sábado, 30 de julio de 2011

La resistencia – Héctor Ranea


Sellé lo mejor que pude mi vivienda. Resistió bastante bien por varios años, pero después cayó cerca un ave que llamé, a falta de otros nombres, Simurg.
Como era un animal inmenso, estuvo mucho tiempo sin que lo pudiéramos mover, ya que carecíamos de maquinarias para hacerlo. Siendo que cayó durante la estación fría, no tuvimos demasiados problemas al comienzo del proceso.
De todos lados llegaban los M’ksai para llevarse trozos de esa bestia. Traté de preguntarles de buenos modos cómo se llamaba el ser, pero no les caía simpáticos, de modo que amenazaban y gritaban algo así como: ¡Glahor! Que podría haber sido una maldición en su lengua. Pronto, la llegada de las estaciones húmeda y cálida puso el asunto mucho más terrible.
En el principio fue el olor. Insostenible. Algo que no me explico cómo soporté, si no fuera porque llegué hasta acá para quedarme, claro.
Tuve que construir varias capas de filtros moleculares, pero al olor siguieron los Bejerros, animales sin inteligencia alguna, puro instinto de alimentación, que empezaron a comer el Simurg, pero luego sus sensores los acercaron a mi vivienda. Por suerte, los destructores químicos más primitivos eran más que suficientes para contenerlos y disuadirlos, si se puede usar esta palabra con estos bichos.
Los mantenía a raya mejor que al olor, al que sólo los mejores productos podían filtrar y eso con limitaciones, pues había un raro cambio de olores a medida que pasaba el tiempo, las estaciones, el día y la noche. Parecía, de hecho, que la bestia estaba viva y exhalaba sus vapores de modo que toda la fauna aparecía por épocas, por horas del día o la noche. Fue horrible. Evidentemente, los gusanos de Bejerros tenían, a su vez, predadores bastante complicados, los nativos los llamaban Jez y comían miles por día cada uno, pero siempre había más gusanos. Así andaban las cosas, más o menos con cierto equilibrio ecológico me mantenía.
Hasta que todo se complicó. De hecho, un Jez quedó atrapado en el sistema de ventilación, en una parte inaccesible para los equipos de limpieza, incluidos los semovientes. A los cuatro o cinco días los Bejerros querían comer al Jez, por lo que se metieron por el agujero inadvertidamente. A partir de entonces empecé a tenerlos en la vivienda.
Fue una lucha desigual, perdí varios semovientes del equipo. Eran demasiados. En un intento desesperado resolví una cuestión energética y desarrollé un arma eficacísima, con la cual por cada apretón liquidaba todo Bejerro que apareciese en su mira o cerca. Este sistema era interesante porque, mientras ardían, los Bejerros emitían gases con efectos de repelente para varios animales y, en particular, eliminaban a sus propios gusanos, aparte de ser bastante neutralizador del olor nauseabundo del Simurg muerto. Las cosas no podían andar mejor. El problema para desarrollar esa arma había sido el consumo de energía, que por entonces se consideraba prácticamente inagotable aunque difícil de obtener.
Un hecho fortuito cambió todo el equilibrio del sistema. De algún modo que resulta aún poco claro, y que podría conjeturar que fue un impacto de una enana blanca invisible desde la posición de mi telescopio, por efectos en el planeta que no voy a detallar acá, el helio interrumpió la combustión del hidrógeno, se cortó bruscamente la fusión nuclear en la estrella y hubo un cambio en ella, pequeño pero aún así mucho mayor que el aletear de las alas de una mariposa, de modo que se me cerró en forma paulatina, después de ese incidente, la fuente supuestamente perpetua de energía.
Hube de arreglármelas con esas armas en modo manual, lo que significaba que debía ponerme de vigilante en los lugares que había descubierto como vulnerables a la entrada de los Bejerros y dispararles únicamente cuando estaba seguro de no fallar.
Lentamente, los M’ksai, que sabían que era yo quien había traído esas calamidades, desarrollaron medidas más inteligentes para lidiar con la ecología del Simurg. Para mí el sistema de estos seres era incomprensible, pero funcionaba dejando a los animalejos siempre a tiro de mi arma.
Paulatinamente, los Bejerros comenzaron a actuar de modo extraño. Lograban entrar a la casa en un estado que yo no comprendía si era de deshidratación o de envenenamiento y eran fáciles presas para mis armas aun cada vez más débiles. Y sin embargo, algo hay en esos bichos que los hace diferente a como eran antes. Temo aún escribirlo, pero pareciera que piensan. Por las dudas, programé a los semovientes para dispararles, cosa que hacen con éxito, pero deben controlar el disparo para ahorrar energía, lo que hace que a veces tenga hasta veinte Bejerros dándome vueltas. Creo que me observan, me estudian, a mí y mis semovientes, aunque les queda mucho para superarnos. Malicio que los M’ksai lograron hacerlos más débiles pero en la mutación produjeron bichos con algo de inteligencia.
Hace dos segundos tuve uno al alcance de mi mano. Parecía dulce, suave, pequeño, con un vello que daría gusto acariciar. Sus ojos me recordaron los de las gacelas, pero también sabía que son máquinas de devorar cualquier tipo de carne, incluso la mía. Ese Bejerro pareció estudiar lo que estaba escribiendo. Tal vez él mismo, a su modo, estuvo analizando cómo llegar a transmitir a los demás un pensamiento.
Sé que cuando lo haga estaré perdido, de modo que alcé mi arma con cuidado y disparé. El Bejerro no logró esquivar el proyectil que le dio muerte pero oí por primera vez un sonido complejo en el momento antes de su muerte.
Ahora mismo son dos los Bejerros que me indagan. Sé que estoy perdido. Y fuera escucho por primera vez un grito de alegría de los M’ksai.

Acerca de Héctor Ranea

jueves, 28 de julio de 2011

La grieta - Marcelo Parra


A las nueve apagan las luces de los cuartos en el pabellón de seguridad para enfermos mentales. Siempre a la misma hora, desde hace muchos años.
Con una lámpara diminuta que un amigo me trajo, leo por cuarta vez alguno de los libros que tengo acomodados en una pequeña repisa sobre el catre. Más tarde, horas mudas comienzan a caer lentamente sobre mi insomnio.
Serán las tres de la mañana cuando me levanto a tomar un vaso de agua.
Entonces la veo.
Sobre la pared, junto a mi cama, una grieta de unos treinta centímetros de ancho y un metro de alto, justo sobre el piso. Incrédulo, con la mínima luz de la lámpara, comienzo a palpar azorado los bordes, registro los alrededores en la pared. El resto es sólido.
Solo la grieta, muda, imposible.
Me siento en la cama a mirarla, sin saber qué hacer. Acerco una silla, la tapo con ropa, pero sus bordes irregulares asoman a los costados. Temo las represalias de los enfermeros cuando la vean. Esto es como una prisión: difícil explicar nada, tanto más lo inexplicable, lenguaje mudo de la locura.
A las siete, como siempre, se presenta el gordo Ordóñez, para revista del cuarto.
-Esto es un asco. Me limpiás todo para la tarde, López.
Nada más.
Aprensivo, lo veo seguir su rutina. El paso cansino marca la letanía triste del despertar.
La grieta sigue ahí, limpia, profunda. Increíble que no la haya visto.
Durante el resto del día no me animo a acercarme. El corredor externo es transitado por pacientes y enfermeros a todas horas. Solo sentarme frente a ella, a mirarla, calculando, en una suerte de investigación invertida, qué significa aquella abertura.
El día pasa lentamente. Aseo mi cubículo, más ropa tapa la hendidura. Es sospechoso. Por la tarde vuelve Ordóñez. La mirada recorre la cama, la pared. Se fija por un momento en la pila de ropa colgada en la silla. Me mira, no dice nada, se va.
Por fin llegan las nueve, apagan las luces. Espero en silencio varias horas. Usando una linterna que me conseguí, puedo alumbrar la grieta. La luz, esta vez permite ver el interior. Entonces, apenas iluminada por el suave resplandor, la veo: mi bicicleta verde.
Algo del orden de lo siniestro se cuela insidioso en mi conciencia. Retrocedo lentamente hasta el camastro. Vuelvo pocos minutos después, allí está.
Me la regaló mi abuelo para mi cumpleaños de once. Tal vez para mitigar mi tristeza por la muerte de mis padres, un año atrás. Verde, brillante, con manubrio cromado. Rodado veinticuatro. Llena de calcomanías. Sin los guardabarros, que le había quitado para poder frenar con la zapatilla directamente en la rueda. Allí está, apoyada sobre la pared. Aún en la oscuridad, veo brillar la bocina, que es de esos timbres redondos, antiguos, de metal. Brilla, brilla, brilla. No puedo sacarle los ojos de encima.
Algo en ese timbre cierra una historia, o abre otra.
En mi muñeca, las tres y veinte de la madrugada. El ancho de la rendija es mínimo. Sin embargo después de un esfuerzo, logro pasar.
Monto la bicicleta, pedaleo a toda velocidad. Me he retrasado a la salida del colegio; la abuela se va a preocupar. Entro al jardín, toco la bocina fuerte, muy fuerte, para avisar que llegué, para que sepan que llegué. Cuando entro a la cocina, el abuelo retrocede violentamente. En su mano un cuchillo. Veo a la abuela arrinconada contra la pared, las manos temblorosas le envuelven la cabeza, sus ojos suplican. El abuelo, haciéndome a un lado sale de la casa. Arroja el puñal.
Para no matarla otra vez.
Lo veo desaparecer en el corredor. Mi abuela en un espasmo de llanto, me mira irme tras él, que desaparece en la calle. Inútil alcanzarlo, inútil intentar explicarle que su redención implica la mía. Que en su destino, y en el mío, se abre una grieta en la pared de nuestras prisiones. Un resquicio de luz en la raíz de las sombras.
Pasan las horas y la rutina del hospicio del cual estoy ausente. Cada vez más ausente, ya que comienzo a entender porqué estoy dejando la bicicleta verde en el parque del Hospital.
Trabajo aquí, como médico a cargo del pabellón psiquiátrico. Recorro la lúgubre sala conversando con los muchachos. Con todos los muchachos, menos con uno, al que ya casi nadie recuerda. Su cama está vacía, dicen que fugó de su prisión por una grieta.

Angustia de una espera – José Antonio Parisi


En la penumbra del cuarto, Martha iba y venía contorneando la cama, pausadamente. Embutidas en unas botas de napa negra, las piernas de maceta pronunciaban sus pasos en el crujido acompasado del piso de pino tea. Parado a la cabecera, el médico sostenía el brazo de la anciana tía moribunda y le controlaba el pulso. Cuidadoso, entró un primo de Martha y, con él, el susurro de una discusión caliente entre tres o cuatro personas. Las manos cruzadas en los riñones, el hombre se respaldó en la puerta que había cerrado. Ella detuvo su andar, ni una palabra; los dos guardaron la conducta tensa y recelosa de los pasajeros de un ascensor.
El médico acomodó aquel brazo junto al cuerpo y revisó las pupilas.
—Ya está… —dijo.
Martha reinició su sobrevuelo de buitre, ahora alrededor del cadáver; el primo a sus espaldas.
—Avisale al escribano —le dijo mirándolo de reojo por el espejo de la cómoda—. Que esta misma tarde nos lea ese puto testamento.

Feliz en tu día – Héctor Ranea


A la memoria del gran Macedonio Fernández

Quise ir a tu cumpleaños. Juro que sí. ¡Eso digo cuando me equivoco! Cuando no me equivoco ni yo sé cómo soy, porque siempre me equivoco. Una vez tomé el 127 para ir a Guardia Mitre, Estación Pacheco y el colectivero me dijo que no pasaba por ahí, entonces subí y por supuesto, me bajé cuando quería llegar pero era tan lejos que me olvidé adónde iba. Una señora me dio medio boleto para tomar el subte, cosa que hice y aparecí en el Hipódromo de San Isidro, pero justo cuando llegaban los caballos y me pasaron finito finito. El subte era incómodo porque uno tenía que cavarse el túnel, ¿no? Desde entonces vivo equivocándome pero con más método, sobre todo desde que no volví a Buenos Aires, que es un lío. Acá en la selva es más lindo. Llueve todo el día, no tengo que salir, así que no tomo más el bondi equivocado, aunque a veces pasa un interno de la 518 troncal de La Plata que me pregunta si quiero ir, ¡pero si será tarado! No sé las veces que le dije que sólo salgo para ir a algún lado donde me hagan la comida que necesito. Y siempre termino equivocándome. Decí que soy vegetariano, que si no, pensaría que me caen mal las papas fritas.
Y por eso, cuando la mongolfiera que iba para el lado de tu barrio me dijo que me tirara, me tiré, pero sin paracaídas y ella había calculado que sí lo tenía, confusiones aparte, caí fuera del área de influencia de tu cumpleaños, en una sastrería mortuoria que regentea un señor bastante interesante que me dio permiso para salir de noche si le traía un poco de panchos al vapor, cosa que hice y así me escapé, pero no fui para tu casa porque sé que no te gusta festejar los cumpleaños sola y estás medio medio, que en Uruguay es medio de champán y medio de vermú o algo así. Y para mí es muy dulce así que me pedí un campari con soda, milanesas con ensalada y fui a ver una película robada a la casa de un amigo a quien se la robaron, así que nos contamos la película más o menos como la recordamos. Mejor así y no recordarte tu cumpleaños, ¿no es cierto? La verdad que no sé. Porque me equivoco siempre.
Acerca de Héctor Ranea

martes, 26 de julio de 2011

El amor no sabe de números - Xavier Blanco


Se reencontraron. Su relación era una nube de puntos dispersa en un eje de coordenadas imposible. El último día ella encontró la solución, a todos sus problemas: “te quiero, eres un loco fantástico, pero no puedo seguir tus locuras…”. Silencio. Sus vidas, dos líneas asintóticas que no convergían en ningún lugar del plano. Sólo el destino, caprichoso, había permitido alguna intersección. Él mantuvo la tesis que la realidad siempre es compleja, poliédrica, como una igualdad con demasiadas incógnitas; que el amor es una matriz de doble entrada, de ésas que se utilizan para resolver un sistema de ecuaciones simultáneas. Le apuntó que los sentimientos también son abstractos, que pueden sumarse y multiplicarse, que dependen de varios parámetros. Pero el silencio no sabe de números; es un círculo maldito que nunca consigues cuadrar. En ese momento, cuando los decibelios de la mudez son insoportables, te preguntas: ¿por qué la felicidad es una línea tangente a la vida, un trazo oblicuo que siempre te roza pero nunca converge en tu perímetro? También le señaló que él sólo deseaba llenar su espacio geométrico, ser la bisectriz de su corazón, su circunferencia. Ella le acarició la cara y besó sus labios; le susurró que tendía a él, que era su derivada, su número neperiano preferido, su algoritmo. Le formuló que el recuerdo podía llegar a ser infinito, y el olvido sólo era un cero a la izquierda. Antes de marchar se miraron: la ternura y el cariño elevados a la máxima potencia. Hace tiempo que no se ven, él se siente conjunto vacío. Los dos saben que el futuro es la mayor de las incógnitas. Cosas del amor.

Tomado del blog: Caleidoscopio http://xavierblanco.blogspot.com

La diversión de la Guerra – Carlos Feinstein


Estaba muy lastimado, la pierna derecha terminaba en un muñón sangrante cortada en trozos antes de la rodilla, me faltaba un brazo y posiblemente tenía el pecho hundido y todas las costillas rotas, no estaba seguro si conservaba la mandíbula, pero la sonrisa era evidente.
Para evitar el sufrimiento me disparé una bala expansiva en la sien. Ya muerto recogí la placa id. Era un serie 28, una versión mía a la cual el destino le había sonreído. Más de 30 pulpos yacían muertos o completamente despedazados, muchos de ellos mostraban signos de agonías brutales. Los pulpos, como llamamos a los invasores extraterrestres no podían haberse imaginado que la forma de guerra mas barata para los humanos fue la de clonar a los peores sicópatas y mandarlos de a cientos en oleadas una y otra vez. Y yo era la máxima expresión del guerrero clonado. Un asesino serial que disfruta de matar y morir. Hoy estaba invitado a una verdadera fiesta, no había razón por la cual esperar y perder la diversión.

Cuando saltó, la Tierra todavía… - Claudio G. del Castillo


En la sala de su apartamento, Evaristo no ocultaba la impaciencia por estrenar su máquina del tiempo, recién adquirida en una tienda minorista gestionada por la Chronos Research Corp. Había ensamblado ya los diferentes módulos y se encontraba instalado en el asiento previsto para el timeliner, cuando su amigo Vitico le hizo notar (mientras hojeaba el manual de usuario) que faltaba el “Compensador de Deriva Tetradimensional”.
–La garantía de cortesía aclara –añadió, haciendo una mueca– que la propiedad intrínseca del producto les impide establecer un período de reclamación sin arriesgarse a una estafa… Estás frito.
Evaristo se limitó a encogerse de hombros:
–¡Bah! En realidad el CDT no lo “añadí al carrito” exprofeso. Si mediante aquel dial puedo ajustar la fecha y la hora del salto; y si estas teclitas me sirven para introducir las coordenadas geográficas de destino, ¿para qué necesito ese módulo? Sería pagar por pagar.
–Cuando el manual lo menciona… –intentó argumentar Vitico.
–¡Qué ingenuo eres! Los de la Compañía lo incluyen para inflar artificialmente el precio de la máquina. Ellos asumen (no sin razón) que los clientes ignoran el intríngulis físico-matemático que sustenta su funcionamiento. Pero conmigo se jodieron ya que estudié el tema a conciencia en un folletín. El módulo de marras supuestamente toma en cuenta el Principio de Indeterminación de Angulus. Engaño vil pues ese principio es tan enrevesado y traído de los pelos, que sólo dos personas en el planeta pueden afirmar que lo comprenden: el propio Angulus y la madre que lo parió (física también la señora). ¿Cómo van a decirme entonces los pillos de la Chronos Research que lograron implementar con éxito ese tal CDT que soporta el PIA? De cualquier manera, no te angusties. Por ser mi primera vez daré un salto, en dirección al pasado, de tres minutos; ¿lugar?: esta misma sala. Ni un bobo se perdería. –Evaristo manipuló los controles–. Listo. ¡Enchufa, Vitico!
Tres minutos antes (y previo a su muerte), Evaristo fue testigo del inigualable espectáculo que ofrece la Tierra vista desde 3600 kilómetros de distancia.

La oscura senda del extravío - Jesús Ademir Morales Rojas


Mientras se amaban entre la extraña luz tenue del sol, transformada por el eclipse casi culminante, Salvador, lleno de amor y de celos, le dijo a Estrella:
-Sueño estar tan dentro, tanto, que quisiera perderme en ti para no perderte nunca.
Las cortinas se agitaron entre los resplandores del fenómeno celeste, que envolvían por entero, la unión de los jóvenes amantes.
Ella sonrió en las tinieblas.

***

Fue girando hacia la derecha, que Salvador se extravió por completo. Luego de mucho desconcierto, logro hallar, mientras conducía entre cerros, aquel pequeño pueblo. Necesitaba comunicarse por teléfono con Estrella, saber qué hacía ella, comunicarle que estaba ya camino hacia el hogar. Necesitaba escucharla.
Justo a la entrada de aquel cúmulo de casuchas, encontró a un viejo con sombrero indígena, sentado al pie de un árbol colosal.
-¿Sabe donde hay un teléfono público?
Luego de un momento, el viejo señaló- con el brazo derecho-, hacia una construcción disimulada entre matorrales.
-Gracias
Salvador condujo hacia el sitio indicado, mientras se extrañaba cada vez más de aquella soledad inquietante.
El viejo sólo le miró alejarse….

***

Aquella oculta tienda de víveres, estaba sin alguien que la atendiera.
Salvador llamó por información, nadie le respondió.
Afuera, el eclipse estaba a pocas horas de comenzar y, de todos modos, el cielo se notaba extraño ya, como irreal e incierto en su luz difusa.
Inspirado por aquel firmamento perturbador, Salvador se decidió: puso una moneda en el mostrador y se aproximó al anticuado teléfono.
Al pasar, tiró al suelo terroso una revista maltratada: algo en ella le hizo sentir un vuelco en el corazón. Era una publicación pornográfica. En la portada aparecía Estrella teniendo un sexo patético con varios hombres maquillados de payaso. Salvador pasmado, arrugó la revista entre manos temblorosas. La arrojó a un lado. Se apresuró a marcar el número telefónico de su casa, en busca de Estrella. Afuera el viento rugía. Su cabeza era un remolino de alucinadas incertidumbres.
El tono de llamada era como un aullido. De pronto alguien descolgó la bocina al otro lado de la línea.
Una risa burlona e insidiosa le llegó por el auricular.
Él reconoció de quién provenía.

***

Se alejó de aquel sitio a trompicones, abordó su auto torpemente. Salió de allí acelerando a toda velocidad. Sin saber cómo, encontró la autopista principal. Condujo desesperado hacia la ciudad, hacia su casa. Llegó por fin a ella. Ingresó dando un portazo. Buscó a Estrella, llamándola entre el silencio de las habitaciones. Finalmente miró en la alcoba. Allí no había nadie. Abrumado por el dolor se tendió en el lecho, hecho un ovillo. Se abandonó a un sordo sueño.
El eclipse comenzó entonces.

***

Luego, sintió el sinuoso cuerpo de Estrella, adhiriéndose al suyo propio, bajo las mantas. Aquellas formas femeninas, ahogaron en él cualquier cuestionamiento, cualquier reclamo interrogante. Afuera la luz fenecía. Le pareció escuchar que una puerta se abría, en algún lugar impreciso. Ella, con un movimiento, le hizo dejar de pensar.

***

Mientras se amaban entre la extraña luz tenue del sol, transformada por el eclipse casi culminante, Salvador, lleno de amor y de celos, le dijo a Estrella:
-Sueño estar tan dentro, tanto, que quisiera perderme en ti para no perderte nunca.
Las cortinas se agitaron por brisas susurrantes, entre los resplandores del fenómeno celeste, que envolvían por entero la unión de los jóvenes amantes.
Ella sonrió en las tinieblas.

***

-¿Usted sabe… donde hay un teléfono público?
Luego de un momento, el viejo señaló- con el brazo izquierdo-, hacia una construcción disimulada entre matorrales.
-Gracias
Salvador condujo hacia el sitio indicado, mientras se extrañaba cada vez más de la soledad inquietante.
El viejo sólo le miró alejarse….

***

Al pasar, tiró al suelo terroso una revista maltratada: algo en ella le hizo sentir un vuelco en el corazón. Era una publicación policíaca. En la portada aparecía la figura de una mujer asesinada. Era el cadáver de Estrella. Salvador, pasmado, arrugó la revista entre sus manos temblorosas. La arrojó a un lado. Se apresuró a marcar el número telefónico de su casa, incrédulo de lo que había visto. Afuera, el viento rugía. Su cabeza era un remolino de alucinadas incertidumbres.
El tono de llamada era como un aullido. De pronto, alguien descolgó la bocina al otro lado de la línea.
Era como un susurro:
-Despierta.
Él reconoció de quién provenía.

***

Condujo desesperado hacia la ciudad, hacia su casa. Llegó por fin a ella. Ingresó dando un portazo. Buscó a Estrella llamándola entre el silencio de las habitaciones. Finalmente miró en la alcoba. Allí no había nadie. Abrumado por el dolor se tendió en el lecho, hecho un ovillo. Se abandonó a un sordo sueño.
El eclipse comenzó entonces.

***
Luego sintió el sinuoso cuerpo de Estrella, adhiriéndose al suyo propio bajo las mantas. Aquellas formas femeninas, ahogaron en él cualquier cuestionamiento, cualquier reclamo interrogante. Afuera la luz fenecía. Le pareció escuchar que una puerta se cerraba, en algún lugar impreciso. Ella, con un movimiento, le hizo dejar de pensar.

***

-Sueño estar tan dentro, tanto, que quisiera perderme en ti para no perderte nunca.
Las cortinas se agitaron por brisas susurrantes, entre los resplandores extraños del fenómeno celeste, que envolvían por entero la unión de los dos jóvenes amantes.
Ella sonrió en las tinieblas.

***

-¿Sabe donde hay un teléfono público?
Luego de un momento, el viejo señaló hacia una construcción disimulada entre matorrales.
-Gracias
Salvador condujo hacia el sitio indicado, mientras se extrañaba cada vez más de aquella soledad inquietante.
El viejo sólo le miró alejarse….

***
…y entonces el anciano Salvador, con su sombrero indígena, se acurrucó más al pie de aquel inmenso árbol y suspiró, esperando ya, la llegada del próximo extraviado.

***

Risas burlonas.

-Despierta…

domingo, 24 de julio de 2011

Rojo Cegador - Fraterno Dracon Saccis


La marea avanzaba multitudinariamente. Su playa era el muro que debían cruzar, y ellos el líquido, tiñéndose de rojo mientras más avanzaran.
Al principio, las tropas lanzaban ganchos que, luego de atravesarles la piel, se abrían sujetándose de huesos y músculos. Entonces la soga de acero arrastraba su presa, a veces llegando con un par de extremidades, o sólo rastros de sangre. Pero en la mayoría de los casos la faena tenía éxito.
Sergei y Chan corrían en medio del tumulto, cuando sus perseguidores dejaron de lado los ganchos y tomaron las M-16, descartando la posibilidad de prisioneros.
Su avance menguaba, ya que el suelo, lejos de ser sólido, les ofrecía un débil soporte de muertos y heridos. Mas, consiguieron llegar. Comenzaron a trepar los bloques, aferrándose a las hendiduras. Chan miró a Sergei, con una sonrisa contrastante con el decorado de alrededor.
—Lo primero que haré afuera será oler u… —y fue interrumpido por el nacimiento de una flor, de fragmentos craneales, masa encefálica y pétalos de sangre, germinada por un certero francotirador. Tan pronto se marchitó, haciendo caso omiso del horror de la muerte de Chan, Sergei llegó a la cima. Tampoco reparó en los alambres de púas que coronaban la barrera. Una bala rasguñó una pantorrilla, haciéndolo caer sobre su hombro izquierdo, dislocándolo. Ninguna de sus lesiones le impidió reiniciar su escape, ahora al otro lado del encierro.
Salió a un camino que serpenteaba hasta perderse en el horizonte, rojizo por el atardecer. La figura de un vehículo se recortaba en el sol. Sergei quedó inmóvil, mientras la silueta crecía, orillándose veloz hacia él. Cuando creyó inminente el atropello, alguien salió por la ventana del copiloto y lo que ahora identificó como una camioneta, pasó por su lado.
No sintió la hoja deslizarse por su cuello, haciendo girar en el aire su cabeza. Sólo pudo ver, por una fracción de segundo, como una nueva flor extendía sus pétalos rojos, cuyo tallo era su propio cuerpo decapitado.

Elecciones – Anahí González


En mi primer día de clases en la Escuela N 11 me toca compartir banco con Etelvina cara de pánico y trenzas apretadas. Miro hacia atrás y ahí está ella, Euge, movediza y sociable, dispuesta al primer intercambio de palabras (es gracioso, cuando pienso en la Euge de ahora, también me la imagino hablando y moviendo las manos) No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidimos dejar atrás a Etelvina y propiciar su mudanza a mi banco, pero fue una decisión tenaz: a partir de entonces compartimos pupitre los siguientes 13 años de nuestras vidas (toda la primaria y toda la secundaria, decimos con orgullo)

En cada foto de fin de año, esa en las que todos posamos de blanco con la maestra al costado y un cartel que indica el grado, aparecemos juntas. Basta buscarla a ella para saber donde estoy yo, y viceversa. En esas imágenes desfilan distintos peinados, distintas maestras, rasgos más o menos infantiles en nuestros rostros, pero siempre la misma ubicación. Una al lado de la otra como siamesas que se eligen.

Sólo una temporada pasamos separadas en el aula, no me acuerdo si fue en segundo o tercer grado. La señorita nos separó por hablar mucho y terminamos sentadas; ella con “Palito”, el más flaco del aula y yo con “Sendra”, el más rubio y cabezón. Euge decía “Seño, Palito se tira pepes”, pero aún así no lograba convencerla de la necesidad de volver a sentarnos juntas. Fue la época en que mordí el trasero de todos mis lápices en señal de aburrimiento o agonía.

Una vez, en primer grado, me largué a llorar porque no sabía picar con punzón el papel glacé. En el recreo Euge me abrazó, me consoló y caminamos por el patio de la escuela. Entonces le dije la verdad: “No lloro porque no sé picar, lloro porque extraño a mi papá”. Él estaba en diálisis en Buenos Aires a la espera de un donante de riñón. No sé que dijo Euge entonces, pero sí sé que a los seis años ya la había elegido para siempre.

Éxodo 17 - Christian Lisboa


La comunidad israelita salió del desierto de Sin, siguiendo su camino de acuerdo con las órdenes del Señor. Después acamparon en Refidim, pero no había agua para que el pueblo bebiera, así que le reclamaron a Moisés, diciéndole:
—¡Danos agua para beber!
—¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Para matarnos de sed, junto con nuestros hijos y nuestros animales?
Moisés entró en la tienda, se ajustó el traje aislante y conectó el intercomunicador del Arca de la Alianza. A través del peculiar micrófono, se quejó amargamente con el jefe:
—¿Qué voy a hacer con esta gente? ¡Un poco más y me matan a pedradas!
Después del crepitar de la estática, la respuesta no se hizo esperar:
—Pasa delante del pueblo, y hazte acompañar de algunos ancianos de Israel. Llévate también el bastón con que golpeaste el río, y ponte en marcha. Yo estaré esperándote allá en el monte Horeb, sobre la roca. Cuando la golpees con el bastón, saldrá agua de ella para que beba la gente.
Así lo hizo Moisés. Al apuntar hacia las piedras con su bastón, presionando al mismo tiempo la empuñadura, un rayo láser casi invisible, pero de alta potencia, atacó la base de roca y comenzaron a aparecer pequeñas fracturas. Un rato después, el fino haz penetraba hasta llegar a una napa subterránea. Poco a poco, un hilo de agua afloró en la pequeña grieta formada, hasta convertirse en una vertiente. Todos los integrantes de la tribu se agruparon alrededor del surtidor, a horcajadas sobre él, bebiendo directamente sobre el orificio y juntando el precioso líquido en todos los recipientes que lograron reunir. Moisés se retiró, arrastrando su pesado disparador láser, sonriendo despectivamente al escuchar a los aduladores que agradecían su intervención. Sólo murmuró en voz baja:
—¡Incrédulos!, ¿cuándo aprenderán a confiar?
Mientras, los amalecitas se dirigían a Refidim para pelear contra los israelitas.
Al enterarse de esto, Moisés le dijo a Josué:
—Escoge algunos hombres y sal a pelear contra los amalecitas. Yo estaré mañana en lo alto del monte, con el bastón de Dios en la mano.
Josué hizo lo que Moisés le ordenó, y salió a pelear contra los amalecitas. Mientras tanto, Moisés, Aarón y Hur subieron a lo alto del monte. Cuando Moisés levantaba su brazo, los israelitas dominaban en la batalla; pero cuando lo bajaba, dominaban los amalecitas. La precisión de los impactos del cañón láser dejaba a decenas de enemigos fuera de combate. Como a Moisés se le cansaban los brazos debido al peso del bastón, tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentara en ella. Luego, Aarón y Hur le sostuvieron los brazos, uno de un lado y el otro del otro. De esta manera los brazos de Moisés se mantuvieron firmes hasta que el sol se puso, y Josué derrotó al ejército amalecita.
Por la noche, reunidos alrededor del fuego, Moisés y sus lugartenientes comentaban los pormenores de la batalla.
—Josué se creyó realmente que es el héroe de esta batalla.
—No se puede negar que se portó valiente.
—Pero sin nuestra ayuda y el poder del bastón, estaríamos ahora lamentando la derrota, y los cadáveres sobre el llano no serían de amalecitas, sino de los nuestros.
—Maestro— dijo Hur, —¿por qué no vendemos, o, mejor aún, arrendamos el bastón al mejor postor, cada vez que se aproxime una batalla? Podríamos hacer mucho dinero…
—No te adelantes. Eso ocurrirá en tres mil años más. Por ahora, confórmate con lo que se nos ha otorgado.
Hur no se conformó. Uno de sus descendientes vendería armas químicas a Saddam Hussein, otro de ellos negociaría tecnología nuclear con Irán.


Acerca del autor:

viernes, 22 de julio de 2011

El factor Noé - Daniel Frini


Es de noche. Los ojos engañan y es difícil medir las distancias bajo la lluvia espesa que cae, sin amainar, desde hace tantos días. Jafet, empapado, aguza la vista hasta el dolor en la amura de estribor del Arca, que en un momento planea en el aire y al siguiente golpea de manera violenta en los valles que las olas inventan entre una y otra.
Jafet, con su mano derecha, abierta y extendida sobre sus ojos, los protege de los estiletes que son las gotas alargadas y rápidas. Su mano izquierda, los nudillos blancos de tensión y frío, se toma de la borda. Cuando una ráfaga de viento acuesta las gotas que caen, cree ver algo que, de manera inmediata, desaparece. El cansancio confunde los sentidos, y la cortina de agua cubre el escenario frente a la nave.
Jafet se concentra más, si aún es posible, porque intuye que hay algo adelante.
No se equivoca. El Arca avanza y el monstruo aparece, inmenso, quieto, blanco si fuera posible, en la oscuridad.
Jafet abre los ojos con terror, se gira y grita:
—¡A-á! ¡Am!
Se da cuenta que el frío entumeció los músculos de su cara. Se pega tres cachetadas y lo intenta otra vez:
—¡Papá! ¡Cam!
Nadie responde. Los llama nuevamente, gritando hasta casi desgarrarse la garganta.
—¡Qué querés! —responde Cam
—¡Vira a Babor!
—¿Ah?
—¡Vira a Babor! ¡Ya!
—¿Lo qué?
En la pequeña cabina, Cam mira a su padre, que masculla algo, tirado en el piso, sosteniendo una jarra de barro, rota, en la mano; y la túnica manchada de vino y vómito.
—Viejo —pregunta, casi en un susurro, apenas audible sobre el atronador ruido que viene de afuera. Noé no responde —Viejo —insiste Cam.
—¿Hum? —murmulla el anciano.
—¿Qué es «babor»?
—No sé —Dice Noé, y de manera repentina se despierta su interés.
—¡Vira a babor! —se escucha, casi lejana, la voz de Jafet que viene de afuera.
—Debe sé una ciudá. No la conozco —continua el padre, y los ojos se le iluminan —¡Pero sí miacuerdo de Sodoma! ¡A la pelotita! ¡Esa era una ciudad! Miacuerdo que la primera vé fui con mi papá y el nono Matusalén ¡Cómo se divertimo!
—¡Caaam! —vuelve a gritar Jafet, a punto de la afonía.
—¿Queeeé? —responde Cam.
—¡Vira a Babor! ¡Yaaa!
—¿Qué es «babor»? ¿Qué es «vira»?
—…contábamo cuento verde, le prendíamo fuego al techo de las casas… —rememora Noé, ajeno al desastre próximo.
—¡Girá a la izquierda! —responde Jafet.
—¡Ah! ¿Cómo hago?
—¡Da vueltas el timón en sentido horario!
—¿Ah?
—¡En sentido horario!
—¿Ah?
—¡A la derecha!
—¿Cuál derecha?
—¡La mano con la que escribís!
—…le decíamo cosa guasa a las chicas… —sigue Noé.
—Jafet —grita Cam —No sé escribir.
—¡La mano con la que…comés! —Grita Jafet.
—¡Haberlo dicho! —contesta Cam y hace una pequeña pausa —¡Jafet! —grita otra vez.
—¡¿Qué?!
—¿Qué es «timón»?
—La rueda, esa—grita Jafet, llorando —, de madera que tiene todos como mangos de sartenes…
—…se pinchábamo lo culo con lo tenedore… —recuerda el anciano sin levantarse del piso.
—¡Jafet! —grita Cam.
—¡Por el Altísimo! ¡¿Qué?!
—Acá no hay ninguna rueda de madera…
—¡¿Cómo?!
—Que acá no hay ninguna rueda…
—¿Qué pasa acá? —grita Sem, mientras sube por la escotilla que da a la cubierta inferior.
—¡Sem! ¡Por favor! —grita Jafet desde afuera —¡Girá el timón a la derecha!
—¿Cuál es el problema?—interroga Sem.
—¡Al frente! ¡Un iceberg! —grita Jafet.
—¡¿Un qué?! —preguntan Cam y Sem al unísono.
—…corríamo a las viejas, en calzoncillos… —continúa Noé.
—¡Un iceberg! —insiste Jafet, desde la proa.
—¿Qué es eso? —dice Cam.
—¿Ais…qué? —pregunta Sem.
—¡Una montaña de hielo! ¡En medio del agua!
—¿Y porqué no decís «una montaña de hielo» de entrada? —dice Sem, enojado.
—¿Qué es «hielo»? —interroga Cam.
—¡Viren a babor! ¡Ya!
—¿Qué cosa, adónde? —interroga Sem a su hermano Cam, en voz baja
—…le pintamo el burro de verde al vigilante… —sigue Noé.
—Que giremos para allá —contesta Cam, señalando su derecha.
—¿Y con qué giramos?
—Dice Jafet que con una rueda de madera llena de sartenes.
—¡Jafet! —grita Sem.
—¡Qué!
—No hay timón
—¡¿Cómo que no hay timón?!
—Recorte de gastos…
Jafet va a decir algo, pero una pequeña vibración lo sobresalta, vuelve la mirada al frente y allí lo ve ocupando todo el espacio, cubriendo mar y cielo, inmune a la lluvia, gigante, imponente, asesino y viajando hacia ellos a una velocidad increíble.
—Ya es tarde —murmuró para sí, resignado.
—…le afanamo la carpa al ruso Cainán, cuando estaba con una mina. Y el ruso quedó en bola, en medio del campamento, meta subir y bajar… ¡Ji! —se sonríe Noé.
El impacto, curiosamente, apenas hace ruido, entre el golpeteo continuo de las gotas.
El agua entra por la inmensa brecha y el Arca empieza a hundirse.
Todos callan al darse cuenta de la terrible tragedia que tienen por delante, excepto Noé, que dice:
—…se subíamo a las palmeras y le surtíamo dátiles con la gomera a los viejo…
Sobre la cubierta del Arca, un burro, un perro, un gato y un gallo ensayan una mala versión del himno Nearer, my God to Thee, en algo parecido al arameo.
Los tres hijos bajan a la cubierta inferior donde Naara, su madre, está recostada en su litera e intenta reponerse del continuo mareo. Ella, al ver a los jóvenes, comprende todo y con una entereza envidiable toma un cuero de oveja, una pluma y tinta de calamar y anota:

«Bitácora de navegación. Día cuarenta desde el
comienzo del Diluvio. La que manda en esta Nave, Naama, escribe esto
para las generaciones futuras, si es que estas
llegan a existir: la cagamos.»

El Arca se hunde sin remedio. La última voz humana que se oye es la de Noé:
—…se tirábamo pedos… —
Desaparece la cubierta, luego la borda, la casilla de mando, más tarde se hunden los cuellos de la pareja de jirafas. Finalmente, sólo se ve el hocico de las dos bestias, tratando de aspirar la última bocanada de aire. Luego nada.

El Ángel del Señor recorre la zona del desastre, ajeno a la lluvia que aún no ha dejado de caer. Aguza la vista y ve una pareja de pequeñas cucarachas flotando entre la espuma de las olas. Se sonríe y dice para sí y para la Corte Celestial:
—Heredarán la tierra un día de estos.

Sobre el autor: Daniel Frini

Imagen: Fragmentos de Abstract Flowers, de amyandromai en deviantArt

Infierno chico – Sergio Gaut vel Hartman


Tras asesinar a su esposo, Victimio Delbalazo, la ponzoñosa Varicela Propagada se entregó al comisario del pueblo, Justiciero Relativo.
—Lo maté porque era mío —dijo la asesina parafraseando el título de una famosa película francesa—. Y el universo conspiró para que el disparo llegara a destino. —No fue un comentario menor, teniendo en cuenta que Varicela padecía de una retinopatía severa, la amaurosis congénita de Leber, lo que en buen romance significa que no veía un carajo.
—¿Y cuál fue el móvil del crimen, si se puede saber? —dijo Justiciero.
—Victimio me engañaba con mi imagen reflejada en el espejo —aseveró Varicela—. Y como todo el mundo en este pueblo sabe, yo a esa no la puedo ver.
—Es motivo suficiente; está disculpada —dijo Justiciero, que además de comisario era juez. Los pueblos chicos tienen esas cosas—. Y perdonada —agregó, porque también era cura—. Vaya a su casa nomás y tómese un comprimido de Hidrocodona cada seis horas, así no me sufre la pérdida de su amado marido —concluyó, porque al mismo tiempo que todo lo demás era el médico de Ornitorrinco Muerto.
—Gracias, Justiciero. —Varicela se disponía a retirarse la comisaría-juzgado-iglesia-hospital cuando un inesperado pensamiento la detuvo en seco—. ¿Puedo preparar un buen guiso con el cuerpo del Victimio?
—Siempre que me invite —respondió Justiciero—, claro que sí. —Y le guiñó un ojo a la asesina absuelta, pero ella no lo vio.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

¿Quién puede ser ese tonto caminando bajo la lluvia? – Héctor Ranea


Ocurren cosas en uno cuando el amor instalado se desvanece como por arte de una enfermedad. Que el amor sea una enfermedad es discutible, tampoco es cierto que el amor disuelto sea otra.
Para Meander Smith el dilema no tenía solución. El amor lo había quitado de su vida. Era uno más de esos corazones solitarios sin mañanas que poblaban la colonia con esa especie de lamento que atañe a los que el amor abandona.
Las miradas, podrían decirse tristes, de muchos de los otros pobladores, no podían ser devueltas por Meander, ya que él miraba al piso, para ver en las manchas de la arena, o en las hierbas de la pradera, si se formaba la cara amada.
Para él, todo había sido producto de un sueño demasiado real para ser cierto. Una noche le pidió un beso y ella dio ese beso tan frígido que anuncia la verdadera forma del amor. Insistió en abrazarla y sólo sintió de ella el calor de su cuerpo, pero con el aliento helado de quienes tienen en el cuerpo el saludo de la despedida. Pedía una desconexión, disolverse, aunque cuando Meander la interpeló ella dijo tener algún virus que le impedía ser como él quería.
Al cabo de esa noche, ella lo abandonó. El virus ciertamente le borró toda la memoria y el androide de compañía de Meander se esfumó dejando sólo una muñeca solitaria.
Él salió a caminar. En su larga caminata no advirtió que llovía. La gente salió a ver a ese pobre venido de la Tierra, que solitario lloraba bajo la lluvia, sin recordar que en ese líquido venían dispersos los hongos sarcófagos. Una horrible muerte le esperaba al tonto que camina bajo la lluvia.
Meander camina con una extraña sonrisa que apenas se dibuja en su rostro de carne sintética. Esperaría su final sin olvidarla.

Sobre el autor: Héctor Ranea

El hombre la bolsa - Carlos Feinstein


La primera vez lo oí de otros chicos, mi tío Alberto lo confirmó, y mi primo intentó asustarme con el cuento. El hombre de la bolsa viene y se lleva para devorar a los chicos malos y tontos. La historia se repitió hasta el hartazgo en mi torturada mente.
Volvía de la escuela un día lluvioso de invierno, caminaba despacio aunque debía apurarme, no quedaba ya mucha luz. El viejo, asqueroso se me acercó por detrás, llevaba una bolsa de arpillera inmunda. Cuando puso una mano en mi hombro, le cercené con mi navaja el tendón de una pierna y cuando se arrodilló de dolor le corté la yugular. Dando el movimiento correcto para que no me salpique una sola gota de sangre.
Fascinado disfruté ver como moría entre llantos y estertores. Tenía once años, y no sólo había matado a un hombre, yo era el nuevo miedo, el que asolaría la ciudad por los próximos cuarenta años, el asesino serial de la navaja.

Sobre el autor: Carlos Feinstein

miércoles, 20 de julio de 2011

Continuidad de los ríos - Rafael Blanco Vázquez


—Hijo, hijo.
—Madre, madre.
—Escucha este aforismo que acabo de leer: “Al no soportar la idea de ser el último paciente de este hospital, el hombre se decide por el contagio, que él denomina, con baboso eufemismo, procreación.”
—¿De quién es?
—De M. E. Ranoci. ¿No te parece impresionante?

*****

—Yo siempre lo tuve muy claro. Mis hijos serían lectores empedernidos, como lo soy yo, como lo fue mi padre. En realidad sólo lo he conseguido con mi hijo, mis hijas son demasiado coquetas. Normal, el único guapo es él. Leer es viajar por los meandros del espíritu, que nunca podremos domeñar, qué linda palabra.

*****

Con mi madre me une ante todo una gran amistad. Podemos hablar de todo. Ella me enseñó a leer novelas de mil páginas, yo le enseñé a leer aforismos. Mi mujer se muere de la envidia, le encantaría que su madre fuera más que una madre para ella.

*****

—Fíjese qué aforismo maravilloso: “La voluntad: invento inverosímil de autómata con ínfulas.”
—Lo conozco. Es de B. V. Fleara.
—Lo tiene todo, concepto y sonoridad. Claro que qué sería del concepto sin la sonoridad, y al revés.
—Sería como un convencimiento sin ironía.
—¿Le he dicho ya que fue mi hijo quien me enseñó a leer aforismos? Mi padre me transmitió El Quijote y Ana Karenina. A mi hijo le debo estos sobresaltos. Es curioso lo que mi hijo se parece a mi padre y lo que se parecen mis hijas a mi madre.

*****

Para lo que yo quiero a mi madre no hay palabras, y eso que hay palabras para todo. Si me dieran a elegir entre mi madre y mi hija lo pasaría realmente mal. ¿Qué sería del hombre sin la herencia?

*****

—Madre.
—Hijo.
—No te pierdas este aforismo, en adelante mi favorito.
—Primero dime de quién es.
—Es de un autor rumano que acabo de descubrir. Se llama R. L. Flanacobea.
—A ver ese aforismo.
—“Un odio exasperado sólo puede provenir de un amor excesivo, esta desilusión de dimensiones físicas sólo ha podido provocarla una ilusión con escalofríos de dicha. Pero yo quisiera odiar a mi madre sin justificaciones.”


Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez

lunes, 18 de julio de 2011

La muchacha a la que vi tres veces – Hernán Dardes


Estaba sentado a la vera del río cuando sentí sus brazos deslizarse por mi cuello. Tibios, largos, interminables. Me iban rodeando de a poco, envolviéndome como una serpiente piadosa que se demoraba en su último estrujón. Al fin de cuentas una serpiente era mucho más probable que cualquier otro ser entre la vegetación tupida que ocultaba el paso del agua, pero sin embargo yo nunca sentí miedo. Y sí la sentí a ella respirar débilmente en mi cuello cautivo entre sus brazos. Sentí su calidez, y me dejé abrazar lentamente, sin voltearme, conteniendo la respiración y la ansiedad por descubrir su rostro. Me levanté; nos levantamos. Creo que pasamos horas contemplando el río, oyendo el débil sonido del paso del agua. En una tarde que duró muchas tardes, caminamos en silencio, nos besamos sin tocarnos, nos miramos hasta perforarnos los ojos. Creo que hasta volamos, al menos yo tuve la sensación de flotar por sobre el leve oleaje que mojaba la orilla. Ella fue hada y fue sirena. Yo sentí que así debía ser siempre, que mi vida era esa tarde de otoño, que en esa aparición estaba el sentido de todo. Ella me rodeó también con sus ojos, bailó para mí, me cantó al oído las sesenta y nueve canciones de amor de Stephin Merritt. Nos leímos poemas de libros etéreos que se corporizaban en sus manos y se esfumaban cuando su voz recitaba cada último verso. Y leímos mil veces “Rayuela”, en todos lo órdenes posibles y entramos al libro y fuimos la novela. Crucé el río haciendo equilibrio en el vacío, siguiendo el camino de un invisible hilo de acero, y ella me rescató de mis pasos en falso, saltando desde un imposible trapecio, bajo la forma de la Marion de Wenders. Y ese río escondido, fue entonces el Sena y también el Spree, al menos por esa tarde. Cada hoja que las ramas nos ofrendaban caía inundando el aire de canciones, y el espacio albergaba infinidad de melodías. Se despidió como vino. Deshaciéndose detrás de mí, desatando mi cuello de sus brazos interminables, dejando una estela tibia en cada tramo de piel liberado en su adiós. Esa tarde fue la primera vez que la vi.

La segunda ocurrió en circunstancias más cruentas. Porque en esa mañana tormentosa la única duda de mi destino estaba entre las olas rompiendo furiosas contra los murallones de la costanera y las ruedas de los camiones que atravesaban la avenida. Apareció como si me viniera siguiendo desde siempre, como una sombra que en su soberbia osaba ponerse a la par mía. No me atreví a voltearme, pero la repentina seguridad que me invadió no hizo otra cosa que entregar mi mano a la suya, y dejarme guiar como un infante aferrado a una soga deshilachada. No hubo música ni palabras en el segundo encuentro, sino un saludable y placentero silencio que borró la tormenta encerrada en mis entrañas, y que se correspondía en los rayos atronadores que caían en donde el río se mezclaba con la bruma espesa. Vació el aire de mis pulmones y les devolvió el brío con un hálito de brisa marina. Caminamos por el asfalto resbaladizo, haciendo equilibrio entre los vehículos apresurados que nos atravesaban como fantasmas. Nos suicidamos una veintena de veces y resucitamos juntos, más veces de las que morimos. Me quitó la piel, recorrió los ondulados caminos de mis músculos con la yema suave de sus dedos; sanó heridas que yo creía ya sanadas, y me la devolvió suave y rejuvenecida. Me rescató de mil abismos a los que me invitó a saltar, y en los que me acompañó en cada caída. Nos ahogamos en todos los ríos y los mares. Juntos nadamos la muerte y respiramos la vida. Cubrió mi rostro con barro y me moldeó de cientos de formas diferentes, hasta que sus trabajosos dedos consiguieron cincelar una sonrisa. Recortó de mi memoria unos cuantos sinsabores crueles, y abrió desde mis ojos un camino de luz que se fundía en el horizonte con un arco iris de colores desconocidos. Supe que se había ido cuando mi mano se sintió suelta y confiada, y los briosos rayos de un improbable sol en despedida dibujaban una sinuosa línea rojiza sobre las aguas de un río que de a poco, recuperaba su calma.

La última vez que la vi fue hace apenas unos minutos. Mientras yo empezaba a garabatear este relato, se sentó a mi lado y me habló del universo y sus misterios. De hechizos, de cierto milagros e imponderables. De trazados férreos, y sus secretas y privilegiadas excepciones. Creo que también dijo algo sobre la magia. Tomó el cuaderno en el que yo escribía y lo aferró contra su pecho. Hizo a un lado mi lapicera, y con una sonrisa sublime, me aconsejó entonces olvidarme del relato. Me sugirió dejar de lado la idea de dar testimonio de esas tardes a la vera de aquellos ríos opuestos. Si no me equivoco, en sus exhortaciones suplicantes, recurrió a la palabra inconveniencia. Pero mi oficio de escritor mediocre torna imposible el descarte de una historia que mi pobre inventiva jamás conseguiría imaginar. Así que ustedes lectores sabrán comprenderme, pero tuve que matarla.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

Homicidio en ocasión de desnudez – Héctor Ranea


Desesperado, salí del baño como estaba; a decir verdad, no muy vestido. Encima, no tengo una figura agraciada, de modo que, en la calle, mis desnudeces no fueron celebradas con aplausos sino más bien con horror y frases que denostaban mi condición. Inútil fue decirles qué había pasado, de modo que seguí corriendo hasta encontrar un policía, que resultó mujer y que me miró con cara de pocos amigos.
—Hay un muerto en mi baño, oficial —le dije casi sin poder respirar.
—¿Cómo murió? —me dijo mirando sin disimulo mis partes bajas.
—Creo que yo lo maté.
—¿Cree? —dijo sacando su arma reglamentaria—. Acompáñeme a la Comisaría.
—Pero… ¿Y el muerto?
—No nos necesita —dijo (y tenía cierta lógica)—. Usted quedará encerrado hasta que se sepa qué le pasó.
—Pero fue involuntario. No quise matarlo —dije.
—Todos dicen lo mismo —contestó con una media sonrisa—. Vamos.
De pronto, mi capacidad de moverme se anuló, quedé congelado en el vidrio.
—¡Venga!
—No puedo. Estoy congelado. Debe ser el miedo.
No necesité decir más. Ella disparó tres veces. El espejo estalló en millones de pedazos. Algunas esquirlas, incluso, la lastimaron levemente.
Cuando me encontraron en el baño de mi casa, desnudo y muerto de tres tiros de pistola de la policía, ella no pudo explicarlo y de nada sirvieron en su defensa todos los testigos que aseguraron ver pasar un espejo por la calle.

Globo - Jorge Ariel Madrazo


Última noche en Paris. Abris la ventana que te permitirá acceder al pequeño balcón, y seis pisos más abajo la calle, el collar de piedras que contornea al árbol flaco. El perfil de aquel edificio, enfrente, rematado en una chimenea casi caricaturesca, es ahora una sombra extrañamente atravesada por presagios de algo indefinible. Los parroquianos del restorán, en la esquina, ríen de pronto, todos a un tiempo. Seis chicos y chicas, en la vereda de tu hotel, juegan a la mancha. Se detienen más tarde, gritando eufóricos: uno de ellos enarbola un globo azul que sin embargo en un momento fatal se desprende de sus manos y sube, sube mucho más arriba de la copa del árbol, más arriba de tu balcón, de ese manotazo con que pretendés agarrarlo y que te impulsa a sacar imprudente medio cuerpo sobre la baranda al punto de que aun en el instante en que te precipitás a tierra, hacia la veredita donde los chicos gritan pero mucho más fuerte, estás sumamente irritado por no haber podido aferrar aquel maldito, aquel indiferente globo azul.

Confesiones de una chica de rojo - Lilian Elphick


Lo conocí cuando paseaba por el bosque de Chinaski. Había recogido muchas setas cuando él apareció entre unos matorrales: ¿Qué hace una chica como tú en un lugar como éste? La pregunta era vulgar, un lugar común, sin embargo, me gustaron sus ojos de inquietante negro. Imaginé de inmediato la escena: Wolf tomándome por la cintura y dando enormes lengüetazos a mi cuello. Le mostré el canasto repleto de sabrosas amanitas. Podemos ir a tu casa y flambearlas con vino blanco, propuse. Wolf sonrío y dejó asomar un colmillo: No, querida, ésas son venenosas. ¿Venenosas? No tenía idea. Las lancé lejos y me desnudé, aterrada de que mi ropa estuviera contaminada. Quédate con la capa, te lo ruego, suplicó, con voz aguardentosa. Le hice caso.
-Señor Wolf, debo confesarle que…
-¿Sí? Dime, criatura encantadora.
Pues, que me da vergüenza…, cometí una imprudencia, dada mi naturaleza vehemente. Pero, ¿de qué se trata?, rugió, lleno de deseo. Sus garras casi arañaban mi piel. Bueno, sacié parcialmente mi deseo con el más grande de todos aquellos nefastos hongos. Y ahora moriré. ¡Qué tonta he sido! Él se rió a carcajadas, sopló y sopló y mi pelo desordenó. Nos besamos con pasión de callejeros. El bosque de Chinaski se cerró sólo para que nosotros pudiéramos amarnos mejor. Hizo bien su trabajo. Al poco rato, la lengua se le hinchó y le brotaron unas pústulas violáceas. Cayó al suelo echando espuma hasta por las orejas.
-Ah, Wolf, aún crees en los cuentos de hadas -apuré, mientras le afanaba la billetera, el reloj y los elegantes zapatos de cabritilla.

sábado, 16 de julio de 2011

Colores - Olga Appiani de Linares


Al nacer, se cobijó en la limpia fragancia del blanco, y dejó que otros se preocuparan por rosas y celestes.
Después, aprendió a recoger amarillos para alegrarse el alma y verdes para llenarla de frescura; la dejó inundarse de turquesas y cobaltos cuando el mar le habló de lejanías y misterios.
Amó sentir bajo los pies la piel oscura de la tierra y el ocre tibio de sus caminos; tal vez por eso quiso recorrerlos todos.
Un día se entregó al azul de unos ojos y juntos supieron arder en rojos y naranjas.
Más tarde llegó el gris para ahogarlos en su niebla; conoció entonces la agonía insondable del negro; envuelto en él, incapaz de ver y verse, fue como una roca que musgos y líquenes cubrieron de tristeza.
Hasta que un amanecer violeta le regaló un resplandor ámbar; a su luz se reconoció vivo, y pudo reemprender la marcha.
Lejanas cumbres nevadas lo ensoñaron con blancuras renacidas.
Bajo el sol púrpura navegaban galeones de nubes, y el horizonte era otro mar.

Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com/

Olga A. de Linares

Retórica - Lilian Elphick


-La cantaba Matt Monroe.
-Mmm… no recuerdo…
-La película… con Sean Connery…
-¿Ése no era James Bond?
-Sí, pero yo quiero que recuerdes.
-¿Para qué?
-No sé, porque me gustan las metáforas.
-¿Metáforas? ¿Qué es una me…
-Cállate. No digas una sola palabra más.
-Pero…
-Es el colmo que no sepas qué es una metáfora.
-Pero sí sé qué es una metonimia.
-¿Ah, sí? Dame un ejemplo, por favor.
-Bueno, en estos momentos no podría…
-From Russia with love. Y esto es una ironía, ¿capisce?
-Perdóname...Vamos, bébete esa copa.
-No. Seré la gata bajo la lluvia, aunque sea una cursilería.
-No lo volveré a hacer. Te lo prometo.
-Nunca tendremos París.
-¿Qué?
-Nada. Otra película.
-Ah…
-Casa…
-¿Verde?
-…
-Pero, no te enojes.
-A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme. Sobreviviré, y cuando todo haya pasado, nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar, ¡a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!
-¡Mi amor! ¡Tienes hambre! ¿Qué te apetece? ¿Chino, árabe, thai, japonés? Escoja, mi reina, escoja.
El bar está lleno de gente. La mujer arroja dos billetes. Se va. Afuera, el aire helado de la calle la alivia. Hay luna llena. Pasa un hombre. Ella lo detiene: -Sabes silbar, ¿verdad, Steve? Sólo tienes que juntar los labios y... soplar-. Él sonríe y sigue de largo.

Lilian Elphick

Hoy vas a entrar en mi pasado - Fernando Puga


—Me voy —dijiste. Y te fuiste.
Al dar el portazo se abrió ese agujerito secreto ubicado entre mis cejas y por ahí se coló él, furtivo.
Tú saliste de escena tras la puerta; entró tu recuerdo por el pequeño orificio.
No más pasar se topa con estos últimos tiempos de blanca madurez, pero a poco de andar se hunde en la oscura sima que el tiempo escarbó entre mis huesos y cae en busca de la llave que descifre mi arcano. Tu recuerdo recién nacido se cruza con fantasmas postergados; algunos lo conocen, lo saludan, intentan retenerlo en su afán de evitar todo dolor. Él, tenaz como la hiedra sobre el muro, espanta esos tules que deforman los recónditos rincones de mi alma.
Crece tu recuerdo y desempolva mis truncos deseos, mis arrepentimientos. Se desperezan mis viejos amores y se abren heridas que creí cauterizadas por las cenizas de un volcán que vomita desde el fondo de los tiempos.
Y una vez llegado a lo más hondo, abrazando al niño que fui, tu recuerdo se confunde en ese polvo gris que algún viento repentino dispersará sobre el cálido océano de mis años hasta transformarlo en perdurable olvido.

La encuesta - Samanta Ortega Ramos


Siempre que altero mi vida para mejorarla, según mis creencias, o algún suceso inesperado se da de bruces con ella, lo proceso a través del pelo. En este caso en concreto, la naturaleza me anunció, además de que tomara Ibuprofeno 600, que no se estaba cocinando ningún prototipo dentro de mí. Era hora de darle un empujoncito a esa naturaleza que de instintiva se había vuelto sofisticada y derrochona. Iba a empezar con los test de ovulación por un módico precio de 28€ la cajita y a ‘procejarlo’ (híbrido de procesarlo y festejarlo) yendo a la peluquería para cambiarme el color.
Me he dado cuenta de que mi color fetiche es el rubio-rubio, aunque estoy convencida de que no es el que mejor me queda, pero es como llevar una cintita roja en la muñeca o llamar al cura para que te bendiga la casa.
A lo que voy: le hice mi pregunta de rigor al peluquero de turno.
¿No hace mal teñirse el pelo cuando uno está embarazada, no?
Para nada. ¿Qué, estás?
No, no, pero estoy buscando.
¡Estás embarazada!
Me afirmó que lo sabía porque, según él, tenía la nariz hinchada. Lo curioso es que no me conocía de nada y tampoco sabía si mi nariz era realmente así (¿grande?) de hinchada full time. Me hubiera esperado un comentario por el estilo de una abuela o madre de cinco hijos, pero no de un joven peluquero que se come las uñas y tiene caspa sobre los hombros de la camisa negra. En fin, como me dio curiosidad decidí hacer una pequeña encuesta en la calle antes de gastar el dinero en vano.
Unas piernas de adolescente saliendo de un mini uniforme de colegio me dijeron que al parecer sí, porque tenía tripita. No quise explicarles que la tripita puede tenerse por desayunar tostadas con manteca todos los días a una cierta edad, tengas hijos o no. No quise asustarlas.
Uno de los entrenadores del gimnasio me dio un ‘no’ rotundo porque se me tenían que poner los labios como los de Angelina Jolie para que estuviera embarazada. ¿Pero si sólo llevo un par de semanas?, le pregunté. Eso se ve al instante; es más, creo que por eso mi mujer quiso tener tantos hijos. Fui a mirarme al espejo para comprobarlo: nada de nada, la misma imperceptible y laminada boca de siempre.
Me dirigí a la que seguro tendría una respuesta clara: una abuela que cuidaba de sus nietos en la plaza. Le pregunté a ver qué le parecía. Me dijo que mi cara estaba radiante. ¿Y no puede ser el maquillaje?, le pregunté. No creo, querida. Como mi casa quedaba enfrente, fui, me la lavé y volví a bajar para hacerle la misma pregunta: ¿Qué le parece ahora, estoy radiante?
La respuesta no fue favorable. Le di las gracias y hasta un abrazo, asegurándole que no era culpa suya. Después de despedirme fui directo a la farmacia a comprarme los test de ovulación. Habría que dejar el asunto en manos del raciocinio, el método científico y el bolsillo.

Ponerle cabeza a algo tan natural como concebir resultaba lógico desde mi punto de vista, ya que el asunto nunca me había parecido ‘natural’ sino todo lo contrario. Claro que hubiera elegido la otra forma, la de toda la vida, pero quién sabe. La parte buenas es que por fin voy a poder usar las agendas que me regalan siempre a principios de año.

Tomado del blog:
http://unaembarazada.blogspot.com/


Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos

jueves, 14 de julio de 2011

Final de fiesta – Sergio Gaut vel Hartman


No contamos con recursos humanos y materiales suficientes como para hacer frente a esta catástrofe. ¿Se imaginan? Seres microscópicos y fosforescentes que pululan en espesos cardúmenes, bailando y contorsionándose, riéndose de nosotros a carcajadas. “Somos una plaga de insectos amistosos”, se burlan. Nada que ver con lo que conocíamos de antes: arañas que tejían sus telas de pus entre las ramas de los árboles, formando sudarios blanquecinos sobre las hojas muertas, moscas verdes, parecidas a fonolas sin control y ratas, batracios, gusanos, liendres, cucarachas, animalitos de Dios que paseaban su belleza cuando la pálida aurora iluminaba el valle. ¡No señor! Nada de eso, tan confiable, como de la familia. Apoyo el pico de la botella contra mis labios y observo los carteles que los enfermeros acaban de pegar en el frente de la clínica, con las listas de las nuevas infecciones que aparecen a cada momento. “Heptitis xenoidea”. “Trifoliosis míxtica”. “Síndrome hemocíclico exfoliado”. “Paraboliasis alienigoidea”. Apuro el resto del contenido del inmundo brebaje. Si hasta se dice que son los mismos extraterrestres los que sugieren esos nombres ridículos para las inmundicias que nos pegan. Veo la primera mancha en el dorso de mi mano. ¿Cómo la llamarán, cuando peguen los carteles de mañana? “Tumofanema rosácea” o simplemente “Carninus”. Y bueno, ¿qué se le va a hacer? Nos extinguiremos, nomás.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Ejemplar de laboratorio - Adriana Alarco de Zadra


Santiago vive en un laboratorio. Ha nacido allí. Lo han tratado bien, no se puede quejar, pero no sabe lo que hay al otro lado de las paredes ni de las ventanas que dan a los pabellones diferentes del lugar en donde vive. Tiene muchos deseos de ver lo que sucede afuera. Desde pequeño ha tenido esa curiosidad pero ahora ya cumplió siete años, según le han hecho saber. Es tiempo de salir. Está pensando en un plan para poder escaparse y observar cómo es el otro lado del edificio donde vive. Hay muchos corredores con miles de puertas y rejas con candados. Las ha visto cuando lo llevan rodando en camilla de una habitación a la otra, de una sala de operaciones a un dormitorio de rehabilitación.
En las noches oye murmullos y alaridos pero no sabe de dónde provienen. Una vez vio a un animalito que se fugó y llegó cerca de donde él estaba en ese momento. Lo observó solamente a través del vidrio de una puerta porque lo cazaron y se lo llevaron, medio muerto de susto como estaba. Parecía una rata pero era más grande. Él ha visto algunos animales en la pantalla, cuando lo dejan mirar, porque generalmente, no le está permitido. Los instrumentos y aparatos que tienen allí son solamente para los médicos investigadores y no para los ejemplares de laboratorio, como le han dicho.
Conoce a casi todos los doctores, a las mujeres que barren en las mañanas y a los limpiadores de lámparas y vidrios. Cuando son nuevos, algunos van una sola vez y no quieren seguir trabajando allí. Probablemente se asustan de la responsabilidad pero el caso es que no los ve más. A veces, algunas personas le traen juguetes de regalo. Sobretodo las mujeres que barren. Felizmente, tiene un cuarto todo para él, donde puede hacer correr su camión de madera, jugar a la pelota o armar una guerra con sus soldados de plástico. No es muy grande y no tiene ventanas pero, al menos, es un lugar sólo para él. No conoce otras personas que se le parezcan, pero tampoco ha visitado los otros dormitorios. Habla con dificultad, cuando le preguntan algo, y sólo con los médicos que lo atienden.
No lo dejan salir del establecimiento porque no puede recibir los rayos de sol en su cuerpo. Además, ha estado muy delicado de salud últimamente.
Cada cierto tiempo debe quedarse en cama y lo alimentan a través de tubos y agujas que hincan por todo su cuerpo. Entonces, vienen otros médicos a examinarlo, a estudiarlo, a analizar su sangre y sus vísceras. Lo colocan sobre una camilla bajo muchas luces y lo revisan. Están horas contemplando cómo pasa la sangre por sus venas y cómo se mueve el corazón. Sí, porque su piel es transparente y pueden ver dentro de él como si, verdaderamente, no existiera para nada.
Felizmente tiene un nombre. Él es Santiago. Si no lo tuviera, pensaría que ni siquiera es alguien, porque ser transparente le da la sensación de disolverse en cualquier momento en el agua en que se baña, o bajo la luz artificial donde lo colocan para examinarlo.
Quiere salir del laboratorio y ver lo que hay afuera porque después va a pasar largo tiempo en cama. Dentro de poco le van a cambiar la médula espinal para ver cómo se comporta su cuerpo, según ha escuchado decir a los médicos cuando conversan entre ellos. No necesitan ni anteojos, ni radiografías, ni microscopios. Basta observarlo y, cuando se desnuda, él mismo ve cómo se mueven sus huesos, cómo corre la sangre, cómo llega el alimento hasta su estómago y luego baja por los intestinos. Ha aprendido todo eso, mirándose a sí mismo, a ratos, porque tampoco le permiten quedarse mucho rato sin la ropa.
Esperará a que sea la hora en que se retira la mayor parte de los médicos para procurar llegar a la puerta del establecimiento y ver lo que hay afuera. Ha pensado, con astucia, cómo hacer para que la puerta no se cierre del todo, y poder abrirla desde adentro.
Cuando escucha que se despiden los ayudantes, asistentes, auxiliares, médicos, investigadores, químicos, farmacéuticos y demás personas que lo rodean de día, se escabulle. Quita el cartón de la puerta donde lo ha puesto para impedir que se cierre herméticamente y sale de puntillas.
Al fondo de un corredor largo, ve escaleras en espiral y baja, un pie delante del otro, cogiéndose de la baranda porque teme caerse. Nunca ha bajado o subido una escalera. ¡Ya era hora que lo hiciera! ¿Cómo no se le ocurrió antes? ¿Es que estaba siempre medio dormido, o es que ahora está más despierto?
Paso a paso llega al fondo de la escalera que parece un caracol. Hay un reflejo en la pared. Se asusta porque parece una calavera andante. Acerca la mano y el reflejo acerca su mano. Se tocan y el otro es frío. Alza los brazos y el reflejo también alza los brazos. ¡Horror! ¿Esa calavera andante es él? ¿Un ser lleno de latidos por dentro, con una piel tan cristalina y delicada que lo cubre? Escucha latir su corazón y parece que fuera a salirse de su pecho.
Aterrado, corre hacia la puerta. No está cerrada con llave. Escucha que alguien lo llama desde lejos. No se detiene. La abre y sale finalmente al aire libre, al espacio exterior, fuera del laboratorio donde pasó su vida desde que nació. Los últimos rayos del sol, detrás del pabellón de enfrente, lo bañan de luz. Siente que la piel le quema, se incendia, le sale humo y poco a poco, se va desintegrando, disolviendo, desapareciendo hasta que queda sólo un montoncito de ropa, lavada, desinfectada y planchada, en el suelo.
Eso es todo lo que encontraron de Santiago, en la puerta del establecimiento médico, el día que tuvo el valor de asomarse fuera del laboratorio.

El abducidor de textos – Luciana Ruiz & Sergio Gaut vel Hartman


—No sé qué pasa con el eter —dijo la muchacha revolviendo el café con una cucharita de plata—. Cargo cargo y cargo palabras y nada... ¿Existira algun tipo de "abducidor de textos"?
El tipo sentado frente a ella, aunque parecía una mezcla de Brad Pitt y Leonardo di Caprio, era un alienígena del planeta Trafalmadore.
—Naaa; no existe tal cosa. Una más entre tantas teorías conspirativas. ¿Oswald mató a Kennedy, acaso? ¿Los norteamericanos llegaron a la Luna? ¿Existió alguna vez Bin Laden? Naaaa.
Pero ella, sumida en su propia línea de pensamientos, siguió con el hilo de la reflexión anterior. —Tenemos que considerar todas las posibilidades... Parece que el "abducidor" solo come textos transportados. Los textos que fluyen espontáneamente están protegidos. Algo le sucede al abducidor que evita la espontaneidad... como Superman con esa piedrita que no me acuerdo como se llamaba...
—Kryptonita —dijo el extraterrestre.
—¡Así te quería agarrar! —exclamó la muchacha saltando de su silla y, con un solo y perfecto movimiento redujo al invasor—. Estás detenido en nombre de la Sociedad Intergaláctica de Escritores. Caíste en la trampa, chichipío. Ya te vamos a dar nosotros abduciendo palabras.
—Piedad. Soy una criatura ficticia creada por Kurt Vonegut…
—Eso lo dirás en la Corte. Pero considerando que ustedes son longevos, no creo que te chupes menos de cuatro siglos en el penal de Sierra Chica.

El fuego y cierto zapato - Rodolfo Braceli


No conozco a nadie que no haya visto un incendio en su niñez. Cuando yo andaba por mis cinco años, frente a la plaza de Luján de Cuyo se incendió una tienda y zapatería. Las mangueras y los baldazos de los vecinos no sirvieron de nada. Cuando llegaron los bomberos, las llamas se recortaban contra la noche, gigantescas. Era la víspera del carnaval, pleno verano. desde la vereda de enfrente, una casi multitud miraba cómo el fuego se comía las vigas, hasta que el techo se derrumbó. Muchos vecinos se trajeron sillas y banquetas para sentarse a mirar lo inevitable. El tonto del barrio saludaba a los sentados: "Feliz navidad" le iba diciendo a cada uno. Esa noche mis primos se quedaron en mi casa. Nos dormimos cuando ya amanecía; a tres cuadras sentíamos el sabor del humo.
Habrán pasado un par de días. Una siesta sigilosa, con mis primos, el Nené y el Chiche, nos aventuramos por entre los escombros inundados de la tienda-zapatería. Recuerdo asomando una caja a medio quemar: un zapato, el derecho, desfigurado por el fuego; al lado, el otro, intacto. Qué destino el de ese zapato. Salvarse ¿para qué? Todo zapato nace para ser de a dos, para caminar deletreando la inmensa espalda del mundo ¿Qué sentido tiene la vida de un zapato suelto?


Tomado de "La condición humana del fuego" (LNR -La Nación Revista-, 19/06/2011)

martes, 12 de julio de 2011

Raifutblú - Alex Jamieson Barreiro


Fue en el cumpleaños de Chapa que quedamos así. A mí siempre me pareció medio raro el jueguito ese pero acepté como para salir de la rutina. Cada vez que nos juntábamos terminábamos jugando al truco, al escrabel y esas cosas de mesa. El tema es que Chapa se lo compró en uno de sus viajes y todavía no lo había estrenado, siendo la cumpleañera no podíamos negarnos. Que ninguno hablara inglés no fue excusa porque ella nos iba traduciendo: “fut, pie”, “red, rojo”, “rai, derecha” y así.

En un momento me tocó raifutblú y como no veía ningún círculo azul se me ocurrió apoyarlo en la camisa de Quique, que era azulina. A Vero le pasó algo parecido pero con la mano izquierda y cuando nos tocó mover de nuevo no vimos lo que habíamos apoyado. Vero me susurró “che, no sé dónde dejé la mano y no la veo” y yo le dije que usara la otra, total nadie se iba a dar cuenta de tan enquilombados que estábamos. Leandro se quejó en voz alta de que no encontraba su pie izquierdo, que supuestamente lo había dejado en la remera verde de Vero.Lo peor fue cuando me tocó de nuevo mover el raifutblú, no me quise dar por vencida aunque lo sentía como atrapado en algo tibio y húmedo. Ahí fue que Quique se quejó de que le estaba moviendo demasiado las vertebras y que por qué no dejaba el raifutblú quietito. Justo en ese momento a Chapa le tocó “jed, ielou”. Lo único amarillo era mi blusa. Y acá estoy, doctor, con la cabeza de Chapa adentro del estómago y el pie en la columna de Quique. A Vero no la ubicamos pero la oímos. Una preguntita, ¿usted es el traumatólogo o el cirujano?


Alexandra Jamieson Barreiro

La raya - Marcelo Parra


El domingo es mi día preferido.
Mamá me deja dormir hasta tarde y no tengo que bañarme. Desde temprano hay, no sé, como ruidos y olores distintos en casa. Estamos todos muy contentos. Vienen los abuelos a comer. A veces también los primos. Nos juntamos todos en la cocina y mamá prepara una gran picada con queso, salamín y aceitunas, mientras papá hace el asado en el jardín. Los chicos jugamos al patrón de la vereda o a las escondidas.
A mí me gustaba esconderme con mi amiga Ana. Nos escondíamos tan bien que siempre ganábamos: corríamos rápido, cuando no nos veían: piedra libre para todos mis compañeros, gritaba triunfal. Ana me miraba orgullosa, riéndose. Lástima que Ana ya no está. Un día la pobre no se dio cuenta y, distraída, se pasó de la raya.
Los papás vinieron a buscarla a la nochecita y se molestaron bastante con mamá.
-Ay, Porota, hubiera tenido mas cuidado -le dijeron.
Ahora vienen de vez en cuando a verla. Después toman unos mates con mamá y a la tardecita se van.
Por eso ahora mamá cuando jugamos nos dice desde la cocina:
-Chicos, cuidado con la raya.
-Ya sé, maa. Le contesto arrastrando un poco la a, porque ya me tiene cansado con lo de la raya. Como si no supiera.
Además no es que Ana no esté. Está allá, del otro lado. Nos mira con una expresión un poco aburrida, como con ganas de venir a jugar.
También extraño mucho al Pancho. Pero claro, él no podía saber, y una tarde, corriendo una pelota, saltó la raya. Y ahí está, la cabecita ladeada, pobrecito. No mueve la cola ni nada, se pasa las horas echado.
Junto con Ana y Pancho están la tía Bety y un señor pelado. Mi mamá me dijo que es un plomero que hace mucho, cuando yo era bebé, vino a cambiar un caño que perdía agua. No tuvo tiempo de avisarle, dice, y el tipo, buscando la pérdida, se pasó del otro lado. Hay otras personas que no conozco. Las veo más borrosas porque hace mucho que están. Mamá me explicó que ya estaban cuando nos mudamos a la casa. Debían vivir acá antes que nosotros y se quedaron ahí por descuido.
Anoche papá y mamá se pelearon. Papá llegó tarde, después de comer, y se ve que había tomado otra vez porque tenía olor a vino. Mamá se puso a llorar en la pieza. Como no quería escucharla me fui a dormir a la casita en el árbol, donde íbamos a escondernos con Ana. Pancho se enojaba porque no podía subir la escalera y nos ladraba todo el rato.
A la mañana estábamos desayunando medio apurados por el cole. Mamá se quedó en la cama porque se había golpeado un ojo con la puerta. Antes de irme le pregunté a papá:
-¿Pa, qué hacemos los que estamos de este lado de la raya?
A veces me siento en el límite, sobretodo para ver a Ana. Esta linda, pero me gustaba más cuando estaba acá conmigo.
Los otros pasan cerca y me miran, como peces en una pecera.
Ayer vino el tío Luis y estuvo un rato largo hablando con mamá, que lloraba y se secaba con el repasador. Al irse escuché que le iba a hablar a papá.
Después pasó lo de anoche.
Papá llegó muy nervioso y empezó a gritarle a mamá en la cocina. La agarraba del brazo y la sacudía fuerte. Yo fui a decirle que la dejara porque la iba a lastimar. Me empujó a mí también y me golpeé la frente contra el borde de la mesa. Más tarde se encerraron en la habitación y empezaron a discutir de nuevo. Entonces escuché un ruido fuerte, al tiempo que mamá abría la puerta y salía de la pieza corriendo. Papá la agarró del camisón y ya le iba a pegar de nuevo, cuando fui corriendo, lo empujé con toda la requetefuerza y se cayó del otro lado de la raya. Mamá se quedó mirándolo fijo un rato y después me mando a dormir. Pero yo me quedésentado en la cama toda la noche porque estaba muy nervioso.
Cuando se hizo de día fui a la pieza de mamá pero no estaba. La busqué por todos lados pero no la encontré. Cuando pasé frente a la raya la vi ahí, junto a papá, los dos quietitos, mirándome.
Así que me quedé acá, porque todos los demás están del otro lado (ayer vi a los abuelos y los primos).
Este lugar es muy vacío. A veces me siento solo, sobre todo los domingos. Por suerte de vez en cuando viene Ana a visitarme, se acerca al borde de la raya y me sonríe.