miércoles, 2 de febrero de 2011

Una remera manchada con sangre – Hernán Dardes


El gato no era grande. Había dejado de ser cachorro, pero todavía conservaba un aire juguetón y se paseaba por los brazos y hombros de ella con enorme docilidad. Subía por la izquierda, ella lo ayudaba a veces, llegaba hasta el hombro, pasaba por detrás de la cabeza y descendía por el otro brazo con elegancia. Ella lo acariciaba, el gato a veces se demoraba dando un par de vueltas sobre si mismo y empezaba a trepar haciendo el recorrido inverso. Ella era hermosa. La había visto pasar frente a mí unos minutos antes y desde que se sentó en el banco frente a donde yo leía, no había dejado de mirarla por encima del libro. Parecía feliz con su gato, que obediente se mantenía encima de ella ignorando los ruidos y el movimiento a su alrededor. Repetidamente trepaba por su brazo, ella lo tomaba del lomo, lo acomodaba sobre su falda, y él volvía a trepar.
No sé si ella me había visto, si sabía de mis ojos desviados de las páginas de un relato tan aburrido como la tarde, pero por un momento sospeché que el flequillo rubio cayendo sobre sus párpados eran para sus ojos lo que el libro para los míos. Me entusiasmé por un momento, pero después de un rato decidí, como tantas otras veces, dejar de pensar en quien tenía enfrente, y me refugié cobarde en la lectura. Aún así, con menos frecuencia, mantuve el interés por ella, y más que nada por la sorprendente docilidad de aquel animal que seguía recorriéndola sin descanso.
Pero fue en un momento en que las miradas ya tenían más de curiosidad mecánica que otra cosa, cuando encontré en sus ojos una respuesta. Un gesto extraño mezcla de súplica y ternura, y cuyo significado no comprendí hasta un buen rato más tarde. Justamente cuando volví a prestar atención al recorrido del gato, pude ver que ya no transitaba mansamente por los brazos, sino que se aferraba a ellos con las uñas filosas en punta, mientras la piel dorada era teñida por finos ríos de sangre que recorrían los brazos y el cuello de ella. Comprendí que esos ojos no me miraban a mí, miraban al prójimo. En silencio parecía reclamar una ayuda que juzgué innecesaria, ya que entendí que se trataba de librarse del gato en un movimiento brusco y ya. Pero ella no parecía dispuesta a hacerlo y seguía como hipnotizada, sometiéndose a las garras del felino sin expresar una sola queja. En un momento escuché un maullido agudo. Cuando miré, el gato trepaba veloz un árbol y se perdía entre las ramas. Ella, hermosa, caminaba lentamente hacia donde yo leía. Pude ver que el gato había lastimado bastante más que sus brazos y simulé distracción, amparándome una vez más en el libro. Caminaba firme directo hacia mí, y yo esperaba que la escena derive en un reclamo absurdo e incoherente. Sin embargo ella se desvió del rumbo; apenas pasó a mi lado, y al pasar se limpió los brazos ensangrentados en mi remera blanca; después siguió su camino. No me atreví a decir nada, ni a volver la mirada para seguirla. La tarde no duró mucho más. La mancha de sangre en la remera no pudieron removerla ni siquiera en el lavadero, que hoy cuelga como trapo sucio junto a algunas herramientas oxidadas.
Hasta aquí la historia no es más que una anécdota sobre una tarde aburrida y mi eterna timidez con las mujeres. Pero ocurre que desde hace unos días el gato amanece a los pies de mi cama con pedazos de ella colgando de sus colmillos.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

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