martes, 25 de enero de 2011

La galería – Héctor Ranea


En la galería estábamos más frescos. Hacía tanto calor afuera de ella que nadie quería salir y quienes lo hacían era porque no tenían otro remedio, y a regañadientes se resignaban al solazo. Por suerte, mi mujer y yo sólo paseábamos y nuestra única tarea era descansar un poco y llegar a tiempo a la función del cine, que estaba tan cerca que no debería ser difícil de cumplir, aún yendo por fuera de la galería. Por eso nos internamos en ella.
Era oscura, sólo estaban iluminados los negocios, no el pasillo. Eso hacía resaltar más la luz de los extremos, uno en la avenida y el obelisco, otro en la cortada de donde habíamos entrado hacía unos minutos. Más adentro estaba aún más fresco, pero no mucha gente quería gozar de este extraño privilegio, probablemente para evitar el golpe térmico al tener que salir en breves instantes.
Dentro, los negocios no parecían ser diferentes a los habituales excepto, tal vez, por la profusión de los que se dedicaban a tatuajes, a masajes Thai con auténticas chicas venidas de ese país, según anunciaban los carteles, escribanos que ofrecían descuentos en transferencias de titularidad de automotores y abogados dedicados a cuestiones de herencias. Pero más adentro, cerca de la entrada al edificio de dichas oficinas, en el centro de la galería, había un anticuario de joyas cuyo nombre en sí era digno de protagonizar una novela y por esa razón no lo menciono acá.
En las vidrieras de ese negocio, bien iluminadas desde adentro, había tres niveles. Para poder mirar los dos más bajos había que agacharse progresivamente. En el primer nivel tenía las joyas típicas que la gente descarta del joyero personal cuando necesita efectivo: pulseras, relojes, collares, nada especial. También había marcos para fotos en metales nobles. Pero era la bandeja más inocente, a decir verdad.
En la segunda bandeja los elementos expuestos eran más interesantes. Se trataba, en su casi totalidad de anillos. Bandejas y bandejas llenas profusamente de anillos, a cual más interesante. Mi señora me hizo notar que no era la posición habitual para exhibirlos, ya que hubiera sido más cómodo el primer nivel que, por otra parte, parecía vender mero producto de cambalache mediocre, mientras que los anillos eran en verdad encantadores.
Había una bandeja, por ejemplo, con anillos de sello. Monogramas, piedras preciosas y semipreciosas, algunas con evidentes vidrios de color pero con tallados estupendos, todo lo que abundaba en el escaparate le daba un aspecto extraño mezcla de tumba de capuchinos con tesoros de piratas. ¿Por qué dije tumba? Mi mujer me miró extrañada por la comparación y me preguntó lo mismo. Tal vez sea, ensayé en aquel momento, que ver tantos anillos ordenados me hizo recordar a las tumbas colectivas con los cráneos monacales formando macabras figuras de dudoso gusto pero ciertamente seductoras.
Una de las bandejas más nutridas me permitió ver un anillo importante. Se trataba de un dibujo extraño, en principio, y que sólo se podía ver en libros de arqueología, en el que dos espirales planas se desarrollan en forma logarítmica en fases contrapuestas, de modo que el esquema es el del camino de las burbujas en las hélices de una nave, proyectadas contra el plano del anillo. Una muestra estupenda del arte funerario de la edad de piedra. ¿Pero qué hace un adorno semejante en un anillo? Pronto vi otros anillos con adornos inquietantes como ese. Uno tenía la cabeza de un león cuyos ojos tenían pupilas triples, otro tenía la forma de un cilindro de Nínive que había visto en el libro del Museo Británico, un tercer anillo terminaba con un adorno que era la reproducción del pico del ave ibis. Y así todos. Lo que dije entonces fue: estos son anillos que pertenecieron a masones. Y en ese momento se abrió la puerta del negocio.
La encargada era una señora casi de mi edad, rubia teñida con grandiosos senos gran parte de ambos al aire, con una gran sonrisa y una simpatía que se transmitía por todo su cuerpo, hasta los pies, calzados con tacos de aguja sencillamente imposibles de usar para un mortal común.
Nos invitó a pasar. Dijo que había mejor vista de esos anillos. Y nos empezó a mostrar algunos de esa bandeja que yo calificara de artículos de masonería. Había de todo tipo de adorno, aunque ella negó con cierto énfasis que pertenecieran a masones muertos. Gorros frigios, manos de seis dedos, escuadras y compases combinados de cien modos, hoces, amarilis, flores de lis de cuatro labios, abejas de un ala, toda la parafernalia común a estos casos, mal que le pese a la rubia despampanante. Justo en el momento en que nos mostraba un anillo de oro con un pulgar izquierdo, eché una mirada al último estante, al más profundo.
En él había una serie de estatuas de tamaño de la palma de la mano, entre los cuales una serie de pájaros extraños parecían trinar en un idioma y frecuencias insólitas parecidas a tazones de bronce tibetano. La mujer nos miró con cara de pedir comprensión, como si estuviera haciendo algo ilegal, más de pedir perdón incluso que de complicidad. No pude evitar mirar a sus ojos y luego bajar la vista a su escote. Ella, lejos de ruborizarse, se miró a sí misma como comprendiendo que mi mirada había sido distraída por esa parte profunda de su cuerpo.
El pulgar del anillo era un motivo de discusión con mi mujer, que no quería saber nada de comprarlo, a pesar de ser de oro y estar a un precio casi irrisorio, de modo que no advertíamos que los pájaros, fundidos en vaya a saber qué aleaciones extrañas, emitían sonidos cada vez más semejantes a la música que siempre hubiéramos querido escuchar. Cuando nos dimos cuenta, todo nos giraba alrededor de nosotros y alrededor de la mujer del negocio. Confieso que sentí miedo, sobre todo de estar siendo drogado. En un parpadeo dejé de ver a mi esposa.
Ahora canto entre medio de los pechos de esa mujer. A veces hace demasiado calor, nunca frío. A veces me acomoda amorosamente en el escaparate, al abrigo de la vista de los pocos visitantes, junto a otros pájaros canoros. En el negocio que está enfrente me ha parecido ver alguna vez el retrato de mi esposa en la portada de un disco y trato de cantar, pero al menor intento la mujer vuelve a ponerme entre sus pechos donde me balanceo, me duermo, me desvanezco y olvido. Olvido.

4 comentarios:

El Titán dijo...

Ranea, soberbio...y me paso que hasta las últimas líneas no percibí el ¿fatal? desenlace...

Ogui dijo...

Gracias! Aparentemente, el protagonista tampoco tenía idea. Pero son cosas de los anillos. Tolkien tenía una hipótesis...

El Titán dijo...

Tolkien está mal: sabido es que el anillo de puro mal no se puede destruir en lava, se lo destruye con caricias y besos o llevándolo a la fría galaxia de andromeda...

Javier López dijo...

Qué clima, D. Héctor. Buenísimo, buenísimo.
Esa galería me atrapó.