viernes, 5 de agosto de 2011

Quimera - Silvana D´Antoni


Las alas de los pájaros se alborotaron en las ramas. Una guadaña brillante se instaló en las alturas y cortó las nubes con su luminosidad abriéndose paso en la noche.
– No temas…– balbuceó desde la ventana.
– ¿Quién eres… quién eres? – preguntó ella atemorizada, inquieta, pálida como aquella luz que emanaban el cielo.
– Soy tú… – aseveró él, y la abrazó.
– ¡Despiértate, despiértate! – le gritó Esteban mientras la sacudía, hasta que la mujer abandonó aquel estado hipnótico. Después, ella se acurrucó contra su almohada como un ovillo delgado, pequeño e indefenso. Pero ese estado no era extraño en su vida, era el que la acompañaba todos los días desde que había descubierto que Esteban había conocido otra mujer y pese a que su esposo se había convertido en un hombre frío, distante y solía llegar a altas horas de la noche, Marta seguía creyendo en la magia de aquellas caricias, en la esencia de aquel primer beso, en todo aquello que ya no existía.
Esteban le dio la espalda y siguió durmiendo como si nada hubiese pasado, estaba acostumbrado a lo que él llamaba “locuras” y poco le importaba que realmente ella las tuviera.
– ¡El mundo apesta de enfermos! – murmuró el hombre y enseguida dejó de pensar.
Marta se levantó temprano, fue hasta el baño y se quedó estática frente al espejo. Sus canas se asomaban furiosas entre los cabellos y su débil sonrisa desapareció de inmediato. El espejo le devolvió una mueca rugosa, una marca de dolor. Chasqueó los dientes, sacó la lengua burlándose de sí misma y continuó mirándose. Después. En la cocina, preparó un suculento desayuno y esperó a que Esteban se sentara frente a ella. Pero Esteban apenas le prestó atención, echó una mirada furtiva y despectiva a la mesa y se sirvió una taza de café.
– ¿Te marchas? – lo indagó Marta con voz temblorosa.
– ¿Acaso tú serías capaz de afrontar los gastos de la casa? – le reprochó él ofuscado, para luego tragar otro sorbo de café y por fin marcharse, con aquella indiferencia de todos los días.
Marta se quedó en la cocina observando a su alrededor y escuchó el silencio real, aquel que siempre llegaba acompañado de la soledad. Un silencio estático, el de las cosas vivas cuando repentinamente callaban. Silencio…
A las diez de la noche se acostó cansada de esperar a Esteban y después de dar vueltas en la cama por fin se durmió. Sus labios se humedecieron, sus labios se movieron en forma suave y delicada. Marta se despertó sobresaltada. Sacudió su cabeza y frotó sus ojos. – ¡Un sueño! – dijo para sus adentros. Pero entonces lo vio, con las alas extendidas, sentado sobre el respaldo de la cama. Estiró su brazo y encendió el velador, y en efecto, comprobó que aquel dulce sueño se había desvanecido. Las cortinas del dormitorio se mecían en un suave vaivén impregnadas del rocío nocturno.
Así, durante meses Marta esperó con ansias cada noche, para fundirse en la ternura de los labios de aquel desconocido. Para que ese beso interminable alejara su soledad. Entonces, volvieron los recuerdos: el beso en la frente de su madre después de peinarla, el beso de su abuela. Y cada noche, el ser alado, ése que se apoyaba en el respaldo de la cama, la besó.
Esa mañana no hubo desayuno ni nadie se levantó a atender a Esteban. Así, transcurrieron los días, las semanas, hasta que Marta se convirtió en otra sábana más, su piel comenzó a arrugarse y ya no se levantó.
– ¡No quiere dejar la cama! ¡Ni siquiera me habla! – se quejó Esteban mientras el doctor revisaba a Marta sin poder dar diagnóstico alguno. La mujer estaba con los ojos inmensamente abiertos mirando el cielo raso descascarado.
– ¡Son locuras! ¡Son todas esas locuras del amor, de los ángeles, de los sueños! ¿No le parece una buena forma de llamar la atención, doctor? – preguntó Esteban enfurecido.
Marta tenía los labios húmedos, rosados y radiantes.
–No sabría decirle mi amigo… Sólo creo que debería juntar todas estas plumas… – añadió el doctor asombrado y tomó su maletín para abandonar la casa.

Tomado de Blog de Silvana D´Antoni

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