domingo, 30 de mayo de 2010

La historia verdadera de la Cara de Cidonia - Héctor Ranea


Mucho me temo que algunos colegas científicos se estremecerán de verme caer al abismo de la locura pseudocientífica. Sé de dos que catalogarán mis empeños como Ciencia Patológica o comoquiera que la llamen. Pero debo decir a todos la verdad y nada más que la verdad sobre la Cara de Cidonia. En breve: la tallé yo.
Sé que muchas preguntas me van a formular después de semejante afirmación. La primera es cómo es que fui antes que llegara el Viking. Pues bien. Los Korindegon son cosmonautas desde hace miles de años, incluso algunas leyendas sitúan la habilidad de hacer volar artefactos en la época en que Marte tenía magnetismo y podían guiarse con cosas parecidas a nuestras brújulas. Y eso era en la época en que nuestro planeta cultivaba bacterias, incluso antes.
Ellos vinieron a mí después que un paisano los acomplejó con mate amargo y me hicieron la propuesta concreta de llevarme a conocer Marte. Ustedes saben de mi afición por la cosmonáutica, casi comparable a la de mi fascinación por la escultura y mi profesión de físico hizo el resto. Y ahí me fui, por ese vacío, como el poeta diría.
El problema es que nomás llegar conocí a Uhurlaqui, una korindegon de una belleza singular ya que, según me comentó el jefe Parlaki fue producto del amor de un korindegon con una hermosa mongol. Quedé con el corazón achicharrado al conocerla. Literalmente tan achicharrado que decidieron hacerme un trasplante. El khyul de un amagadón andaba bien, pero aunque me ponía un poco nervioso porque no tenía las mismas prestaciones, los ingenautas y cirucánicos lo pusieron bastante a punto. Con ese corazón podía amarla mucho más a Uhurlaqui sin riesgo de quemar la junta. Volábamos de aquí para allá y conocí mucho más de Marte que los actuales Rover. De hecho, cuando me llevó a Cidonia me encantó el lugar, tanto que decidí llevar mi amor a la piedra marciana. Claro que ésta no es como la nuestra así que tienen un sistema láser que produce formas que luego se copian a la piedra elegida. Me habían regalado un lasergromilZ que podía tallar hasta rocas del tamaño de un korindegon así que hice una escultura de su cara, para mi dulce Uhurlaqui.
Antes de volverme, me ofrecieron una tarea que era la de dibujar la fauna. Ellos tenían pocas habilidades domesticadoras y sólo lo habían logrado contadas veces, entre ellas, la madre de Uhur y yo... y pocas más. Ahí fue donde el agripeloso me mató. Me encontraron (más bien a mi cadáver) dos días marcianos después por lo que estaba casi totalmente podrido.
Sin embargo, sus recoñificadores reconstruyeron mi situación personal, lo cual llevó no pocos meses y muchas situaciones tensas de entrada en estado de grovinez, todo fue bastante estragador, para decirlo en kerocutuliano. Estragador a tal punto que Uhurlaqui aprendió a usar un equipo de escultura más grande y talló esa cara de ella en una montaña pero con la conjugada de la cara hizo la mía, que por ese entonces estaba en bastante mal estado, dada la putrefacción.
Y ésa es la historia de la cara y de por qué, vista desde diferentes puntos de vista no se parece a mí. Cuando quieran, les mando la foto, pero me estoy reponiendo... aún.

Tribulaciones de un comerciante marciano – María del Pilar Jorge


Se abrió la puerta del local y el viejo Uhumel entró a la blopería, arrastrando su extremidad inferior izquierda. Helio advirtió que llevaba un ñuknac corto, que permitía que el marciano exhibiera sus pilosas patas marrones.
—Hola, don Uhumel, ¿qué anda necesitando?
—Una onza de eso que ustedes llaman pan miñón, no entiendo por qué no le dicen blopis a los blopis, como todo el mundo.
Helio, que dudaba de la solvencia del vetusto marciano, le contestó con su mejor sonrisa
—Recién se fía después de la oscuridad nocturna y los zapatec, en el horario de la segunda comida.
—Jer…jer… hoy ya cobré mis yonies, sólo tengo un problema —se defendió Uhumel.
Lo sabía, pensó Helio, pero curioso como todo terrícola, dijo: —Cuénteme, don Uhumel, ¿qué le pasa?
—Erpeginia, mi mujer, me arregló este ñuknac, que estaba roto, y como puede ver, tiene muchos llovol.
—¿Y cuál es el problema, entonces? ¿No sabe en cual llovol guardó sus yonies?
—Si, pero… ese es el problema.
—¿No le alcanzan?, no se preocupe. Le fío la diferencia, yo ya sé que usted es un buen cliente.
—No, es que… —dijo Uhumel, acongojado, mientras una lágrima verdosa, se deslizaba por la curtida piel que circundaba sus grandes ojos—, justo ese llovol lo dejó cosido y el doncor marciano es imposible de cortar.

¡Hmmm! — Claudio G. del Castillo


Fu y Fa, turistas marcianos, deseaban conocer Nueva York. El choque con un pequeño asteroide desvió ligeramente la nave de su curso. Aterrizaron en medio de una plaza, junto a un blanco monumento. Cuando abrieron la escotilla supieron que estaban en problemas. Fu escudriñó el mapa y enfurruñó el pirlimplejo.
—Esa no es la Estatua de la Libertad —concluyó.
—¡Nos hemos perdido! —gimoteó Fa, y tiró la mochila al suelo.
Un viejo vestido de verde se les acercó:
—¿Son yanquis? —preguntó, mirando por encima de los espejuelos la gorra de camuflaje de Fu.
—Venimos de Marte —aclaró Fu.
—Buscan sol y playa, ¿no? —sonrió bonachón el viejo, a la par que paseaba un cabo de tabaco entre sus labios.
—¿Dónde estamos? —inquirió Fa a su interlocutor.
—¡Hmmm! Conque preguntillas, ¿eh? —murmuró este, suspicaz—. De forma general… diría que llegaron a las Antillas.
—¡Forrallonga! —maldijo Fu.
—Necesitamos orientación urgentemente, el hotel cuesta un ojánculo y el tiempo corre —suplicó Fa.
—Geografía, terca geografía… —se palmeó el viejo la frente—. Si mal no recuerdo… Veamos… —se rascó el cogote—. Al sur está Jamaica; a la izquierda, o sea al oeste… creo que la península de Yucatán, y al este Haití… Sí, Haití.
—¿Y al norte? —preguntó Fa—. ¿Qué hay al norte?
—¿Al norte? ¡Hmmm! —el viejo vestido de verde se ajustó los espejuelos con el dedo índice—. Al noreste están las Bahamas. ¡No tenemos norte! —dijo, lanzó un escupitajo y siguió su camino, mascullando algo entre el tabaco y los dientes.
—¡Forrallonga! —maldijo Fu.
—¡Perdidos, perdidos! —sollozó Fa, y pisoteó sus gafas.
—Debe ser una aberración del espacio—tiempo —especuló Fu—. Ascendamos nuevamente y echemos un vistazo. Presiento que pasamos la Tierra: este planeta tiene forma de mango.

Lapsus - Javier López


Estaba anocheciendo. Acababa de mirar el reloj digital del salpicadero de su coche: las seis y dos minutos. En ese mismo instante un intenso resplandor de luz blanca azulada lo cegó. Su vehículo se detuvo.

Algo iba a ocurrir, a partir de ese momento, que percibió como un inexplicable salto en el tiempo. Como si, en lo que dura un chasquido de dedos, hubiera pasado de estar instalado en el asiento de su automóvil, a ser conducido por una fuerza desconocida por los pasillos de lo que él diría que era una nave, sin estar en condiciones de precisar de qué naturaleza.
No tenía la sensación de que lo hubieran secuestrado, ni siquiera de que alguien se hubiera acercado cuando se detuvo su vehículo. Y sin embargo esa fuerza invisible lo estaba conduciendo hacia algún lugar, como si fuera escoltado y dirigido sin que mediara su voluntad.
La fuerza lo guió hacia una sala semiesférica acristalada, si a ese sólido transparente se le podía llamar cristal. Fue cuando se dio cuenta del mucho tiempo que debió haber transcurrido desde que su coche dejara de funcionar: el vehículo espacial —de eso ya no tenía dudas— estaba acercándose a la superficie rojiza, árida y pedregosa, de un planeta que no podía ser la Tierra. Y no por el paisaje, sino principalmente por el aspecto de aquella atmósfera de color anaranjado y luminosidad tenue.
La nave fue perdiendo altura y acercándose al suelo lentamente, sin emitir sonido alguno. Sobre el terreno se iba formando cada vez con más claridad la silueta de un enorme monolito negro de piedra basáltica. Segundos más tarde se hicieron visibles alrededor del monumento unas cuantas docenas de seres desnudos y de apariencia salvaje, aunque pronto pudo observar que parecían humanos actuales a los que se hubiera abandonado a su suerte y tuvieran un aspecto físico completamente descuidado.
Estaban exaltados y golpeaban en el suelo con palos. Aunque, a la distancia que estaba, aún no podía definir con seguridad lo que estaba viendo. Unos instantes después, comenzaron a utilizar aquellos utensilios para atacarse. Los individuos que aparentaban ser más fuertes y agresivos dirigían sus golpes contra los cráneos de los más débiles, hasta postrarlos en el suelo, malheridos o muertos. Cuando la nave por fin se posó, pudo ver con claridad que las armas que utilizaban no eran palos, sino huesos también de apariencia humana.
—Eso es lo que quedó de vosotros —oyó decir, como si resonara dentro su mente, a una voz sintética que parecía provenir de todas las partes de la sala—. Ahora tú y otros muchos ya lo habéis podido comprobar —continuó diciendo la misma voz en un tono que se sentía amenazador pero carente de cualquier emoción.

Despertó algo desorientado en el asiento de su coche, sin comprender bien qué hacía parado en el arcén de aquella carretera secundaria. La batería reaccionó al tercer intento de encendido. Miró el reloj del cuadro de mandos: las seis y tres minutos.
Pronto pudo continuar la marcha sin que se presentara ningún otro contratiempo.
Durante el trayecto fueron apareciendo, como flashes, extrañas imágenes en su mente. Por el momento no lograba identificarlas.

viernes, 28 de mayo de 2010

Historia de fósforos – Héctor Ranea


Meses atrás, debía advertirlo, comenzaron mis tribulaciones. Al querer cambiar una bombilla de luz me estalló en la mano y me corté. Era de esas que tienen una pintura interior a base de fósforo, el cual le da a la bombilla un brillo especial que hace que la iluminación no titile. Una esquirla de vidrio apenas visible se me incrustó en la yema del dedo índice derecho. Por suerte, soy zurdo, pero las molestias no terminaron al cicatrizar la pequeña herida. Ésta sangró un poco. Diría que dos gotas estándar, nada más. Pero lo que debí prever es que el fósforo se me metería en la sangre.
Como todos saben, fósforo se traduce Lucifer. Portador de luz. Ya Brand había visto en su taller secreto esa propiedad de acaparar luz donde otros sólo eran cuerpos opacos. Lo descubrió en la orina, en el semen, en los huesos. Comprendió que la luz mala se debía a Lucifer. Entonces dominó la luz, dominó a Lucifer. Y yo, pobre gil pampeano, no preví lo que me sucedió.
Unas semanas después del hecho que narro, un dedo de la mano izquierda tenía una fosforescencia pálida pero indudable que hacía parecer que el dedo fuera transparente. Al poco tiempo, el pene, más precisamente el glande, se me puso azul fosforescente (con tonos de verde, como corresponde a la fosforescencia que no tiene muy definido el color). Me hizo acordar a una película de Blake Edwards, pero a la pareja de entonces no le pareció nada gracioso y, como no se iba con nada (llegué a lavarme con lejía) finalmente se fue ella. Porca miseria.
Finalmente llegamos al día de la fecha. Tengo que andar desnudo porque cualquier cosa que me ponga no sólo me trasparenta, lo que es más ridículo aún, sino que me da un calor que me irrita la piel. Porca vacca.
Luego de varios intentos, estoy de pie en el puente sobre el río Napaleofú pero se me acercan las mariposas de noche, los bichitos verdes que vienen a copular en mis inmediaciones y me adornan como si fuera un átomo de Hidrógeno, con lo que me gusta la química después de esta experiencia fosforosa, un búho de las vizcacheras con una curiosidad, diría, malsana, una pareja de teros que se creen que llegó el día y un anciano pescador que se cree que soy una estatua cantora con luz y está armando su aparejo. Ni en este paraje solitario me puedo suicidar. Espero que al lanzar el aparejo no se me enganche en “salvas sean las partes”. Estar poseído por Lucifer no se lo recomiendo a nadie.

Noche y niebla - Daniel Frini


—¡Mamá! ¡el abuelo Adolfo se cagó otra vez!
—¿Otra vez? ¡viejo de mierda! ¡qué carajo se cree! ¿que estamos para servirlo? ¡Demasiado tenemos trabajando todo el día, pare tener que venir y atenderlo! ¡Como si fuera una delicia limpiarle el culo! ¡En lugar de agradecernos por no meterlo en un asilo! ¡¿Porqué no se muere y nos deja de joder la vida?!
El abuelo Adolfo gimió y una lágrima le corrió por la mejilla.
Se sabía inferior al perro de la familia.
Como siempre, como todos los días, se dijo que si volviese a nacer, si hubiese otra vida, si se encontrase en otro universo; sería otra persona, digno de respeto y admiración. Pero estaba allí y no en un mundo paralelo. Era un viejo sucio de mugre y afecto y no una persona reverenciada y temida. Era el mismo abuelo Adolfo de siempre, denigrado y ultrajado, que vivía en la pequeña villa de Braunau am Inn, en los Alpes austríacos, en la pequeña casita de los Hitler.

La bolsa sin dueño - Samanta Ortega Ramos


Camino por las silenciosas calles de Las Tablas mientras las nubes amenazan con romperse para deshacer el pigmento negro que tan mal les sienta.
Un ruido parecido a la respiración de un animal con malas intenciones me hace girar la cabeza. Es una bolsa que se arrastra por el suelo, nada más.
En la esquina, espero que el semáforo me de permiso aunque no vengan autos.
La bolsa se pone a mi lado y se queda quieta. Me causa gracia. Cruzo. La bolsa también y comienza a arrastrarse por detrás de mí, manteniendo una pequeña distancia de respeto.
Entro a la tienda de alimentación a comprarme un agua del tiempo porque tengo sed y cuando salgo ahí la veo, en la puerta, esperándome. Como es imposible continúo mi camino, pero la bolsa me sigue haciendo el ruido desesperado de animal sin dueño.
Entro a la autoescuela y salgo a la hora y media. Hay mucho viento. Las nubes no aguantan más y yo no llevo paraguas. Acelero el paso. La respiración bronquítica reaparece. La bolsa, que ahora sé que estuvo esperando, me sigue.
Una bolsa-perro. No hay dudas.
Al abrir el portal la bolsa se me pega al tobillo y por más que me la quiero quitar a las sacudidas no hay forma. Parece un pulpo.
La hago entrar a casa disimuladamente. Por suerte no compartí el ascensor con nadie. Una bolsa callejera adherida al tobillo no es nada elegante.
En la cocina se pone a crujir frente al tacho de basura. Pruebo algo: le tiro una cáscara de banana que me acabo de comer. Se la devora al instante. Es una bolsa-perro de basura. No sé cómo se lo va a tomar Eduardo cuando le cuente. Mejor que lo vea con sus propios ojos. La locura es mejor y más divertida cuando se comprarte.
Ahí viene mi gato con el lomo erizado. Mal signo. Es mejor separarlos hasta que se acostumbren a compartir el spotlight.


Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos

El campo de batalla - Adriana Alarco de Zadra


Los soldados avanzan dos pasos al principio y luego un paso a la vez. Se van deteniendo al divisar las fuerzas enemigas en el campo de batalla. El suelo se tiñe de sangre negra y sangre blanca mientras saltan los caballos entre los cuadrados y sobre los heridos.
El rey y la reina vestidos de negro contemplan la batalla sangrienta mientras el rey huye y se esconde detrás de la torre. La reina se acerca con decisión al campo enemigo y hace trizas a los guardaespaldas del adversario que se deslizan diagonalmente para evitar la masacre.
El rey vestido de blanco está escondido en su torre y las dos reinas se enfrentan como el día y la noche. Son fuertes y veloces. Después de unos pasos de danza entre los senderos, las reinas se enfrentan con saña y rivalidad. ¿Quién es la más bella del condado?
Finalmente, la reina negra devora a la blanca y derrumba la torre del rey blanco que ha quedado sin resguardo. La noble pareja de negro queda reinante y la reina ha dado fin a la batalla con decisión y valentía.
Así termina el juego de ajedrez en una tarde de otoño frente a la ventana.

miércoles, 26 de mayo de 2010

El llanto de la niña - Walter Böhmer


La casa era amarillenta, con rajaduras oscuras como viejas venas en un cuerpo descuidado. Se estaba descascarando y mostraba los ladrillos rojizos y gastados debajo de la piel de concreto, una escalera bastante mal hecha descansaba en la parte de afuera de la casa y llevaba a la segunda planta. Sus ventanas superiores parecían dos ojos negros y vacíos, como de alguien que falleció sin poder cerrarlos.

Las noches de viento se podía escuchar un sonido apagado que venía desde el interior, del primer piso para ser precisos. Era como un llanto, al menos ahí lo escuchábamos como tal.

El llanto de una niña.

Los vecinos habían llamado al párroco y algunos hasta llamaron a un curandero que visitó la casa, entró solo y de ella salió llorando, con un temblor constante en las manos que lo acompañó hasta el día de su muerte… tres semanas después.

El párroco bendijo la casa desde afuera, un día que el viento soplaba lento del norte, al pronunciar las primeras palabras, “A Ti, Dios Padre omnipotente, rendidamente pedimos que bendigas la entrada, y te dignes santificar esta casa; y, así como quisiste bendecir la casa de Abraham y de Jacob, e hiciste…”; pero el viento sopló más fuerte acallando la voz del religioso mientras las paredes se fueron descascarando aún más, las grietas se abrieron como si una daga cortase las paredes; el viento sopló con tanta brutalidad que redujo la casa a escombros. Casi todo el pueblo vio como se desprendían trozos de esa casa, todos oyeron el llanto de la niña arreciar sobre ellos, muchos se taparon los oídos, otros huyeron mientras los más fuertes cayeron de rodillas entre lágrimas y con ellos el párroco disfórico arrojaba las últimas gotas de agua bendita.

La casa abandonada ya no está, el municipio hizo en el baldío un pequeño parque; pero no hay niños que jueguen ahí.

No, hubiese sido mejor que la casa siguiese en pie, con esos ojos negros y sus venas al aire. Lo hubiésemos preferido antes que oír el llanto de la niña venir del parque vacío los días que sopla el viento.


Tomado de http://blogs.clarin.com/apologiadelosmiedos/

Sospecho que soy sospechado - Andrés Terzaghi


Sobre la mesa había un delicado encuentro de pensamientos aplicados a nombres antiguos, eran intensos productos de diversos estudios; mecanismos valiosos que partían de una sensibilidad enternecedora. Percibí el significado de mis órganos aturdidos que integraban en mi imaginación el cumplido asunto del mobiliario, la mesa me autorizaba a hundirme en los intestinos; la vida, un excremento filosófico puesto sobre la mesa, esa misma mesa.
Diseñaba libremente decorados de picaresca representación para existir.
En el hotel, abotonado contra el timbre había unos zapatos huecos que despedían un aroma semejante al establo. Mi tosco buldog, picado de pulgas, peleaba con ellos en una explosión de faltas y excusas porque el bulto le antojaba manías de dominación.
Destrozados los negros zapatos, únicos en su estilo, la espina que tantos veces había maltratado a mis pies, apareció roja por mi sangre y perturbada por el animal. La examiné. Era delgada e infecciosa, porque su naturaleza sentimental había consumido ciertas influencias relativas al departamento. Su origen, una planta, un cactus que alternativamente contorneaba su simetría esquelética recrudeciendo entre las raíces pliegos carnosos quitando de sí tristes herederas.
La creí inmaterial antes de su aparición fuera del zapato, pero mi delirio había terminado con la expiración del perro. Éste más místico que la humedad, interpretó en mi persona cualidades harto difíciles y verdades más corruptas que las propias, ahogándose y muriendo al fin como una moneda sobre la ofensiva mesa de espinas.
Mis primeros síntomas luciferinos demostraron su juego parasitario y hediondo. Habían contratado a un exsoldado de la infantería ateniense para contagiarme esta enfermedad que solo se hallaba en los animales.
Mi destino remotamente nocturno pero cognoscible seguía los intereses de quien lo administraba, es decir, un corpúsculo fijo sobre la punta de la lanza del ateniense.
Igual su nombre estaba en las manos de tantas voces que el ayuno de las mismas pronto terminaría y luego nunca daría lugar allí donde la vida y la muerte bifurcarían mi camino. Entonces, el descrédito sería demasiado notorio como para nuclear la observación en músicas encorvadas por mi dulce enfermedad.
En mi cabeza se habían estrechado todos los componentes como para flaquear la salud de mi cuerpo y alma hasta que personalmente conociera con éxtasis en un trozo de poema el estado en el cual se encontraban mis zapatos.
Décadas posteriores, unos hombres escarbaron las galerías subterráneas donde encontraron ligeramente los signos de mi cuerpo en combustión.
Demasiado conceptual para que la verdad, tibia y exquisita, los perjudicara científicamente. El aroma de la guerra comenzó a mover los 123 kilos de seca carne, a enojarla en su aspereza primitiva. Extraordinariamente hubo una inflexión en la historia del hombre. La risa se puso a favor de la enfermedad, porque mi pelo erizado por la humedad y el polvo parecía un paquete de crueldades que instigaban a que las palas de esos hombres se estrellaran contra mi rostro y herida tras herida, apiladas unas sobre otras incesantemente, afiebraban la voluntad de una nación de médicos con afán de moldear nuevamente mis expresiones.
Mi cadáver jamás no tuvo descanso. Se sospecha que los médicos pudieron resucitarlo y que el mismo vivió más años que yo.

jueves, 20 de mayo de 2010

Impune - Lorena Nazal Saglie


Espléndidas cejas las de Surieta; herencia familiar. Desde esas gruesas grietas había comunicado todo lo que deseaba y, por desventura, lo que no también. De rostro indomable, ojos fríos, una boca de la que habían salido más injurias de las que hoy logra recordar, el relato de cada beso robado… esos sí cantan gloria entre copas y, aunque parezca extraño en un hombre como este, todos con nombres encubiertos.
Aún sin interlocutores Surieta blasfema sobre el mismo aire que conquista para respirar a retorcijones, con la voz negra de la nicotina anclada en su garganta desde casi toda la vida. No es conocido por ser un buen tipo; carece de carisma, sus chistes terminan cuando la mesa ya está vacía. El hombre de rostro indomable aprendió a pagar la compañía, el tiempo de un par de copas, a veces tres; un poco más en el bolsillo le asegura un coro a su salud y una semana de hambre también.
El mismo bar, su mesa impregnada de cigarros que quemaron más de una vez las tablas esculpidas con fechas que nunca recordó, promesas que partieron mientras se tambaleaba a través del mismo recorrido de vuelta a su techo. La rutina de Surieta y una mala reputación tejida a mordiscos que poco a poco sólo le dejaron un músculo de corazón, eran un blanco posible frente a algún desespero y él lo sabía.
Vive dando tiempo al tiempo, razones todas para que alguno vuelva a intentar jalar un cuchillo en su garganta sólo para demostrar que nada le importa volver a aniquilar a alguno para cobrar venganza. Poco le importó antes cuando pisaba firme, anhelando encontrar en cada atardecer a la única mujer que amó, la morena de ojos tristes a quién consoló con una ternura que ya no existe, la que pujó a cada hijo, esa que envolvió su rencor y lo tiró lejos.
Otra noche de bar. El camino enceguecido por una luna llena espléndida que para Surieta pasa inadvertida; confuso entre sus recuerdos, las voces, unas pisadas. Sin aviso golpe a tierra, los ojos fríos vacíos como el desierto buscaron hacia dónde atacar. Otro golpe enterró su cabeza entre las garras de las piedras, un intento por levantarse, mover la mano hacia el cuchillo... tres golpes más lo dejaron desnudo, perdido, con la garganta abierta, aún los ojos atentos.
Se vinieron sin aviso como el condenado día en que anheló llegara la tarde para jugar bajo el sauce, contemplar los ojos tristes de la mujer que amó, consolarla con una ternura inventada para ella. A esa hora, aquel día en que Surieta anhelaba, sólo quedaban tres cuerpos bajo su techo, ni un pedazo de alma le dejaron para vaciar su dolor.
Entre las piedras veía todo nuevamente como el infierno que era, el que fue después, el que nunca dejó de ser, con los ojos abiertos, el rostro indomable y el cuerpo frío dando tiempo al tiempo, razones todas para fugarse de su propia alma.

El náufrago - Víctor Lorenzo Cinca


Como cada mañana, desde hace ya más de tres años, escribe un mensaje en una hoja de papel, lo enrolla con mucho cuidado y lo mete en una botella vacía. La sella con un tapón de corcho y se dirige a la playa para lanzar al mar su dosis diaria de esperanza. Ha pasado todo este tiempo solo, sin poder hablar con nadie, aislado del mundo, pero hace ya unos meses que le acompañan en la isla un par de amigos imaginarios, fruto del delirio de su soledad, con los que puede compartir sus preocupaciones. Al principio no se caían muy bien, pero poco a poco, prestándose ayuda mutua en los momentos difíciles, han ido fraguando una buena relación de amistad, se han ido haciendo inseparables.

Se acerca a la orilla con la botella en la mano y ve aproximarse una pequeña embarcación a remo, botada de un barco anclado a lo lejos, con cinco tripulantes que gritan como locos y agitan los brazos en alto. La botella le resbala de la mano y cae a sus pies. Ya en la arena, se abrazan los seis y el náufrago rompe a llorar, les da las gracias, besa sus manos, se arrodilla ante ellos y, finalmente, les advierte que no subirá a la embarcación sin sus dos compañeros de isla. La tripulación, sorprendida, emprende la búsqueda y pese a rastrear durante horas el lugar, no consigue encontrar a nadie. Aconsejan al náufrago, sospechando ya de su locura, que los acompañe al barco y se olvide de sus compañeros imaginarios pero él, con firmeza, insiste en que no son imaginarios, y que de ningún modo subirá sin ellos.

Tras una larga discusión, los cinco tripulantes suben indignados a la embarcación y se dirigen de nuevo al barco, dejando al náufrago en la orilla, orgulloso de su lealtad y su compañerismo, con una sonrisa en los labios que sólo se le borra cuando distingue, en la popa del barco que empieza ya a alejarse, a sus dos amigos imaginarios agitando unos pañuelos en señal de despedida.


Tomado de http://realidadesparalelos.blogspot.com/

La enana - Samanta Ortega Ramos


Tengo una amiga que le tenía miedo a las cucarachas. Una vez, estábamos en su casa festejando el cumpleaños y vio una en la pared. Le agarró una crisis nerviosa. Conozco a otras personas que le temen a los mimos y no las culpo. Cada uno sabe dónde depositar las propias frustraciones.
Yo le tengo miedo a los enanos y, con el tiempo, ese miedo fue ramificándose como la mala hierba que crece sobre el polvo de los desperdicios y la suciedad.
Los primeros días supuse que había adelgazado, la ropa me quedaba grande, pero ¿y los zapatos? Los zapatos me bailaban y cuando pude usar las camisetas como vestidos de noche lo tuve que aceptar: me había convertido en una enana. Lo curiosos es que mi marido parecía estar ajeno al hecho de que le llegara al ombligo. Me hice la idiota porque mientras él no se diera cuenta la cosa no estaría tan mal.
Cuando fui al especialista se lo dije de una, balanceando con nerviosismo las piernitas que me quedaban colgando de la silla: vengo porque desde hace un mes soy una enana. El doctor enrojeció, aguantó la risa que pudo y la otra me la escupió en la cara, sin filtros. Acepté las disculpas doblemente avergonzada cuando me dijo que lo había tomado por sorpresa. Después de medirme, pesarme y hacerme algunas preguntas de rigor no relacionadas al caso (como por ej. si fumo y de qué murieron mis padres) me pidió que me acostara en el diván y que lo esperara unos segundos.
No había terminado de acomodado cuando regresó con la máquina de torturas para encogimientos.
Si bien salgo llorando de la consulta todos los días, voy progresando. He ganado un par de centímetros, aunque si voy por la calle y me gritan “enana” me encojo lo que gané más algún que otro centímetro. El doctor dice que es normal y que no me desanime. Los agrandamientos llevan tiempo, especialmente cuando no hay una causa única que haya motivado la aparentemente abrupta reducción.

Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos

martes, 18 de mayo de 2010

El lápiz mágico - Víctor Lorenzo Cinca


Tirado bajo el escritorio, encuentro un lápiz de madera, con la punta afilada. No es mío, de eso estoy seguro, pues yo siempre utilizo portaminas. Lo recojo extrañado del suelo y distraídamente esbozo una araña del tamaño de un botón en una hoja de papel. En un abrir y cerrar de ojos, la araña adquiere vida propia y empieza a pasearse por la superficie del folio. Asustado, la aplasto con el paquete de tabaco vacío y me olvido de ella. Al instante, un tanto nervioso, me entran ganas de fumar, por lo que dibujo un cigarrillo e incluso me permito el lujo de escribir sobre el filtro el nombre de una buena marca, bastante cara, que hace tiempo que no compro. Dibujo un encendedor, lo alcanzo, y prendo la punta del cigarrillo. Mientras lo saboreo, voy bosquejando unas monedas y éstas van surgiendo, brillantes y metálicas, de la hoja de papel. Me las guardo en el bolsillo, para el café de la tarde, y volteando el lápiz entre mis dedos pienso en cosas que quisiera tener. Tras considerarlo a fondo, me doy cuenta de que lo que verdaderamente necesito, lo que más deseo, no se puede dibujar, así que trazo una goma y, cuando ésta aparece, borro el inútil y peligroso lápiz antes de que caiga en peores manos.

Mi amor en Emzú – María del Pilar Jorge


Yo vivía pleno, sin necesitar a nadie más, hasta el día que el humano llegó a Emzú. Cuando me vio, sus curiosos ojos, color cielo, se abrieron tan enormes como flores de iv.
Como tributo a su llegada, le ofrecí algunos frutos, pero él huyó. Ese día no lo ví más. La siguiente vez, al descubrirme, emitió sonidos que no pude traducir. Me retiré y él quedó librado a su tarea.
Me dediqué a espiarlo. Confieso que le tenía lástima: cuatro extremidades son muy pocas para cualquier criatura. Con las dos inferiores apenas se lograba mover, las superiores no le alcanzaban. Pero era ingenioso, se ayudaba con pinzas. Recogía muestras de rocas de ebonita y las guardaba en un bolsillo que colgaba de su cubierta exterior.
Cuando decidí dejarlo solo, él comenzó a perseguirme. Al principio, pensé que quería tomar una muestra de mi cuerpo, igual que hacía con la ebonita, pero si me cortan una extremidad tardan varios ciclos hasta que me crece otra. Ahora era yo quien lo rehuía. Pero el día que se acercó a mí agitando una de sus pinzas, comprendí. La gran pinza rugió y una ráfaga de fuego acarició mis escamas.
Fuego, ¡qué placer!, hacía tanto tiempo ya…
Era obvio: deseaba hacerme el amor. Excitado, me acerqué. Empezó a temblar. Temblaba tanto que tuve que prenderle fuego. Aullaba de placer, saltaba. Se revolcó en el suelo. Entonces lo abracé y ardimos los dos. Mis escamas se cayeron y apareció una nueva piel, en cambio cuando él perdió, en jirones, su corteza, sólo quedó una piel roja, hinchada. Había muerto.
Por eso viajé hasta Azor. Ya no puedo existir solo, necesito una mascota, eso sí, que no sea un humano, son muy difíciles de manejar.

domingo, 16 de mayo de 2010

Espiral de violencia – Eduardo Cruz Acillona


Se despertó sobresaltado. Como todos los días, el ruido del choque de las bombonas de butano contra los hierros del camión le había arrancado violentamente del sueño. Eran sólo las ocho y media de la mañana. Enfurecido, se puso el batín y las zapatillas y bajó a la calle dispuesto a cualquier cosa.

Al ver que el camión del butano arrancaba para continuar su itinerario habitual por las calles aún oscuras del barrio, cogió un ladrillo del contenedor de una obra que había junto a su portal y lo lanzó con fuerza contra la ventanilla del conductor. El certero proyectil rompió el cristal y fue a parar a la sien izquierda del trabajador de Repsol Butano dejándole inconsciente en el acto. Ante el asombro y la impotencia de su compañero de reparto, el vehículo continuó avanzando sin rumbo fijo hasta chocar contra el escaparate de una sucursal bancaria atestada de ancianos que guardaban cola a la espera de poder cobrar su pensión mensual.

El hombre se sacudió el polvo de las manos y, tras mirar a ambos lados de la calle para cerciorarse de que nadie había sido testigo de su venganza, subió a su casa, se quitó el batín y las zapatillas y volvió a meterse en la cama con la esperanza de recuperar para siempre la tranquilidad que durante tantos días le habían usurpado.

Justo cuando empezaba a conciliar de nuevo el sueño, llegó la ambulancia con su atronadora sirena a recoger a los ancianos heridos.

Tomado de: http://masclaroagua.blogspot.com/

Cowboy de neón - Lisandro Varela


Martin Llambí me dijo que hay que llevar las historias como un arriero.
Como un arriero que empuja una historia hecha de muchas historias que ruedan cada vez más chicas, más redondas, mas simples.
Como un arriero que va desde atrás juntando su respiración con la del caballo para que el movimiento sea uno solo.
Como un arriero que sabe cuando ya no tiene sentido buscar un animal descarriado.
Como un arriero feliz de vértigo controlado.
Para llegar a San Telmo rápido hay que ir por Nueve de Julio y bajar la barranca al río que nadie nota.
Martín Llambí es un cowboy de neón.
Martín hace el gesto del arriero, que es como el gesto de alentar en la cancha pero más corto y con la mano desde el pecho y hacia adelante.
Tiene puesta una camisa de vaquero con flores rosas y flores verdes. Lo miro y brillan las flores rosas un segundo y despues las flores verdes.

Tomado del blog: http://vidadocampo.com/
Sobre el autor: Lisandro Varela

viernes, 14 de mayo de 2010

Chuang Tzu - María del Pilar Jorge


Ayudado por dos de sus jóvenes nietos, Chuang Tzu da pequeños pasos. La artrosis y sus muchos años —nadie sabe cuantas lunas cuenta ya el anciano— hace rato que dificultan su desplazamiento. Los achaques, paulatinamente, lo han ido privando de los disfrutes más mundanos. Ya no son para Chuang Tzu ni los festines ni las cortesanas. Pero los males y los dolores no le impiden moverse.
Como todas las tardes, a la misma hora —cuando el sol es más cálido— con tozuda tenacidad, avanza por el sendero que lleva al jardín. El jardín con sus plantas, flores y la pequeña fuente que son su orgullo y su único placer.Asistido por los dos muchachos, quienes lo acomodan con afecto, Chuang Tzu se recuesta en la esterilla. Lanza un largo suspiro. Así, apoyado sobre su brazo más sano, contempla su pequeño refugio: sus flores favoritas, los peces del estanque, las mariposas.
Una mariposa cruza su campo de visión, para titilar tenuemente sobre una planta cercana. El anciano esboza una sonrisa y sus párpados comienzan a cerrarse. Un rumor ronco brota de su boca.La mariposa vuela sobre Chuang Tzu, un instante, para elevarse hacia el cielo.Y Chuang Tzu también es mariposa acunándose en la brisa. Colores. Tiene hambre de colores y de néctar, de sabor dulce, suave, fuerte o rancio.Se emborracha con el néctar de las flores.Percibe las vibraciones de las hojas meciéndose en el viento y el múltiple murmullo de las abejas.El placer del momento, la vida es sólo eso: un momento. Un momento que se esfuma, cuando la breve vida de la mariposa concluye.Eternidad. El viejo en su jardín es eterno, estará allí mañana y el otro mañana, aunque la mariposa muera ahora, después de su baile de néctar y colores.Y la mariposa sabe que su tiempo se va a acabar con la próxima ráfaga de viento y busca, sigue buscando sabores.
Chuang Tzu abre los ojos, emite un bostezo y ayudándose con los codos y las manos, consigue incorporarse y se sienta en postura de loto. Chuang Tzu medita; ya no le importan ni la artrosis ni los pies doloridos, porque en sus sueños fue mariposa

Tecnoficción - Andrés Terzaghi


La inagotable empresa del conocimiento (acerba inquietud exhaustiva) ha osado un futuro propicio a declararse inconstitucional al haber alcanzado, tras generaciones humanas, la Verdad Última (descubrimiento que no colmó las expectativas) y por ello, el trágico fin de la ciencia. Motivo éste inaugural para consentir la plena libertad de acción a las facultades que comprenden los saberes de la ciencia ficción, actividad que hoy se inicia en estos vanguardistas laboratorios donde se desarrollarán cruciales experimentos con el fin de realizar, en la postrimería de estos tiempos convulsionados, toda invención irracional y/o ficticia. Aquí se crearán: la primera Sirena (antropoictius), el centauro; Ícaro podrá volar sin caer; aquellos que soñaron fervientemente con Venus, pues se producirán a escala, cada dedo, seno, ojo, cabello será igual en millones de unidades tentáculofacturadas para que el consumidor goce de sus amorosos servicios. La máquina del tiempo; el barrenador que atravesará al planeta uniendo sus antípodas; un ascensor y desascensor hacia la Luna; la ambición alquimista de la piedra filosofal, la panacea universal, entre otros menesteres, y por qué no, la resurrección de los muertos. ¡A trabajar!

Este fue el discurso del presidente de las Naciones Desunidas al comienzo del 10001. Desde entonces se ha investigado y aplicado todo el poder del conocimiento a las ciencias ficciones para los avances en la tecnoficción. Nuestro sueño es llegar a la síntesis universal de lo falso.

La silla de Dios - Mónica Sánchez Escuer


Celebrando a Pedro Meyer

Dicen que es la silla de Dios. Que desde ahí mira los pecados del pueblo, la caridad de los ricos, la lujuria de los jóvenes, la tentación de todos. Nadie sabe quién la mandó a fabricar, quién talló sus enormes dimensiones y la montó en ese pedestal, a media calle. Algunos dicen que es obra de Dios, o de un santo, que es casi lo mismo. Pero detrás de las bardas y las puertas, la gente del pueblo no cree en los milagros. Dicen que en esa gran silla Dios se sienta a descansar los domingos y los días de fiesta. El resto de la semana, nadie sabe exactamente dónde está, va de un lado a otro sin dejar rastro. Por eso, se cuidan de no cometer pecados mortales en días de trabajo, sólo aquellas faltas que se disuelven con dos o tres rezos y alguna penitencia. Pero el domingo, saben que Dios se sienta ahí, que no va a ningún lado. Y en eso sí creen. Fielmente. Y se alejan todos, cinco o seis cuadras a la redonda, y dejan que Dios descanse y nadie lo molesta con sus ruidos amorosos, blasfemias, robos, disparos, violaciones y otras prácticas, ya por tradición, dominicales.


Tomado de Historias Baldías

miércoles, 12 de mayo de 2010

Profecías - Christian Lisboa


Un amigo me llamó preocupado por la inusual actividad solar. Me dijo, textualmente:
—¿Tú crees que habrá una gran tormenta solar el dos mil doce?
—Todos los años hay tormentas solares —le dije.
—Pero la NASA dice que habrá una tormenta solar tan grande, que causará la muerte de muchas personas. ¿Será el fin del mundo?
—Espera un momento. La Nasa no ha publicado eso. Tú has leído interpretaciones sensacionalistas.
—¿Podemos conversar? ¿Tendrás tiempo mañana?
—Está bien. Mañana, después del trabajo.
La tarde siguiente, en la Avenida de Las Américas, nos encontrábamos en un café que a ambos nos gustaba. Pedí un Capuchino con un toque de Amaretto. No presté atención a lo que pidió Alberto, pues él me hablaba atropelladamente sobre sus aprensiones. El mezclaba profecías de Nostradamus con la “Profecía Maya”, el calentamiento global, la subida del nivel del mar en dos centímetros, la crisis de la Iglesia Católica, el papa negro…
—¿Cuál papa negro? —le pregunté.
—Obama, pues. Si está clarito…
—Obama es negro, pero no es el papa. Ni siquiera es religioso.
—Cuando se escribió la profecía —me dijo—, el papa representaba el mayor poder terrenal. Ahora, el poder principal del planeta recae en el presidente de USA. La profecía del “papa negro” se refiere a él. Estamos en el final de los tiempos, ¿no lo comprendes?
—Espera un momento, Alberto —le dije—. Estás forzando las cosas. Estás interpretando a tu manera.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de los terremotos de este año? ¿Cuándo habían ocurrido tantos temblores de gran magnitud en distintos continentes? ¿Cuándo, ah? Respóndeme…
—Eso tiene explicación. Un gran terremoto causa una perturbación geofísica tremenda. La isostasia…
En ese momento ocurrió. Yo no le estaba mirando directamente, sólo percibí que el voluminoso cuerpo de mi amigo repentinamente desapareció. Así, sin más. Se fundió, como derretido a una elevadísima temperatura. Lo único que quedó del gran Alberto, académico, ensayista, asesor del departamento de Sociología, fue un charco en el piso de no más de setenta centímetros de diámetro. Y líquido en la silla y sobre la mesa, donde estuvo su brazo. Una gota de ese líquido describió una parábola y fue a caer en mi café. Aparté el vaso, espantado. Miré a mi alrededor. Nadie parecía haberse percatado del horrible drama que yo presencié. La vida continuaba normalmente, hasta en sus más mínimos detalles. “¿Así ocurrirán los grandes cambios?”, pensé, “¿sin que la gente lo note, hasta que sea demasiado tarde?”.
Llamé a la mesera y pedí otro café.


Acerca del autor:

La esponja - Héctor Gomis


Damián era una esponja. Lo que le pasaba a Damián es muy fácil de explicar. Damián estaba vacío. Por dentro era hueco y por fuera poroso. No contenía nada que no pudiera absorber del exterior. Si tú eras dulce él rezumaba azúcar, si eras tibio él se calentaba, si negro se oscurecía. No tenía voluntad ni opinión, y sin tener nunca razón, él la iba repartiendo a diestro y siniestro. Si querías ir al cine, pagaba las entradas, si proponían robar un coche, él buscaba una ganzúa, si se decía de ir de putas, compraba los condones. No tenía un Dios sino miles, todos los que los demás adoráramos. Ni tenía gustos definidos, los cogía prestados. Por suerte para él, el dinero de su familia permitía que pudiera vivir en su mar de indefinición. Y así se compró el coche que me gustaba a mí, la casa que quería su madre, o el jersey que llevaba su hermano.

Por su forma de ser, Damián se llevaba elogios e insultos todos los días. Era el empleado perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias, el hijo perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias, y por supuesto, en cuanto le encontrara la adecuada, el marido perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias. En cambio sus amigos le despreciaban. Los que lo conocían y no deseaban sacar nada en metálico de él, volvían asqueados su cabeza para no verlo. La mayoría creían que era falso y calculador, y que cuando te daba la razón en todo, lo hacía para adularte y conseguir algo a cambio. Pero no era así, no había malicia en sus actos. La esponja sólo era eso, una esponja. Un absorbedor nato. Y buscaba continuamente gente de quien llenarse, ideas de las que nutrirse.

Supongo que todo habría sido distinto si los demás hubieran adivinado lo que yo sabía. Si hubieran encontrado la verdad sobre Damián. Pero no fue así, y fue cayendo en el desprecio general, hasta que llegó un día en el que nadie, salvo su jefe, su madre, su recién conocida futura esposa y yo, le dirigía la palabra. Ese día se sintió vacío como nunca lo había estado. Y ante el problema de no tener a nadie nuevo del que copiar sus ideas, no tuvo más remedio que tener una idea propia. La única y la más importante de su vida. Debía buscar su sitio, un lugar donde poder llenarse a gusto, donde le dijeran en todo momento lo que tenía que hacer, donde no tuviera nunca que tomar decisiones. Después de mucho cavilar, la esponja decidió alistarse en el ejército.


No supe de él en años, y un día me llegó una carta de su madre. No comentaré lo que ponía, pero si que dejaré mi impresión sobre lo que debió ocurrir. La esponja fue feliz mucho tiempo. Absorbió del cabo, y del sargento, y también absorbió del capitán, y también lo hacía del resto de los reclutas. Y tomó las decisiones, correctas o equivocadas que otros le prestaron. Y una de esas decisiones lo envió a un conflicto en un país extranjero. Y allí absorbió como nunca lo había hecho, y lo hizo de todo el mundo. Lo hizo con los militares y también con los civiles, y lo hizo con los vencedores y con los vencidos, y asimiló las ideas de los torturadores y los oprimidos, y se llenó de amor y odio, de deseos de venganza y de perdón, y asumió todo el dolor que encontró a su alrededor. Y al tiempo, la esponja se fue hinchando cada vez más. Día a día, mes a mes, año a año. Hasta que no pudo soportar más la presión y reventó por los cuatro costados.



Tomado de http://uncuentoalasemana.blogspot.com/

Resaca - Carlos Ardohain


Abrió los ojos y no vio nada, todo era oscuridad. No se movió, esperaba que le subiera el entendimiento pero no sucedió, entonces se incorporó como pudo. Tratando de alertar los sentidos olisqueó el aire, lo encontró dulce, espeso y salvaje, un poco acre. Le llegó al oído el sonido zumbón de las moscas. El cuerpo pesado se le desparramaba sobre los huesos como un abrigo empapado de sudores. Un dolor penetrante le empezó a latir en los costados de la cabeza y la boca seca y pastosa le reclamó agua. De a poco empezó a arrastrar los pies descalzos con cautela, como la palma de la mano de un ciego que estuviera tanteando una superficie desconocida. Otro olor le llegó, mixto: vino y vómito. Y el olor trajo una imagen súbita que se apagó como un relámpago: él y el otro a la noche, vaciando una botella, riendo a gritos. Se detuvo, giró a cabeza en redondo y achinó los ojos pero seguía sin ver nada. Volvió a moverse dando imperceptibles saltitos con la planta de los pies para ir reconociendo el suelo rugoso y mugriento que no podía ver. Otra imagen como ráfaga: él y el otro vaciando una nueva botella, las risas apagadas, un brillo en su mirada torva, palabras que se enredaban en el silencio. El pie derecho toca algo que no es sólido, una sustancia viscosa lo asquea, pero avanza igual y pisa el charco. Entiende enseguida de qué se trata y el líquido pegajoso le hace estallar otra imagen en el cerebro: él y el otro discutiendo después de vaciar otra botella, trenzándose poseídos por una fiereza animal. Avanza también el pie izquierdo con torpeza para no desestabilizar el cuerpo y ya está con ambos pies sobre el charco. Una corriente de pavor le sube por las piernas a la velocidad de la luz; se ve a sí mismo rompiendo una botella contra la silla y clavando el pico en el pecho del otro al que le estallan los ojos de asombro y cae. Se recuerda vagamente retirándose a un rincón y sentándose en el piso con la cabeza turbada. De seguro se ha dormido, de seguro han pasado horas y el muerto se ha desangrado. Quiere alejarse, que lo que pasó no haya pasado, gira bruscamente y da un paso inesperadamente enérgico sobre la sangre que lo hace resbalar, el otro pie intenta sostener pero el cuerpo se ha inclinado demasiado y no lo consigue, tiembla un segundo en el aire viciado del rancho, no le sale gritar, cae pesadamente de espaldas sobre el culo de la botella rota que lo espera con sus filosas estalagmitas de vidrio barato, una boca hambrienta, una trampa que él mismo preparó. Siente entrar los vidrios en la carne, siente cómo se le empieza a derramar la sangre debajo del torso, sabe que se mezclará con la del otro y no le gusta. Sentir la camisa mojada le recuerda la sed, respira con dificultad, piensa que se apaga y le parece raro apagarse en lo oscuro. Una mosca se posa en su cara y le empieza a caminar por la mejilla, no puede ni soplarla.

lunes, 10 de mayo de 2010

Mi jefe 2 - Ramón San Miguel Coca


Mi jefe es un maldito vampiro chupasangres. Nos explota miserablemente haciéndonos trabajar a todas horas, sin tiempo siquiera para fumar un cigarro o tomar un almuerzo en condiciones, y nos obliga a quedarnos hasta altas horas trabajando sin descanso. Y todo por un salario de miseria que encima nos cicatea mediante toda clase de multas o castigos. Nos está exprimiendo la vida con este trabajo y bebiendosela en forma de ventas.
Aunque parece que algo va a cambiar. Al parecer la central holandesa de nuestra empresa no está muy contenta con esta situación pues alguien ha debido denunciarla, y nos hemos enterado de que va a mandar un inspector especial a hacer una auditoria exhaustiva. Mi jefe está más nervioso que de costumbre, mas aterrador que nunca.
Pero nosotros tenemos muchas esperanzas puestas en ese inspector. Por lo que hemos sabido, tiene una reputación de hombre muy duro y poco tolerante con este tipo de jefes. Y, por cierto, se llama Van Helsing…


Imagen (fragmento): Acoplamiento, de Desiré.

La vereda de enfrente - Nicolás Barrasa


Un viernes, él caminaba con las pupilas acariciando el suelo, ensimismado, como si el mundo girase en torno a su arbitraria voluntad.
Tropezó con una piedra, resbaló, y se llevó a cuestas un cartel plegadizo de publicidad. Intentando recobrar lo poco de dignidad que le quedaba ante las muecas de los transeúntes, focalizó su atención en la inscripción del cartel. En letra cursiva, con extravagantes colores, en forma imperativa decía: “¡No espere más! Haga realidad su deseo en el acto”.
Al ver que permanecía en el piso atónito por el golpe, un vendedor salió del negocio. Lo ayudó a incorporarse e inmediatamente lo invitó a pasar. Ante la locuaz negativa del accidentado exclamó:
—Vamos, no me venga con que no tiene algún deseo que quisiera cumplir. Hable por favor, ¡diga algo!
Lo pensó bien y decidió entrar, los gustos había que dárselos en vida. De inmediato se encontró sentado en un sillón confortable, tomando un café con el vendedor. El silencio se estremecía ante la impaciencia del comerciante, quien por fin preguntó:
—Bueno amigo, dígame, no tengo todo el día ¿Cuál es su deseo?
Tímido se encogió de hombros y musitó algo en voz baja, una especie de susurro ininteligible. El vendedor lo exprimió con una mirada omnipotente. Pasaron otros quince minutos en silencio. La monotonía se convirtió en una absurda incomodidad de vitrinas y con vista al público.
El vendedor, irritado, se levantó del sillón invitándolo cortésmente a que se retirase. A punto de lagrimear, el invitado hizo una seña para que se acercara. Con desconfianza caminó el escaso trecho que los distanciaba y al escuchar su deseo explotó una carcajada.
—¡Amigo! Usted es muy gracioso, quiere ser feliz, me alegró la mañana —continuó una risa mezclada con intervalos de hipo—. Evidentemente no leyó bien el cartel. Concedemos deseos, no hacemos milagros. Lo lamento, para casos como el suyo solía haber una sucursal en la vereda de enfrente…


Imagen (fragmento): Acto fundacional, de Miguel Codorniu.

Los adosados los carga el diablo – Eduardo Cruz Acillona


“Tendrías que ver lo bien que lo pasamos, chica. Es un hombre encantador y de lo más caroñoso. Viene sudoroso del trabajo, porque es policía municipal y tiene que estar todo el día en la calle, no me acuerdo si te lo he dicho alguna vez, y cuando llega a casa me pide que le quite la ropa lentamente y le prepare un baño caliente con su espuma y todo eso. Como si fuera un bebé. Más lindo…
…Yo le froto todo el cuerpo con una esponja, muy despacio, sin dejarme olvidado ni un poro de la piel, y él cierra los ojos, le encanta, luego le pongo un albornoz que lavo todos los días con dosis extra de suavizante, le doy una copita de anís con hielo, que es lo que más le gusta, y después hacemos el amor durante una hora o más, según el día y la excusa que se haya inventado en esa ocasión para su mujer…
…Y no te lo pierdas, chica… Lo mejor de todo es que vive justo en el chalet de al lado… Y como aquí las paredes son de papel de fumar, que ya sabes tú cómo construyen últimamente estos pisos modernos, seguro que su mujer nos escucha todos los días, y la pobre sin enterarse de que el que gime y jadea como un loco es su propio marido…
…Sinceramente, eso es lo que más me pone, chica. De verdad, creo que me estoy enamorando. ¿Y él? Buf, está loco por mí, si incluso me ha dicho más de una vez que cualquier día de estos se divorcia de su mujer, pide el traslado y nos vamos a vivir juntos a otro sitio”.

Al otro lado de la pared, la mujer miró a la rejilla del aire acondicionado por la que se colaba aquella conversación telefónica, se levantó del sofá, se dirigió al dormitorio, abrió el cajón de la mesilla, sacó la pistola reglamentaria que su marido había escaqueado de comisaría para su defensa personal y, con las lágrimas empañándole los ojos, se sentó delante de la puerta de la entrada para esperar la llegada de su esposo.

Tomado de: http://masclaroagua.blogspot.com/


Imagen (fragmento): Al final no es como nos lo habían pintado, de Julio Gómez Biedma

Ladridos - Andrés Terzaghi


El perro no paraba de ladrar. Los vecinos molestos se quejaban todos los días con el dueño, era inútil, el animal no aprendía de los suaves escarmientos de su humano compañero, ni de los feroces insultos de la gente.
Un día, uno de estos vecinos se preguntó cuál era la causa que hacía que el perro ladrara incansablemente. Comenzó a investigar, a poner atención en cada detalle como, por ejemplo: qué alimentos ingería, su ámbito, las diferentes situaciones de su entorno, otros animales, etc.
Curiosamente el perro poco a poco dejó de ladrar y a observar atento al hombre. Éste se le acercó sorprendido de su silencio y como si esperara alguna respuesta por parte del animal, lo llamaba con silbidos o por su nombre, le hablaba, acariciaba casi con excesiva ternura, le ofrecía alimentos. El perro comenzó a sentirse molestado, acosado por este vecino que durante horas no paraba de hablarle; sonidos que obviamente no comprendía y alteraban su tranquilidad y deseos de ladrar.
En una noche cualquiera, el perro se escapa saltando la verja hacia la calle y va a la casa del vecino tratando de no ser visto por nadie. Entra a su cocina, percibe con el olfato un trozo de pan sobre la mesa. Continúa husmeando y encuentra una lata con un poderoso veneno para ratas. Sus sentidos le advierten sobre la mortífera sustancia, sin embargo, toma cuidadosamente con su boca la lata y vierte el líquido sobre el pan. Luego devuelve el veneno a su sitio y regresa a su casa sin que nadie lo sorprenda.
Al día siguiente, mientras ladraba sin parar, el hombre fue encontrado sin vida en su domicilio, a unos metros de la mesa donde estaba el pan. La policía calificó al hecho de suicidio por envenenamiento.
Otra forma no material de la conciencia, llamémosle espíritu, más precisamente el proveniente del cuerpo envenenado, pudo enterarse a qué le ladraba y por qué. Además de él, otros espíritus de otros vecinos estaban asustándolo vengativamente todo el tiempo.


Imagen (fragmento): Allí, al fondo y detrás, de Teresa Muñiz

sábado, 8 de mayo de 2010

La carnicería del doctor Marconi - Esteban Bellotto


El consultorio del doctor Marconi estaba lleno de gente. Cada una de estas personas, en la suya. Nadie se miraba, nadie le prestaba atención al que estaba al lado, nadie nada. La secretaria, preciosa antes que nada, también estaba en la suya, hablando por teléfono con su querida amiga Iris, vidente profesional que te dice tu futuro por una módica cantidad de yuanes.
De pronto, el doctor Marconi, con su bata cubierta de sangre, salió del cuarto y le dijo unas palabras a la hermosa secretaria, que en cuanto vio la puerta abriéndose colgó el teléfono en un movimiento más rápido que la luz. Luego el doctor volvió a su oficina, y otro hombre, sentado en una silla de ruedas, salió de la oficina.
—Señor Valentini, Manuel Valentini, es su turno, pase por la oficina número uno —dijo la secretaria y volvió a levantar el tubo del teléfono.
—Muchas gracias —dijo el Señor Valentini y pasó.
La oficina estaba más que limpia, era como si estuviera recién hecha. Las paredes, el suelo, la ventana, todo estaba resplandeciente.
—Buenas, señor… —El doctor tomó su lista de pacientes para ver a quien le estaba hablando y luego siguió —Valentín. ¿Qué tal, como anda todo?
—Todo bien, doctor —respondió algo nervioso Valentini.
—¿Qué anda necesitando, en qué puedo ayudarlo? —preguntó el doctor.
Valentini se quedó por unos segundos en completo silencio y con la mirada perdida en la oficina del doctor. Luego respondió: —Mire doctor, estoy medio mal de los riñones. El otro día me hicieron un examen y resulta que tengo cáncer en uno de mis riñones.
—Qué lástima —dijo el doctor interrumpiendo a su cliente, perdón, a su paciente—. Mire, ya sé a dónde va esta conversación. Se la voy a hacer fácil, la operación sale doscientos mil, todo en yuanes, no aceptamos ni dólares, ni euros, ni siquiera reales o pesos, yuanes o nada. La operación se puede hacer ahora mismo, si usted quiere y tiene la plata. El período de recuperación es de dos semanas. Después de esta operación no va a tener ningún problema. —Eso no era seguro, pero bueno, eso al doctor no le importaba, su abogado era muy bueno—. ¿Qué quiere hacer?
—Bueno, doctor —respondió Valentín—. Le puedo hacer una transferencia a su cuenta ahora mismo, si usted lo prefiere así, o si no, puedo ir al banco y retirar el efectivo, como usted prefiera.
—La transferencia me parece bien —respondió el doctor con una sonrisa de oreja a oreja—. Hágala y después viene conmigo al cuarto de atrás.
Valentini sacó su computadora personal, entró a su cuenta bancaria y transfirió la plata a la cuenta del doctor—. Listo doctor, vamos.
Después de que el doctor hubiera corroborado la transferencia, hizo que el paciente se sacara la ropa y se pusiera una bata y lo siguiera. De pronto, en el otro cuarto, comenzó a sentirse el frío proveniente de la cámara, el pasillo fue abriéndose y salieron a un quirófano bastante iluminado con una puerta que daba directamente al frigorífico. Se veían, a través de las ventanas, a varias personas moviendo camillas, con cuerpos encima, a otras llenando papeles y a otras charlando.
Valentini estaba algo nervioso ahora, pero era demasiado tarde, el dinero ya era del doctor y él podía ser salvado de su cáncer. Esto al doctor realmente no le importaba un comino, total, si Valentini moría, iba a la cámara frigorífica y tal vez algún día pudiera poner alguno de sus órganos en buen estado en algún otro cliente.
Y por cierto que el frigorífico del doctor Marconi es bastante, bastante grande.

Mujer con delantal azul - Lisandro Varela


La mujer rubia Angel de Charly tiene delantal azul con moño de maestra jardinera.
La mujer rubia habla con mi madre en una casa que no es la mía. Mi madre es joven, pero yo no me doy cuenta porque es mi madre.
La casa tiene olor al sol que viene de afuera y afuera hay un jardín verde que ahora alguien riega.

En la casa hay un cuadro a medio pintar. Además de olor a sol hay olor a solvente.
La mujer tipo Farrah Fawcett habla y yo la miro desde abajo.
La mujer dice que algo es fascinante. Miro el techo de madera clara, el pasto del otro lado, los ojos grandes de la mujer que voy a cruzar en un restaurant del pueblo treinta años después.
No sé qué quiere decir fascinante, pero nada de lo que hay en esa casa me fascina más que esa palabra.

Sobre el autor: Lisandro Varela

Desde niña - Adrián Olivas


Quisieran decir, quienes la conocen, que su comportamiento era diferente al de sus amigas, pero la mentira no permite cuadratura en rostro inocente. Desde niña le gustan las serpientes. Ese es su pecado. Se podría hacer una lista interminable de sus virtudes; pero la gente gusta del escándalo tanto como de las injusticias que de éste derivan. La familia entera cargó la pena del repudio social sin importar el altruismo hacIa sus semejantes. Es que a la niña esa le gustan las serpientes, decían los jueces de la virtud como finalizando una discusión sin cabida a réplica.
De ellas aprendió la nobleza y el respeto; a temprana edad cayó en cuenta que una serpiente jamás ataca a su semejante por alimento o territorio; tienen mejores modales que aquellas a quienes insistimos en nombrar con sus variantes; la vecina es una víbora; la tía de Miguel es una culebra; ah, como es cobra el primo de don Jaime. Si tan solo supieran que las verdaderas ofendidas son estas linduras, pensaba mientras acariciaba a su coralillo preferida dentro de la jungla improvisada en que había convertido su recámara.
Pero una serpiente es y será siempre motivada por el instinto; es este quien le dice no atacar a sus semejantes, el mismo que le exige no reclamar territorio. Y sin duda fue el instinto quién le sugirió morder a su protectora cuando sintió una caricia amenazante.
A esa niña siempre le gustaron las serpientes.

Tomado de http://padrinoadrian.blogspot.com

jueves, 6 de mayo de 2010

Sólo tres - Walter Böhmer


–¿A dónde vas a esta hora Isaac?
Asimov se dio la vuelta sin soltar la puerta entreabierta dejando entrar una cálida brisa.
–¿Dónde crees que puedo ir?
–No sé –respondió mientras miraba el reloj–. Son las tres de la mañana, conociéndote podés ir a muchos lugares.
–Tengo que ir al estudio, se me va la idea si no la escribo de inmediato.
Sonaron un par de pitidos dentro de él y repicó algo en su pecho como si un molino cuántico tomara velocidad.
–Sé que tengo que protegerte, pero no pienso salir de madrugada a la calle, que me metan en una trituradora si quieren –dijo y apagó la alarma que sonaba en su pecho.
Isaac cerró la puerta tras de sí y comenzó a caminar por el callejón, miles de sonidos salidos del inframundo retumbaron en las húmedas paredes y, a pesar que era una noche agradable, se subió la solapa del piloto hasta cubrir las orejas.
–Debería haber escrito más de tres leyes –se quejó y apretó el paso.

Tomado de Apología de los Miedos

5 sonidos – Salvador Mira


Biólogos que trabajaban en el Amazonas descubrieron un nuevo tipo de ave, al que bautizaron como Cilóptero pepetero. Después de estudiarlo durante varias semanas en su hábitat natural, llegaron a la conclusión de que los Cilópteros pepeteros se comunicaban entre sí gracias a los 5 sonidos diferentes que emitían. Hicieron un congreso, y expusieron los resultados nada concluyentes: unos aseveraban que los sonidos eran de bienestar, malestar, indiferencia, negación y afirmación, otros que simbolizaban odio, amor, protección, pertenencia, respeto. Había también quien opinaba que los sonidos eran de apareamiento y de reconocimiento entre los del propio clan. Ante tal diversidad de opiniones, determinaron como recurso final pedir ayuda a un grupo de lingüistas, que estudiaron a conciencia los sonidos durante meses. Al final, expusieron como resultado que sin ningún género de dudas los 5 sonidos que emitían los Cilópteros pepeteros significaban "heurística", "sinergia", "entropía", "hermenéutica" y "ciclotimia".
Como se ve, la evolución darwiniana y la morfológica no van siempre de la mano.

Número de la suerte - Oriana Pickmann


Era el día ocho de agosto de 1988. A las ocho y ocho de la mañana, Octavio leía la página ocho del diario. Había tomado ya ocho tazas de café y podía sentir esa ansia correrle por la sangre. Hoy se cumplían ocho años desde que contrajo matrimonio con Otilia. El día no le podía ser más propicio.
―Cariño, me siento con suerte. Iré a las carreras de caballos y le apostaré todos nuestros ahorros a Octagon, el caballo más prometedor de la octava carrera.
Ella, apacible, le dio un beso en la frente. Y así, sin más, partió él, con una sonrisa a flor de labios y la esperanza tatuada en los ojos.
Pasaron las horas y, a las ocho de la noche, volvió Octavio a casa.
―¿Cómo te fue? ―preguntó ella, llena de afán por escuchar las buenas nuevas― ¿Hemos ganado? ¿En qué lugar llegó Octagon?
Él, sin levantar la mirada, sólo alcanzó a decir.
―Llegó octavo.

7 maneras 7 – Héctor Ranea


Hay que matar bien a las arañas. Sé que es cierto. No basta con tirarlas al piso y aplastarlas con el pie, ni con ahogarlas y lanzarlas por el desagote. Hay que matarlas bien. Existen maneras de hacerlo. Yo les daré siete.
–¡Me voy a morir! –suelen gritar quienes en verdad van a morir. Es un hecho. Todos aunque sea tarde, reconocen el momento de su muerte que puede venir en forma de araña. Por eso hay que matarlas bien. Para que no sean los mensajeros de la muerte.
Las siete maneras de matar a una araña no es un mero catálogo de maneras infantiles, es un sistema que permite asegurarse que las arañas no sólo no revivan, cosa que en última instancia no molesta demasiado en tiempos normales, sino que, en caso de arañas en su ciclo verdaderamente letal, puede evitar que se transformen en asesinas.
El Profesor Milljaub traspasaba a quien quería la fórmula egipcia para matar bien a las arañas. Decía haber descifrado un manuscrito egipcio en el que se indicaba cómo hacerlo pero que él, a través de investigaciones muy perfeccionadas, había simplificado a siete. Número significativo pero en nada comparable con los ciento cuarenta y cuatro de los egipcios. Con cierta renuencia, el Profesor dio a conocer la lista de su síntesis de las maneras de matar las arañas, en algunos casos usando tecnología moderna para suplir aquellos pasos en que las antiguas habrían perdido efectividad o posibilidades de implementación.
La lista se presenta a continuación, junto con una breve conclusión a manera de comentario de los mismos y un resumen de algunos casos conocidos.
La primera manera efectiva de matarlas es sorprenderlas. Se sabe de relojes que atraen a las arañas por su olor a moscas. Un modo es que el pájaro que anida ahí, un autómata de hierro fundido con trazas de plata, la devore. Esto debe ocurrir sin que la araña tenga tiempo de escupir su tela que podría amortiguar el golpe seco, imprescindible para la tarea.
Un segundo método para eliminar arañas consiste en quemarlas al fuego generado por la lupa de diamante, con la araña dentro de un vial de cristal de azúcar. Cada molécula en el recipiente debe luego ser incinerada por un láser para evitar que se recombine y genere una araña con modificación del ADN, lo que la haría extremadamente peligrosa.
El tercer método propuesto es el denominado: proceso de la lechuza. Éste consiste en llevar la araña y, con sumo cuidado, proceder a enfrentarla a la lechuza jefa en su madriguera. En este método la araña se blande como arma y el ave, al verse asediada atacará convirtiéndola en una papilla que luego, cuidando que no se pierda nada de saliva de lechuza, debe desintegrarse en vitriolo fumante.
El cuarto es el llamado método del fuego divino. Se pone a la araña dentro de una jaula de bambú plisado, en medio de una tormenta eléctrica. De hecho, debe elegirse bien el punto medio el cual, en muchos casos, sino en todos, está siempre en movimiento. Eventualmente, el golpe de un rayo eliminará completamente sin riesgo posterior araña y jaula. Así desmenuzadas no presentan más riesgos debido a la temperatura del plasma que supera la de la corona solar por mucho.
Existe un procedimiento de la literatura, a saber: en un libro se aplasta a la araña. Para lograrlo, se la lleva mediante cuerdas salidas de sí misma pendiendo como de un péndulo vivo, mientras se leen fragmentos del primer libro de la Divina Commedia de Dante. Una vez aplastada se cocina la papilla en fuego lento hirviéndola en agua regia por dos horas. Esta digestión puede terminarse en estómagos de dragón, que al parecer abundaban en otra época. No habiendo dragones disponibles, aconseja el Profesor Milljaub que se proceda a pasar la araña por una autoclave de altísima temperatura.
Existe la manera en que se ahoga a la araña en mercurio, luego se amalgama con un anillo de oro lo más puro posible y, si es menester, bendecido por varios tipos de sacerdotes. Siguiendo, se arroja el anillo a un cubilote de fundición de hierro gris. Con ese hierro se funde la corona de un rey y a éste se le extrae un cuarto de pinta de sangre en la cual se ahoga el anillo. Con esa sangre, conservada en un matraz aforado, se pasea por jardines y plazas volcándole unas gotas en los ojos arácnidos. En las retortas de la casa se verá, por un instante, una imagen evanescente de esa. Si las patas imaginadas están cruzadas, se ha conseguido éxito.
Este último método es asaz complicado, pero no sólo es el más efectivo sino que permite controlar que se procedió correctamente mediante la aparición y procesamiento de la imagen de la araña.
El último procedimiento es secreto. Se sabe que ciertos atanores, en algunos jardines malditos, contienen algo que podría detener a las arañas, pero se teme por la invasión de moscas concomitante de aplicarlo.
Estos métodos son algo difícil de implementar por personas impresionables o con pocos conocimientos de química o poca destreza de manejo de sustancias peligrosas como los plasmas atmosféricos o el mercurio a alta temperatura, por lo que es necesario que se exija al exterminador un carné de aplicabilidad.
En cierta página de Internet existe un vínculo a anécdotas. De ahí saqué el nombre de un tal Woldemar Mandriguetti. Este es reputado como uno de los matadores de arañas más exitosos del mundo. Tiene registros que le dan fama universal, ya que ha sido uno de los que elimina por el método del mercurio arañas de la familia Patu digua, volcándole en los ojos el veneno y usa el método de la lechuza con varios tipos de tarántulas y arañas pollito del tamaño de platos de cena de embajada. Mandriguetti, se sospecha, es un escudo para el verdadero apellido del héroe, que no sería otro que el famoso alquimista del siglo XX,
–¡Ay! ¡Mamita querida! ¡Una araña! ¿Por dónde entró?

Doscientas cincuenta palabras - Andrés Terzaghi


Al acabar de escribir mi último legado en el holograma que estaba fluyendo como río hacia mi muerte, me dije que del otro lado, en la cibernética dimensión del alma, allí donde solo existe el conocimiento absoluto, me vería tratando con apenas 250 palabras en vez de tener que lidiar con el inagotable y por lo mismo infernal caudal de información de la eterna fuente de la sabiduría. Por así decirlo, me había edificado un diminuto habitáculo sobre una parcelita en medio del latifundio y la desmesurada tecnocracia.
Escribí apenas 250 palabras y me las envié al otro lado utilizando los canales físicos conectivos a los conectivos canales metafísicos.
La ciencia y la espiritualidad han fusionado sus límites y sus trayectorias gracias a la nanotecnología. Hoy son indiferentes, buscan lo mismo, conocer. Pero este aparato de porquería me costó lo que valió toda mi vida. Trabajé día y noche durante 150 años para, en mis últimos días, poder disfrutar del transportador de la conciencia. Eso fue lo que me faltó. Tener la suficiente conciencia para darme cuenta del control monopólico de la tecnología sobre nuestras existencias, incluso la que está en el más allá. Nadie había previsto que la técnica prevalecería sobre la ciencia. Al contrario, todos estábamos convencidos que la primera podía ampliar el campo de acción de la segunda. No fue así.
Ya en la otra vida me encuentro con mis palabras, 250 significados que se significan para comunicarme en resumidos signos cuan estúpido fui.

martes, 4 de mayo de 2010

Continuidad de la memoria – Héctor Ranea



Todos los días caían más familias enteras. Como nos acomodábamos, siempre había un poco más de lugar.
Estábamos descansando de nuestro turno de recepción en rueda de mate, cuando Eze se tiró un sonoro pedo y Batur recordó, entre solemne y divertido
–“Ed elli avea del cul fatto trombetta”. Dante, Inferno, canto XXI. Maravilloso.
Algunas chicas salieron a abrir las ventanas riéndose.
Eze le dijo a Batur de dónde sacó eso.
–Lo dije. La Divina Commedia.
–¿Y cómo es que la sabés? –preguntó Nacky.
–En mi anterior viaje tuve que pasar por la lectura de esos clásicos. Es bastante lo escrito sobre el tema. Ensayos de Borges, de rabinos incontables, de Papas.
–Contanos un poco –dijeron.
Batur sonrió. Entre sí y sí dijo: “Somos legión”. No se hizo rogar demasiado, sólo lo suficiente hasta que estuvieron todos callados.
–Tengo muchas memorias pero poca memoria. Leí mucho, viajé mucho, reí mucho, amé mucho, pero se me olvidó casi todo.
–Recién te surgió un verso de Dante sin proponértelo –dijo Vickeray una rubia joven e inquieta.
–Algunas cosas uno nunca las olvida. Así funciona la memoria. Para todos. Las cosas recordadas en realidad son las que usamos más. No es que nuestra memoria tenga largo alcance. Sólo recordamos lo que nos sucedió hace poco y, si entre eso que nos sucedió vamos recuperando cosas del pasado, pareciera que nos acordamos de cosas lejanas, pero no.
Él continuó
–Pero volviendo a los infiernos, te podría contar a cuáles fui. Fui al de los griegos con Homero, al de los troyanos también. Algunas óperas me permitieron viajar con Orfeo y las esculturas también ayudan. Bernini me enseñó la carne hecha mármol. Los de la Biblia… tantos, en realidad.
Prosiguió después de una pausa.
–Podríamos hablar de las Metamorfosis.
–¿Ovidio? –Preguntó Vickeray.
El viejo Batur sonrió para adentro. Se daba cuenta de que Vickeray sería quien tomaría su puesto. Tendría que llevarla con él a recorrer el lugar.
Mientras esto sucedía, seguían llegando gente expulsada, gente que venía a refugiarse. Las primeras instrucciones que les daban los voluntarios les servirían para los primeros tiempos. El problema fundamental eran los víveres. Había que salir a buscar y traer, repartir y consolar.
El viejo Batur les contó lo que recordaba de las Metamorfosis, de cómo nació el laurel, de Io, de Cicno, de Dafne, pero la que más les atrapaba, sobre todo por el entusiasmo de Vickeray en querer saberlo, era la historia de Danae y la lluvia de semen dorado en la que se debió convertir Zeus para poder amarla.
Vickeray miraba al viejo ya con otros ojos. En su mirada se retrataba un deseo con tonos más profundos, con los trazos de Merisi; a pesar de la juventud de ella, la vejez de Batur parecía un atractivo y eso convencía al viejo de que era la elegida para continuarlo. Era la que sería su memoria. Como él continuaba la memoria de otra mujer excepcional.
El grupo debió deshacerse porque llegaban los turnos para ocuparse de los recienvenidos. Vickeray se acercó a Barut mirándolo con ojos muy profundos, muy suaves, muy jóvenes, desafiantes. El viejo se turbó. Escondía todo lo que podía su cuerpo del de ella que se insinuaba hacia una conclusión que debía ser fatalmente irreversible.
–Comprendiste, veo, mi mensaje, joven Vickeray. Tus memorias se unirán a las memorias de todos los que nos preceden. Tendremos poco tiempo para contar todo lo que recordamos; así propagarás las memorias para que no se pierdan.
–Algunos llaman a esto posesión, Batur.
–Efectivamente. Y en verdad lo es. Tenemos que poseernos.
–Estoy lista para que me poseas –dijo ella tocándolo con las puntas de sus pechos de tal modo que Batur sintió un puñal doble clavándose suavemente en él.
–No sé si yo estoy listo, niña. Tenemos que hablar mucho. Tengo que pasarte las memorias. Vamos al jardín.
Desde ahí se veían las filas de los que venían a refugiarse.
–No entiendo por qué siguen viniendo –dijo la joven con aire de que se hacía por primera vez esa pregunta.
–Es la última esperanza. Nos llamamos así, pequeña Vickeray.
–Quiero que me poseas, viejo.
–Curiosa paradoja, niña. Serás el exorcista de mis memorias para ejercer la posesión. Porque tus modos me están enseñando que no necesitarás demasiado tiempo para extraerme todo y llenarte de mi historia larga y escondida.
Ella estaba excitada con la posibilidad de obtener el conocimiento de la vida y de la muerte, porque presentía que ese viejo le daría todo al despojarse de lo que lo habitaba. Y lo quería todo. Estaba ansiosa, hambrienta de conocimiento.
El viejo asentía como si leyera sus pensamientos y en sus ojos brilló la juventud, bajo un árbol de guindas él la abrazó, se desnudaron, tuvieron un intercambio sexual en el que sus carnes enrojecieron como las frutas de ese árbol y se metamorfosearon como mariposas, peces de cientos de colores, azucenas, malvones, alhelíes, pasaron por ser babosas, caracoles, sapos y culebras, hasta que al fin yacieron como diablos en celo por horas y horas, transfiriendo él lo que sabía a ella.
Al final, cuando el viejo estaba dormido ella vio que el árbol era ahora un manzano, que el viejo había muerto, pero, sobre todo, que él estaba dentro de ella, que le hablaba con miles de voces, de recuerdos, de sensaciones que ahora sabía, que había vivido gracias a él y a la teoría de hombres y mujeres que transfirieron la memoria de la verdad de las cosas. Se sintió exorcista, bruja, mujer. Ahora entendía qué venían a buscar los tantos peregrinos. Sabía que estaba encinta y que prolongaría al viejo Batur porque así prolongaba a todos. Poseída y a la vez poseedora: la condición ideal de las profetas.