domingo, 17 de octubre de 2010

Los cuarenta - Armando Azeglio


No había sido como su hermano. Había tenido que parir todos y cada uno de los exámenes a lo largo de su carrera; hoy la sola mención de esa palabra: “examen” lo nauseaba, le erizaba la piel. No podía memorizar un artículo más, ni abrir un código o analizar el espíritu de ninguna ley. No quería ser el delfín de su padre, ni un abogado exitoso, ni ganar dinero. Mucho menos ser el puntero del bufet de su familia. Hoy —se podría decir— hojeaba el libro de la vida con curiosidad, como si buscara la respuesta a una pregunta que ni siquiera podía formular, pero a sabiendas que tanto la respuesta como la pregunta, existían en alguna parte y le angustiaba no conocerlas. No buscaba un premio, ni fama, ni gloria, ni siquiera un hombro sobre el cual llorar. Sentía una suerte de nostalgia por un paraíso que había perdido en un punto de su vida, pero que era incapaz de identificar con precisión. Se sentía dual respecto a este nuevo trance; por un lado quería salir de él lo más rápido que le fuera posible; inmerso en esta situación no podía funcionar como hombre, esposo o profesional; ni siquiera como hijo. Pero por otro, sentía que si observaba el dilema, si lo escrutaba, lo diseccionaba, quizá llegaría a una solución. Esto sería una verdadera genialidad, dijo, llegar a una solución. Fundirse en la solución, aunarse con ella. Ser la solución. ¡Qué lejos estoy de eso! Suspiró… mientras en su mano resplandecía el arma, fría y magnifica.

1 comentario:

Un tipo dijo...

Tsss. Un final buenísimo.
Gran texto.


¡Saludos!