sábado, 29 de enero de 2011

La séptima víctima - Marcos Zocaro


De pie en medio de la oficina, Sabrina está shockeada, la fotografía le quema las manos y se pregunta si sus amigos también recibieron una igual antes de morir.
La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a una época tan lejana como feliz; los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara sin saber que en ese mismo instante estaban firmando su sentencia de muerte.
Atónita, Sabrina observa el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos, el asesino los ha recortado prolijamente, salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva, su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el peor de los presagios: ella será la octava víctima, seguirá los pasos de sus amigos y nada ni nadie lo impedirá.
Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose todo por delante (incluso a su jefe), sube al auto estacionado en la puerta y se dirige hacia su casa.
En medio de su desenfrenada carrera, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la hizo saltar de la cama: “Encontraron el cadáver de Alex en el río”, le dijo llorando, para luego agregar: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la camilla metálica donde descansaban los restos de lo que había sido su amigo Alex: no hubieran podido reconocerlo si no hubiese sido por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.
Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana la muerte visitó a Nadia: su cuerpo salvajemente golpeado fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina no relacionó ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela…
Un bocinazo la devuelve a la realidad, pero en lugar de aminorar la marcha acelera aún más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo. Está decidida a no ser la octava víctima.
Diez minutos más tarde llega a su casa, salta del auto y corre hacia la puerta. Al abrirla se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho; quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.
Avanza un par de metros hacia el interior de la casa. Está todo revuelto: infinidad de papeles en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y masetas rotas…
Sin que ella les dé la orden, sus piernas comienzan a huir: corre hacia el auto, sube y acelera a fondo, justo cuando la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiese llegado a advertirle… En cambio, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar: Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto en el que iban contra una torre de iluminación.
Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.
La imagen deformada de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente, y al recordarla no puede evitar estremecerse.
De repente tiene una idea. Gira en el primer retorno y encara hacia el este, hacia el campo de sus padres: aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida.
En ningún momento piensa en recurrir a la policía, Sebastián ya lo pensó antes y acabó misteriosamente con una bala enterrada en su cabeza.
Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta iluminando el horizonte, Sabrina llega al campo. Cruza la tranquera y detiene el auto frente a la casita que interrumpe aquel inmenso páramo.
Antes de apearse mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca que un grito desesperado escape de su garganta. Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido.
Presa del pánico, abandona el auto y camina a paso acelerado hacia el interior de la casa. No hay luces encendidas y la oscuridad lo envuelve todo. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra.
Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y… el grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la fotografía tomada en Brasil, y los rostros recortados forran el suelo.
El miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá en la octava víctima.
De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, y automáticamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y… retrocede aterrorizada. No puede creer lo que le muestran sus ojos. Y de inmediato sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella, apuntándole con un arma.
Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.

Distinta suerte - Raúl Lima


En una cárcel de Sevilla y allá por el mil seiscientos, un hidalgo manco llenaba cuartillas y cuartillas con las aventuras de un tal Alonso Quijano, que logró salvar de la mirada escudriñadora de los carceleros. Las publicó con el nombre de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha” y gustaron tanto que hubo una segunda parte y hasta una falsificación.
Por esos años, en su casona de la Mancha y en noche de duermevela, Alonso Quijano soñó con un preso al que le faltaba una mano, perdida en alguna batalla entre cañonazos y aire salino. Cuando despertó escribió un cuento, al que tituló “Don Cervantes de Lepanto” (perdido para la posteridad, ya que su Ama lo incineró junto con sus libros de caballerías).
El preso manco del cuento de Alonso Quijano vivió sesenta y ocho años sobre la tierra y, pese a algunos pecadillos, logró ingresar en el cielo. En cambio el hidalgo que sirvió de modelo al Quijote, por el descuido de los carceleros, lleva cuatro siglos en un infierno donde a diario es atormentado por inclementes demonios: críticos literarios, profesores de literatura, autores de minicuentos...


Tomado del blog de autores santiagueños En Los Esteros

Mamá quiero ser una estrella del rock - Héctor Gómis



Mamá quiero ser una estrella del rock. Quiero subirme a las barbas de la vida y estirar de ellas con fuerza. Quiero mostrarme ante masas enfervorecidas y provocar su locura. Deseo ser grande, más que la vida, aunque sea durante apenas un segundo. No pido ser un artista, no busco trascender, ni crear nada, ni conectar con nadie. Sólo quiero triunfar, lucir por un momento y saber qué se siente siendo un Dios, y ser entronizado, y gozar del sexo más salvaje con quiceañeras encocadas, y provocar desmayos, y destrozar hoteles. No te pido mucho, mamá, sólo dame eso. Concédemelo y seré feliz. Quiero que mi cuerpo se infle con drogas y alcohol, y me haga volar, y que el resto me mire desde abajo. Y que me adoren, y que me odien, y que me besen y que me escupan después de haberme besado, y que el mundo se rinda a mis pies, y que saquen la foto de mi culo en la portada de una revista. Sólo pido eso mamá. No te cuesta nada conseguirlo para mí. Quiero romper guitarras contra el suelo, y que griten a mi paso, y que me concedan todos los deseos, y volverme imbécil, y olvidarme de quien soy. Y poder maltratar a quien me rodee, y que aún así me sigan amando, o incluso me amen aún más. Quiero ser un enviado del diablo y lograr que miles me sigan, y que nos llamen legión. Quiero coleccionar virgos, y traficar con vidas ajenas, que todos mis caprichos se cumplan en el acto, y que al tiempo cualquier lujo me aburra. No tiene que ser tan difícil mamá. Tú puedes hacerlo para mí. Haz que sea una estrella del rock, y que todos me miren desde abajo y deseen estar en mi lugar. Haz que mi vida sea una montaña rusa. Busca un punto lo más alto posible y lánzame hacia allí. Tú haz sólo eso, dame el impulso, que yo me ocuparé del resto. Yo me encargaré de la caída y de dejarte un bonito cadáver.


Tomado de Un cuento a la semana

jueves, 27 de enero de 2011

Algo rojo – Héctor Ranea


La niña apenas si servía para traernos agua. Cada vez que partía por el sendero al manantial, en lo oscuro del bosque, creíamos que no volvería. Su valor había sido menor que el del jarrón que le dábamos para acarrear el agua. Su historia era sencilla: robada, vendida varias veces. Nada particular. Sólo que tenía un par de golpes en la cabeza donde algún patrón le había quebrado los huesos para que le encajara el culo de una vasija para que se quedara más tiempo. Evidentemente, no sabía cómo traer los cacharros. Niña tonta. La noche que no volvió no nos extrañamos que su suerte hubiera sido la peor.
Al amanecer, los hijos de los leñadores encontraron, por suerte, el jarrón y el tapado con capucha roja. Suponemos que habrá muerto ahogada en el pantano o tal vez un lobo errante la despachó. Que el barro haga con ella lo que no hemos podido nosotros.

martes, 25 de enero de 2011

El café frío – Martín Gardella


Como todas las mañanas, leía el diario mientras tomaba un café cerca de la oficina. De repente, vi aparecer a Eduardo cruzando la puerta. Hacía mucho que no lo veía al flaco; estaba casi igual que la última vez que nos habíamos encontrado, algunos años atrás, en esa misma cafetería.
Se acercó caminando directo hasta mi mesa y festejamos el casual encuentro con un abrazo amistoso. Lo invité a sentarse y tomar un café conmigo. Le conté acerca de mi vida, de cómo estaban los chicos, mi esposa, los perros, nuestros amigos en común. Sin embargo, él me escuchaba en silencio, con apatía, apuntando su mirada triste hacia la tacita de café que se enfriaba pasivamente. A pesar de mis preguntas, no quiso contarme nada acerca de sus cosas, salvo algunas quejas por tener demasiado tiempo libre en esos días. Al despedirse, noté que lo estaba haciendo para siempre. Se alejó sin darse vuelta, arrastrando los pies, esquivando las mesas tardamente. Estaba raro.
Me quedé leyendo el diario por un rato. Descubrí que el nombre del flaco se repetía varias veces, escrito en negritas, entre las necrológicas.

La galería – Héctor Ranea


En la galería estábamos más frescos. Hacía tanto calor afuera de ella que nadie quería salir y quienes lo hacían era porque no tenían otro remedio, y a regañadientes se resignaban al solazo. Por suerte, mi mujer y yo sólo paseábamos y nuestra única tarea era descansar un poco y llegar a tiempo a la función del cine, que estaba tan cerca que no debería ser difícil de cumplir, aún yendo por fuera de la galería. Por eso nos internamos en ella.
Era oscura, sólo estaban iluminados los negocios, no el pasillo. Eso hacía resaltar más la luz de los extremos, uno en la avenida y el obelisco, otro en la cortada de donde habíamos entrado hacía unos minutos. Más adentro estaba aún más fresco, pero no mucha gente quería gozar de este extraño privilegio, probablemente para evitar el golpe térmico al tener que salir en breves instantes.
Dentro, los negocios no parecían ser diferentes a los habituales excepto, tal vez, por la profusión de los que se dedicaban a tatuajes, a masajes Thai con auténticas chicas venidas de ese país, según anunciaban los carteles, escribanos que ofrecían descuentos en transferencias de titularidad de automotores y abogados dedicados a cuestiones de herencias. Pero más adentro, cerca de la entrada al edificio de dichas oficinas, en el centro de la galería, había un anticuario de joyas cuyo nombre en sí era digno de protagonizar una novela y por esa razón no lo menciono acá.
En las vidrieras de ese negocio, bien iluminadas desde adentro, había tres niveles. Para poder mirar los dos más bajos había que agacharse progresivamente. En el primer nivel tenía las joyas típicas que la gente descarta del joyero personal cuando necesita efectivo: pulseras, relojes, collares, nada especial. También había marcos para fotos en metales nobles. Pero era la bandeja más inocente, a decir verdad.
En la segunda bandeja los elementos expuestos eran más interesantes. Se trataba, en su casi totalidad de anillos. Bandejas y bandejas llenas profusamente de anillos, a cual más interesante. Mi señora me hizo notar que no era la posición habitual para exhibirlos, ya que hubiera sido más cómodo el primer nivel que, por otra parte, parecía vender mero producto de cambalache mediocre, mientras que los anillos eran en verdad encantadores.
Había una bandeja, por ejemplo, con anillos de sello. Monogramas, piedras preciosas y semipreciosas, algunas con evidentes vidrios de color pero con tallados estupendos, todo lo que abundaba en el escaparate le daba un aspecto extraño mezcla de tumba de capuchinos con tesoros de piratas. ¿Por qué dije tumba? Mi mujer me miró extrañada por la comparación y me preguntó lo mismo. Tal vez sea, ensayé en aquel momento, que ver tantos anillos ordenados me hizo recordar a las tumbas colectivas con los cráneos monacales formando macabras figuras de dudoso gusto pero ciertamente seductoras.
Una de las bandejas más nutridas me permitió ver un anillo importante. Se trataba de un dibujo extraño, en principio, y que sólo se podía ver en libros de arqueología, en el que dos espirales planas se desarrollan en forma logarítmica en fases contrapuestas, de modo que el esquema es el del camino de las burbujas en las hélices de una nave, proyectadas contra el plano del anillo. Una muestra estupenda del arte funerario de la edad de piedra. ¿Pero qué hace un adorno semejante en un anillo? Pronto vi otros anillos con adornos inquietantes como ese. Uno tenía la cabeza de un león cuyos ojos tenían pupilas triples, otro tenía la forma de un cilindro de Nínive que había visto en el libro del Museo Británico, un tercer anillo terminaba con un adorno que era la reproducción del pico del ave ibis. Y así todos. Lo que dije entonces fue: estos son anillos que pertenecieron a masones. Y en ese momento se abrió la puerta del negocio.
La encargada era una señora casi de mi edad, rubia teñida con grandiosos senos gran parte de ambos al aire, con una gran sonrisa y una simpatía que se transmitía por todo su cuerpo, hasta los pies, calzados con tacos de aguja sencillamente imposibles de usar para un mortal común.
Nos invitó a pasar. Dijo que había mejor vista de esos anillos. Y nos empezó a mostrar algunos de esa bandeja que yo calificara de artículos de masonería. Había de todo tipo de adorno, aunque ella negó con cierto énfasis que pertenecieran a masones muertos. Gorros frigios, manos de seis dedos, escuadras y compases combinados de cien modos, hoces, amarilis, flores de lis de cuatro labios, abejas de un ala, toda la parafernalia común a estos casos, mal que le pese a la rubia despampanante. Justo en el momento en que nos mostraba un anillo de oro con un pulgar izquierdo, eché una mirada al último estante, al más profundo.
En él había una serie de estatuas de tamaño de la palma de la mano, entre los cuales una serie de pájaros extraños parecían trinar en un idioma y frecuencias insólitas parecidas a tazones de bronce tibetano. La mujer nos miró con cara de pedir comprensión, como si estuviera haciendo algo ilegal, más de pedir perdón incluso que de complicidad. No pude evitar mirar a sus ojos y luego bajar la vista a su escote. Ella, lejos de ruborizarse, se miró a sí misma como comprendiendo que mi mirada había sido distraída por esa parte profunda de su cuerpo.
El pulgar del anillo era un motivo de discusión con mi mujer, que no quería saber nada de comprarlo, a pesar de ser de oro y estar a un precio casi irrisorio, de modo que no advertíamos que los pájaros, fundidos en vaya a saber qué aleaciones extrañas, emitían sonidos cada vez más semejantes a la música que siempre hubiéramos querido escuchar. Cuando nos dimos cuenta, todo nos giraba alrededor de nosotros y alrededor de la mujer del negocio. Confieso que sentí miedo, sobre todo de estar siendo drogado. En un parpadeo dejé de ver a mi esposa.
Ahora canto entre medio de los pechos de esa mujer. A veces hace demasiado calor, nunca frío. A veces me acomoda amorosamente en el escaparate, al abrigo de la vista de los pocos visitantes, junto a otros pájaros canoros. En el negocio que está enfrente me ha parecido ver alguna vez el retrato de mi esposa en la portada de un disco y trato de cantar, pero al menor intento la mujer vuelve a ponerme entre sus pechos donde me balanceo, me duermo, me desvanezco y olvido. Olvido.

Visita - Olga A. de Linares


Yo no quería venir. Pero cuando má dice “hoy vamos a ver a la tía”, no hay más vueltas. Tenemos que venir, sí o sí. “Para eso somos familia”, dice. Prefiero ir a lo de Inés, que sí es mi tía-tía, ahí no hay problema, juego con mis primos y lo pasamos bárbaro; además ella es linda, se ríe siempre, aunque hagamos lío, y me da galletas de chocolate... Tía Antonia no se le parece en nada. A mí me hace pensar más bien en una bruja. Y huele siempre raro, un poco como las cosas que guardamos en el placard de la piecita del fondo. Además, todas las veces me mira como si no supiera quién soy. Má me dijo que es hermana del abuelo Luis, que está sola y enferma, y que por eso tiene que vivir acá, en este lugar lleno de personas igual de reviejas y que a mí me asustan un poco. Antes, el único que la visitaba era el abuelo. Pero se murió y ahí fue que tuvimos que empezar a venir nosotros. Má dice que es lo menos que podemos hacer. Bueno, está bien, digo, si a ella le gusta... Lo que no sé es para qué me trae a mí. Ya le dije un montón de veces que soy grande, que me puedo quedar en casa mirando la tele, pero no hay caso. Que no me va a dejar solo, dice. Y que ella tampoco está chocha de la vida por perderse la tarde del sábado después de laburar toda la semana. Pero que se lo prometió al abuelo y ella siempre cumple lo que promete. No sé, a mí me prometió hace mucho que me iba a comprar la camiseta de River y todavía nada.. Al final, me voy a hacer viejo esperando, igual que el abuelo Luis y la tía Antonia. Porque aunque parezca raro, hace como mil años, ellos también fueron chicos. Los vi en unas fotos que encontré en una caja adentro del ropero del abuelo. Má dice que tengo los mismos ojos y el mismo pelo que él. La nariz… no tanto. “Esa la sacaste de tu padre”, añade, y me parece que eso no le gusta mucho. Yo no sé si lo de papá es cierto, porque ella tiró todas sus fotos cuando se fue, y no me acuerdo cómo era… Pero bueno, la cosa es que a mí la Antonia de esas fotos de antes me gusta más que esta de ahora. Y me pasa que mucho no entiendo cómo puede ser la misma. Le miro el millón de arrugas, y los ojos chiquitos, y… ¿saben de qué me acuerdo? De una tortuga que tuve que se la comieron las hormigas. Si hasta mueve la cabeza igual… Má le cepilla el cabello, le corta las uñas, le da un caramelo de miel… Después creo que ella tampoco sabe qué más hacer. Se pone a mirar por la ventana, y nos quedamos los tres callados, escuchando el ruido de la calle, el televisor que los otros viejos están mirando en el comedor, el tic-tac de un reloj que parece un granadero de guardia en el pasillo. En lo único que quisiera pensar es en que cada vez falta menos para irnos. Pero también pienso si algún día no habrá otro chico como yo sentado acá, mirándome y pensando si seré o no el mismo que él vio en alguna foto vieja.


Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com/

Profecía - Ademir Morales Rojas


Una vez más Sonia y los graffiti. Ramón dejó de pensar en lo primero para concentrarse en lo segundo. Había descubierto, por fin, la clave de la profecía en esos rayones con aerosol en ciertos vagones del metro. Lo había logrado justo hoy que había descubierto el engaño de Sonia. Un suspiro hizo que Ramón casi dejara caer sus libros y su cuaderno al piso del vagón semi-vacío.
Cada noche cuando regresaba a casa desde la Universidad —desde que la tesis agotadora le había conferido el dudoso honor de ser el último en salir de la Biblioteca Central— estudiaba con interés de profesor de sociología las crípticas pintas en los vagones del metro.
Al salir del metro dejaba de ocuparse de ello y se concentraba en la inminente cita con Sonia, su bella noviecita de Coyoacán. Sin embargo, cuando comenzaron los reclamos de la chica por sus ausencias y su exagerada dedicación académica, Ramón comenzó a presionarse a tal grado que cayó en un permanente nerviosismo, una tensión que lo alteraba en grado sumo.
Precisamente en ese tiempo descubrió el secreto de los graffiti, los increíbles mensajes disimulados en gariboleadas grafías. En cada recorrido por la línea 3 del metro, que a veces repetía sin necesidad, para investigar más, halló la clave de esa secta terrible que proyectaba un sangriento crimen, un abominable sacrificio ritual.
La noche en que acudió Ramón a casa de Sonia y los reclamos se transformaron en esa cruel sonrisa terminante (y la del hombre quien acompañaba a Sonia), fue en la cual Ramón descifró el graffiti definitivo, justo en el último metro en circulación, luego de vagar de tren en tren con las lágrimas en el rostro y los libros temblándole en las manos.
El mensaje secreto explicaba el lugar del bizarro ritual. Ramón bajó subrepticiamente a las vías y se internó en el túnel de la estación terminal del metro, sin fijarse en las ratas y cucarachas que le corrían por entre los tenis. Pronto encontró la enorme grieta y se internó en aquel ámbito de lodo y roca.
En cuanto se acostumbró a la oscuridad, Ramón descubrió por fin las miradas ansiosas que lo estudiaban.
Eran decenas de hambrientos seres, que en el día vendían, robaban o mendigaban en los vagones del metro, pero que de noche en noche se reunían en ese sagrado lugar para venerar un oscuro motivo de vida, entre cánticos, rezos y conjuros desquiciados.
Eran muchos sí, pero Ramón tuvo la satisfacción, en su último instante de vida, de percatarse que la profecía que había descubierto se había cumplido y de que, para él, los muchos feroces dientes que lo desgarraron no fueron tan dolorosos como los de aquella cruel sonrisa que nunca dejó de recordar.

Tomado de Literatura Virtual.

Bon appétit – María del Pilar Jorge


Esa mañana, al despertar, supo que le sucedía algo diferente. Se levantó de la cama con dificultad y logró llegar hasta el baño. El espejo reflejó una cara gris, macilenta, en la que asomaban un par de ojos desorbitados. Tenía sed, sed y hambre; trató de beber algo de agua, pero una sensación de asco irresistible lo hizo vomitar un líquido amarillento.
La visión de los alimentos guardados en la nevera le produjo asco. Sin embargo, tenía mucha hambre.
Desconcertado y sin preocuparse por vestirse adecuadamente, salió a la calle para toparse con personas que vagaban como él, desorientadas y famélicas, musitando un pedido inaudible. El hombre también comenzó a vagar, hasta que se cruzó con esa muchacha de largos cabellos lacios y figura andrógina; el dulce aroma de su piel le produjo una rara excitación que lo hizo olvidarse de todo lo demás. Apoyando una mano sobre el hombro de la joven, murmuró:
—Tu eres muy bonita —pero ella lo miró, lanzó un alarido e intentó alejarse corriendo. La mano se convirtió en garra y la atrajo hacia sí con desesperación.
Finalmente, mientras saboreaba extasiado el azucarado sabor de esa piel tan tersa, tan rosada, el zombi comprendió.

domingo, 23 de enero de 2011

La musa de Hiperbórea - Clark Ashton Smith


Demasiado lejos queda su pálido y mortal rostro, y demasiado remotas las nieves de su pecho letal como para que mis ojos puedan contemplarlos jamás. Pero hay veces en que me llega su susurro, como un helado viento de ultratumba, debilitado después de atravesar los golfos que separan a los mundos, y que ha surgido sobre los últimos horizontes de desiertos rodeados de hielo. Y me habla en un idioma que nunca he oído, pero que siempre he conocido; y me habla de cosas mortales y de cosas maravillosas, fuera del alcance de los deseos estáticos del amor. Su relato no es sobre algo bueno o malo, ni sobre nada que pueda ser deseado o concebido o pensado por las termitas de la tierra; y el aire que respira, y la tierra por donde anda errante, estallarían como el frío cortante del espacio sideral; y sus ojos cegarían la visión de los hombres como si fueran el sol; y su beso, si pudiera alcanzarse, se retorcería acuchillando como el beso del relámpago. Pero al oír su susurro lejano y poco frecuente, me imagino una visión de vastas auroras, sobre continentes más grandes que el mundo, y mares demasiado extensos para las quillas de las empresas humanas. Y a veces balbuceo los lazos extraños que nos trae, si bien nadie los recibirá con agrado, y nadie creerá en ellos ni los escuchará. Y en algún amanecer de los años desesperados, me adelantaré y seguiré hasta donde me llama, para buscar el beatífico nado de sus distancias nevadas, para perecer entre sus inescrutables horizontes.

viernes, 21 de enero de 2011

Hasta el próximo lunes – Xavier Blanco


Se acomodó y, antes de cerrar los ojos, miró por la ventana: la ciudad se movía incansablemente. Dejó caer sus párpados, deseosa de escuchar aquella dulce voz que tanto la tranquilizaba. Él hablaba y hablaba de las cosas más sencillas, de los sentimientos más básicos, de la vida misma. Ella sólo escuchaba. Alguna vez movía los labios de forma casi imperceptible, dibujando una leve sonrisa, un tenue "sí", un suspiro.
Una estridente sirena rompió su sueño. Volvió a mirar por la ventana. Una hora después su tiempo había finalizado. A lo lejos, su hija movía los brazos ostentosamente dibujando en el aire un "es lunes y ha venido mi madre a buscarme". Pagó la carrera y se despidió de Juan, el taxista, con un lacónico adiós.
Durante años él la había llevado, cada lunes, en su taxi al psicoanalista. Pero un día descubrió que lo que realmente le reconfortaba era ese momento. Cambió de terapia y ahí sigue, cada lunes, desde el taxi auscultando su ansiedad.

miércoles, 19 de enero de 2011

El dragón a la mesa – Héctor Ranea


Desde que comía escabeche de dragón para el desayuno, había tenido cuidado de no dejar entrar las espinas de la bondiola. No eran muy grandes porque los cocineros usaban dragones terneras para ese platillo. Más cuidado, sin embargo, merecían los filetes de espada de dragón. Delicioso plato, pero peligroso.
La espada de dragón no era precisamente un arma, aunque los dragones la blandían como tal en ciertas ocasiones que tampoco podrían considerarse batallas, aunque algunas veces perdían la vida en esas refriegas.
La dieta draconiana no era la más sana para la gente, pero supimos sacar de necesidad virtud y, ante la escasez de guano de culebra debimos recurrir a los dragones para proveernos de vitaminas con niveles aceptables para la alimentación humana. En efecto, por entonces, conseguir un bocadillo de guano era prohibitivo, mientras que dragones abundaban.
Eso sí. La espada de dragón se había convertido en el plato no digamos nacional, pero sí uno muy buscado. El problema es que el dragón conserva sus propiedades intactas y la espada puede ser peligrosa si no se ingiere con cuidado. Llevársela a la boca sin ninguna salvaguardia puede ser nefasto y por eso se aconseja comer primero escabeche como para ir tomándole la maña a la contingencia.
Pero cuando una espina rayaba la encía, los problemas no se hacían esperar. O más bien, esperaban una semana al máximo y se manifestaban de mala manera. Por eso el escabeche debía ser preparado por gente sabia, el pH debía ser controlado con precisión, los metales debían extraerse con cuidado y, sobre todo, no dejar ninguna espina ni rastro de tendones. Cuando a pesar de todo ocurría el accidente, entonces ya podían prepararse para el resto. Y no era fácil.
Sobre todo, dolía sufrir el escarnio. Los paladares se convertían en llamas, la gente se reía. Y a uno, convirtiéndose en dragón, la única cosa que le quedaba era odiarlos hasta la médula. Pero el odio duraba poco ya que lo carneaban de juvenil. A menos, claro, que lo conservasen a uno para que desarrolle la espada.
En fin. Cosas del equilibrio ecológico.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Nochevieja - Javier López


Cuando subí al ascensor, la doble puerta corredera comenzó a cerrarse tras unos instantes. Pero, cuando faltaban unos centímetros para que una hoja alcanzara a la otra, se volvió a abrir. El detector de célula parecía haber captado a una persona que trataba de entrar, aunque yo no veía a nadie.
—Buenas noches —me dijo una voz incorpórea que me sorprendió.
—Esto... buenas noches. ¿Es usted el hombre invisible? —pregunté, sin saber muy bien lo que estaba diciendo.
—¡Cállese, idiota, que pueden escucharnos! —volvió a decir la misma voz.
Y ya no hablé más hasta que llegué a mi planta del hotel. El cuarto piso.
Antes de dormir pensé en lo que había ocurrido. Pero, analizando bien la situación, yo venía de tomar unas copas y era tarde. Quizá eso pudo confundir mis sentidos. Así que decidí que, definitivamente, lo que había ocurrido era producto de mi imaginación.
A la mañana siguiente salí de la habitación y volví a entrar en el mismo ascensor, para ir a la planta baja a tomar el desayuno. Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, de nuevo se volvió a abrir.
—Buenos días —escuché, y otra vez volví a no ver a nadie.
Esta vez no hice caso. Supuse que sería la resaca.
Tomé el desayuno y, cuando fui a pagar, el camarero me dijo:
—Ya está pagado. Invitó el caballero de la mesa junto a la ventana.
—Gracias, señor —comencé a decir, girándome hacia el lugar en el que teóricamente estaba el gentil desconocido.
Pero allí no había nadie. Me volví hacia el camarero, tratando de buscar una explicación. El camarero tampoco estaba, ni el bar, ni el hotel, ni yo mismo.
Despierto en mi habitación. Me duele la cabeza, siento náuseas. Vaya forma de recibir el nuevo año.

Sobre el autor: Javier López

Solapadamente - Sergio Gaut vel Hartman


—Encantada de conocerlo. Sólo lamento que no…
—No importa, yo ya sabía que…
—Pero si usted nos hubiera dicho algo antes de…
—No, no, no… Eso fue cuando todavía estábamos allá. Ahora le digo que es lo mismo.
—¿Acaso hubiera sido distinto si…
—Tal vez, no lo sé. Quizá sí… pero…
—Yo creo que no. Aunque si a usted no le importa…
—Me importa, pero ya no me afecta, ¿entiende?
—Más o menos. Yo tengo… bueno… usted ya lo sabe, ¿no?
—Sí, lo sé, siempre lo supe, y la justifico, a no ser que…
—¿Se puede saber de qué hablan estos dos? —le pregunté a uno que tenía pinta de ser del Servicio Secreto—. Parecen dos conspiradores. Usted entiende de estas cosas, ¿no?
—Shhh —dijo el del Servicio Secreto—. No me ponga en evidencia. Nadie sabe que soy del Servicio Secreto.
—¿Son o no son? ¿Urden un complot o no lo urden?
—Para nada.
—¿Entonces? ¿Por qué hablan en acertijos?
—Son los personajes de una microficción experimental.
—¿De qué microficción me está hablando?
—¡De esta, hombre! ¿Es estúpido o qué?

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Otra vida - Pablo Moreiras


Asustado y repentino desperté y encendí la luz, miré a mi alrededor, observé toda la habitación, escudriñé cada rincón en busca de algo que me fuera extrañamente familiar. Estaba solo. Me levanté aún tembloroso, me dirigí a la ventana y descorrí la cortina, frente a mí la noche aún avanzaba sin prisas, y toda la ciudad y su emjambre de titilantes luces se desparramaba fantasmagórica y onírica hasta perderse en el horizonte y la absoluta oscuridad. El corazón me latía deprisa, mientras yo intentaba entender aquel lugar, aquel instante, aquella fotografía. Finalmente me armé de valor y aún confuso acepté el desafío. Sigilosamente me vestí, me enfundé una vieja cazadora, y llené una pequeña mochila con las pocas cosas que encontré y supe mías. Salí de puntillas de aquel piso, cerrando la puerta lentamente tras de mí, para no despertar a nadie. Me había equivocado de vida.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:

Oportunidades que se desvanecen – Cristian Mitelman


Un hombre compra un paquete de cigarrillos y recibe un vuelto de dos pesos. Al guardarlo, nota que está escrita la fecha de su nacimiento. Debajo de esa coincidencia, hay un número telefónico.
Ya en el subte, nuestro hombre estudia las dos secuencias y verifica que responden a una misma mano.
¿Tiene algún sentido llamar? ¡Tantas personas nacieron ese mismo día!
Pasa una semana. Se resiste a abandonar el billete, lo que es absurdo, porque ya ha aprendido de memoria el teléfono. Cierta noche se desprende de él y decide hacer el llamado. Lo atiende una mujer (no sabe por qué, pero intuye que es hermosa) e intenta explicarle lo que le ha ocurrido. Las palabras le salen de un modo confuso; la mujer cuelga.
Se siente ridículo y decide olvidar (o intentar olvidar el asunto). Pero no lo consigue.
Un mes después, con un temor reverencial, llama nuevamente. La situación se hace más patética: atiende un hombre. No había pensado en esa posibilidad. De nuevo asume el argumento, aunque esta vez es un poco más claro. Por fin obtiene una respuesta:
–Yo también tuve en mis manos ese billete –le dicen–. Llamé a este número y narré la historia, pero habré sido más convincente, ya que la mujer accedió a encontrarse conmigo. Claro que le he mentido, ya que le dije que la fecha coincidía con la de mi cumpleaños…
–¿Y no es así?
–Claro que no. Pero ella es feliz conmigo y no tiene por qué enterarse. Sé que estamos entre caballeros.
Terminan el diálogo. Nuestro hombre siente que alguien ha usurpado su lugar. Y no hay forma de remediarlo.

Sobre el autor: Cristian Mitelman

El Creacionista - Claudia Sánchez


Tengo un sueño muy recurrente por estos días: sobrevuelo la tierra de sur a norte. Allí, los sentidos se distorsionan y tanto puedo ver al planeta entero, como a las piedras del fondo del mar. Puedo doblar la línea del tiempo, hasta hacer que sus extremos se toquen y formen un círculo sin principio ni fin. Y en esa rueda, sobresalen siete ángeles con siete candelabros en las puertas de siete iglesias, quemando siete sellos que desatan siete plagas que destruyen toda vida sobre la tierra. Y veo también a doscientos millones de jinetes inmaculados que son salvados y transformados para el inicio de una nueva era. Y los veo nadando en un magma blancuzco, luchando por alcanzar la luz que los volverá a la vida. Entonces, en dominio de un poder absoluto, contengo el aliento y despierto. Acabo exhausto. Sé que la única manera de terminar con estos sueños es empezar de una vez con La Creación. Un día de éstos.

Sobre la autora: Claudia Sánchez

lunes, 17 de enero de 2011

El asado primordial - Daniel Frini


—Vea mozito ―dijo el viejo Sánchez, hablando así, con zeta —, le estoy contando de un tiempo mucho antes de que Tata Dios viniera por estos pagos.
Era de madrugada y la Luna Nueva permitía una extraordinaria visión de las estrellas. El almacén de Don Espronceda oficiaba, las noches de los sábados, de boliche para la peonada de los campos de varias leguas a la redonda. Una suave brisa del sur hacía aún más frío el invierno y mi poncho me protegía a duras penas de la incipiente helada. Ya no sentía las orejas, pero hubiese sido una desconsideración imperdonable dejar las mesas donde se mezclaban añejas botellas de ginebra, de aquellas de barro, algún porrón de cerveza y dos o tres botellas de vino; debajo de la parra sin hojas, y pobremente iluminadas por la débil luz del Sol de Noche ―colgado en las vigas del techo, adentro— que escapaba por una pequeña ventana.
Yo era peón de Don Peralta, y llevábamos una tropilla desde Azul hasta Pergamino, y habíamos hecho un alto en los pagos de Chacabuco; en un viaje que hacíamos tres o cuatro veces al año. Lo de Espronceda era una parada obligada, y oír las historias de Don Sánchez, un placer que recuerdo con enorme nostalgia.
―Por acá vivían los pampas, mucho antes que los araucanos; y había otros dioses, antes del crucificado —contaba el viejo, mientras se persignaba.
—¿Sabe, Don, de dónde vienen las estrellas? ―había preguntado yo, a sabiendas que no iba a resistirse a inventar una historia fantástica.
—Mire ―prosiguió —, yo creo que la tierra estaba fresca, entuavía. Y los dioses no habían aprendido a distinguir entre el bien y el mal. Y no había mucha gente. De acá al mar, debe haber habido unas diez personas, no más. Tampoco sé si ya se habían inventado los guanacos. Por la zona donde ahora está el Tandil, vivían dos hermanos indios, muy pendencieros ellos. El cura de Balcarce me anotició, una vez, que a él le habían dicho que eran hijos del primer hombre y la primera mujer pampas; y yo creo que era así.
«Hace tanto de esto, que nadie se acuerda de los nombres de ellos, así que vamos a suponer que se llamaban Pedro y Pablo, digo yo.»
«Una vez los dos hermanos viajaban, caminando, más o menos por donde ahora está Olavarría, allá en el sur, buscando mujer para poblar la pampa. Dicen que encontraron una india muy bonita, pero que no se mostraba interesada en ninguno de los dos. Varios días estuvieron siguiéndola, hablándole de las cosas que le podían dar cada uno. Uno le prometía un rancho, el otro uno más grande; uno le decía dónde encontrar una aguada, el otro le decía que tenía un manantial con agua fresquita.»
«Cosa curiosa, vea, discutían tupido, pero paraban por las noches; porque en la época que le cuento no había estrellas; y la luna era gurisa y apenitas alumbraba un día de cada cien; y entonces uno gritaba para un lado y el otro para otro y se perdían. Eso les pasó una vez o dos, hasta que se dieron cuenta que así no iban para ningún lado, vea. Entonces, endispués, hacían un fueguito y carneaban algún peludo o una liebre, y tomaban aguardiente de caña, para curarse del miedo, porque entonces no se sabía si el sol iba a volver al otro día»
«Y nomás se peliaron por la moza, que al final se fue con un charrúa que supo cruzar a nado el Plata, cuando no tenía más que un tiro’e piedra de anchura. Pero el Pedro y el Pablo quedaron muy enemistados. Dicen que una noche que volvían para el Tandil, tan enojados entre ellos que ya se habían olvidado de buscar mujer; y pararon yo calculo que por los pagos de 9 de Julio, Atraparon un guanaco, lo que son las cosas, y juntaron toda la leña que pudieron encontrar para hacerlo asado. Pedro preparó un fueguito con dos pedernales, y endemientras se alistaban las brasas, Pablo fue cueriando al bicho, a mano nomás, y los dos acompañándose con unos tragos de caña. Al poco rato, estaban mamados y empezaron otra vez la pelea. Que me quería a mi; que no, que me quería a mi, que sos un mal hermano, que ya te via arreglar a vos, y todo así. Hubiera sido hoy, se faconeaban los dos, vea. Pero en aquella época entuavía no se había inventado el fierro, y yo creo que eso los salvó de despenarse el uno al otro. El Pedro ya tenía las brasas dispuestas cuando le dijo al hermano «Vos, rotoso, sos poco hombre pa’tanta mujer». Y ya se sabe que pa’un pampa no hay insulto mayor. Así que el Pablo tomó dos trancos de carrera y pateó las brasas con todas sus fuerzas. Tan fuerte, tan fuerte que las brasas siguieron viaje y dejaron la tierra y siguieron subiendo»
El viejo Sánchez se quedó callado. El silencio nos ganó a todos, y solo se sentía el silbido del viento en el que ahora se había transformado la brisa, entre las hojas de los eucaliptus del camino.
―¿Y, Don? ¿qué pasó endispué? — dijo el Pardo Sosa.
―Ahí tan las brasas —dijo el viejo, describiendo un arco con su dedo índice, marcando el recorrido de la Vía Láctea.

Daniel Frini

Marzo Postnuclear - José A. García González


Un fino polvillo, remedo de lluvias pasadas, caía de nubes gastadas; el frío resplandor de unas pocas estrellas decorando el cielo, llenaba las hojas del calendario en el final de aquel inhóspito mes de marzo.

Allí, en lo bajo, sonido alguno nacía en las casas abandonadas, en las calles inundadas, en la ciudad desolada cubierta de moho y misterio. Palabra alguna se pronunciaba, ningún fantasma agitaba sus oxidadas cadenas reclamando atención.

Todo era el silencio y la nada.

Invierno permanente, antinatural, provocado por quien ya no existe; primavera exiliada en lo profundo del sueño. Vida latente. Muerte perpetúa. Olvido sempiterno. Cuando terminó de llover fuego del cielo apareció el polvo. Y algún día el polvo se acabará, también.

O no.

Lo que vendrá, después, es ignorado.

El tiempo se torna incontable, invisible, incuestionable, sin nadie que lo cercene, lo encajone, lo desmenuce porque no lo comprende.

El antiguo marzo no es más que olvido, no caen las hojas de los árboles muertos, no clama el viento entre las ramas secas. Nada ocurre.

Nada.

Ni del sol ni de la luna nacen mareas y vientos. De la tierra no nacen cálidos hálitos de fuegos internos. Las aguas están tiesas, no se agitan allí donde nada hay para humedecer.

Silencio.

El mundo está vacío. Al mundo lo han vaciado. La vida ha muerto. El hombre se ha consumido. Nada respira. Nada existe.

O sí.



Tomado de http://proyectoazucar.blogspot.com/

Electrodomésticos – Sergio Gaut vel Hartman & Héctor Ranea


—¡Al fin! Creí que se habían olvidado de nosotros. ¿Qué les pasó, muchachos?
—Mucho trabajo, don. Mucho trabajo.
—Claro, para las fiestas.
—Sobre todo para las fiestas, pero no se olvide del Carnaval.
—¡Ah, claro! El Carnaval. Me encanta el Carnaval.
—No si trabajara en nuestros menesteres, le aseguro.
—¿Por qué? ¿Acaso la gente no les lleva trabajo en esas fechas?
—Se pierden bastante. Se pierden. Es un hecho. Mamados como están.
—¡Ah, claro! Y… son fiestas que invitan a beber. Por eso yo, una cervecita fresca y nada más.
—Pero la última vez que nos trajo el aparato estaba bastante maltratado. Hasta le tuvimos que reponer la cobertura de jinetillos de iridio.
—¡Uy! Pero eso ¿me lo habían presupuestado?
—¡Ah! No sé. Hable con el Departamento de Administración. De ahí le mandarán la orden para que pague. Le anticipo que le va a doler. No sólo por eso. Dígame, ¿usted se lo presta a algún menor?
—No. Definitivamente no. No tengo menores cerca. Sólo mi esposa y yo. Ni siquiera a amigos. Es de uso personal. Así estipula el contrato. Si no, imagínese el lío.
—Justamente. Lo encontramos programado para otro. Como no somos analistas, simplemente reemplazamos el programa por el original. Ahora está configurado como corresponde. ¿Cuándo fue la última vez que lo usó?
—¿Yo? La verdad, ni me acuerdo. No me tomo vacaciones desde hace un rato.
—¿Y su mujer?
—Mire… hace unos días que no la veo. Me dijo que iba a lo de su madre.
—¿Cuántos días?
—Dos o tres.
—Bueno. Parece que zafó. No sabemos para qué estaba programado el aparato, pero por las dudas, déjelo bajo llave. Al menos hasta tanto llegue el informe del analista programador forense acerca de la pirateada que sufrió el programa. Le recuerdo que mientras tanto se hace exclusivamente responsable a usted de cualquier manifestación extraña. Y le recomiendo muchísimo fumigar bien, que no haya piojos, ni moscas. Nada adentro del aparato, ¿me explico? Avísele a su mujer, que a veces en las pelucas de nanowire se mezclan los piojos mutantes de Indalecia.
—¿Indalecia, el planeta rojo?
—El mismo. Esos piojos son tremendos. No sólo chupan sangre desde almohadas sino que también le inoculan un solvente de memoria.
—¿La memoria premium hipercalibrada de superconductor con conexión ultra upsB clase II?
—La misma. Es vital que se mantenga, pero si se la disuelven, está fregado. Aunque, a decir verdad, no se crea, a veces un rayo borra todo y me ha pasado de salir a caminar por la cintura (el camino de cintura) y me encuentran los bomberos voluntarios. Una macana grande.
—¡Uf, ni que lo diga hombre!
—No me diga así, se lo ruego.
—Está bien. Tome unos kópecs por el trabajo.
—Gracias. Úselo con cuidado, por favor.



—¡Querida! Tenemos de vuelta el aparato. ¡Ven a ver qué bonito quedó con la nueva cobertura! ¿Qué te pasa? ¡Ya se fueron los del service! Nadie se dio cuenta aún de que somos piojos de Indalecia. ¡Ven que tenemos trabajo con nuestro nuevo teletransportador! Después del trabajo vemos esa película arcaica con Jeff Goldblum que te gusta tanto. Ven, por favor.


Sergio Gaut Vel Hartman
Héctor Ranea

En quiebra - Sebastian Chilano


Una cosa se sabe con seguridad de los viajes en el tiempo: no se puede ir hacia el futuro. No se puede ir hacia donde las cosas no han sucedido. Eso no inhabilita el pasado. El pasado existió. La principal pregunta es, entonces, hacia dónde ir. Porque, se sabe a partir de esta hipótesis, que no se podrá volver. Y se vivirá el tiempo exacto que la vida natural lo permita. A no ser que se insista en volver a viajar hacia el pasado, pero para eso se necesitan los conocimientos para volver a ensamblar una máquina del tiempo. Por lo tanto se recomiendan los viajes cortos. Claro que eso hace que no tengan sentido. No tiene ningún sentido viajar por dos o tres días. Son sólo viajes por cuestiones domésticas. Y para colmo de males, no se puede intervenir sobre los sucesos. Se altera la línea del tiempo, sí, pero no se puede variar. Uno asiste como espectador a la función de sus propios errores. O de los errores ajenos, lo cual es aún más aburrido. Por eso han caído en desuso y ya nadie usa la máquina del tiempo. Mi padre, su inventor, el hombre que dedicó su vida a inventar la máquina, está reunido con sus acreedores. Va a declararse en quiebra. Y si lo condenan a prisión por no pagar impuestos, prefiere ir preso antes que usar la estúpida máquina del tiempo.
Néstor Sebastián Chilano

El microcuentista - Javier López


El señor László Várkonyi, director general de la editorial Apró Történetek, había promovido una reunión extraordinaria a primera hora de la mañana. A ella acudía un único asistente, el editor Pál Csáky, una especie de cazatalentos que había potenciado la microficción en Hungría hasta llevarla a altos niveles de popularidad. Pál se encargaba de buscar autores y obras, y hacía a su vez de filtro. Habitualmente, si un autor llegaba a la mesa del director Várkonyi, su publicación era más que probable. Él era un hombre muy ocupado y no quería perder su tiempo leyendo algo que no tuviera futuro. Pero la última obra que había sobre su escritorio, de un tal Ferenc Szálasi, no le había gustado en absoluto.
—Pero Pál, por favor, ¿cómo me traes este libro? ¿Qué ves en ese autor? No es nada original, y lo que escribe no son microcuentos. Lo que he leído me pareció más largo que el Mahábharata y La Odisea juntos. ¿Cómo puedes presentarme a Szálaszy como microcuentista? Dime, dime ¿cuál es su mérito?
A lo que el editor respondió:
—Señor Várkonyi, a todo se aprende en esta vida. Ya le enseñaremos a escribir. Pero nuestra editorial se nutre de microcuentistas y había que aprovechar esta oportunidad: Ferenc Szálasi mide sólo cincuenta y ocho centímetros.

Javier López

sábado, 15 de enero de 2011

Lilith - Christian Lisboa


Eva estaba preparando la comida de los niños. Abel chupaba un hueso, su hermano Caín mordía una zanahoria, y su padre estaba ocupado lavando su hoja de parra, cuando escucharon por primera vez el golpeteo de los cascos de un caballo. Los cuatro salieron de la caverna y contemplaron, sin poder creerlo, la impresionante figura de una mujer que llegaba galopando, disparando terrones y polvo a su paso. A pocos metros de la entrada de la cueva, la mujer se apeó de un salto y dejó a su cabalgadura pastando. Luego, se dirigió a los cuatro perplejos habitantes de lo que fue el paraíso y los saludó por su nombre.
Eva fue la primera en reaccionar.
—¿Quién eres tú?, ¿por qué nos conoces? ¿Por qué llegas aquí sin ser invitada?
—Tú deberías saber quién soy. ¿Quieres ir conmigo? Te puedo llevar a conocer los más hermosos lugares, podrás vestirte como yo, y los hombres quedarán rendidos a tus pies.
Eva observó a la recién llegada. Era escandalosa. En lugar de mostrar su cuerpo desnudo, como debía ser, lucía una prenda de cuero que cubría y realzaba la forma de sus pechos, además de bragas, también de cuero, que ocultaban el vello pubiano. Eva, a pesar de su juventud, ya mostraba los senos caídos por falta de cuidado, y sus vellos, hirsutos y sucios, no eran agradables de ver. El rostro de Eva era bello, pero sus ojos carecían de la chispa de energía que bailaba en los ojos de la desconocida. Adán estaba helado por la impresión. No sabía si reaccionar con agresividad, protegiendo a los suyos de la intromisión, o si acoger a la recién llegada con hospitalidad. Estaba más inclinado a lo último, pues los negros ojos de la mujer lo cautivaban, y las extrañas prendas de cuero que semiocultaban el cuerpo de la bella, mantenían su mente ocupada en imaginar qué había debajo. Pero Eva rompió el silencio.
—¡Eres una blasfema! ¡Falsa! Vienes aquí a invitarme a ser infiel a mi esposo. ¿Y tú quién eres? ¿Qué pretendes? ¿Cómo sé que no quieres seducir a mi hombre y llevártelo?
—¿A ése? Ese no vale ni lo que hay bajo las uñas de tus pies. ¡Libérate, mujer! Si no lo haces, todas las que vengan después de ti deberán ser obedientes como esclavas, de imbéciles como éste. Sí, Adán, ¿acaso no me conoces? ¿Ya olvidaste por qué te abandoné? Me fui porque eres el tipo más aburrido del mundo. Y no has cambiado. Lo único que ha crecido en ti es la barriga.
Adán salió de su estupor. Ella estaba tan cambiada, pero sus ojos, sus cejas, su nariz recta, eran inconfundibles. La deseó más que nunca, pero sabía que era demasiado para él. No supo qué decir.
Eva ya no estaba muy segura. Continuó insultando a la visitante, pero sólo por marcar su territorio. Incitó a los niños a arrojarle piedras, y de una sola mirada inmovilizó a su esposo para evitar que interviniese, a favor o en contra.
La mujer volvió a montar en su caballo y se despidió a los gritos.
—¡Te acordarás de mí! ¡Por miles de años, tú, y tus hijas, y tus nietas, vivirán al servicio de tipos como éste, hasta que te decidas a escucharme!
—¡Vete, endemoniada! —dijo Eva. ¿Cómo te llamas, engendro del mal?
—¡Soy Lilith! ¡No lo olvides! ¡Legiones de mujeres me seguirán en el futuro!


Acerca del autor:

Arenga del Príncipe que iba a morir - Claudio Leonel Siadore Gut


¡Soldados y hombres libres! Allende las Montañas Nubladas, cruzando la Fortaleza del Bosque, las piedras y el fuego lloverán sobre nosotros, porque enfrentaremos al enemigo del final de todos los tiempos. Los engendros del Norte nos aguardan para humillarnos y esparcir sobre la roca nuestras vísceras aún palpitantes. Detrás del enemigo nos juran prosperidad los tesoros de los reyes que nos han dominado, las espadas de próceres que cayeron por nuestra causa, las capas de tantos santos y las columnas de los crueles templos de Oriente. ¡Marchemos con firmeza, hermanos, amigos! ¡Por nuestra tierra, nuestra familia, por nuestros dioses y los hijos de nuestros hijos! ¡Por el pan caliente, el vino fresco en la mesa y nuestras mujeres bien dispuestas! ¡Caminan hacia nosotros ataviadas con el alba, la libertad y la gloria! ¡El día del sacrificio llegará con el grito de los profetas! ¡Pero hoy no es ese día! ¡Volvamos a casa! ¡Volvamos a casa! ¡Volvamos a casa!

Sin aviso clasificado – Sergio Gaut vel Hartman


Una mirada al reloj le informó Que Saramago estába porción Llegar. Lucho contra do timidez, sí ARREGLO la corbata y Bebio sin sorbo de café; Frío estába. La Atmósfera Cargada del bar no contribuía a moderar do Ansiedad. No permitas de Que El los nervios te devoren, Plácido Augusto Jaime, sí DIJO. Tienes TODO Lo Que El escritor Aprecia y Valora: sensatez, mesura, puntualidad, honorabilidad. O Por lo Menos Eso Es Lo Que Plácido consideraba Que Saramago tendria en Cuenta a la hora de elegirlo.
El escritor entro al bar de COMO Cualquier persona, saludo en general a los parroquianos y sí Sento Frente a Plácido Haciendo gala de Cierto descaro, Lo Que en vista del Motivo del encuentro no debe llamarnos Demasiado la Atención.
- ¿Sabe nadar, andar en bicicleta, manejar Una Uzi? -Pregunto Saramago.
Plácido en sí sorprendio Un Poco, Pero estába Preparado párr algo asi. -Afirmativo, baño Los Dos de Primeros Casos. PUEDO Aprender a manejar la Uzi. ¿De Qué es? Topadora ¿Una? ¿Una cuatrista porción cuatrista?
-No-respondio Saramago Con el ceño fruncido-. ES subfusil un. Y no es Algo Que se Pueda Aprender a manejar es dos Días. Y COMO EMPEZAR del quiero un ESCRIBIR mi novela de Inmediato ... lo siento, no me SIRVE. Buscaré un Otro Para Qué encarne una Plácido Augusto Jaime. -Se levanto Sin Mirar al descartado y Arrojo par des de BILLETES arrugados Sobre la mesa-. Invito yo-DIJO, y sí Marcho.

jueves, 13 de enero de 2011

La risa de los mutantes - Georges Bormand


Conseguimos irnos y alcanzar la estación espacial. No era posible permanecer en la Tierra, demasiado contaminada, insoportable. Ya no lográbamos sintetizar los alimentos necesarios, los filtros de aire daban demasiados signos de desfallecimiento, y el agua, a pesar de todos métodos de purificación, seguía cargada de metales pesados, bacterias y virus patógenos.
Pero no podré olvidar que otros consiguieron adaptarse; no dejamos la Tierra muerta, deshabitada, sino la dejamos a estos mutantes que aparecieron entre los relegados, fuera de ciudades, y que también habrían aparecido en las ciudades gracias a la vigilancia ineficaz de los Guardianes de la Humanidad. Nora y yo debimos renunciar a tener descendancia, después de dos nacimientos de mutantes: nuestros genes estaban infectados; estuvimos a punto de ser expulsados, y no habríamos sobrevivido una hora fuera de ciudad.
Los mutantes, que sobrevivieron a las expediciones de exterminio enviadas por los Guardianes, se reían viéndonos partir. Aunque verdaderamente no los oí, porque el ruido del exterior no penetraba en nuestros vehículos, lo imagino después de haberlos visto. Resuena en mi cabeza, más fuerte que la explosión que destruyó la ciudad que no íbamos a dejarles, aunque permanece en mis sueños cada vez que trato de dormir. Y lo oigo cada vez que visualizo la Tierra en las pantallas de la estación.
No sé cuánto tiempo de supervivencia habremos ganado alcanzando la estación. Pero sé que se seguirán riendo después de que el último de nosotros haya muerto.

La nena llora lágrimas de madera - Eduardo Betas


La nena llora lágrimas de madera. Así de simple. Como si las lágrimas de sal se le hubiesen terminado. Su mirada de nena fabrica palitos tan parecidos a los de la yerba mate. Quizás se parezca al llanto de un árbol que hunde en el cielo su ramaje antiguo clamándole a un Dios que se fue a dar una vuelta y no se sabe cuándo o si volverá.
Sucede en Corrientes, provincia aguaverde. Donde hay historias que se las lleva la corriente de un río-vida que siempre se está yendo.
Como ese Dios viajero que parece haber colgado un cartelito de “Ya vuelvo” en la mirada de algunas nenas de por allí.
Porque no sólo las nenas de Corrientes lloran madera. Hay otras nenas, como la mami de once años que tiene la mirada partida, los ojitos de agua mordidos por inundaciones desesperadas. Con su infancia colgada de ganchos como signos de preguntas…
Esta mami de once años, correntina, tomada por asalto, con la niñez acribillada por la furia del sexo salvaje.
Esta mami de once años, sin Barbie pero con un bebé que es de verdad, de piel, llanto, carne, llanto, hueso, llanto, pañal, provechito, llanto…
Esta mami de once años estará tan perdida como Dorothy en “El mago de Oz”. La diferencia es que perdió para siempre el camino de ladrillos amarillos porque nunca vio al hada, siempre violada…
Por eso quizás la otra nena, la de Colonia Leibig, ahora esté llorando madera para poder construir cajoncitos de lágrimas donde sepultar a tanta niñez muerta.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

martes, 11 de enero de 2011

Para que se cumplan las escrituras – Sergio Gaut vel Hartman


—¿Quién eres tú, hombre? —pregunta Salomé—. Como mandado por alguien, entraste en mi cama y comiste de mi mesa.
—Soy quien viene de la igualdad —responde Jesús—. A mí se me han dado las cosas de mi Padre.
—Entonces te seguiré, serás mi maestro —replica Salomé, soberbia.
Jesús le dice: —Por eso digo que cuando alguien iguale se llenará de luz, pero cuando divida se llenará de oscuridad.
Salomé mira a su Maestro y se arrepiente de las palabras anteriores. Es una mujer rica que puede darse el lujo de tener en su cama al hombre que desee. ¿Es necesario dejar enredarse por la verborrea del tipo, por atractivo que sea?
—Puedes irte. ¿Ya has comido? Puedes irte, repito.
—No es tan sencillo —replica Jesús sonriendo—. Estarás entre las que miren desde lejos cuando yo cuelgue de la cruz.
—No entiendo.
—Ya entenderás cuando veas a tu lado a María Magdalena, a María, la madre de mis hermanos Santiago y José, y a Marta y María, las hermanas de Lázaro, al que resucitaré después de muerto. Y si no me crees, lee.
La mujer acepta incrédula el libro. Está abierto en una página del Evangelio de Marcos.
—No dice eso —argumenta Salomé levantando los ojos.
—Pero lo dirá, porque las Escrituras deben cumplirse. Y la comida y el calor del lecho, deben pagarse.


http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

Noche tras noche, la misma luna - Griselda Frini


La noche es cálida y tranquila. Lejos de la ciudad el silencio tiene más valor, las estrellas reflejan viejas lágrimas derramadas y por la ventana de la casa humilde se logra entrever la luna que él le regaló hace muchos años, cuando la casa era confortable, las lámparas rústicas colgaban del techo del living, la cama tenía sábanas blancas y el amor estaba ahí.
¿Cómo poder conciliar el sueño?. ¿En qué cosa agradable se puede pensar? Quizás recuerda la tardecita en que, libros en mano, entró a la biblioteca de la facultad o el café que tomaron en la barra de un bar, a media luz, mientras Louis Armstrong cantaba It’s a wonderful word…, conquistándolos a ambos; o la rosa carmesí robada al placero, el mismo que los corrió dos veces por besarse a los pies del monumento al prócer.
Tantas preocupaciones hicieron que dejase de volar hace tiempo. Da media vuelta, para no ver más la luna. Se tapa la cabeza con la almohada como si así pudiera evitar los recuerdos. Vuelve a pensar en la leche que no compró para el más pequeño de los cuatro hijos, el dinero para pagar la factura de la luz que ya venció, el trabajo que debe presentar y aún no termina…
Y el peor de todos los pensamientos está ahí otra vez. Como siempre, regresa y la petrifica, le hiela la sangre, le corta la respiración. Intenta evitarlo con otros mejores o peores… pero “ese” en particular, “ese”, vuelve.
Adónde está. Qué pasa que no viene. Le ocurrió algo.
Se levanta despacio. No hace ruido, para no despertar a los chicos. Toma agua fría de una botellita de coca, en la heladera casi vacía; y escucha para ver si percibe algún ruido. No. Son los gatos.
Otra vez recurre al auxilio de la luz de la luna. Ahora es para revisar que las mochilas estén preparadas, los blancos y planchados guardapolvos en los respaldos de las sillas de caño, las gomitas para el pelo de las nenas estén junto al cepillo “que no tira”. Sube la escalera lentamente, sin pisar el tercer escalón, que tiene un clavo flojo y rechina si lo toca. Mira a los chicos uno por uno.
Al mayor, el que dijo “basta ma, separémonos”, lo tapa con una frazadita liviana y lo besa; a una de las nenas le desata el cabello y también la besa; a los dos más pequeños, a los que sonríen más a menudo, les hace la señal de la cruz en la frente.
Escucha un auto que llega a la puerta de casa. Un par de gritos. Risas. Un “nos vemos mañana” y el auto se va. Ella corre escaleras abajo, salteándose el escalón número trece y entra en la cama. Se cubre con las sábanas y cierra los ojos como si quisiera dormirse en ese preciso instante y despertar cuando el reloj diera las siete. Pero sabe que no va a ser así.
La llave que golpea la puerta sin encontrar la cerradura. Abre. Saluda a la Negra, que ya ni mueve la cola. Habla en voz alta y enciende la luz.
Ella no alcanza a escuchar lo que dice, pero ya sabe el discurso de memoria. Analiza los pasos. Los movimientos son siempre los mismos. El se da vueltas, cierra la puerta sin llave, camina como puede, tropieza con el desnivel de la sala. Y empieza a llamarla.
Ella, reza en voz baja: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo” nunca falla. Si reza, el trámite es más corto. Un par de preguntas que pegan en el alma… pero nada más.
No. Parece que hoy no está nada bien. Va al baño y demora mucho. Por el ruido, ella sabe que vomita. No tira la cadena, pero apaga la luz. Se acerca. Intenta subir la escalera. No puede, a los niños no los va a saludar. Mejor. Se sienta al borde de la cama y tapa la luna con su cuerpo. El olor a cigarrillos y a alcohol inunda el ambiente. Ella piensa “mañana tendré que poner sahumerios”.
El pregunta si está despierta. Le cuenta que les ganó al Cana y al Tipí unos pesos jugando al truco, pero se los tuvo que pagar al dueño del boliche que otra vez le cobró de más.
Se desviste, se acuesta y no se tapa. La busca y la abraza. Ella sigue de espaldas, pero siente ese abrazo y tres minutos después sabe que ya se durmió. Ella se separa de ese abrazo, no quiere que la toque. De todas maneras lo tapa un poco.
Ahora si empieza a descansar. Pobre, es un buen tipo. Las cosas están mal. Las cosas le van mal. Pero hoy está feliz, ella sintió que él está feliz. Sólo se durmió, nada más. Entró y se durmió.
Intentó mirar el negro de la noche y cerró los ojos. Es tarde. Quedan pocas horas de sueño. Quiere dormir, pero las estrellas reflejan viejas lágrimas derramadas y por la ventana de la humilde casa se logra entrever la luna que alguna vez él le regaló.

Spacey-noises - Georges Bormand


¿Quien ha dicho que en el espacio no se oye ningún sonido? Es cierto para uno que esta en el vacío, seguro, pero no lo es dentro de una nave espacial. Cuando la nave corre a miles de kilómetros por segundo, el frotamiento en las paredes de las moléculas de hidrogeno es suficiente para producir un silbido permanente que resuena en toda la nave.
Y el sonido se hace más agudo cada vez que la nave acelera; sin contar los encuentros con nubes más o menos densas de gases o de átomos variados. Es una música lancinante. ¿Quizás es, en cierto modo, la música de las esferas que había prometido Huyghens?
Algunos astronautas no la soportan y la esconden bajo música o sus grabaciones preferidas; pero a mi me gusta, es la música de mis viajes; cuando no estoy en vuelo, la echo mucho de menos. El menor cambio de tono o de amplitud me despierta del sueño más profundo.
He grabado algunos minutos de los sonidos más bellos (a mi entender), así como imágenes de las pantallas de control de la nave asociadas con estos sonidos.
Cuando se los muestro, algunos se compadecen de mi: —¿Cómo soporta tal jaleo durante un vuelo entero?
Yo los compadezco a ellos que no saben cómo reconocer lo bello. Pobres.
Se debe decir, en rigor a la verdad, que el vuelo en cual grabé estos sonidos no fue un vuelo muy fácil; el cohete rozó un asteroide muy grande; cuando digo rozó… pasó a unos diez kilómetros del asteroide; pero, a diez kilómetros de distancia del corazón rocoso, la concentración de moléculas gaseosas era ya cien veces mayor que en el vacío “absoluto” y el concierto debido a la metralla golpeando las paredes de la nave fue proporcionalmente acrecentado. Con todo, contando las maniobras para evitar el asteroide cuando había sido descubierto y las necesarias para corregir la trayectoria compensando ambas desviaciones, la de evitar el asteroide y la debida a su atracción, tuve que trabajar como un loco durante horas, por lo que la grabación también me recuerda cuanta prudencia se necesita en cada vuelo.
Pero ya es hora de dedicarme al manejo de la nave, antes de que ocurra un accidente mientras estoy hablando...


El oráculo de Sadoqua – Clark Ashton Smith


Horatius, un oficial romano apostado en la recién conquistada provincia de Averonia, busca en vano a su desaparecido compañero, Galbius, de quien no existe al parecer ni señal ni rumor entre los nativos. Horatius, desesperado, solicita por último un oráculo de los druidas paganos: el temible y maligno oráculo del espantoso dios Sadoqua, el cual se cree dormita eternamente bajo tierra en una caverna en medio de los profundos bosques de Averonia. Encuentra el lugar, acompañado por varios soldados, y es llevado por los sombríos, repulsivos druidas que ordenan entrar sólo en la cueva del oráculo. En una gruta hendida de arriba a abajo, donde la luz de fuera desciende lúgubremente al interior de medio veladas sombras, halla a un extraño ser mitad humano, peludo, atezado, encadenado junto a una fétida sima de donde brotan hórridos y hediondos vapores. El ser responde, habla en un semiarticulado latín, y da una críptica contestación a sus preguntas relativas al destino de Galbius. Horatius se siente extrañamente desasosegado por algo en la voz; y cuando la medio tamizada luz del sol cae por un momento sobre el insólito oráculo, cree ver en este ser un remoto, deformado, imposible parecido con el perdido Galbius. La criatura, empero, niega ser Galbius; y Horatius se marcha con sus hombres, más dolorosamente perplejo y confuso que antes. Al irse, se encuentra con una preciosa chica pagana, que mora en las proximidades de la caverna. Se produce una inmediata atracción entre los dos; y Horatius regresa más tarde, solo, para continuar conociéndola. El amor crece entre ellos y la chica le cuenta, de mala gana, alguno de los verdaderos secretos de la caverna del oráculo, y confiesa que el actual oráculo es efectivamente el perdido Galbius, quien fue secuestrado por los druidas y encadenado al lado de la sima. Los vapores elevándose desde ella le habían hecho olvidar rápidamente todos sus recuerdos normales y habían causado su degradación en una forma subhumana. De esta manera, se había convertido en un apropiado médium a fin de ser influido por el durmiente dios Sadoqua, el que conoce todas las cosas; y podía responder las preguntas con las respuestas que el dios le dictaba. Muchos otros habían sido los oráculos del dios. Se decía que los vapores emanados de la sima eran su mismo aliento; y su efecto era tan terrible que pocos mortales podían resistirlos mucho tiempo sin morir o cuando menos tornarse tan embrutecidos que ya no eran capaces de hablar y perdían su valor como mediadores. Al saber esto, Horatius encolerizado entra de nuevo en la cueva secreta, y se encuentra con que Galbius se ha convertido en una casi informe masa de negro, velludo plasma, que profiere inarticulados sonidos. Horrorizado, trata de matar a la cosa. Los druidas entran y lo prenden mientras hunde su espada en el metamorfoseado Galbius. Es dejado inconsciente de un golpe. Al recobrar más tarde la consciencia, se encuentra a sí mismo encadenado junto a la maligna sima, inhalando los humos que le hacen olvidar su pasado humano en un loco, primigenio delirio.


http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/clark-ashton-smith.html

domingo, 9 de enero de 2011

Plagio - Sebastián Chilano


Jonás, muy enojado, buscó a Jesús, ya resucitado, y lo increpó. Sos un copión, le dijo. Jesús no le contestó. Estaba relajado. Como en el vestuario al final de una obra de teatro, ya lo habían bañado, lo habían perfumado, le habían dado la vacuna antitetánica (por los clavos), y él solito se había calzado un pijama estampado con ramas de olivos para, de una buena vez, acostarse a dormir. La indiferencia de Jesús irritó aún más a Jonás. Pero Jonás sabía que la culpa no era del chancho, como se decía por la época en las calles de Judea, sino de quién le da de comer. Así que Jonás buscó a Dios. Cuando lo encontró se quejó ante el con voz amarga. Mi historia ha sido plagiada, le dijo, has vuelto a usar mi argumento: me hiciste pasar tres días en el vientre de la ballena y ahora repetiste la fórmula con Jesús: lo dejaste tres días en el sepulcro y después lo sacaste, creo que no es justo. En su sabiduría infinita, Dios lo miró y le pidió que le nombrara un solo escritor de los pasados y de los por venir que no cayeran en la tentación de repetir una buena idea. Jonás, derrotado, se fue silbando bajito, o masticando bronca, depende de la versión que dio cada evangelista.

Sebastián Chilano

El plomo y el cristal – Sergio Gaut vel Hartman & Héctor Ranea


Entre otras cosas que recibí en herencia de mi bisabuela, está un centímetro de costurera, de esos de metro y medio que, dicen las voces sabias de mi familia, tiene la prosapia suficiente como para medir las culpas de uno con precisión de pocos pecados veniales.
Se supone que la forma de usarlo (aunque la original se pierde en la noche de los tiempos porque el centímetro ese parece tener más historia que la capa tejida por la solterona de San Nicolás) es acercar el medidor a la culpa y permitir que marque la distancia existente entre el inicio de los pecados y el usuario.
Ni qué decir tiene que semejante precisión y exactitud lo dejan al mentado usuario no sólo boquiabierto sino realmente estupefacto. A veces, como si sólo le faltara hablar, el centímetro canta las justas y aparecen escritas en orden decreciente de tamaño, las culpas que el usuario pudo haber olvidado.
En la familia se conocen varios casos de suicidio y tengo para mí que se deben a este aparato del demonio, pero aún así lo ofrezco para que cada uno se declare inocente de lo que pueda y descargue su alma de los pecados mal asignados, que siempre hay y que tenga tiempo de declararse inocente antes de que las Parcas le corten el destino y el gollete.
Pero claro, no todos resisten tanto análisis y se cuelgan antes de tiempo de alguna saliente en el departamento donde viven, casi siempre después de tener una verborrágica sesión con alguna tía, de esas que recuerdan con sumo detalle los episodios de la infancia que a uno le pesan como si fueran limones de plomo colgados de escrotos de cristal.

Sergio Gaut Vel Hartman
Héctor Ranea

Predecible - Estefanía Paéz Jimenez


Ella se sonrió a si misma frente al espejo, sabiéndose nuevamente en libertad, y pensando en lo estúpido que había sido, y que todavía era, ese hombre al que sólo le entregó algunos meses.
Ella lo había dejado, hace aproximadamente treinta días, un mes. Pero al hacerlo, supo que él le rogaría para que volviera, y así lo hizo.
Y al rechazarlo, supo que él la llamaría día y noche, y así lo hizo.
Enfurecido él pensó en su último recurso, un as bajo la manga que ella no tenía previsto, acorde a sus pensamientos.
Así tomó su calibre 22, y se dirigió hacia su casa, subió las escaleras con un sudor helado corriéndole por las sienes, casi con remordimiento, pero sin detenerse.
Tocó la puerta y esperó.
La mujer, del otro lado, se miró por ultima vez en el espejo antes de abrir la puerta y decirle ‘Te esperaba’.
En ese momento, se escuchó un disparo, y el hombre cayó al suelo sin llegar a desenfundar su pistola.

La bola de cristal - Víctor Lorenzo Cinca


La encontró hace años en el desván, escondida entre las mantas de un viejo baúl, y descubrió que en ella se podía ver el futuro. Se pasó, lógicamente, toda la tarde probándola. No fue a buscar a Carmen a la salida del trabajo, como todos los días, porque la bola le mostró una fuerte discusión entre ambos aquella misma noche. Luego, viendo en el cristal cómo perdía un par de juicios con todo a su favor, decidió que abandonaría la carrera de derecho. Pensó en estudiar medicina, pero la borrosa visión de un fallo mortal con el bisturí durante una operación le hizo rechazar la idea al instante. A partir de entonces, resolvió no emprender ninguna acción sin haber consultado antes en la bola las consecuencias que tendría, para así evitar desgracias.

Ahora, cincuenta años más tarde, sin haber salido apenas del desván durante todo este tiempo, sólo para comprar lo necesario y regresar a toda prisa a casa, reconoce que ha desperdiciado su vida. Ni siquiera se atreve a preguntarle a la bola qué ocurriría si la cogiese y la arrojase contra el suelo.


Tomado de Realidades para Lelos