jueves, 26 de agosto de 2010

Las bellezas del mar - Martín Gardella


Una tarde de otoño, el dios Poseidón organizó un concurso de belleza femenina, en el que competirían las sirenas y las hadas del mar. Para ello, ordenó construir un escenario especial en un buque en alta mar, sobre el que, cada grupo, debía demostrar sus cualidades.
Las tramposas mujeres con cola de pez intentaron seducir con su dulce voz al jurado de bravos marineros, que hubieran sido arrastrados hasta encallar, eternamente, en los sirenum scopuli, de no haber sido salvados por las minúsculas hadas que, volando sobre sus hombros, les taparon los oídos con sus alitas llenas de sal.
Sintiéndose derrotadas, las sirenas se arrojaron al mar, transformándose en piedras, buscando interrumpir el camino de regreso de los navegantes. Pero, una vez más, las hadas del mar los socorrieron, iluminando sus largas cabelleras en forma de brillantes candelas, para guiarlos a través de las aguas negras del crepúsculo, evitando el desastre.
Con el voto unánime de los marinos, Poseidón coronó vencedoras a las hermosas haditas que, desde entonces, protegen a los navegantes solitarios y controlan las aguas marinas, en los días de tormenta. Las malvadas sirenas, en cambio, nunca más volvieron a cantar.

Tomado de: http://livingsintiempo.blogspot.com/

El pozo sin fondo - Manuel Pérez Báñez


De pequeño soñaba con descubrir los grandes misterios del mundo. Recordando que una vez siendo niño (en el "fondo" lo seguía siendo) arrojó una piedra al fondo de un oscuro pozo y no llegando a escuchar durante horas y horas el ruido del impacto, dedujo con toda la lógica del mundo que el pozo atravesaría la tierra de cabo a rabo. Siendo un científico célebre y longevo volvió a aquel pozo de su infancia y se preparó para el viaje final de su vida: reposar en el centro de la Tierra.
Daba por supuesto de que el pozo estaría lleno de aire y que la caída no sería tan brusca puesto que una vez que el cuerpo alcanzara una cierta y calculada velocidad terminal, la resistencia del aire le impediría seguir acelerando. La inercia le haría atravesar el punto central del gigantesco túnel terráqueo, superarlo y seguir cayendo (o ascendiendo , pensaba él, si alguien lo intentara desde el Polo Sur). Dedujo además que el punto en el que se detendría para volver a caer hacia el centro del planeta sería cada vez más cercano a éste. Finalmente, estaba convencido de que quedaría en ingrávido y perpetuo reposo en el centro de la Tierra (al menos hasta que a otro iluminado se le ocurriese saltar al pozo). Era su sueño. En las crónicas del lugar hablaron de suicidio… lo cierto es que nunca apareció su cuerpo.

martes, 24 de agosto de 2010

Como las olas mecen los navíos - José Luis Vasconcelos


Una cosa es que lady Hathaway duerma con tres negros y otra, muy diferente, cuando la gente murmura sobre sus afecciones.
Aceptemos que, desde hace tiempo, para ella los pétalos de las orquídeas borran por completo los recuerdos; que sus invernaderos hablen.
El qué dirán y los instantes ya idos prenden la llama de su corazón. Tan es así que la realidad parece someterse a los fragores de la calma. Los hombres que circulan a su lado aún parecen hijos de una rodilla y un diplómatico: brillosos, esquivos y muy articulados.
No puedo menos que defenderla. ¿Estuve en sus brazos o ella en los míos? No lo recuerdo. Sólo sé que tuve la necesidad de dejarme ir y acariciar pesares.
Como las olas mecen los navíos, así sus manos tomaron posesión de mi cuerpo. Arde sobre mi piel la huella de su tacto. Pero yo me demoraba repasando los instantes, sin tomar en cuenta que envejecía a ras de sábanas.
Pudo ser un minuto o un siglo, pero yo me encontraba adormecido dentro del fruto de la pasión, flotando adormilado en la barcaza de los sueños que nunca deben concluir. Los buenos sueños no deben acabar. Jamás. Dios salve a lady Hathaway y, si no, que la patria nos lo demande.

Gusanos - Luciano Doti


Que cualquier carne tiene la capacidad de agusanarse es algo que sabemos todos, pero también tenemos conocimiento de que para ello debe haber una herida o un cuerpo sin vida. Existen diferentes tipos de gusanos, y no es mi intención usar estas líneas para clasificarlos; por otra parte, no sabría como hacerlo. Sólo sé que una persona puede agusanarse, que conocí a una persona que se agusanó, aunque en un primer momento no estaba herida ni muerta; he allí lo extraordinario del asunto.
El tipo se llamaba Carlos, creo que ese era su nombre; para el caso da igual. Frecuentaba uno de esos copetines al paso del conurbano. Pendenciero él, tenía la costumbre de mirar a todos con cierto grado de altanería, de más está decir, absolutamente infundada. Tomaba una cerveza y de vez en cuando intercambiaba alguna opinión con los otros ocasionales parroquianos. Cualquier contrapunto, por insignificante que fuera, le generaba una tensión delatora de violencia contenida contra su interlocutor, que en ocasiones se aplacaba si el otro decidía hacer a un lado el incidente, por considerar absurdo el debate o devaluado a quién lo planteaba.
Una noche, estaba yo con unos amigos compartiendo una botella de tequila en la calle, cuando pasó Carlos. La botella ya casi llegaba a su fin, por lo que se imaginarán cual era nuestro estado: nos hallábamos completamente borrachos, fuera de control y hasta pendencieros. Carlos nos provocó. Se acercó a nosotros de manera arrogante. No nos pidió tomar un trago uniéndose al grupo, quiso hacerlo a lo guapo. Nos arrebató la botella. Etílicamente envalentonados, nos íbamos a las manos, hasta que uno de nosotros, de manera atinada debo reconocer ahora, sugirió hacer a un lado el incidente, dado que ya en la botella quedaba poco. De hecho, nuestros hígados le agradecerían el robo, aunque el tema no era la botella en sí, sino el ultraje; pero tratándose de Carlos, no valía la pena la molestia ya que, como quedara dicho, se trataba de un personaje devaluado.
En el interior de la botella, flotando en el poco liquido que quedaba, había un gusano. No sé si vivo o muerto. Tampoco sé si es algo que traen todas las botellas de tequila o sólo esa en particular. De algo no tengo dudas, Carlos bebió el contenido de la misma, completo; es decir, que al terminar no quedaba líquido ni gusano.
Si estaba muerto, juzgo que revivió. Y se me ocurre que ya dentro del cuerpo de Carlos, el gusano comenzó a colonizar todo ese organismo, carcomiendo la carne desde adentro hacia fuera. Esos parásitos se alimentan de carroña, y a Carlos, tantos años sembrando odio y maldad, lo deben haber convertido en eso: pura carroña viviente.
Al principio, su enfermedad se manifestaba como una especie de sarna, en la forma de lesiones o manchas cutáneas; pero poco a poco, a paso lento aunque inclaudicable, avanzaba progresivamente. Cada vez causaba mayor repulsión frente a la gente, incluso más que antes. La última vez que lo vimos, unos gusanos blancos danzaban sobre su rostro curtido e irreconocible.
Después de eso, no apareció más por el bar que solía frecuentar. También abandonó la pieza que alquilaba en una revenida edificación de la zona, lugar en el cual, por esos días, se vio una cantidad inusual de gusanos.

Tomado de: http://www.letrasdehorror.blogspot.com/

Piel – Héctor Ranea


Me le acerqué no bien la vi. Era tan bella que no podía controlar los corazones, ni el de sangre blanda como el agua ni el de sangre perfumada como mburucuyá. Ni qué hablar del estómago de líquidos importantes. Me daba cuenta de que en la fiesta alguno ya había notado cambios en mi apariencia. Es que no podía controlar los ojos. La miraba, aunque pretendía hacerlo con serenidad y ocultamiento, insistentemente; era obvio que ella hacía como que no me veía pero me estaba mirando.
Claro, sin ningún cambio salvo cierto rubor.
Para mí la hemocianina era poca y la hemoglobina escasa. Me empecé a desbandar, como me ocurre cuando bebo alcohol. Me desbando cambiando la banda preponderante de color y en lugar del oliváceo con que me conocen habitualmente en el trabajo de la Universidad, estaba poniéndome algo pálido pero, sobre todo, con los colores de la piel de ella. Durazno suave. Jazmín de Venezuela. Narciso jamaiquino. Orquídea del pantano del Kelta. Mariposa de Costa Rica… Ustedes me conocen. Si no fuera porque sorbía el Martini cuádruple se me iba a teñir la saliva aún más la alfombra blanca.
Pero cuando ya no pude más fue al perder el control que tanto había inculcado la Capitana Phylbursick de la 345º flota de invasión… y empecé a cambiar de color hasta parecerme a ella. Tanto que ella se asombró de verse en un espejo tomando un Martini; su novio me ofreció un beso. Alguna señora me pidió que tocara algo de Gershwin al piano. Apenas la recuerdo.
Ella estuvo a punto de gritar, pero comprendió a último momento y me abrazó. Huimos porque, como se sabe, cuando perdemos todo control, los de la 345º flota pasamos hasta por las fisuras menores entre las ventanas y los dinteles.
Recibí un castigo de parte de Phylbursick por ejercicio ilegal de mi marcianidad. Pero quién nos quita lo que bailamos esa noche con la humana.

Series inferiores – Héctor Gomis


Cuando los vi sentí aprensión. Estaban sucios, vestían unas ropas estrafalarias y raídas, y sus cuerpos, apenas huesos recubiertos de piel, estaban llenos de heridas y ronchas. Lo que antes debió ser una pareja atractiva, o así quizá quiero imaginarlo, se habían transformado en un par de muertos vivientes de ojos hendidos y mirada perdida.

Como cualquier otro ciudadano de bien, me cambié de acera en cuanto los vi. Con ese simple gesto les demostré mi superioridad, yo soy una persona de bien, con familia, casa, coche y cuenta corriente, y ellos solo eran chusma, suciedad, desperdicio social. Por eso hice con ellos lo mismo que hago cuando encuentro una caca de perro en la acera, los esquivé y me alejé rápido para que no me llegara el mal olor.

La casualidad quiso que horas después los encontrara sentados en un portal justo en frente de mi balcón. No tenía nada importante que hacer aquel día, así que dediqué un par de horas a observarlos. Eso me hizo sentir bien. Desde la seguridad de mi sacrosanta casa podía mirarlos como si lo hiciera con monos en el zoo, con la posibilidad de espiar su comportamiento y sin peligro de que se me acercaran demasiado.

No pude oír lo que se decían pero veía perfectamente todos sus movimientos. Uno de ellos, el chico creo que fue, sacó varias cosas de una bolsa de plástico y las dispuso a su alrededor. Pude distinguir una botella de cerveza medio vacía, una lata de olivas y un trozo de pan. La chica entonces colocó un pañuelo de papel en la acera a modo de mantel y así fue organizando un improvisado picnic. Una vez estuvo todo colocado en su sitio, se sentaron uno enfrente del otro y empezaron a comer. Parecían extrañamente felices y charlaban animadamente mientras comían y bebían muy despacio, como queriendo alargar todo lo posible aquella frugal merienda. Comieron, bebieron, hablaron y rieron durante un buen rato, nada les importaba el mundo a su alrededor. De repente, un señor gordo apareció por la esquina y, unos pasos después, tiró una colilla al suelo, cuando la vio, la chica se levantó y cruzó la calle, la cogió del suelo, limpió la boquilla con la manga de su jersey y se la puso a su chico en los labios. El chico sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban, se abrazaron y la besó tiernamente en los labios. Creo recordar que nunca me he sentido mas mezquino que aquel día, mezquino y desdichado.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

No pudo ser - Manuel Pérez Báñez


Todo esfuerzo fue en vano. Aquel inesperado e insignificante montículo de arena dejado por la rodada se antojaba una montaña para él. Un instinto animal lo empujaba a cruzar el carril bajo el implacable sol del mediodía pero cuando casi conseguía alcanzar un mínimo ascenso, su peso lo hacía caer rodando una y otra vez, aferrándose inútilmente a la resbaladiza arena y haciendo que el montículo fuera perdiendo altura a cada intento. A priori se le allanaba el camino, pero sus fuerzas estaban al límite ya que tenía que invertir un sobrehumano esfuerzo en voltearse sobre sus quitinosas extremidades cada vez que se desplomaba. Ya casi lo había logrado. Tanto esfuerzo y tanta arena desmoronada había hecho desaparecer prácticamente el montículo. Sólo tenía que salvar unos miserables y despejados treinta centímetros de arena para alcanzar la gloria del otro lado. El mismo vehículo que había formado el montículo pasaba de vuelta. No pudo ser.

domingo, 22 de agosto de 2010

Metagnosticismo - Andrés Terzaghi


A: Por ejemplo, si usted elige la palabra ofrecer, la escribe y también anota su significado: (Prometer, obligarse. Presentar y dar voluntariamente algo. Venirse inesperadamente una especie a la imaginación. Ocurrir o sobrevenir. Entregarse voluntariamente a otro para hacer alguna cosa), toma todas éstas palabras y de cada una busca sus correspondientes significados escribiéndolos para luego repetir la operación una y otra vez, acabará por transcribir el diccionario completo pero en otro orden sucesivo de significantes y significados. La forma de dicho orden depende de con cuál de todas las palabras dará inicio al procedimiento.
B: ¿Adónde lleva todo esta inútil especulación?
A: A concluir que estamos girando en círculos, una y otra vez, alrededor de una cosa inefable.
B: …una cosa…inefable…
A: Si, inefable. Algunos dirán que se trata del ser en general. Y no estarán lejos de la verdad, sin embargo, no la tocarán, ni rozarán siquiera, porque si la tocaran, dejaríamos de girar y girar en círculos, pero si por una de esas excepcionales razones llegáramos a dar de lleno con la verdad, eso que es inefable pasaría a ser lo conocido y lo conocido, a ser lo inefable, ergo el conocimiento de la verdad última es imposible.
C: Perdón que interrumpa esta infructuosa divagación. Pero me gustaría cooperar con la siguiente acotación: si A le dice a B una guirnalda de estupideces y B trata de usar la razón al servicio de las mismas, es porque necesita de C para que no caiga en el garrafal error de perder la razón.
D: Todos ustedes se equivocan. Acá está la verdad que ustedes dicen.
B: ¿Dónde esta?
D: Evidentemente no la pueden ver. Pero yo la siento muy próxima. Es una presencia metaficticia que gobierna nuestro mundo, que ha creado todo esto, hasta pone en nuestra bocas todas estas palabras que estamos diciendo. Se ríe de nuestro enorme esfuerzo por alcanzar la verdad, por trascender el mundo de las apariencias.
A: Yo no creo en absoluto que exista una entidad que haya escrito todo esto.
B: Coincido con A. Será mejor poner punto final a esta conversación.

En Blanco (versión) - Walter Böhmer


Miró el cursor titilante, como sacudiendo un brazo en medio de un océano blanco, solo, impotente. Viendo que todas las historias pasan por delante de sus ojos, los oscuros personajes riendo siniestramente, los bonachones queriendo tender una mano, los monstruos acechando detrás de árboles suspendidos en esas bolas de imaginación que pasaban como ovejas en los sueños.

No estaba completamente petrificado, pero parecía que el pozo al fin se había secado. Dicen por ahí que hay grupos de un solo disco, bueno, se lo puede aplicar a los escritores. Hay algunos de un solo libro, una sola historia, un solo personaje.

O más.

Daba lo mismo.

El pozo se había secado.

Eso pensaba.

Sólo podía mirar la pantalla en blanco por un momento, soportar el cursor indemne a las ideas, después de cierto momento se mareaba, indefectiblemente se mareaba.

Alquiló un sin fin de películas (sobretodo clase B, cuanto más bizarras, mejor; un buen lugar para el cultivo), leyó algunos libros; sobretodo de cuentos, nada muy largo. Necesitaba ya volver a escribir, que se le caiga una idea y la vea justo a tiempo antes de pisotearla.

Nada.

Pensaba en el último punto y aparte, pensaba en el momento de presionar las teclas, pensaba si algo había pensado en ese preciso instante, algo que quizá había querido advertirle que tal vez esas serían las ultimas teclas de una novela, del último cuento que escribiría.

Caminaba de un lado a otro, oía como el polvo se movía dentro de su cráneo casi vacío, salpicando las paredes con restos de cuentos ajados. Se golpeaba la cabeza con la palma de las manos al tiempo que pensaba sintiéndose un estúpido, “cómo si fuera a funcionar, idiota”. ¿Y porqué no?. Si a alguien le había funcionado no iba a sacar la cabeza por la ventana gritando ¡EUREKA!, ha vuelto mi gallina de los huevos de oro. Lo mirarían con cara de asombro y de acusación.

―He ahí a un loco ―gritarían a boca jarro.

No, se guardarían el secreto. Hijos de puta, se lo guardarían con toda seguridad.

¿Alguien escribiría “El Manual Para el Escritor Secado”?

Quizá lo haga si descubría la cura.

Preparó café.

Adoraba el aroma del café por la noche fría, mezclado con el olor a la tinta en una hoja de un buen libro, eso era para él su paraíso terrenal. Así debería oler.

¡Ah!, cómo extrañaba escribir.

Se sentía como un atleta que ha sufrido un accidente y le amputasen una extremidad.

“Mentira”, se dijo, “vi a muchos atletas correr con piernas de aleación”.

Fuera, una rama impulsada por el viento rascó la persiana. Entró parte de esa ráfaga por la hendija que queda entre las vías por donde corren las ventanas y le regaló un susurro.

―Punto y aparte ―le sopló al oído.

Se sentó frente a la computadora sosteniendo el taza de café que dejó sobre la tapa del libro, después vería con gracias la aureola oscura que se formaba como un sol emergiendo entre el titulo de la novela y el nombre del autor.

Presionó.

Punto y Aparte. Enter. Barra Espaciadora. Y escribió.

“Miró el cursor titilante, como sacudiendo un brazo en medio de un océano blanco, solo, impotente. Viendo que todas las historias pasan por delante de sus ojos, los oscuros personajes riendo siniestramente..."


Tomado de Apología de los Miedos

viernes, 20 de agosto de 2010

Nuevos tiempos – Sergio Gaut vel Hartman


—Me quiero casar con mi perro —dijo el androide contemplando ansioso al juez—. Es este —agregó señalando a un hermoso labrador dorado.
—¡Es una inmoralidad! —exclamó el magistrado. Era un sauce llorón que de leyes no entendía un pimiento y siempre se iba por las ramas; había sido puesto a dedo en el cargo por los h’chuns, los extraterrestres metamorfos trisexuales que invadieron la Tierra en 2012.
—Nos amamos —insistió el androide.
—¡El amor entre máquinas y animales —aulló un curabimanje de la Iglesia Ortodoxa Unificada Universales que actuaba como veedor moral del Tribunal— es iniquidad, blasfemia, sacrilegio, depravación!
—¿Máquina? ¿Adónde está la máquina? —se defendió el androide—. Cien por ciento carne. Toque —concluyó sosteniendo su aparato genital con la mano y adelantándolo para que el religioso procediera a un reconocimiento fáctico del objeto enunciado—. Usted, señor, no sabe distinguir entre un auténtico andro y un mierdoso robot.
—¡Orden! —dijo el sauce sacudiendo su follaje contra el pupitre—. Orden, o hago desalojar la sala.
—Debemos —insistió el prelado—, hoy como ayer, preservar las costumbres tal como fueron dictadas por Dios Todopoderoso. Cualquier intento de alteración de la naturaleza de las cosas debe ser penado con la muerte.
El sauce sintió que la savia se le congelaba en las xilemas y que le corría como fuego por las floemas. En otros tiempos había estado enamorado de un olmo, aunque no llegaron a formalizar porque sus exigencias de que tuvieran descendencia no fructificaron. Su hermana siempre le decía: “no le pidas peras al olmo”. Pero él era terco, y le pedía.
—¡Señor juez! —gritó el androide—. Preste atención a lo que le digo.
—¡Cierre sus oídos, señoría! —reclamó el curabimanje—. No escuche los argumentos espurios y malolientes de este engendro.
—¡Momento! —declaró un h’chun entrando a la sala con su habitual pedantería—. ¿Qué es esto? ¿Discriminación? —El extraterrestre parecía un enorme semáforo destellando luces verdes, rojas y amarillas—. Case a esos dos —concluyó apuntando al sauce con una vara de plata.
—Yo lo hago —dijo el curabimanje, metiéndose donde nadie lo había llamado, y antes de que alguien de seguridad pudiera intervenir, sacó una Uzi, disparó una ráfaga que duró lo que un parpadeo, cortó por la mitad al androide y descabezó al perro.
—¡Qué hizo! —protestó el h’chun.
—¿Qué hizo? —se espantó el sauce.
El curabimanje mostró las palmas de las manos, que lucían como culo de mandril. —Lo que me pidieron que hiciera. ¿Está mal? Los cacé. La homeostasis del universo ha sido restaurada.
—¡Que pase el que sigue! —aulló el ujier.
—Quiero casarme con un botón —dijo el ojal.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

Un viaje en paracaídas - Mónica Sánchez Escuer


Creí que te había hallado en un poema de Huidobro. “Un faro en la neblina buscando a quien salvar”. Tus universos imaginarios parecían continuar los míos, como si una extensa línea de deseos los uniera. Pensé, ingenua, que escribías oyéndome, descifrando la laberíntica ruta de mis sentidos. Creí que adivinabas el pulso de todas mis palabras, que no tenía ya caso escribir si tú, a mil años luz, te adelantabas a esa voz que me venía como un eco rezagado y que mi torpe pluma no hallaba cómo duplicar. Pero no. Ahora que has abierto el enorme paracaídas que abultaba tu pecho, y veo hilos de pestañas y pieles de mujer, sé que no. No estamos cosidos a la misma estrella, tu música es otra y tus letras, tan cielo, tan nubes, se han ido acercando a la tierra como globos que caen. No, ya no estoy dentro de la bella jaula de tu mirada. Lo único que nos une, y a cierta distancia, es la caída.


Tomado de Historias Baldías

El lepidopmac - Rafael R. Valcárcel


Cientos de parejas aguardan su turno. Da gusto verlas porque no son comunes. Es evidente que se aman. Y no porque vayan de la mano o se miren con ternura, sino porque sería absurdo estar de pie tantas horas si no portasen las pruebas que lo acreditan. El letrero, donde inicia la fila, anuncia: “Pagamos 20 gramos de oro por mariposa”.
Se sabe que el método es indoloro y que cada estómago enamorado alberga entre 10 y 15 especímenes. Además, el intervenido puede generar nuevas mariposas al cabo de una semana. Sin embargo, existe un inconveniente. Con frecuencia, sólo uno de la pareja las porta, demostrándose que no es correspondido. El drama es inevitable.
Los detractores del doctor Lorca, inventor del Lepidopmac (aparato para cazarlas), lo tildan de “anti-romántico”. Unos, por ponerle precio a los sentimientos más nobles. Otros, por llevar al abismo a tantas parejas correctamente constituidas. Ni los oye. No hay tiempo. Su amada aguarda la sentencia. Cuando el número de mariposas iguale al de personas, Lorca las soltará. Confía en que nadie querrá sostener un fusil.

miércoles, 18 de agosto de 2010

El profesor de ética - Antonio Cruz


En una universidad, donde por algún tiempo fui alumno en una carrera humanista, había un Profesor de Ética que era un gran académico. Curiosamente en la cúspide de su carrera y cuando aún tenía mucho para brindar a las nuevas camadas de estudiantes, renunció y se fue a vivir en una pequeña localidad rural.
Hace poco tiempo me lo encontré en la calle y no pude aguantar mi curiosidad.
—¿Por qué dejó de enseñar Ética? —le pegunté.
—Es muy simple —contestó—. Cuando supe que algunos de mis mejores discípulos, que habían llegado a ser autoridades o burócratas del gobierno, miembros de los gabinetes ministeriales y funcionarios judiciales, no se diferenciaban en nada de aquellos a los cuales criticaba durante mis clases y que habían sido seducidos por la corrupción imperante en nuestra sociedad, me di cuenta que había perdido la batalla contra el sistema y que ya no me quedaba nada por hacer. Entonces decidí retirarme.
Me despedí apresuradamente y me marché casi a la carrera. No quería que me preguntara en que andaba trabajando por estos días.

La Tierra de Quique - Mara Gena


Quique no es sólo un hombre. Es un epicentro. Alrededor de él se genera el movimiento impensado y paradójico de lo que la utopía podría ser. En su restaurant se mezclan místicos y masajistas, viajeros y neurólogos, William Blake y una flota de vendedores de autos, la familia numerosa y el hombre solo. Hasta el día de hoy nadie más había imaginado que no serían presidentes ni monarcas los apropiados gobernantes de lo irrealizable. Se requiere de un anfitrión.

En su local se encuentran fotos de los comensales asiduos ejercitando el libre albedrío con excentricidad. Se permite escribir en los azulejos con temible tinta indeleble. Hay buñuelitos de acelga, como en la infancia. Y si se mira el techo, por gusto o espera, se puede hallar algún poema de Bukowski o una enseñanza de Rumi.

En realidad Quique no es un hombre extraño. Todo lo contrario, es atento y amable. Sin embargo, la impresión de haber hallado un rara avis se percibe de pronto, sin que intervengan las palabras. Por ejemplo, un día nublado uno atraviesa Scalabrini Ortiz con la fe húmeda y el colectivo lleno y justo lo ve a Quique. Está trabajando. Acomoda las sillas patas para arriba sin prisa. El colectivo pasa rápido. La imagen dura sólo unos segundos, pero una sensación de bienestar ha crecido con mayor velocidad. Ha ganado su espacio en el cuerpo. Después de todo, uno estima que la mancha neurótica que deja la urbe no es tan difícil de sacar. Se percata de que conoce a un alma y eso reconforta la propia que esa mañana no estaba apareciendo por ningún lado. Cuando llega a casa ya está mejor. La percudida marca de soledad que llevaba en la carne se ha alivianado.

Otro día, después de una jornada de impaciencias, se llega al local y lo primero que se ve es a Teresa, la mujer de Quique. Ha regresado de dejarle comida a gatos y perros callejeros diez cuadras a la redonda. Esta es su tarea diaria. Continúa con ella a pesar de las protestas de los vecinos que piden a gritos –en carteles impresos y sin nombre– que no se los alimente en sus casas recicladas con buen gusto. Ante la osadía y disciplina de Teresa sólo se puede sentir una admiración silenciosa. Un respeto acorde, sin estridencias.

Más allá, en una de las mesas cercanas a la barra, el amigo incondicional toma otra cerveza. Sabe que su colaboración etílica siempre es un sacrificio necesario para que bajen un cajón extra. Un poco más tarde –porque es necesario que haya un abundante manto nocturno para estas apariciones– puede presentarse una femme fatale de escote profundo y dialecto peculiar, el fotógrafo dandy que despliega su obra en las paredes y la característica barra de porteños que se corporiza generación tras generación en las mismas charlas.

Ahora la mesa está completa. La picada y la conversación se abren. Los temas pasean desde el cuidado de los pececitos de agua dulce hasta una verdadera reflexión sobre los poderes empáticos de la migraña. Se puede ver cómo uno arguye teorías imposibles sin vergüenza. Se puede observar qué lejos han quedado la culpa, el ansia y el enojo. A cada sorbo de cerveza que avanza frío por la garganta, uno ha comenzando a dedicarse minuciosamente al instante. A disfrutar de los amigos. A sentir el gozo inexplorado y puro.

En palabras de Quique el fenómeno se comprende más fácil y tiene menos vueltas. “La mayor satisfacción se siente cuando la gente termina su plato. En ese momento soy más feliz”, me explicó una vez mientras miraba hacia la calle en medio de su espacio con plena luz. ¿Cómo no iba a sentirse así un hombre al que se le ha concedido tal don? Alguien que no necesita conquistar tierras ajenas y proclamarlas como propias, sino que extiende su hogar a un reino más amplio, compartido por todos.

lunes, 16 de agosto de 2010

Escuchado en las playas cercanas a la desembocadura del Escamandro, o cómo se decidió de qué manera engañar a los troyanos – Daniel Frini


—¡Lo tengo! —dijo el fócida Esténelo, cazador de zorrinos, hijo de Epeo; cuyas preferencias por las fiestas orgiásticas eran bien conocidas— Hagamos una gran torta, nos metemos dentro, y salimos de golpe, todos en sunga, tal como hicimos en el aniversario del natalicio del etoliano Eurímaco, tomador de ginebra, hijo de Yálmeno; que cuando fue a soplar las velas, le salieron veintidós vírgenes de Afrodita. Recuerdo que…
—Está bien, está bien —terció Odiseo, rey de Ítaca, hijo de Laertes—. La idea es buena, pero en una torta no entramos todos.
—Sos un animal —acotó el beocio Peneleo, domador de avestruces, hijo de Toante.
—Sos un caballo —dijo el cretense Meríones, corredor de conejas, hijo de Filóctetes.
—¡Eso! ¡Hagamos un caballo! —opinó Euríalo, cantor de pasodobles, hijo de Trasímedes; entusiasmado, mientras volcaba su copa de vino sobre la cara del ecaliano Macaón, pescador de mojarras, hijo de Anticlo; que dormía su borrachera
—¿Y por qué no una torre? ¡O un alfil! —se entusiasmó el lacedemonio Meges, tomador de viagra, hijo de Menesteo
— ¡Porque el ajedrez no se inventó todavía! —le contestó el orcómeno Tersandro, barredor de veredas, hijo de Macaón— ¡otro animal!
—Otro caballo —habló nuevamente Meríones —¿lo ven? Un caballo. Tenemos que hacer un caballo.
—¿No sería más fácil hacer una flor? —acotó el elidiano Eurípilo, comedor de galletitas, hijo de padre desconocido —Nos envolvemos en grandes pétalos rosados; y, cual flor de cestrum nocturnum, al caer la noche la abrimos, y entonces…
—Callate, puto— ordenó el melibeo Equión, soplador de nucas, hijo de Polípetes.
—¿Y de qué tamaño sería el caballo que proponés? —interrogó el rodaciano Anfidamante, inflador de globos, hijo de Toante; dirigiéndose a Meríones
—Y, no sé— dijo éste —debería ser para unos cuarenta guerreros.
— Capacidad: cuarenta pasajeros sentados —acotó el simeano Idomeneo, fumador de cannabis, hijo de Eumelo.
—¿Cómo? —preguntó Euríalo
—¿De qué habla? —interrogó Meríones
—No le hagan caso. Alucina. Dice que el oráculo le muestra cosas. Déjenlo— contestó el pilota Demofonte, saltador de tapiales, hijo de Ciarripo.
—Va a parecer una carroza de carnaval —intercedió Meges
—¿Una qué de qué? —preguntó el filacteano Ifidamante, escupidor de guanacos, hijo de Podalirio
—Desde que se junta con Idomeneo, también dice que ve cosas extrañas —explicó Demofonte—. Sigamos.
—Si tiene hijitos adentro —interrumpió Eurípilo— no sería un caballo, sería una yegua.
—Hablás de nuevo y te mando a limpiar a lengüetazos la estatua de Apolo, puto —amenazó, ahora, Equión
—¡¿Apolo es puto?! —dijo, asombrado, Macaón despertándose del sueño de su borrachera y saboreando una gota de vino que resbalaba hacia su boca —¿Y quién apagó la luz?
—Nadie, salame —dijo el filaceo Cianipo, juntador de cartones, hijo de Neoptólemo; mientras le pegaba un coscorrón en la cabeza a Macaón —te dormiste a media tarde, con el sol en plena jeta.
—Soñé que estaba dentro de un caballo —comentó el borracho.
—¡Santísimo Baco! —dijo Odiseo— ¡Es un mensaje de los dioses!
—No jodas, Odi —interrumpió el éspora Agapenor, limpiador de parabrisas en los semáforos, hijo de Teucro; que era consejero de Odiseo, y por tanto con derecho a tratarlo haciendo uso de ciertas libertades —éste tiene un pedo bárbaro…
—¡No, no! —contestó Odiseo— los dioses se manifiestan de maneras extrañas. ¡Será un caballo!
—Puede ser una torta con forma de caballo —volvió al ataque Esténelo—. Y adentro nos metemos nosotros y cuarenta vírgenes de Artemisa…
—¡Terminala! —dijo Peneleo.
—Por ahí, con veinte alcanza…
—¡Basta! —dijeron todos al unísono.
—A mi me parece que una flor no estaría mal… —empezó nuevamente Eurípilo.

Guerra fría - Javier López


El submarino USS Razorbak Arkansas comenzó a estar en servicio en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Tanto que no llegó a entrar en combate, y sólo llevó a cabo labores de vigilancia en aguas del Pacífico Norte.
Fue durante el período de la Guerra Fría cuando tomó mayor protagonismo, poniendo en jaque a la flota rusa con su escurridizo comportamiento. Se acercaba peligrosamente a los buques de la armada soviética, y siempre se escabullía a toda velocidad cuando los rusos empezaban a tomarse las cosas en serio.
Tras mil vicisitudes y peligros, el 23 de octubre de 1976, sufrió un incidente que la CIA ha mantenido como alto secreto y que probablemente nunca saldrá a la luz, dada la gravedad de los hechos acontecidos. A las 9:32 AM de ese día, el sonar del submarino había detectado un banco de sirenas. Desde entonces, se perdió la señal y nunca más se ha vuelto a saber.
Meses después se presentó, como si fuera el original, una réplica exacta. Es la que se conserva en el Museo Naval de Arkansas. No se tiene constancia de que alguien aún haya notado el cambiazo.
El hecho de mantenerlo como alto secreto se basa principalmente en la creencia de la Inteligencia Americana de que, pese a su sofisticado sistema de defensa, no se ha logrado ningún avance en los escudos anti-mitología.
Se teme que esto pudiera dar lugar a una invasión de los coreanos del norte, pequeños y enrabietados donde los haya, ocultos en un nuevo caballo de Troya.

En la punta de un alfiler - Carlos Monsiváis


“¿Cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler?” El escultor Bernardo, absorto en el enigma ancestral, decidió tramitar por su cuenta la respuesta. Compró un alfiler perfecto y se dispuso al ejercicio miniatural. “Si consigo tallar un solo ángel, me consideraré afortunado.”
Ante su mirada sorprendida, cupieron el primero y el segundo y el tercero y, sin crecer de tamaño, el alfiler amplió su ámbito conteniendo sin esfuerzo a más y más ángeles. Para extender su proposición, Bernardo requirió ayuda de otros artistas, que organizaron turnos para esculpir ángeles, infatigablemente, veinticuatro horas diarias. Parecía la punta del alfiler el espacio más creativo del universo.
Bernardo se apiadó de Bizancio, víctima en sus últimos días de la mayor trampa de la metafísica. ¡Cómo no entendieron, en medio de los rigores del sitio, entre las llamas y el aullido de la soldadesca enemiga, la falacia de una pregunta cuantitativa! En un alfiler podían darse cita todos los ángeles y —para ser exactos pertenecía a la naturaleza de ese objeto su cualidad de albergue inconmensurable.
Ante la maravilla del alfiler hospitalario, los religiosos se alborozaron y los científicos se conmovieron. ¿Cómo se prodigan las criaturas de Lo Alto en espacio tan reducido? Unos argumentaron: “Pero son ángeles tallados, no ángeles verdaderos.” Otros razonaron: “Tal capacidad de alojamiento sólo se explica si son efectivamente ángeles.” Y hubo quien terció: “Sea o no capricho de Dios, y sean auténticos o esculpidos, lo notable es la voluntad de contención de un alfiler. Esto es asunto del más alto interés humano. El alfiler es lo importante. Los ángeles son extras.”
Los demógrafos acudieron en masa (con sus respectivos ayudantes) al cuarto de Bernardo y en ese pequeño sitio decenas de miles se sintieron a gusto derivando conclusiones útiles para el hipotético caso de un exceso de población en el mundo. Bernardo fue categórico: “No importa cuántos lleguen. En donde haya un alfiler que admita o pueda admitir a todos los ángeles, habrá un sitio contiguo que reciba a todos los espectadores”. En breve, según cálculos sagaces, se igualó el número de ángeles y demógrafos.
El fenómeno que rodeaba al fenómeno resultó noticia de nuevo. Miles de periodistas y de fotógrafos se abalanzaron al edificio e hicieron guardia en el deprimido vestíbulo frente a la habitación de Bernardo. Previsiblemente, hubo lugar.
Y llegaron los estudiosos de comunicación a ver a los periodistas que entrevistaban y fotografiaban a los demógrafos que analizaban el proceso que comprimía tal diluvio de ángeles en la punta de un alfiler. Y también ellos se esparcieron a sus anchas.
Bernardo entendió, como entre relámpagos, lo que los santos, los declamadores y los vendedores de imágenes religiosas conocen por razón de su oficio: cada metáfora es un hecho infinito, el espacio final de la realidad.

martes, 10 de agosto de 2010

Editorial Esencias – Héctor Ranea


Desde sus comienzos, la Editorial Esencias tuvo una política férrea respecto a qué autores editar. Cuando se decidió por los clásicos contrató un corrector y editor de renombre internacional en el rubro, M. Dubarbanel, un experto extractor y compactador. Su función especial era la de convertir los clásicos en libros para todo público pero manteniendo la esencia de cada libro. El proceso consistía en quitar de los textos todo aquello que fuera superfluo, entendiendo por tal los adjetivos, las frases de más, las descripciones que podían encontrarse en cualesquiera enciclopedias gratuitas que circulaban y las referencias a entidades sin verdadera presencia en la trama de las novelas.
Debe entenderse, en primer lugar, que Dubarbanel no era un improvisado ya que tenía a cuestas tres décadas largas de experiencia en corrector de pruebas de diarios y al menos una de ellas como trabajo simultáneo la preparación de textos escolares con resúmenes de variada índole sobre los mismos clásicos y de textos de toda laya.
Cuando lo convocaron de la Ed. Esencias abandonó sin hesitar su antiguo trabajo porque coligió que en ese nuevo proyecto estaba el desafío al que siempre había aspirado aun sin saberlo. Emprendió la tarea con mucho entusiasmo.
Con demasiado, según el Editor en Jefe de Esencias, quien al recibir el primer libro (una novela francesa del siglo XIX cuyo nombre no pongo acá por pudor profesional) reducido de ocho volúmenes de mil páginas cada uno a un libro de ciento veinte, casi suspira por última vez. En dicha ocasión le pidió que, para la próxima novela (un clásico español) tuviera menos en cuenta el espíritu del resumen y que no se fuera al cuadro sinóptico sino que mantuviera la novela en su integridad, sacando sólo lo superfluo.
–Lo siento, Editor –le dijo–, pensé que tanta repetición de escenas podía obviarse.
–Ciertamente, M. Dubarbanel, pero convendrá Usted que conviene a veces preservar algo del estilo del escritor, que es como decir su espíritu.
–Yo intenté preservar la idea del libro, no su autor. Después de todo para eso fui contratado.
El Editor quedó sin argumentos y, a partir de entonces, la biblioteca clásica de Esencias, comprendiendo la totalidad de las tragedias griegas, los poemas desde la Grecia clásica hasta nuestros días, todas las novelas europeas, todo el venero de cuentos breves, cortos, nouvelles, artículos de diarios y revistas y demás, quedó circunscripto a meros cincuenta estantes de un metro con cincuenta centímetros en libros de cuerpo ocho. Una verdadera proeza lograda en algo menos de un lustro por el genio de la compactación y la eliminación de adjetivos, redundancia, repeticiones y acrecencias inútiles.
Lo más trágico en la historia de M. Dubarbanel ocurrió cuando el Gerente General le solicitó que hiciera lo propio con la nueva literatura veraniega, esos libros gigantes de miles de páginas con la historia, los avatares de ciudadanos ilustres y las abnegadas lombrices que nos dan la lechuga.
El brutal ojo analítico de M. Dubarbanel fue al meollo y acabó con una hoja de tamaño oficio donde dejó las direcciones de la Internet donde se podrían recabar esas informaciones y le sobró espacio. Logró jubilarse en forma anticipada y a duras penas, pues a partir de esa experiencia ninguna Editorial quería saber nada con él. Los clásicos son cosa de la escuela, pero las ventas veraniegas son sagradas.

Destino ancestral - Claudia Sánchez


Primero fueron las cruces celtas, hechas de sangre, que flotaban en el agua de las pilas bautismales. Luego fueron las visiones de seres crucificados, emanando una luz brillantísima. Le siguieron los vívidos sueños, simultáneos e idénticos, de los sacerdotes lugareños: un círculo de dragones que quemaban robledales, dejando al descubierto a un grupo de druidas que, a escondidas, escribían el libro más grande que nadie jamás podría haber escrito. Y finalmente, las ruinas cada vez más visibles emergiendo de la tierra.Luego de nueve días de intensa investigación y gracias al acceso irrestricto a la Biblioteca Digital Mundial, pude interpretar el mensaje que algunas fuerzas ocultas estaban dejando.Pero al revelárselo al Consejo Supremo de Sacerdotes, me trajeron aquí, me ataron a esta losa y me dijeron que si estaba en lo cierto ya vendrían a rescatarme. ¿Eres tú la ninfa que soltará mis ataduras con esa espada? —No cariño, soy Morgana, la cocinera del manicomio. Hoy no nos enviaron la vianda y los grifos blancos tienen hambre. Venga, voltea la cabeza para allí y cuéntame de nuevo la historia.


Tomado de: http://sanchezclaudiabe.blogspot.com/

Juegos II (La Cabeza) - Walter Böhmer


Metió la mano en el tubo, tenía miedo. Gotas de sudor le caían de la frente, una de ellas se le metió en el ojo derecho.
Ardió.
Imposibilitado de limpiarse, sacudió la cabeza.
El tubo se le ciñó más alrededor de la muñeca.
Miró a los otros niños que lo rodeaban, sabía que no debía suplicar. Y temió que sus ojos lo hiciesen por sus labios.
Al fin la tocó.
Sintió la viscosidad subirle por la punta de los dedos, no debía ceder todavía. Metió la mano más al fondo. Con la yema de los dedos sintió sus ojos abiertos, las pestañas duras y la boca rígida.
Deseaba estar con su mamá en ese momento, era la hora de la leche fría y los dibujos animados de la tarde. En vez de eso, debía estar con la mano metida en el tubo de la cloaca.
Pero había sido su culpa, debía recuperar la cabeza de la muñeca, aunque la mano se le llenase de mierda.

Tomado de Apología de los miedos

lunes, 9 de agosto de 2010

Eso no se hace – Sergio Gaut vel Hartman

—Cada vez que empiezo algo…
—Me parece que…
—¿Insinúa…?
—¿Qué quiere que diga si…?
—Por favor, ¡cállese! O…
El jefe, o lo que sea, de la expedición alienígena que venía a invadir la Tierra, o algo por el estilo, posó una especie de garra en el muslo o como deseen llamar a ese tejido protuberante y tumefacto que sobresalía hacia la derecha del sector central del, digamos, cuerpo de la criatura, y movió la cabeza, o como quieran ustedes llamar a ese desproporcionado poliedro irregular de más de sesenta caras. Luego, expresó lo que sigue, suponiendo que hayamos logrado obtener una traducción aproximada de sus ¿palabras?
—Esto es inaudito —exclamó, en el caso de que lo inaudito tenga algún valor para un extraterrestre sin orejas ni oídos—. Esta ambigüedad nos está matando. No se puede conquistar un planeta de descerebrados. Aquí nadie es capaz de emitir un razonamiento completo.
—Lo llaman “dinelización” —acotó el oficial de inteligencia, partiendo de la base de que “acotar”, “oficial” e “inteligencia” fueran expresiones con algo de sentido en este contexto—. Es una enfermedad muy contagiosa que se originó en una remota e insignificante comarca del planeta y se propagó rápidamente a todo el resto.
—Entonces tendrán que agradecerle a ese Dinel.
—¿No los vamos a invadir? —preguntó consternado el oficial de inteligencia.
—Los hujigutyrefiux —replicó el capitán, orgulloso de pertenecer a la especie más respetada de toda la galaxia— no les roban los dulces a los niños. Que se queden con su mundo.

Sobremesa - Iván Olmedo

El Que Vive Más Arriba Que Nadie y Aquel Cuyas Ladillas Son Behemots, se encontraban inertes, suspendidos en el confín del Universo, con trece de sus quince sentidos abotagados, y rodeados por un inmenso velo de niebla gasificada, producida por sus eructos, que se iba extendiendo hacia el infinito, acariciando groseramente las estrellas. Reposaban en el éter, intentando digerir sus últimas desorbitadas comidas y, mientras tanto, conversaban de mente a mente, sin que nada ni nadie los molestase.
—Digestiones tengo últimamente pesadas más. Eon peor cada… ¿algo tú sabes bueno eso para? —preguntó El, entre lamentos síquicos.
—Siento mucho lo. Puedo recomendarte no nada. Me nada sirve —replicó Aquel—. Sed problema es mi. Comida mucha la tras sed.
—¡Oah! Más es eso fácil. Has dime qué vez esta comido última…
—¡Aoh! Pequeño un planeta, más nada. Mucha además tenía agua.
—¡Veo ya! ¿Qué agua de pero clase?
—¿Clase? ¿Clases agua pero que es hay varias de?
—Si eso sal te da tiene sed…
—¿¡Sal?! ¿Sed sal da?
—Supuesto por. Que sabías creía lo…
—Tendré vez próxima la lo cuenta en. Más con planetas salada no agua. Gracias

Y tras esta breve conversación que duró eones, Aquel se quedó dormido, más satisfecho de lo que estaba habitualmente. Por su parte, El, convencido de que el otro estaba ya perfectamente inconsciente y de que nadie podía verlo, se masturbó durante unos instantes, antes de sucumbir al sopor de la digestión y al frío y acogedor entorno cósmico. Su eyaculación se proyectó hacia la negrura a una velocidad fulminante y, a su paso, sacó de su órbita a varios planetas no demasiado grandes, antes de acabar convirtiéndose en un delgado hilo plateado que alcanzó el confín mismo del Universo, golpeando al propio El allí donde debería situarse su nuca.

Espejo de feria - Mónica Sánchez Escuer

A Sony, ella sabrá por qué.


—Mientes.
Lo dice así, sin más preámbulos.
—¿A qué te refieres?, le pregunto con verdadera curiosidad.
—Tú sabes muy bien a qué me refiero.
—Pues no, no lo sé.
—¿Ves cómo mientes? Lo haces todo el tiempo.
Dejo de prestarle atención y continuo escribiendo.
—Ahora mismo escribes mentiras.
—Por supuesto, es un cuento de ficción.
—¿Y tú realmente lo crees?
Ya me empieza a exasperar.
—Dime lo que tengas que decir, o lárgate de una vez.
—Es muy simple. Hace poco afirmaste que nada de lo que escribes tiene que ver con tu vida.
—Y así es.
Su risa chillante me obliga a dejar el tecleado.
—Dices que no tiene que ver con tu vida y, sin embargo, en tu novela está el árido paisaje que durante tres años te enloqueció, los pasillos de la universidad, hasta la secretaria del departamento de lenguas.
—Sí, y también los ruidos de mi vecino, el hindú. Pero ninguno de los personajes principales es real, ninguna de las cosas que les sucede tiene que ver ni conmigo ni con nadie que conozco. Es más, las dos mujeres me parecen totalmente opuestas a mí.
—Pero a una, la más joven, la pusiste a nadar, a escribir, a mirar como mirabas tú los atardeceres.
—¿Y eso qué?
—¿Nunca se te ocurrió pensar que la gente la encontraría igualita a ti?
—¡Pero si pensamos y somos completamente distintas!
—Mientes. Lo dices en tus clases: toda ficción tiene algo de biografía. Aunque no lo quieras, el acto de escribir es un desnudarse.
—¡Por favor! No me vengas con esa perogrullada. Tú sabes perfectamente que siempre se me ocurren historias demasiado torcidas y perversas para mi vida tan simple.
—Ahora mismo te estás desnudando.
—¿Y te gusta lo que ves?
—A mí ni me va ni me viene. El asunto es si a ti no te importa que la gente te vea.
—¡Pero si no me ven! Y lo que escribo es puro invento. Salpicado de detalles, sí, muchas sensaciones, y algunos paisajes. Eso es todo. Y si alguien afirmara “Mónica escribe sobre sí misma”, no significaría mayor cosa. En el medio literario Mónica no existe.
—Pues mientes igual. Es lo que todos hacen. Todos los escritores, quiero decir. Y tú no eres la excepción. Prueba de ello, soy yo. Por más que lo niegues, escribes sobre ti.
—A través de mí, que es distinto. Lo que tú no sabes es que las historias me las cuentan un par de hombrecitos que me robé del refri del Bernal. Esos que le dictan a él sus cuentos terribles. Me los traje a escondidas, dentro de un bote lleno de gelatina que me regaló Doris, su esposa. Lo malo es que a mí no me creen su diosa y no me cantan. Tampoco me dictan esos maravillosos y escalofriantes poemas.
—¿Qué clase de estupidez es esa?
—Tú misma sales de sus bocas. Todas tus palabras me las dicta uno de ellos, y ahora quiere que te calle, que ponga punto final a este diálogo absurdo y me enseña un espejo. Es un pequeño espejo de feria. En él veo cómo mi cara se ondula, todo mi cuerpo se hace chiquito, soy una niña. Escribo: “Mi cara se ondula...” . Y el otro hombrecito crece, retrata a la niña a través del espejo. Y la niña se ríe y me dice
—Mientes.


(Para los que no crean que los hombrecitos del Bernal existen vayan aquí.)


miércoles, 4 de agosto de 2010

Ocaso - Ramón San Miguel Coca


Estaba con los niños viendo el boletín de noticias en la tele cuando entró su mujer a avisarles.
—Es la hora. ¿Vamos afuera?
—¿Está todo listo?
—Sí —respondió la mujer quedamente.
—Vamos.
Serios y callados, ambos padres condujeron a sus excitados retoños a la terraza, donde estaban dispuestas las sillas y una mesa con tres vasos.
—Por suerte hoy hace buen tiempo, no como los días anteriores… ya no podía soportarlo más —le cuchicheó al oído a su mujer, mientras se iban acomodando en las sillas dispuestas para mirar hacia el mar, hacia poniente.
—¡Ohhhhhh! —exclamaban los chicos—. ¡Que pasote! ¡Mira papá, que color rojo más precioso tiene el sol!
—¡Es increíble! ¡Que sol más bonito! —palmoteaba la pequeña.
Su padre tuvo que reconocerlo. Era un espectáculo memorable. Había merecido la pena esperar para contemplar esa imagen, esa belleza. A su lado, cogiendo su mano con fuerza, su mujer lloraba.
Asistían asombrados y estremecidos a una de las más bellas puestas de sol que jamás se habían dado.
Durante el tiempo que tardó el sol en ocultarse todos miraron fascinados. Los niños, extasiados ante el espectáculo, los padres silenciosos.
—Ya se acabó —dijo él unos diez minutos después de que el sol hubiera desaparecido bajo el horizonte—. Ahora, niños, bebeos esto y a la cama. ¡Vamos! —les urgió.
—¡Mamáaaa, es que esta leche sabe mal…! —se quejó la niña.
—¡Eres tú, que eres una sosa! —se burlaron los chicos mayores, riendo.
—Tómatelo, hija, cariño… Se buena. —Una lágrima asomó a su ojo, y se le quebró la voz. La niña obedeció.
—Ahora, dadme un beso, vamos.
Todos fueron besando a sus padres, que les abrazaron con fuerza.
—¿Por qué lloráis? –volvió a preguntar la más pequeña.
—Es que ha sido muy bonito, ¿no? —sonrió, entre lágrimas, su madre—. Me ha emocionado…
—¿Veremos otra igual mañana? —preguntó, ahogando un bostezo.
—Quizás… ahora, a dormir, que te caes de sueño —apremió su padre, también con una sonrisa de ternura.
La niña asintió, sonrió a su vez, y se dirigió junto con sus hermanos mayores a la cama, bostezando.
Los padres estuvieron un rato mirando como se dormían, hasta que el sueño hizo presa en ellos. Ambos se sentaron a la cama, y tomaron sus propios vasos, que esperaban en la mesilla.
—Es mejor así —dijo él, besando a su mujer. Levantó después la bebida y brindó. Apuraron hasta el final de un solo trago.
—Te quiero, hoy y siempre.
—Y yo a ti…
Se quedaron así, mirándose, cogidos de las manos y sin hablar, hasta que el sueño les venció.
Al día siguiente fueron encontrados por la criada, muertos todos en sus camas. En la tele, aún encendida, un muy serio locutor seguía dando sin parar las más recientes noticias sobre la terrible erupción del supervolcán de Yellowstone y el comienzo del ocaso de la humanidad.

Viajar - Martín Zariello


Debería ir a Necochea. Encontrarla. Al principio disimular mis intenciones: convencerla de que todavía estoy enamorado de ella. Pasar unos días en algún hotel cerca de la playa. Algunos días lluviosos de mayo que me sirvan de inspiración para escribir algo decente. Ojalá no haya tanto viento como acostumbra. Mientras tanto debo tener astucia. No ir a buscarla al trabajo todos los días. No atosigarla. Hace tanto que nos separamos que quizás las cosas que antes odiaba de mí, ahora le parezcan geniales. Cuando finalmente me diga que sí, que acepta volver, ¿qué hago? Respondo lo siguiente:
-No, no, perdón, me equivoqué, vuelvo a Mar del Plata, conocí a una dentista.
Y me dirijo a la Terminal mientras Juliana me corre como un perro deseoso de alimento. Y yo no me detengo, ni siquiera le hablo. Y me subo al Rápido Argentino. Y escucho sus puños golpeando la ventana del micro. Y enciendo el mp3 como si nada. Y se muere ahí mismo, se muere de amor por mí. Y yo ni mú, no derramo una lágrima durante todo el viaje de vuelta, sólo miro el campo y las vacas y cada tanto sonrío porque dejé atrás toda una época.

Sobre el autor: Martín Zariello

lunes, 2 de agosto de 2010

Mi jefe 1 - Ramón San Miguel Coca


Mi jefe es un auténtico ogro. Desde que llegó, hace un par de meses, todos en la oficina le tememos como al propio miedo. Cuando alguien se equivoca en su trabajo, sus gritos se oyen por todo el edificio, al igual que sus puñetazos en la mesa. Su roja cara airada domina nuestras mentes y nuestras pesadillas. Goza poniendo a los trabajadores en situaciones límite, buscando el más mínimo fallo, contando los segundos que estamos trabajando, insultándonos y riéndose ante nuestras caras. Sus amenazas nunca son vanas, su memoria nunca olvida, y siempre devuelve lo que considera una ofensa…
Yo ya no aguanto más. Quiero irme de la empresa, escapar de esta tiranía, buscar un trabajo que me libere de este estrés que nos está destrozando la vida…
Pero no me atrevo. Mi compañero de mesa decidió hacerlo hace unas semanas, se armó de valor y entró en la oficina para presentar su renuncia.
No volvió a salir.
Entonces descubrí que realmente el jefe era un auténtico ogro…

La iglesia de mi pueblo - Javier López


Mi pueblo es un pueblo pequeño. Y sin embargo la iglesia es una iglesia grande, muy grande. Muchas veces me he preguntado si el pueblo involucionó en el pasado y menguó su número de habitantes. ¿Por qué, si no, construyeron este enorme templo casi catedralicio en una localidad de menos de 3000 vecinos?
La planta es inmensa, con estructura de cruz latina. El ábside está decorado con un retablo de no sabría decir qué estilo. La verdad es que, aunque vivo aquí y la he visto desde niño, nunca supe de qué fecha data la iglesia.
Las capillas laterales serían suficientes para cualquier celebración, y la enorme bóveda parece un trozo del mismísimo cielo, decorada con pinturas y artesonados. Grandes vidrieras filtran la luz del exterior, quitando opacidad a los fantásticos muros. Y como no, las campanas son de las mismas proporciones gigantescas del monumento. Me dijeron que las habían hecho con la fundición de los cañones de algún buque hundido de la Armada Invencible, ésa que no fue tan invencible como rezaba su nombre. Sea como fuere, el tañido es tan potente que me acostumbré a mirar mi reloj de muñeca con bastante frecuencia, para estar prevenido cuando iban a dar los cuartos, las medias y las horas en punto, y evitar un sobresalto con el elevadísimo sonido de las campanas.
El padre Esteban maneja un mecanismo que programa las campanas para que no suenen durante la noche, porque despertarían a todos los vecinos. Desde las doce hasta las seis de la mañana, no deberían sonar. Y sin embargo, esta noche creo haberlas estado escuchando sin cesar. No con el mismo volumen habitual, sino como algo más lejano y brumoso. Me pareció como si doblaran a muerto, pero todo ello se mezclaba con sueños agitados que no me dejaban descansar ni saber si lo que estaba percibiendo era o no real.
Y es que ayer tuve un día bastante complicado. Trabajo en la ciudad y todos los días hago en coche el camino de ida y vuelta por la autovía. Regresaba a casa cuando otro vehículo invadió mi carril y tuve que dar un frenazo brusco. No fue nada importante, ni siquiera hubo colisión, ni sangre. Tan sólo recibí un pequeño golpe en la cabeza y el inevitable tirón de cervicales. Me atendieron en urgencias y pude ir pronto a casa, aunque me advirtieron que debería haberme quedado ingresado en observación. Pero pedí el alta voluntaria, porque hoy tendría asuntos importantes en el trabajo que no podía dejar. Más tarde me llamaron de comisaría, para tomarme declaración y firmar los engorrosos atestados policiales. Así que, después de un día tan ajetreado, no había tenido la oportunidad de descansar en toda la noche, cosa que hubiera necesitado.
Esta mañana, cuando me vi en el espejo, se notaba que no había dormido bien. Verdaderamente tenía un aspecto espantoso, "casi espectral", pensé. Me duché y me afeité, sin lograr que mejorara mucho el resultado. Bebí un café en un par de tragos y salí a coger el coche. Entonces noté que las campanas seguían sonando.
El padre Esteban estaba delante de la puerta de la iglesia, como cada día cuando paso hacia el aparcamiento de la plaza. Me acerqué y le pregunté:
—¿Por quién doblan las campanas?
—Doblan por ti —me respondió con una sonrisa casi imperceptible, mientras se desmaterializaba delante de mis narices, y lo mismo ocurría con la iglesia, la plaza y el pueblo entero.

Otoño experimental – Pablo Moreiras


Ya va siendo hora, susurras, y el aire frío hace tiritar mi piel, y el vaho de tus palabras empaña mi laberinto mientras la húmeda y macilenta luz de la noche urbana se hace hueco entre nuestros ciegos huesos.
El otoño, indefectiblemente, nos va dejando desnudos, poco a poco, a lomos de silencio, tu memoria queda a la intemperie y tus recuerdos son perros que ladran a la luna, habitantes solitarios del arrabal y el abandono.
Mis mudas manos te buscan en los últimos rincones del pasado, atrapados como barcos hundidos en el acuoso olvido de tus iris, verdes como el musgo de los estanques callados.
Mira, como caen las hojas de los tristes esqueletos blancos erguidos hacia el cielo, tocan sus dedos lo celeste, lo rayan y lo arañan, como esperanzas desesperadas.
El olor a mar llega recorriendo callejones y malditas aceras, llaman a la puerta los astros desterrados de la ciudad, tú los almacenas entre botellas de vino, en la cocina atesoras tu tráfico de estrellas.
Ya va siendo hora, susurras, y ya sé que has decidido adelantarte al destino, y ya sé que mi vida no habrá de sufrir todo el dolor que da el recuerdo, quebrando la piel y los andamios del latido.
Sin más me agredes, me rompes el cuerpo a dentelladas, y todo yo me derramo, entre oscuras luces, en versos no nacidos.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


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