miércoles, 2 de marzo de 2011

Conocido — Rubén Eduardo Gómez


El hombre de esa noche tropezó con otro hombre igual a sí mismo. Con el mismo rostro asombrado se quedaron mirando uno al otro y otro al uno. El hombre de esa noche miró a los costados y buscó testigos por toda la calle sin éxito. Pero supo poco después que el hombre igual a sí mismo había hecho lo mismo que él porque no era sino su reflejo en uno de los vidrios de la puerta corrediza de un bar.
El hombre que no era su reflejo decidió que había sido demasiada noche esa noche para pasarla así nomás y sin un trago y entonces entró al bar. La barra estaba vacía y su primera imagen fue verse tomando un vino acodado sobre el lustrado estaño. Entonces leyó el cartel que decía: “Si hay una mesa libre no puede beber en la barra. Si conoce a alguien debe compartir su mesa. No hay excepciones. No se fía. Gracias. La Gerencia”.
Detuvo su paso resuelto y encontró —no sin pesar— una mesa vacía. Su segunda mirada fue hacia los parroquianos. No, ninguna cara era conocida.
Bajó la vista y con resignación caminó hasta la mesa que lo esperaba en el medio del salón. Subió a la silla y de allí a la mesa. Todas las mesas tenían una persona que bebía parada sobre la mesa. Hubiese querido acodarse en la barra y cruzar algunas palabras con el gallego. Hubiese querido beber allí y contarle a ese desconocido sobre la desfinanciación de la fábrica, los cheques que hay que levantar el lunes, que tiene que despedir a su hermano y que no sabe qué decirle de todo esto a su mujer. Pero estaba parado sobre esa mesa. Hubiese preferido que el gallego, al que no conocía, se interiorizara en sus problemas y que le dijera: “Bueno, buen hombre, no hay mal que dure cien años… tomesé otro que invita la casa”. Y entonces el hombre de esa noche le habría contado cómo conoció a su mujer y cómo heredaron la fábrica de su suegro, y que ahora los productos los compraban muy pocas empresas, que la importación los había hecho bolsa y que no sabía como explicarle a su mujer que pronto iba a tener que cerrarla y dedicarse a otra cosa, y que no sabía a qué corno dedicarse porque no sabía hacer otra cosa que fabricar productos para muy pocas empresas.
Desde esa mesa y parado, haciendo equilibrio, pensó que no era algo que supiera hacer por sí sino que había tenido que aprender a hacerlo. No sabía cuáles eran sus habilidades, a qué podría dedicarse si tuviera que cerrar la fábrica. No sabía si podría atender una mesa, vender ballenitas, lustrar zapatos, escribir un artículo para una revista, entrevistar a alguien para un diario, conducir un programa de radio, repartir gaseosas con un camión o recolectar basura. No sabía qué podría hacer sin la fábrica, pero tampoco sabía quién era él.
El hombre de esa noche no veía sino noche, sombras en la oscuridad, reflejos de si mismo que tropezaban con él y no lo dejaban llegar a casa. Y ni siquiera podía acodarse en la barra. ¡Suerte perra!
Estaba ahí, parado sobre la mesa en el medio del salón del bar, tomando un vino tinto berreta que tiene un resabio avinagrado, haciendo tiempo para no tener que volver a su casa y decirle a su mujer que tiene que despedir a su hermano, que tiene que levantar no menos de diez cheques el lunes y que alguno se va a tener que quedar sin cobrar, que van a tener que cerrar la fábrica a lo sumo en mayo o junio y que se va a tener que dedicar a hacer otra cosa que no sabe hacer, y que…
Entonces dos hombres subieron a las sillas que acompañaban a su mesa, lo tomaron por debajo de las axilas y lo bajaron de allí. Lo llevaron hasta la barra y le pidieron que pague la cuenta. El hombre de esa noche buscó, con su brazo derecho la billetera que estaba en el bolsillo interior de su saco, sobre el corazón. Tomó unos pesos y se los acercó al gallego que tomó el dinero mientras le dedicaba un gesto de desprecio y murmuraba: “No vuelva por aquí”.
Mientras lo escuchaba notó que sus pies apenas tocaban el suelo. Los hombres robustos que parecían los hijos del gallego seguían sosteniéndolo y a una seña de su seguro padre con la cabeza, llevaron al hombre de esa noche hasta la vereda y con un movimiento firme y muy coordinado, lo arrojaron a la calle, por donde rodó y donde finalmente quedó sentado de espaldas al bar. “¿Qué… hi… hice?” alcanzó a decir.
“Su hermana está bebiendo un café en la mesa 12, al lado de la ventana.”— dijo uno de los fornidos gallegos.
“Es injusto” —dijo el hombre de esa noche— “no me conozco a mi, voy a conocer a mi hermana…”
Miró hacia la mesa 12 y su hermana ni siquiera había reparado en su expulsión del bar. Ella se mantenía de pie en la mesa, sosteniendo con la mano izquierda el platito mientras que los dedos de la derecha seguían en el asa del pocillo. Ella miraba hacia abajo, hacia la silla que acompañaba a su mesa y conversaba animadamente con el hombre que era el reflejo del hombre de esa noche.
“Es injusto” —repitió varias veces sin levantarse del asfalto— “es injusto…”.

1 comentario:

Unknown dijo...

¿cuantas historias como está hay hoy en día?¡ qué pena! un saludo