo o la uña a la mugre. Salvo, claro está, Blas Femo, ex ladrón de almohadas que, en esa época, se ganaba la vida corriendo por las propiedades de los otros. Algún día vendrá a mí, murmuraba Menti Rosa, rodeada de sus fanáticos, mientras Blas enrojecía de timidez y deseo, y corría por los campos, buscando a una oca de pluma joven a quien llorarle sus penas.
Pero Blas no fue hacia la mujer de risa tan estridente que las viudas y damas de fina virtud usaban tapones en los oídos para no contagiarse. Blas huyó de la de ojos verdes para tener un recuerdo entre sus manos heladas, una historia de amor para contarse a sí mismo las trescientos sesenta y cinco noches solas del año.
Fue entonces que la risa se acabó. Por el pueblo rodaban bolas de pajonales y el viento ululaba sus últimas maldiciones. Menti Rosa se debilitó y escondía sus guiñapos lecheros bajo la manta de Castilla que algún caritativo le donó. Las amas de casa se apiadaron y le regalaron un calzón con elásticos vencidos. Los hombres le hicieron una cama de heno en el cobertizo de los caídos, para que ella reposara los huesos y la incertidumbre.
Y todo volvió a ser como antes: hambrunas, sequías o ríos desmadrados, según la estación.
Blas corría por los caminos habituales, llevando consigo la risa de Menti Rosa. Algunas veces se detenía y de sus bolsillos remendados la sacaba, y era un polluelo ínfimo, de pelusilla acariciable. Los árboles crecían; los alambres de púa se desenroscaban; las cercas de madera caían a la tierra húmeda. Y Blas, por primera vez en su vida, reía junto a la otra risa, ya sin dueña.

A Михаи́л Миха́йлович Бахти́н

domingo, 16 de octubre de 2011

Diez - Ricardo Giorno


Los árboles secos, las piedras húmedas, la niebla ocultándole los pies. Una figura —masculina a simple vista— camina por ese aquelarre de horrenda vegetación. Había cubierto sus facciones con la capucha azul de una amplia capa. Y su andar se tornaba incierto. Como si estuviese buscando algo.
De más adelante, le llegó una fetidez que sabía de antemano de qué se trataba: un curso de agua lodosa, burbujeante. Evitó respirar hondo. Sitio impuro, en verdad.
La figura se descubrió, y la mata de sus cabellos grises ondeó con el viento. Las negras cejas se arquearon, y arrugas le cruzaron la frente. La barba blanca se perdía debajo del broche de oro de la capa. Investido de oro y azul, el anciano era consciente de que su apariencia regia contrastaba con lo siniestro del lugar.
Por fin llegó a una de las márgenes del riacho.
Extendió los brazos hacia la noche, y el viento cesó. Una pequeña muestra de mi poder, pensó sonriéndose.
Se plantó ante ese lodo negro. Alzó la voz en una salmodia. Danzaron las manos al ritmo de sus labios.
El barro burbujeó aún más en una zona justo frente al anciano. Se movía como siguiéndole el ritmo a las manos.
La voz chilló en tono monocorde produciendo una melodía hipnotizante. Del barro se elevó una columna que fue transmutando burbujas por chispazos amarillos. La columna giró y se retorció y se retorció cada vez con un chasquido diferente. Para luego aplanarse en el barro como moviéndose por leyes antinaturales.
—¡No te escondas! Ven, ven a mí —dijo el hechicero—. Aparece ya ante mi todopoderosa presencia que te conjura —y tiró del broche de oro de la capa azul.
Al abrirse la capa, una esfera que colgaba sobre su pecho fulguró en amarillo.
Del lodo, ahora emergió una mano huesuda, monstruosa. Luego, una cabeza aún más bestial. Por fin, el resto del cuerpo. Del enorme cuerpo. ¡Un golem, a todas luces!
El golem, sin hundirse, caminó sobre el barro y fue hasta el hechicero y se postró a sus pies.
—Tu llamado me ha despertado —dijo con voz pastosa—. Y aquí estoy.
—Debes hacer un trabajo para mí —la esfera amarilla brillando aún más, se hundió dentro del pecho de la bestial criatura. El anciano cerró la capa y volvió a ajustarse el broche dorado. El otro, sin contestar, permaneció postrado—. ¡Obtén el Grial de estos tiempos! ¡Tráeme la Copa del Mundo!
Entonces el golem, temblando violentamente, disminuyó de tamaño. La piel se le tornó más pálida, aunque no blanca. Se transformó en un muchachito retacón, de exuberante pelo negro y rizado. Su mirada resultaba desafiante.
—Así será —dijo, y partió hacia La Paternal.

Acerca de: Ricardo Giorno

Venganza extraordinaria – Héctor Ranea


Héctor Detroya fuera sepultado o no bajo aludes de palabras, no solía achicarse bajo ningún concepto así que, antes de salir con su corcel salteño fuera de la pila de palabras, anotó con su prov...erbial birome la secuencia con la que apabullaría, a su vez, al famoso prestidigitador peripatético y por añadidura goloso de palabras.
—Me quiere primerear con la palabra ludo cuando cualquiera sabe, escritor o no, que el mismo no es sólo un juego sino también una playa que se llama lido podríamos usarla como juego de cubiertas. Me dice ajedrez y pienso en las ciudades a damero que cubren el territorio de nuestro país así que con ajedrez me quedo con ajetreo ¿y de ahí? ¿Le duele el juego del ludo? Entonces se convence que con tetris me convence de mi ignorancia, pero tetris viene de ser pocero, cosa que en mi pago es altamente redituable, si me pesca el acertijo así que de tetris paso a tétrico que es la condición de oscuridad necesaria en todo agujero que se precie a menos que sea el famoso túnel que ven los que están al muere, si se puede decir eso de los muertos. Me río de waterpolo, sacada, al parecer de un diccionario desvencijado donde a Napoleón le dicen: —Monsieur, parece que perdimos al waterpolo y él cree que perdieron en Waterloo. Incoherencias de las historias. ¿Y qué con truco? Obvio, señor mío: quiero retruco y no siga que blando ancho de espada y de basto. En cuanto al pase inglés, le diría clave española para que tenga y reparta. Ésa no se la esperaba, claro. Más vale que en el juego de la oca no se me trague un sapo y ni qué decir del backgammon, juego de sapos de utilería que saltan al ritmo de los dados como corresponde a los sapos así que le respondo silencio: sapos saltando. En cuanto a poker a la semántica me remito y más no digo para no avivar giles que en el poker, habrá usted de saber, no hay nada peor que hablar antes de jugar la mano. Eso sin contar que también le respondo, pero en privado, por las otras ciento y pico que me tira. No se desafía a un salteño a jugar con las palabras y se sale indemne, escritor o cruzado de Brancaleone.

Acerca de: Héctor Ranea

Maternidad de madera y marfil – Sergio Gaut vel Hartman


La noticia recorrió el tablero a la velocidad del rumor. ¡La Dama Blanca está embarazada! Era la primera vez que ocurría algo como eso, por lo que las huestes leales cerraron filas, dispuestas a formar un vallado de protección que asegurara la tranquilidad y lozanía de la gestante. Aquí debe señalarse (no sabemos si con animosidad o inocencia) que esas medidas coincidieron con un ataque demencial del bando negro. A la inevitable inmovilidad de la dama blanca se opuso la vertiginosa actividad de su simétrica rival, lo que derivó en una serie de acciones suicidas que dejaron un luctuoso saldo de piezas fuera de juego. Pero transcurridas las prescriptas nueve jugadas, y sin que ningún arresto del sector negro lograra torcer el rumbo de los acontecimientos, la Dama Blanca dio a luz.
El Rey blanco corrió a la sala de partos, ubicada en la remota casilla Hacheuno y se preparó emocionado para recibir a su heredero. Pero la ilusión no tardó en dejar su sitio al desencanto y la felicidad a la furia: el recién nacido era un monstruoso peón gris que lucía una corona en su voluminosa y deforme cabeza.

Acerca de: Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 14 de octubre de 2011

El destino de un B38 - Mara Gena


Sacarse sangre es un verdadero acto surrealista. Verá usted, a veces es necesario bajar doce o quince escalones hacia el fondo de la tierra mientras se lucha a codo limpio con aquellos que desean llegar primero a que les puncen una vena.
Una vez abajo, encantadores y eléctricos azules nos esperan. Pantallas de párpado abierto en las que uno se desquita metiéndoles un dedo. Y ellas nos escupen con un papel. B38. Por veinte o treinta minutos seré: B38. Miro a mi alrededor con obvias sospechas. ¿Qué significado puede tener esto? ¿Por qué el Universo intenta implicarme con esta designación súbita? Los pensamientos me agitan. La música funcional trata de calmarnos. Pretende nuestro olvido. Avanza sobre nosotros como si lamiera la ansiedad que despierta la escena. Al frente hay formaciones de asientos y asientos y asientos. Hay maridos perdidos y recuperados. Hay calvos estupefactos. Hay señoras con sombreros incomprensiblemente preparados para un ardiente mediodía de sol.
Y están también los cubículos. Alineados cubículos de color blanco. Como si el blanco pudiera quitarles algo de perturbador.
Pantallas, números, cubículos. Bisbiseo entre las hileras de asientos. Somos esa gente que espera sentada. Y lo más extraño es que nadie entra en crisis. Nadie llora. Nadie. A lo sumo un hombre con su camisa roja despelleja con delicadeza el barniz de una revista. Y la espera se alimenta. Come nuestros tamborileos de calzado, nuestros resoplidos y en el fondo esas voces que confirman nuestros datos. Edad, DNI, teléfono y más que nada la firma. Aquí el pedido de la firma es algo receloso. Es la prueba de nuestra connivencia. Parece que recién cuando hemos firmado conseguimos el verdadero derecho de estar en este lugar.
TITU, TITU.
El sonido es inocente parece el guiño de un pájaro con un solo ojo que de pronto sabe poner un huevo. Pero en realidad son una hilera muy larga de pájaros con un solo ojo que al unísono guiñan y ponen un huevo.
TITU, TITU.
Entonces una puerta se abre y alguien entra apurado.
Desde cierto ángulo se puede ver al habitante del cubículo. Alguien que insiste en distraernos con su delantal blanco de la aguja que lleva en su mano izquierda. Así cada uno de los cubículos se va llenando con una persona que extiende su brazo y otra que mientras succiona una cantidad premeditada de sangre pregunta por el clima. Y todos entran pacíficamente.
TITU, TITU.
Es mi turno. Una mujer de blanco me hace pasar a un cubículo blanco.
–Arremánguese y cierre el puño por favor –me dice y se da vuelta sin temer ataque o mordida. Gira pequeños rebaños de tubitos transparentes y nuevamente me encara.
–Le va a apretar un poco el torniquete pero el pinchazo va ver que ni lo siente.
Debo reconocer que tiene razón. El torniquete hace su trabajo de maravilla. Aprieta fuerte mis sensaciones junto a mis pensamientos y ya no distingo unos de los otros. Ya no recuerdo que el pico de una aguja ha penetrado mi torrente sanguíneo y lo está siendo succionado hacia un esterilizado mundo exterior.
Lo comprendo de pronto. Es algo que en el sentido convencional no tiene lógica. No recauda palabras y no posee etiquetas. Es un espacio que se abre como un destello.
Éste es el destino de un B38.

Twister - Daniel Frini


Mil años hace que la cruz de ocho brazos y el águila bicéfala decoran el arquitrabe de la Puerta Xylokerkos; y en este día, el segundo antes de los idus de abril del año santo de mil doscientos cuatro, vigilan a las tropas de Enrico Dándolo, Dux de Venecia, que están estacionadas sobre la llanura que rodea la via Egnatia y se relamen imaginando el inminente saqueo de la Ciudad que es Morada de Todo lo Bueno, Ojo de Todos los Pueblos, Guardiana de las Iglesias, Líder de la Fe, Guía de la Ortodoxia, Querida en las Oraciones y Maravilla ajena a este Mundo.
La Cuarta Cruzada está a las puertas de Constantinopla.

Dentro de las murallas, en el nártex de la iglesia del Venerable Monasterio de Andreοu en te Krisei, y a tan corta distancia de los invasores que la hediondez de las hordas latinas apesta el aire; están Zaoutzes Petraliphas, presvýteros y parakoimomenos del Emperador y Vatatzes Isaakios, archiepískopos y koubikoularios de Su Santidad; ambos rojos de ira, disputando un capítulo más de la larguísima batalla dialéctica, sin poder ni querer dar respuesta a un dilema mayúsculo.
¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?

Arriba, los integrantes de la Corte Celestial, obligados por el famoso texto de Mateo, se ligan o desligan según los designios de los dos Hombres Santos que, allá abajo, intercambian improperios que duelen más que puñaladas.
—¡Tal vez fueran necesarios tantos ángeles como granos de arena hay en las playas de todos los mares, mi estimado hermano, hijo de una gran perra! —dice Zaoutzes y cien mil millones de ángeles —que es una manera de decir innumerables— se apiñan, sudorosos, en la bruñida superficie metálica.
—¡La cantidad de estrellas que Nuestro Dios puso en el cielo es mil veces menor que el número posible, dilecto amigo, hijo de un burro y una rata! —y un millón de millones de ángeles —que es una manera de decir incontables— se contorsionan, adoloridos.

—Ya me cansé de tantos calambres ―dice, en un hilo de voz, Gabriel Arcángel, Mensajero de Dios, Guardián del Edén, Señor de la Misericordia, la Muerte y la Venganza—. Esto no da para más. Como puede, saca su mano derecha de entre un impresionante manojo de cuerpos descalabrados, agita su dedo índice y le ordena a Balduino de Flandes, comandante de los cruzados:
—¡Ataquen!

Abajo, las hordas de occidente se lanzan contra las murallas y las superan.
Constantinopla cae.
Una hora después, Zaoutzes y Vatatzes mueren atravesados por sendas espadas, sin haberse percatado de nada. La discusión termina.

Arriba, un suspiro de alivio recorre la multitud de la Corte Celestial. De a poco, el Gran Nudo se desarma y cada uno de los ángeles ―golpeados, amoratados, rotas las alas— dejan la cabeza del alfiler y se dirigen, estirándose, a cumplir con sus tareas.
—¡Uf!
—Ya era hora…
—Otro siglo así, y me quedo sin espalda.
—¡Ay!
Uno estira los brazos, otro se sacude.
En la superficie brillante, quedan algunas manchas de sangre y muchas plumas de todos colores. Justo en el centro, unos quinientos o mil ángeles ―que también es una manera de decir infinito— permanecen envueltos en un revoltijo.
Tardarán una eternidad en desanudarse.

Acerca de: Daniel Frini

El túnel - Jesús Ademir Morales Rojas


Sofía y Salvador habían estado discutiendo. La travesía en automóvil había sido larga y extenuante. Este viaje lo habían planeado desde hace mucho tiempo: el destino turístico elegido era el del momento, el más popular. Sin embargo, el trayecto a través de desiertos y parajes desolados al final los alteró y los hizo reñir. Desde hace un par de horas no se habían dirigido la palabra y resentidos, solo se miraban de soslayo, en momentos.
De pronto, en el camino apareció, debajo de un gran cerro, un oscuro túnel. Ingresaron en él. Muy a lo lejos, en medio de las tinieblas, se percibía una pequeña luz: era la salida.
Fue en ese instante en que a su lado escuchó aquella voz susurrante. Era un soplo asexuado y apresurado que le estremeció al sentirla en el oído:
“Cuando dormías me levante y me quede frente a ti, de pie, durante horas, en el silencio. Luego, en cuanto escuche el llamado de la noche, baje las escaleras a cuatro patas, lamiendo el piso y aullando la letanía secreta. Salí de la casa y dancé entre la lluvia mientras me arañaba el rostro y el pecho… sangre, lodo, lágrimas… era delicioso”
Con asombro, asco y temor, miró hacia esa sombra que le hablaba. Al frente, en el camino, la luz crecía, pero a un ritmo lento y desesperante.
El susurro, atropellado, jubiloso, irónico, prosiguió:
“El llanto del dios blanco me sacó de aquel éxtasis. Corrí frenéticamente y subí las escaleras, dejando un rastro de la espuma y la mucosidad que me corrían por la boca y la barbilla. Seguías en el lecho, tu sueño era profundo: el dios lloró desde allí, me llamó. Abrí tu boca y me asome con ansiedad: entre la húmeda negrura percibí al dios blanco, se retorcía, estaba hambriento. Sus ciegas antenas golpeaban en tu traquea y su largo cuerpo, se anudaba en tu garganta con ansiedad. Me llamaba.”
La luz, el automóvil, su marcha parecía falaz. La angustia y la repugnancia colmaban su ser.
Aquella voz neutra, casi infantil, ahora estremecida, continuó: “Al percibir mi demora, el dios blanco, dolido, se hundió en tus entrañas. El temor de perderlo me hizo decidirme: con una mano me sujete la lengua y entre alaridos tire de ella hasta arrancármela. El chorro de sangre que broto de esa herida me bañó el rostro, el dolor casi me hizo perder la conciencia… pero era delicioso. Sin pensarlo más quise darle la ofrenda al dios blanco: metí mi mano con su preciosa carga en tu boca y empuje con todas mis fuerzas.”
“Cuando sentí que el dios blanco, agradecido, aceptaba el sacrificio y comenzaba a alimentarse de él, tú despertaste…percibí tu sorpresa, tu temor, tu furia…mordiste mi brazo una y otra vez y enceguecido de dolor, supe por fin que el dios, agradecido, había correspondido a mi ofrenda. Entre sangre, bramidos, carcajadas y llanto canté la letanía secreta hasta que el alba nos sorprendió con su luz….”
Lo deslumbró un gran resplandor: habían salido del túnel. Estaba a punto de gritar de espanto. El camino seguía serpenteando hasta el horizonte y el automóvil avanzaba libre en esa despejada ruta. Uno de ellos encendió el radio apresuradamente. La melodía de moda sonó entre el rumor del motor y el aire del desierto. Por fin se miraron, con miedo, como si temieran no reconocerse, luego Sofía y Salvador intercambiaron sonrisas nerviosas.
Sin mirar atrás, ambos supieron que el túnel ominoso y oscuro, como un ojo ciego, les miraba partir, abierto rotundamente, como el bramido de un oráculo extático.

Un aula como cualquiera otra - Ricardo Giorno


Conecten percepciones.
Hoy estudiaremos a un ser que se autodenomina evolucionado. Existe sobre la superficie del planeta AMM33RGG, y que su especie lo nombra como “Tierra”.
Si manejan su entendimiento al cuadrante AXZ-007 podrán apreciar al espécimen: su avanzar, los órganos vislumbradores, las extremidades superiores.
Fijen el monitoreo del efluvio al costado de la holo: perciban los patrones de las terminaciones nerviosas. No les digo más, saquen sus propias conclusiones.
Concreten cómo a pesar de la imperfecta alineación de la punta de las extremidades inferiores con respecto a las salientes de los edificios le permite desplazarse… ¿Cómo dice? No, segmento R-32, el bípedo terráqueo no tiene extremidades rematadas en gel deslizante. Ya deberían saber que el hombre posee “pies”.
En este preciso momento, nuestro estudiado adquiere presencia en un trasbordador multipersonal. A pesar de que otros seres de su especie lo rodean, el efluvio permanece constante. ¿Qué significa esto último?… Alguien que conteste… no segmento E-32, no me refería a esa clase de efluvios. Me refería al ritmo de su corteza cerebral. Muy bien, segmento G69, esa especie tiene sólo un cerebro. Cerebro cuyo funcionamiento continuamente tratan de disfrazar mediante… A ver, a ver, quién se anima. No, segmento R-32, el bípedo terrestre no es multiforme. ¡Muy bien nuevamente segmento G69: mediante lo que ellos llaman “emociones”! Ya sabemos que no sabemos lo que significa “emociones”, por eso estudiamos esta especie, no deben preocuparse por ahora.
Sigamos. Estimen cómo prospera a pesar de la desigual geometría de la superficie planetaria. Y lo hace con un solo cerebro… ¿Cómo? No, segmento R-32, el cerebro no está ubicado donde usted dice. Sí, sí, ya sé que eso abulta, pero no es el cerebro. Está atrasado segmento R-32. No, no me importan las actividades volcánicas, debe tener la tarea al día.
Volviendo al bípedo unicerebral, consideren la siguiente acción: Nuestro estudiado se detiene junto a un aparejo metálico, sus efluvios habían entrado en el área sincrética aproximadamente en tres cuartos de presec. Entonces un congénere le alcanza algo (ayuda: se trata de alimento). Preguntas: ¿Cómo disfraza efluvios para que parezcan perteneciente al área andránica? ¿Si en la ocasión se produce un intercambio: qué significado tiene dicho intercambio? No, segmento R-32, no intercambian ningún tipo de líquidos.
Bien, ya tienen tarea para la próxima clase. Pueden desconectar percepciones.

miércoles, 12 de octubre de 2011

El resto de la historia – Sergio Gaut vel Hartman


Muerto de sueño, el vampiro se metió en el ataúd equivocado cuando aún no habían dado las dos y despertó al dinosaurio, que debía salir a escena a las siete, cuando sonara el despertador de Monterroso.
—No hay derecho —refunfuñó la bestia, pero no adoptó ningún temperamento agresivo porque sabía que con el conde no se juega. Se levantó, paseó por dos o tres sueños sin relevancia literaria y terminó en la pesadilla de Chuang Tzu, esa en la que el chino se creía mariposa y viceversa.
—Me moriré de frío si no consigo zapatos —dijo uno de los dos, Chuang Tzu o la mariposa, no recuerdo—; el piso del tanatorio está helado.
El dinosaurio leyó tres veces el cuento de Hemingway y consiguió otros tantos pares de zapatos casi sin uso que habían pertenecido a un bebé que salía en la microficción del escritor norteamericano. Se los dio a la mariposa pensando que a Chuang Tzu no les iban a entrar. Pero su problema seguía sin resolverse: ¿qué haría con las cuatro horas y pico que quedaban por delante? Caminó por los pasillos fumando puros y porros, hojeó antiguas revistas deportivas, aplastó cucarachas y persiguió ratas sin propósito asesino alguno. Así consumió una hora y media; todavía faltan tres, reflexionó. Y todo el mundo sabe lo pesado que puede ponerse un dinosaurio desvelado. Volvió a caminar por los pasillos sin rumbo definido, tratando de matar el tiempo, pero el tiempo es duro de matar, como brusgüilis, por lo que decidió no volver a intentarlo. Cantó canciones de Pablo Milanés y Luis Eduardo Aute, leyó un libro del escritor mexicano Federico Schaffler (el dinosaurio había hecho un curso de lectura veloz en las Academias Berlitz) y recordó con nostalgia El mundo perdido, una antigua película de Harry O. Hoyt basada en la novela de Sir Arthur Conan Doyle, con Wallace Beery en el papel del profesor Challenger. Nada. El reloj no tiene apuro. Por fin, a eso de las cinco y media, vio luz en una habitación del ala norte. Irguió el cuello y pudo divisar, sobre una cama, a un tipo durmiendo. ¿Durmiendo con la luz encendida? ¡Claro! Si la luz hubiera estado apagada el dinosaurio no habría visto nada. ¿Y que vio el dinosaurio? Vio que el tipo se iba transformando en un monstruoso insecto.
—Olalá —dijo el dinosaurio. Y dijo “olalá” y no “oioioi” porque hasta donde yo sé ninguno de esa especie se convirtió al judaísmo—. Esto se lo tengo que contar a Kafka. —Sacó el celular del bolsillo y marcó los quince números de la casa del escritor checo—. Tenés que escribir sobre un tipo que se está convirtiendo en escarabajo.
—No me interesa —dijo Kafka.
—Se lo paso a Calvino; después no te quejes.
—Es irrelevante. Aunque lo escribiera, ya le di órdenes a Max para que queme todos mis papeles cuando me muera.
—¿Puedo interpretar esto? —dijo un anciano de barba y cabellos canos incorporándose en el diván que lo cobijaba.
—¿Quién es usted? —interrogó el dinosaurio—. ¿Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz, Mischa Elman, Itzhak Perlman?
—No. Soy... otro. Pero el que responde con preguntas, ¿no debería ser yo?
El dinosaurio miró su reloj y comprobó que solo faltaban siete minutos para que Monterroso se despertara. Corrió y corrió hasta que sus cortas piernas dijeron basta. Pero fue suficiente: el escritor centroamericano se desperezó y sonrió complacido porque el dinosaurio todavía estaba allí.

Sergio Gaut vel Hartman

Charles y Maribel - Gilda Manso


El romance comenzó una tarde lluviosa, mientras Maribel se aburría frente a la computadora. Primero leyó todos los diarios online. Luego visitó un par de blogs. Puso “me gusta” en algunas cosas de Facebook. Y así, de página en página, cayó en el sitio de fotos antiguas. Se trataba de un sitio web que publicaba imágenes de hombres atractivos de épocas pasadas; abundaban los soldados jovencísimos, los militares, los espías, un tenista con piernas esbeltas y traje a rayas, un par de individuos no identificados y, finalmente, Él. Charles Lindbergh, inglés, aviador de labios carnosos -sensualmente entreabiertos- y mirada clara y lejana.
Maribel se enamoró. Profundamente. Dolorosamente. Unidireccionalmente y -se podría agregar- sin esperanzas, en especial porque la foto de Charles era de 1925.
Ah, pero Maribel nunca fue una de esas personas que abandonan el sueño ante la primera dificultad; por el contrario, adoraba los retos y los caminos cuesta arriba. Charles Lindbergh, entonces, se convirtió en su nueva ambición: ¿qué podía ser más cuesta arriba que seducir a un hombre que había vivido cien años atrás?
La meta primaria fue averiguar todo cuanto pudiera acerca de su hombre. Esto resultó relativamente fácil gracias a Google, la embajada británica en Argentina, y su tío, Sir Jeremy Saint-Templeton, fortuitamente exiliado de Inglaterra por un escandaloso asunto de polleras que involucró a una prima de Lady Di, actualmente radicado en la localidad bonaerense de Lanús, y poseedor de -aún en el exilio- numerosos contactos. Así, Maribel supo que su amado Charles fue designado como asistente del aviador Sir Geoffrey de Havilland para el que sería -y fue- el primer vuelo del DH.60 Moth, el 22 de febrero de 1925.
Lo siguiente -el viaje en el tiempo- también fue sencillo. No tanto como el trabajo detectivesco, claro, ya que el viaje obligaba a ajustar detalles complejos -vestimenta de la época, alojamiento, camuflaje perfecto- pero eran cosas que, con paciencia y habilidad, se podían solucionar. Sabiéndose hábil y paciente, Maribel le tocó el timbre a doña Felisa, la comadrona del barrio; doña Felisa era conocida por curar el empacho, el mal de ojo y la culebrilla, por tener el mejor jazminero en cincuenta cuadras a la redonda, y por haber descubierto una manera cierta de viajar en el tiempo. De viajar hacia atrás, por supuesto; se sabe que al futuro no se puede ir, ya que no existe y -lo más engorroso- nunca existió.
-Hola, doña Felisa. Necesito pedirle un favor. Tengo que ir al aeródromo del club de vuelo Stag Lane. Ah, y tiene que ser el 22 de febrero de 1925. No, mejor el 21 de febrero, porque si el avión sale a la madrugada y yo llego a la tarde, por ejemplo, no me va a servir. No sé a qué hora sale el avión.
Doña Felisa no tenía por costumbre ayudar a la gente a viajar en el tiempo y -de yapa- en el espacio; lo suyo no era mezquindad sino cautela: no quería que su secreto llegara a la prensa. La verdad es que no le importaba mucho esa advertencia que se le suele hacer a la gente que viaja en el tiempo (“no toques nada, no modifiques nada, las consecuencias podrían ser terribles”); doña Felisa tenía muchas décadas de vida y a esta altura sabía que los actos tienen consecuencias sea en el año 780 a.C., en 1880, o ahora. Además, a ella no le interesaba conocer los lugares exactos de las fechas clave; nunca se le hubiera ocurrido refugiarse en una cueva de Jerusalén en tiempos de Herodes, ni toparse con el temperamento de Madame de Montespan -y con su tendencia al envenenamiento- en la Versalles de Luis XIV. Los viajes de doña Felisa eran más modestos: un simple domingo parisino en 1930, Mar del Plata durante el último invierno, el pueblo de Trieste -en Údine, Italia- en la época en que su nona aún no había nacido allí. Los viajes de doña Felisa estaban gobernados por la nostalgia, no por las ansias de poder. Si quería guardar su secreto era porque intuía que, si se hacía masivo, las consecuencias dejarían de ser algo natural que simplemente sucede para convertirse -ahí sí- en tragedia.
Sin embargo, Maribel le caía bien, y su pedido no había sido normal; por lo general, la gente le pedía que la llevara a presenciar la decapitación de María Antonieta o alguna cosa de esas. Un club de vuelo en una noche inglesa cualquiera se parecía mucho a los viajes que ella misma solía hacer. Por ese motivo más que por cualquier otro, doña Felisa accedió.
Llegaron de noche a Stag Lane y esperaron. Hacía frío, pero a Maribel no le importaba; la adrenalina compensaba todo. No nos detendremos a narrar la espera de horas aburridas, ya que sería ponerle florituras a la nada.
De a poco, con el día, el lugar se fue poblando de gente ansiosa; el evento sería muy importante. Gracias a los nervios que copaban el aire, nadie se fijó en las mujeres que esperaban con la mirada llena de futuro (que no existe, pero que ellas lo llevaban consigo porque venían de allí). Y finalmente llegaron los aviadores. Maribel ubicó a Charles en dos segundos; se destacaba de los demás por un halo que bordeaba su cuerpo (aunque doña Felisa no notó nada, como no parecía notar nada la gente que estaba allí). Por su parte, Charles divisó la luz de Maribel y se acercó, y sintió el amor. Luego vio el futuro en sus ojos y sintió miedo. Mucho miedo. No entendía lo que había en los ojos de Maribel. Para entenderlo sólo debía quedarse, pero Charles había elegido mostrar su valor sólo en las alturas; saludó a Maribel con la sonrisa y la mirada eternas, y se subió al avión.

Gilda Manso