jueves, 24 de marzo de 2011

La próxima luz - Stefano Valente


El sacerdote se miró la cabeza reflejada en el espejo opaco y agrietado. Torció la boca con un “mmmm…” de desaprobación. El viejo reloj de pared parecía espiarlo desde la humedad filtrada de los muros, silencioso, el segundero roto que hería imperceptiblemente un vacío siempre igual.
La mano rugosa se deslizó viril sobre la cúspide de la cabeza, encontrándose con una corta, hirsuta vellosidad. Después abrió un cajón detrás de otro, hurgando en las diferentes ausencias de cada uno, hasta que sacó una pequeña lata de metal. Rápidamente, con los ojos puestos en el reloj, el padre vació el contenido invisible de la lata sobre el cráneo y esparció las bacterias sobre la cabeza, con meticulosidad, pasando los dedos sobre la sien hasta la oreja y la nuca.
Los pequeños organismos mutantes habían hecho su trabajo y ya estaban muertos cuando el sacerdote, la estola sobre la espalda, pasó a la capilla adyacente, calvo y brillante como alabastro. Los únicos tres videos encendidos brillaban intensamente entre los otros, tres parpadeos, tres ojos abiertos de par en par en medio de una platea de ciegos. Podía parecer normal para una función matinal en plena semana. Las tres mujeres estaban en ese momento de pie y, con el típico video mal sincronizado, miraban delante de ellas, aunque las pantallas estuvieran en posición periférica y no en dirección al altar.
“El Señor esté con vosotros…”
“… y con tu espíritu”, respondieron al unísono las voces, zumbando. Las imágenes vacilaban ligeramente con el timbre más bajo.
El cura continuó la celebración como lo hacía siempre: las mismas pausas, las mismas palabras, las mismas entonaciones. Sólo en una lectura, durante la homilía, alteró un poco el volumen de su voz: una sutil, casi imperceptible alteración, que sin embargo le agradaba muchísimo.
Una vez terminada la misa se palpó complacido la cabeza con la palma de la mano, mientras un rayo de sol penetraba violentamente por la tronera en forma de ventana. Casi una mirada. La mirada del Señor. Sonrió satisfecho, sintiéndose en ese momento más cerca que nunca de Dios.
Luego giró hacia el altar y tomo el control remoto. Lentamente, una pantalla a la vez, pausó y rebobinó las tres cintas. Una de ellas amenazó con atascarse y romperse como, de misa en misa, lo habían hecho las otras, los ojos apagados de la asamblea; después se desbloqueó, con un crujido metálico, mientras la mujer con el rosario en la mano se levantaba y se sentaba neuróticamente.

El sol se desvaneció de repente y la oscuridad cayó súbitamente en el pequeño y húmedo lugar consagrado. El sacerdote se puso la máscara, corrió hacia la puerta y la abrió: a través del hollín perenne de los pozos que quemaban logró ver la silueta del avión que se alejaba rápidamente, rompiendo el horizonte con un estruendo, y dejaba atrás el tenue relámpago de la ojiva apenas descolgada.
Con tristeza, con decepción, se dio cuenta cuál era la fuente del resplandor, de aquel “rayo de sol”, que unos minutos antes había sido el pequeño asentamiento que lo abastecía de provisión y cultivos bacteriales de múltiples usos. Allá abajo vivió alguna vez un hombrecito que sabía de videos y de cintas.
Volvió a entrar. Se quitó la máscara, intentando no poner los ojos en la parte posterior de la pantalla: desde atrás era todavía más triste. El brillo pálido de la ciudad que quemaba a lo lejos hacía vibrar por un momento las sombras irregulares de las paredes agrietadas. Luego, nada más.
El sacerdote se arrodilló ante el altar y dio las gracias al Señor por su iglesia, por los fieles que aún le concedía. Entonces escuchó claramente, en el centro del pecho, el calor de la próxima luz, del último rayo de sol, cuando finalmente se habría perdido en la encandiladora mirada de Dios.

Traducido por Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)