domingo, 14 de noviembre de 2010

Tirando millas hacia el sur - Alejandro Castroguer


No sé si tirar millas hacia el sur o dejarme vencer por la sensatez del norte.
La noche tiembla dentro de mí, con sus absurdos adornos navideños y los villancicos de los vecinos de abajo.
Nerviosa, descuelgo el teléfono. El salón está a oscuras, pero no importa. Marco el número de memoria. Echo un vistazo a la mesa. Allí, gracias a la mezquina luz que entra por la terraza, puedo ver mi medicina, una montaña de botellas vacías.
Definitivamente, he decidido invocar la pasión del sur.
—¿Se puede poner Ángela? —digo masticando con rabia su nombre, seguramente para que la lengua no se me enrede con la memoria del alcohol.
No hace falta que la fulana de su novia medie una contestación. Mejor así, no quiero oírla. Es entonces, en cuestión de segundos, cuando se produce el milagro, o es simplemente mi mente la que reproduce el sonido: por un instante, juraría haber oído el rumor de las medias de Ángela acercándose al auricular.
—Feliz Año Nuevo —me adelanto procurando articular correctamente, luchando contra la torpeza de mi lengua.
De nuevo tiembla la noche dentro de mí, con su falsa felicidad navideña.
—¿Estás borracha? —me ataca.
—¿Estoy sola? —disparo a la defensiva.
—Ya hemos hablado de esto.
—Hay gente a la que no le es tan fácil poner el punto final.
Su silencio al otro lado de la línea telefónica parece tan elocuente que necesito ganar terreno y volver a llevar la iniciativa.
—Me marcho hoy mismo, antes de que amanezca.
Ahora parece que sabe a qué me refiero. No hace falta que le diga que tenemos todavía algo a medias.
—Estaré por allí en cuanto pueda escaparme.
Cuelgo el auricular. A oscuras, me acerco a la cómoda de la entrada. Abro el cajón. Al fondo, debajo de la mantelería olvidada de las grandes ocasiones, aguarda una alimaña, negra, fría, metálica.
Mi cuerpo es, ahora mismo, un páramo roturado por la traición de Ángela. Al norte, me aguardan la sensatez, los recuerdos, los buenos momentos y las llamadas telefónicas avariciosas por retenerla al otro lado. Mientras que al sur, el estómago me supura tantas malas horas, tantas malos sueños por su culpa, porque ella ha sido la única culpable, que no me ha quedado más remedio que elegir este rumbo.
Asomada al balcón, desde la atalaya de mi décimo piso, la veo llegar en moto. Juraría que viene enfadada. Detrás de la puerta de entrada, escucho el deglutir del ascensor que se esfuerza por acercarme la presa.
Me duele el sur. Amontono reproches que pienso disparar a Ángela en cuanto la tenga delante, pero cuando abro … no soy capaz de articular palabra, desarmada por el fulgor de su cuerpo. Su figura se recorta a contraluz sobre el fondo iluminado del rellano. Sólo su voz y el arrecife de su cuerpo.
—¿No enciendes la luz?
Le concedo un último deseo. Clic. Ella ha tomado la iniciativa dejándome fuera de juego. Ahora es tan imposible el brillo de sus ojos como el fulgor metálico de la pistola que empuña con la zurda, una Smith & Wesson, plateada, 5 Balas, pequeña apenas 16 centímetros de longitud, unos 400 gramos de peso y cachas de caucho negro.
—Feliz Año Nuevo —aventuro rumbo al norte mientras me repaso la pintura de los labios delante del espejo de encima de la cómoda.
—He venido a cobrar.
Los villancicos de los vecinos de abajo prestan el contrapunto cómico a nuestra conversación.
—Di mi nombre por última vez —pido con la esperanza de cogerla con la guardia baja. En un gesto vagamente sexy, doy un manotazo a mi melena oscura. Pero su respuesta es adelantar un poco más el brazo y su amiga la Smith & Wesson—. Por favor —insisto—, que es Año Nuevo.
Y en ese instante, cuando sus labios pronuncian mi nombre, la noche se duerme dentro de mí, ya no me supura la herida del estómago. Es demasiado resplandeciente el amanecer de sus ojos, es demasiado el vértigo de su vestido rojo volcán y la consistencia de sus pechos que me hablan de pasadas pero no olvidadas locuras en la cama.
—Patricia —dice como quien pide turno en la pescadería, desmintiendo la poesía que me ha embargado durante un segundo.
—Antes me llamabas Patri.
—No he abandonado la fiesta y a mi novia para hablar del antes.
—Ok, Patri, sabes que antes de marcharte, debo recuperar algo que es mío.
Habla del dinero que le debo. Admito que tiene razón.
—Está en la caja fuerte, detrás del sofá. Está abierta —miento—. Pensaba llevarme el dinero conmigo.
Cuando se adentra en el salón y el quicio de la puerta se interpone entre nosotras, alcanzo la alimaña que guardaba para este momento debajo de la mantelería de las grandes ocasiones.
Y todo para terminar dando un gran rodeo. Dicen que para avanzar, a veces hay que retroceder. Pues lo mismo me ha pasado. Para tirar millas hacia al sur, he cogido carrerilla yendo primero al norte.
La rabia de mi estómago.
La noche dentro de mí.
Una montaña de botellas vacías recordándome la locura del alcohol.
El brazo adelantado empuñando mi Beretta.
Ángela está agazapada, indefensa, entre el sofá y la pared, codiciando el dinero de la caja fuerte, a merced de mis reproches, de la rabia que acumulo avariciosamente desde que me abandonó por esa fulana de su novia, del turbión de sangre que corre por mis venas.
—Ángela —el sabor de su nombre me endulza los labios.
Ella se vuelve. Su Smith & Wesson reposa al lado de sus pies.
Los villancicos de los vecinos de abajo.
La noche interior. El olvido. El alcohol medicinal. El llanto contra la almohada. Las llamadas telefónicas no devueltas. Estoy preparada, muy al sur de mi desdén.
A Ángela la mira ahora un único ojo oscuro, frío, metálico.

No hay comentarios.: