jueves, 30 de junio de 2011

Enfermo terminal - Néstor Darío Figueiras


Es una gran suerte que la biblioteca tenga tantos rincones ocultos. La multitud infinita de estanterías y libros establece una arquitectura adecuadamente recóndita y laberíntica. (Los libros son como ladrillos.) Papel impreso y madera barnizada (ambos elementos gastados, sumidos en una vejez exclusivamente bibliotecaria), generan el ámbito necesariamente sobrecogedor y a la vez cálido; casi hogareño, diría yo. Nosotros anhelamos el reencuentro con esa sensación "hogar-calor-seres amados", perdida para siempre... Nos contentamos con simulacros endebles e inanimados, como lo es esta falsa Hermandad que nos une, carente de todo afecto real, y cuya única razón de existir es la supervivencia.
Simulacros endebles... son como monedas falsas. A veces creo notar en los ojos tras los libros el mismo dolor. Sobre todo durante la tarde, cuando la sala de lectura está llena de estudiantes adolescentes. (¡Ah! ¡Cuán deseables son las jóvenes bajo sus uniformes grises y rojos! Deseables y dignas de lástima, con esa pretensión de independencia ilusoria, con ese ímpetu vital y arrogante con el que mascan chicle sin parar… No saben que viven de monedas falsas.)
Sólo el ardor de la tierra alivia la pena. Es bien sabido por todos que nuestra comunión con la tierra es imprescindible.
La penumbra eterna es otra ventaja. Es maravilloso observar como todas las cosas van fundiéndose en un mismo color dentro de una biblioteca. Aún los seres vivos van adquiriendo ese tono marrón parduzco con el paso de los días. Y también las ropas se impregnan con un resplandor mortecino y castaño. He tapado las ventanas con estantes repletos de tomos que no figuran en los catálogos. La luz agoniza aquí.
El punto es que mi empleo como bibliotecario me permite sobrellevar mi padecimiento bastante bien. Mi vagar insomne entre los anaqueles desde donde me vigilan los lomos raídos se ha transformado en una rutina aceptada por el instinto.
En algunas ocasiones hojeo detenidamente los libros, releo por enésima vez los comentarios equívocos de Paulo Erzambre acerca de los mitos del Draken, las leyendas de los drugos y su versión torpe e inexacta de la epopeya del llamado Uzannur. (Tan sólo lo hago para reírme, nadie ha conocido al terrible Draken como nosotros lo conocemos.) A veces escudriño los volúmenes tras alguna pista de Adravis, la garra irresistible que mora bajo los lechos de los hombres. (Determinar la amenaza de los peligros potenciales es uno de los deberes de todo miembro de la Hermandad. Sospechamos que el ataque de la garra es mortal, según consta en ciertos manuscritos hallados en Lotrán, ciudad donde se esconden los lívaros.) Y así van transcurriendo las lentas horas diurnas...
Ocasionalmente, y alentado por la oscuridad precoz de las tardes de invierno, cruzo la avenida corriendo en dirección a la catedral. Allí la luz es aún más escasa que en la biblioteca, lo que me permite permanecer sentado entre los fieles desesperados una o dos horas, escuchando fascinado los susurros incomprensibles. Todo sigue en su sitio... La cruz, el altar... Todo eterno y muerto... El polvo milenario cubre a los santos de piedra. Me estremece pensar que todo sigue igual a lo largo de los siglos y que yo no, yo que debiera ser inmutable.
Admito que la curiosidad me llevó a adoptar esa manía insanamente religiosa de visitar el templo: me han comentado que la imagen de la virgen ha llorado lágrimas de sangre; y deseo ver tal manifestación de poder lívaro. (Seguramente es una de sus proyecciones transanímicas.) Al salir de la iglesia, ya entrada la noche, saludo a las gárgolas que descansan en los capiteles de la fachada, y vuelvo a la seguridad cálida de la biblioteca.
En fin, me he resignado a mi destino. Me he habituado a quedarme solo entre los libros durante las noches, cuando los otros se despiertan y se van. La debilidad provocada por la falta de sueño me impide salir a cazar como lo hacen los demás. La Hermandad aún no me ha desahuciado, aunque también es bien sabido por todos que un vampiro que padece de insomnio está condenado al ostracismo, y finalmente a la muerte. Y ahora descubro que lo que he deseado innumerables veces me asusta.
En tanto duran las rondas de caza, limpio las decenas de ataúdes que se hallan en el secreto y profundo subsuelo de la biblioteca con un afán propio de un ama de casa. No reconocen mi labor, pero continúo con esa tarea puntillosamente para combatir cierto sentimiento de inutilidad que me deprime, aunque creo que por eso la Hermandad aún no me ha desahuciado. Soy un sirviente sumiso y eficiente.
Y luego satisfago mis apetitos varios. Ocasionalmente hay alguna estudiante que se extravía en los corredores más oscuros buscando libros de medicina. Ocultarla hasta la medianoche es tan simple...

Sobre el autor: Néstor Darío Figueiras

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