viernes, 30 de abril de 2010

El misterio inicial – Héctor Ranea


Conozco de ella sólo la mitad de una sonrisa, un ojo del lado contrario y un gesto dibujado entre la ceja que se adivina y la comisura del labio. Sé que su nariz está justo a un diámetro de la cabeza del hada que la habita y hace que huela un colmo de poesía que inocula en mí sus gustos y sus olores para que viaje en un tren imaginario a su mirada de lobo gris, de animal de estepas y silencios, de tigre de junglas y zonas húmedas que no se ven en su rostro.
El misterio se completa con fotos viejas que conservo en una caja de cartón, cuadernos en los que mantiene su letra impresa con precisión y lejanía, miradas cruzadas en un patio en el que nos conocimos, seguramente, porque ambos hablamos del mismo Sur, donde alguna vez yo deseé haber rozado su piel, tomado su mano aunque sólo fuera para saludarla con protocolo y serenidad, mientras en mí bulleran los barros calentados por volcanes que separan su mundo del mío. Atrás de todo, una figura blanca, un martillo blanco, una sonrisa en medio corazón de labios. Un sabio mago vestido de blanco comiendo un delicioso higo blanco.
Más espero encontrar en ella una mirada y más me licuo en mi inusual silencio, en arreboles inciertos, en festines olvidados y, sobre todo, en manos que cubren mis manos con sonrisas, con cuentos de lugares inaccesibles que van desde dentro de su piel al aire que tengo al alcance de mi mano. Quisiera tenerla más a mano como los nombres de sus sirenas y sus dioses. Alcanzarla al menos con la voluntad de la poesía cruzando toda la vastedad que nos emana y nos separa. Desde una piedra clavada hasta un camino en mitad de la nada en el que sólo soplamos el viento y mis dos manos, acodado en un acantilado más agreste que elevado, volando como ave para llegar a la mitad de esa mirada que me mira y no me mira, acentuando el misterio con un nombre imaginario y su ojo jocundo.
Estoy seguro de una cosa: jamás encontrará mi piel su piel; jamás beberemos un vaso en el desierto ni en el mar; jamás decidiremos qué poema será posible leer, enmarcar en la mitad del labio, proferir con las alas batientes en medio del viento. Todo lo que sé esta plasmado en una mirada de lobo, en una sonrisa imperfecta de Monna Lisa moderna y extemporánea, en una ceja arqueada que pregunta y es enigma. Todo lo que sé está acá, en pocas líneas, en cuatro tiempos, en las olas de un mar convertido en montañas en movimiento. Todo lo que sé está guardado en un cofre esperando la próxima vez que los volcanes decidan dar vuelta mi piel y darme la tuya.

Nadie - Víctor Lorenzo Cinca


Me levanté tarde de la cama, como todos los domingos. Eran más de las diez. Mientras me desperezaba, miré por la ventana y me sorprendí al ver, bajo un sol sin fuerza, el quiosco todavía cerrado. Al mal tiempo buena cara, pensé, así que decidí desayunar en la cafetería para leer el periódico con tranquilidad, pero al llegar abajo la encontré con la persiana bajada. Llamé a Carla, mi chica, pero la misma voz que me agradece a diario la compra de tabaco y la que me aconseja dejar el tique de forma visible en el parabrisas de mi coche, me informó, por primera vez en la vida, de que su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Lo intenté con Carlos, con Javi y con Alberto, pero conseguí idéntico resultado. Bueno, me dije con resignación, pasaré la mañana solo, hasta que me llamen.

Al cabo de un rato advertí que, además, no había nadie en el barrio, ni peatones ni vehículos circulando. La sensación era angustiosa, por insólita. A medida que recorría las calles, comprobando a cada instante que no había recibido ninguna llamada en el móvil, encontraba un panorama desolador: ni un alma en las calles, todas desiertas, las tiendas cerradas, los coches estacionados. Incapaz de soportar tanto aislamiento, me acerqué al parque para asegurarme un encuentro con personas, pero allí tampoco había nadie. Recorrí a toda prisa las dos calles que me separaban de mi coche con la intención de montarme en él y conducir hasta que apareciera alguien, aunque fuera un completo desconocido, ya me bastaba. Pero, tras cuarenta minutos dando vueltas sin compañía por las principales avenidas y calles, desistí. Estaba solo en la ciudad, quizás también en el mundo.

Ahora, dos años después, ya me ha acostumbrado a la soledad absoluta. Nadie en las calles, ni en las tiendas, ni en las casas, ni en las fábricas ni en los colegios. Sin embargo, no es tan difícil soportarlo. Lo peor no es eso; lo peor es descubrir colillas todavía humeantes en el suelo, vasos con los cubitos de hielo sin derretir, o ver los columpios del parque balanceándose mientras se oye un murmullo de voces, riéndose, a lo lejos.


Tomado de Realidades para Lelos

De pibas y olores - Mario Capasso


Para esa piba, nacida en un suburbio de malos olores, resultaba inimaginable una vida diferente, una vida con aroma a perfume francés, como le dijo una tarde una amiga en una esquina. Claro, la otra sabía, era más grande que ella, con mayor experiencia sobre los hombres y sus placeres. Así que entonces, a partir de esa charla y luego de una campaña de ablandamiento, la pequeña, quizás en un estado de embeleso producto del resfrío que la afectaba, abandonó la zona detrás de la más grande, con un aire de desconfianza que ya no la abandonaría y que la ha convertido, ahora, luego de algunos meses de su partida, en una celebridad más que nada horizontal, aunque sus contorsiones también son motivo de elogios. De todas formas, la ex piba, cuando se queda por un ratito a solas, frunce la nariz y recupera los malos olores que alegraron su infancia.

miércoles, 28 de abril de 2010

Omnipresencia - Laura Ramírez Vides


Estoy soñando. Sé que estoy soñando y me veo en el sueño. No es una sensación agradable porque no logro entregarme al sueño. Lo veo, a la vez que lo vivo y lo analizo.
Hace tiempo que no soñaba o no recordaba el haberlo hecho. Este parece un compilado de pesadillas clásicas. Me corren, trato de correr pero estoy siempre en el mismo lugar, están por atraparme… en un sueño normal me despertaría por el miedo pero como lo estoy viendo… nadie llega; simplemente empiezo a caer, siento el vacío, grito tan largo como es imposible que lo haga en realidad (no tengo tanto aire) debería despertarme antes de impactar pero vuelvo a cambiar la escenografía. Estoy en una casa conocida que en realidad no es ninguna que haya tenido o visitado pero la sensación es de familiaridad. La disposición de las habitaciones es un sinsentido laberíntico donde me cruzo con gente; reconozco a algunas personas, a otros no, aunque a todos los siento cercanos.
La que sueña, siente; yo, la miro y pienso. Es agotador, casi aburrido.
Sigo caminando. Llego a una habitación vacía donde está mi papá vestido de blanco (jamás lo vi vestido de blanco al Negro), está sentado con la silla al revés, apoyando sus antebrazos en el respaldo (esa sí era su forma típica de estar), me sonríe, me saluda. ¡Qué sensación maravillosa! Quiero hablarle y no puedo (sigo con todos los clichés oníricos). Desaparece y quedo sola. Es momento de despertar, pienso, no estoy descansando y mañana me espera un día muy activo.
Nada pasa.
Se me corta la respiración en medio de un suspiro. Siento que mi corazón se para. Él la está mirando fijo. Me está mirando fijo. Su cara es en realidad amorfa pero tan conocida. Es él. ¿Quién? Mi corazón retoma sus latidos a un ritmo frenético. Estoy agitada. Tengo miedo. Tiemblo, transpiro frío.
La toma del cuello. Me mira, feo.
La ahorca. Me ahogo.
No logro despertar.
Veo que la está matando. Siento que me estoy muriendo.
Lo que más bronca me da es saber que a mi marido lo consolarán diciendo: “Se fue tranquila; se fue durmiendo”.
¡Mierda!

Laura Ramírez Vid
es
Tomado de El patio de la morocha

Esoterismo terapéutico - Javier López


Yo era jefe de la brigada de desactivación de explosivos. Un trabajo de los que hacen sudar, no sólo por el esfuerzo y el traje protector cerrado y agobiante, sino por la sensación constante de que oirás algo que realmente no oirás, que sólo será un eco en la cabeza si te despiertas en un hospital, o que quizá no llegues a oír nunca porque mueras en el acto.
Y ocurrió. Aún tengo ese zumbido rebotando entre mis sienes, a veces entre la frente y la nuca; no sé aún qué es peor. Pero mi condición física no quedó del todo mermada. El gobierno me dio una buena indemnización, con la que podré vivir cómodamente el resto de mis días, que aún espero que sean muchos. Recién cumplí los 42, días antes del accidente.
Hace unas semanas me proporcionaron unas prótesis para los brazos. Las mejores que se podían conseguir en el mercado, tan reales que apenas se puede ver la diferencia. De que llegue a sentir las manos como propias, dependerá en gran medida mi recuperación.
Hoy las he puesto a prueba. La idea me vino de repente, leyendo el periódico.
"Tu futuro está escrito en tus manos. Danae. Quiromántica".
No pude resistirme. Quise saber si la profesional de la lectura de las líneas de la mano sería capaz de descubrir mi engaño. Y si no fuera así, podría sentirme casi recuperado, y quizá desapareciera ese zumbido del cerebro, como aseguró mi psicoterapeuta.
Durante 20 minutos se detuvo en las líneas que había generado un ordenador para imprimirlas en el finísimo latex que recubre la mano protésica. Hizo sus vaticinios como con cualquier cliente. Y yo me comporté como tal. Pagué, le di las gracias y me despedí.
Ahora espero con más impaciencia que nunca el futuro.

Al filo de la noche - Mónica Sánchez Escuer


Que se tiendan las sábanas del cielo y abran sus ojos de luz los ángeles estrella: el agua de mi fuente será derramada en esta pila bendita...

Así lo dijo él poco antes de introducirse por alguno de los orificios que Emma olvidó cerrar. Y es que todo lo tenía abierto: desde los ojos hasta el cajón de los hilos y botones.
Ella había aprendido, en los últimos meses, que la noche dolía. Al principio sólo eran suaves punzadas, pero le fueron creciendo, una a una, como las horas, hasta arrojarla a medio desvelo sobre el rincón más blanco de sus párpados. Ese pulso se le atoraba en la parte más oscura de su cuerpo, le arañaba la piel, ardía, le subía a la cabeza hasta desnucarle la razón y los sueños.
Su madre, al verla cada día más pálida, la llevó con médicos y curanderos. Pero Emma seguía mirando lo que nadie veía, lejos, lejísimos, como si mirara el mar al otro lado de la montaña y no la fruta que llevaba en la mano.
Hasta que él apareció en el pueblo, enorme, luminoso, como estrella cargada de presagios. Todos decian que era bueno, que él la curaría. Emma se atrevió. Tímida, fue a verlo y, con el latido de su sangre en las palabras, le confesó sus desvelos. Él se acercó: estaba ahí para ayudarla. La cubrió con su manto sagrado y le desvistió las sombras. Llevaba en los labios el aroma del vino rojo y pronto fue regándolo en la sonrisa de ella hasta entintarle el rostro. Por instantes, Emma creyó volar sobre el orbe entero: descubrió que miles de luces la habitaban. Fue cosa de minutos solamente. Él terminó su acto con un beso largo, profundo, en el cuello de Emma y le absorbió todo: su voz, su dolor, sus silencios. Ella lo vio desaparecer por el largo pasillo, llevar, en los faldones del hábito, el mismo ritmo que le dio a sus caderas.
Desde entonces, una vez por semana, Emma se confiesa: el filo de la noche le abre la sonrisa más profunda y el Padre, con la señal de la cruz trazada en el cuerpo, le corta el dolor de tajo y la absuelve de todos sus pecados.


Tomado de Historias Baldías

Victoria - Héctor Gomis


Hoy toqué fondo. Las pocas fuerzas que aguantaban mis huesos se diluyeron en la lluvia. Las entrañas me queman a cada metro que avanzo. La vida me pesa. Los triunfos del pasado se subieron a mis hombros y ahora me empujan contra el suelo. El castillo que construí con sudor y sangre se desmorona ante mis ojos, dejando ver entre los escombros la gloria que lo adornó en el pasado.

Estoy desnudo y perdido. La batalla terminó y sólo escucho derrota en el viento. Mis manos son cuchillas y se clavan en la roca para seguir avanzando, y mis pies, mis pies son piedras frías que frenan mi paso. Mi mente se llena de preguntas, preguntas sin respuesta, ¿qué pasó para que me encuentre solo?, ¿cómo desapareció todo?, ¿en qué momento el suelo cedió bajó mis pies?, ¿por qué los amigos se fueron?, ¿por qué los refuerzos no llegaron? Me quedé frente al león sin un mísero palo para defenderme.

Ahora lamo mis heridas frente al fuego, esperando que el viento vuelva a soplar, recogiendo las gotas del ánimo perdido y cosiéndome el alma al pecho para que no caiga. La noche es fría, el día largo, el final lejano.

Pero cada golpe lo recibo con una sonrisa, porque, aún cansado y dolorido, sigo en pie, porque, aunque roto y quebrantado, mi corazón late, el aire mueve mi pelo y el sol me calienta, porque aún dirijo mi barco, porque sigo siendo un hombre, y sé que tarde o temprano me alzaré y lograré de nuevo la victoria.


Tomado de http://uncuentoalasemana.blogspot.com/

Le tocaba a Yolanda - Gladis López Riquert


Yo me acuerdo bien de ese día: ese día, yo le tocaba a la Yolanda. Y por eso se pelearon con la Paula. Primero se reputiaron en el andén: que lo llevo yo, no que me toca a mí, que vos lo tuviste el feriado largo… Y en un momento la Yoli la empujó mal a la otra, que era más flaca y más chiquita. Pero también, siempre pensé, esa caída de Paula del andén a las vías, fue con mala suerte. Porque si venía el tren, vaya y pase, pero caerse de un metro, y pegarse justo justo en la nuca como para quedar seca, ahí, de una, eso es de mala suerte. Digo: podía haberse salvado, la pobre.
Lo que pasaba era que a Paula la gilada le daba más plata que a Yolanda. Creo que con Paula yo pasaba más de hijo: ella era rubia y chiquita como yo, que tenía casi seis años, pero parecía de cuatro por lo flaquito. Todos dicen que debo haber salido a mi papá, que capaz que era rubio, porque mi mamá era morocha, como la Yolanda, y siempre fue de pesar más de cien kilos. Y por eso casi no podía caminar, y me alquilaba por cinco pesos por día a cualquiera de las dos. A ella no le importaba con quién de las dos salía: Ustedes arreglen como se les cante el orto, pero lo quiero en casa a las ocho.
Y creo que por eso aprendí la hora antes de aprender a escribir. Como me cansaba mucho, trataba de dormir la siesta en el tren, entre las dos y las cuatro. A esa hora siempre hay algún asiento libre.
Con el quilombo del accidente todo cambió. Siempre digo: la verdad, podrían haberme compartido sin pelearse. A la final, para lo que sirvió: la Yolanda estuvo un tiempo en cana, y después se fue del barrio. Y la otra pobre, muerta. Y yo fui a parar al Instituto, y ahí se cansaron de preguntarme cómo fue la pelea en la estación. Yo toda la vida me mantuve en que no había visto nada. Por supuesto que hasta el día de hoy me acuerdo todo muy bien, y por eso estoy seguro que ese día le tocaba a la Yolanda. Después de un tiempo se conformaron con que me había olvidado de todo por el trauma del accidente y esas cosas que chamuyan los psicólogos. Y como ya no moqueaba más a la noche y de día me portaba bien, dejaron de darme bola.
A mi vieja la vi dos veces en todo este tiempo: si no podía moverse ni para ir hasta la estación, menos llegar al Instituto, la pobre. Y para colmo yo, que ya no aportaba con nada en la casa. Cuando volví al barrio, me dijeron que se había muerto. Los vecinos me contaron que a veces hablaba de mí.
Ahora ya pasaron más de veinte años. Tengo treinta pirulos y tres pibes con la Sonia. Pero la experiencia me enseñó. Por eso a ella, a la Sonia, la tengo bien cortita en el tema de los chicos: los que ella no usa los puede alquilar, pero sólo medio día. Los chicos tienen que ir a la escuela y ella tiene que atender la casa. Que para eso se forma una familia, qué embromar.

Gladis Lopez Riquert

sábado, 24 de abril de 2010

Tres minutos - Víctor Lorenzo Cinca


Hace ya dos semanas que no nos vemos. Sube todos los días, a las siete y media de la mañana, a este vagón y se sienta siempre en el mismo lugar, a mi lado, junto a la ventana. Cuando llega su parada y baja al andén, yo me quedo aquí, invisible de nuevo, deseando que llegue la mañana siguiente para volver a encontrarnos. Es un chico muy tímido. Le gusta, como a mí, ampararse cada día en un libro -siempre distinto- y perderse entre sus páginas durante el trayecto. Pero hace ya dos semanas que no aparece. Ustedes se reirán, pero sin él yo no soy nadie. Jamás me ha dirigido la palabra, pero su mirada delata que ese silencio se debe a la incómoda presencia de los demás viajeros, que si no hubiera nadie más en este vagón, aparte de él y yo, se atrevería a hablar conmigo. Debo reconocer que algo parecido me sucede a mí. La lectura lo mantiene atrapado durante la media hora que dura el trayecto. Sólo aparta sus ojos del libro durante los escasos tres minutos en los que el tren se adentra en el túnel y la ventana lateral se transforma en un espejo. En ese momento él se mira -¿me mira?- y es entonces, únicamente durante esos tres minutos, cuando me siento vivo. Hace ya dos semanas que no sube a este vagón. Yo no me canso de esperarle; mi existencia sin él carece de sentido. Es el único que parece advertir que yo también viajo en ese tren, que soy alguien. Me horroriza imaginar que no volverá a subir a este vagón, que jamás, durante los tres minutos en los que el cristal que nos separa se convierte en espejo, volverá a mirarme, a mí, a su propio reflejo.


Tomado de Realidades para Lelos

La plaga - Silvana D’Antoni


Clara entró en el departamento, encendió la luz y vomitó. Ella intentó apurar el pasó pero su desconcierto se lo impidió. Avanzó horrorizada entre ellos, temiendo pisar la sangre y enseguida llegó otro vómito. Los siete cuerpos estaban allí, tendidos a lo largo del pasillo con las cabezas aplastadas. Clara comenzó a gritar. Gritó hasta que se le partió la garganta Algunos vecinos estaban agolpados en la entrada. Los alaridos hicieron que el encargado también se acercara al departamento. El hombre pronto disipó a la gente y se quedó a solas con la mujer. Ahora, Clara se movía inestable, perturbada como un hambriento animal salvaje.
– ¿Qué hizo, bestia?– maldijo al encargado.

–Yo… yo… –titubeó el hombre – ¡Hice lo que usted me pidió! ¿Acaso no estaba harta de los bichos del edificio? –musitó cabizbajo.
-Mos…moscas…- alcanzó a decir Clara y cayó desmayada.

El encargado buscó el teléfono y llamó a su mujer.
–Juana, bajame al segundo una bolsa. ¡Sí, al segundo! –le dijo en forma quejosa.
Los siete gatos con cabezas aplastadas seguían allí, a sus pies. El hombre los observó en silencio. ¡No se había equivocado!, pensó. ¡No se había equivocado! ¿O, tal vez sí?

Tomado de http://silvanadantoni.wordpress.com/

viernes, 23 de abril de 2010

Proliferación – Sergio Gaut vel Hartman


Ernesto era fanático de la música clásica; trataba de no perderse un solo concierto, ya fuera que la Filarmónica de Berlín tocaba la Tercera de Mahler en Caracas o el Ensemble Benedetto presentara el Adagio en sol menor de Albinoni en el parque Centenario. Amaba a Pergolesi, Mozart, Bruckner, Stravinsky, Bartok, Cage y Gurinsky; los amaba a todos. Pero había un problema: como no poseía el don de la ubicuidad siempre terminaba frustrado, crispado, furioso; no le alcanzaba el cuerpo para asistir a todos los conciertos. Así transcurría la vida de Ernesto, entre la exaltación de los sentidos y la rabia; así transcurrió hasta que la clonación humana fue un hecho y cualquier persona, con dinero suficiente para hacerlo, pudo sumar uno, dos o más cuerpos al que ya tenía. Ernesto juntó sus ahorros y determinó que podía darse el lujo de tres clones, tres copias idénticas de sí mismo que podrían escuchar simultáneamente el Concierto para la mano izquierda de Ravel, el Treno a las Víctimas de Hiroshima de Penderecki y el Keren para tuba de Xenakis. El día elegido para la primera experiencia fue el 31 de marzo de 2019. Ravel se interpretaba en La Habana, el Treno en Munich y la obra de Xenakis en Beirut. Y hacia su destino partieron los clones. Sentado en su sillón favorito, satisfecho como un monje tibetano después de la apertura del tercer ojo, se quedó Ernesto, esperando el inicio de los conciertos, que se desarrollaban a diferentes horarios. Y siguió esperando, cada vez más enojado, ebrio de irritación. Uno había ido a bailar salsa al Casino, Dos eligió el partido por la final de la Eurocopa que disputaban el Bayern y el Barcelona y Tres encontró un tugurio en el que servían bebidas exóticas y se empapó de arak hasta la médula.

El Loco Serenata - Beto Mansilla


No se me ocurre qué edad tendría. Seguramente no era demasiado viejo. Sin embargo, la barba y el pelo desgreñado le daban un aspecto de persona mayor. Se paseaba por el andén de la vieja estación con un libro bajo el brazo, y sus ojos oscuros brillaban cuando se oía a lo lejos el silbato de un tren. A veces canturreaba, sentado en el suelo, con los pies colgando sobre las vías. No sabíamos de dónde había salido. Apareció un día, y ya no se marchó. El Loco Serenata, lo bautizamos los adolescentes del pueblo. A veces nos sentábamos a su alrededor. En esas ocasiones, él nos lanzaba miradas de soslayo, como si fueran relámpagos que iluminaran su rostro.
Un día, el Gordo Bortolini, el peor de la división, dijo que tenía algo importante para mostrarnos, y que tenía que ver con Serenata. Fuimos en grupos de dos o tres. Nos acercábamos y formábamos un círculo en torno al loquito, que nos miraba de reojo, pero no se movía del lugar.
Cuando estuvimos todos, el Gordo buscó dentro del bolsillo del pantalón y sacó una caja de fósforos. Serenata se levantó bruscamente, mirando con atención el objeto. Su cara se contrajo en una mueca de desagrado. Por primera vez lo oímos hablar: “No, no. Mal. Mal.” Y hacía un gesto negativo con la cabeza. El gordo se cagaba de risa, y hacía sonar los fósforos dentro de la caja. Las palabras se transformaron en gruñidos de animal. Bortolini entonces sacó un fósforo e hizo ademán de encenderlo. El otro empezó a gritar agarrándose la cabeza y haciéndose un bollo sobre el piso. Le gritábamos al gordo que se detuviera, pero el imbécil parecía poseído: se reía cada vez más fuerte y encendió un fósforo y lo arrojó al centro. El loquito emitió un alarido que nos dejó helados.
Entonces llegó el guarda del andén y nos ordenó que nos desconcentráramos. Se acercó a Serenata y le pasó un brazo por los hombros, mientras lo calmaba con palabras suaves, como se habla con un niño aterrorizado. Lo llevó muy despacio hasta su despacho, al fondo de la estación. Nosotros espiábamos por la ventana. Sentó al loquito en un sillón, y sacó algo del armario. Era una simple caja de zapatos. Adentro habían unos pocos objetos medio quemados: un sonajero, un rosario, y otro libro algo chamuscado. Serenata se calmó de inmediato, y comenzó a acariciarlos mientras canturreaba suavemente. Entonces, para algunos de nosotros, todo se aclaró de golpe. Recordamos un viejo cuento con el que nuestros padres nos querían imponer respeto al fuego. La historia de una familia que vivía en una casilla de madera, en las afueras del pueblo. Se incendió una noche de invierno y todos murieron, excepto el mayor de los niños, que después se supo que había estado jugando con los fósforos. Lo único que habían podido salvar era el sonajero del bebé, el rosario de la madre y dos libros del padre.

Trucho - Marcelo Huerta San Martín


—Registro y datos del vehículo —me pidió el policía.
Se los alcancé, haciéndome el indiferente y él los miró por arriba. Mientras tanto, eché una mirada a las chicas que subían al cerro con ánimo de fiesta. Si tenía suerte, pronto estaría con ellas.
—¿Todo bien, oficial?
De pronto, mientras leía los datos, el cana pegó un respingo.
—Epa, epa... ¿Así que el cacharro éste viene de Alfa del Centauro? A ver, el permiso para ir más rápido que la luz. Más le vale que esté al día.
Le extendí el cristal tragando saliva. No había renovado el permiso "extra luz" desde hacía más de dos años terrestres.
—Lo que pasa es que en la oficina de control no dan turno hasta dentro de cinco años —alegué—. Igual está medio de adorno, creo que después de probarlo no lo usé más de dos o tres veces.
—No es mi problema. Mire, tiene suerte: Hace unos días abrieron un centro de verificación. Se va a tener que costear hasta Comodoro Rivadavia, eso sí, pero en un par de flashes llega. Ah, y ni piense que zafa de la multa. La verificación del motor de impulso, ¿ya la hizo o también "estamos" con mucha demora?
—No, la tengo hecha el mes pasado. Acá tiene.
—A ver. —Leyó la letra patona de alien con una habilidad pasmosa—. ¿Qué categoría de motor usa para el "extra luz"? ¿Arruga el espacio, lo pliega, lo encoge o qué?
—Lo perfora. Es un modelo nuevo... Tiene un anillo de retención que...
—Perdón, ¿me está jodiendo? No hay ningún método de perforar el espacio que sea seguro. El que le vendió ese motor es un criminal.
Le miré la cara y me di cuenta de que el viaje se había ido al carajo.
Mientras tanto, docenas de chicas de piernas largas y maquillaje plateado, ansiosas de erotismo alien, agitaban carteles que decían "Bienvenidos" en colores flúo.
—Los motores perforantes están absolutamente prohibidos de acá hasta Ofiuco y seguro que ya lo sabe, no se haga el gil —rezongó el policía—. Los anillos de retención nunca cierran bien y la radiación hace moco el ADN de todo bicho vivo que ande cerca. Me va a tener que acompañar.
Logré cerrar la escotilla y amagué meter un cambio mientras el cana me miraba sorprendido por mi estupidez. Hacía rato que me tenía agarrado con un rayo de tracción.
—Pero... pero agente, no llego al festival anual... Mire lo que son esas minitas. No sea garca, le dejo el auto si quiere, pero déjeme bajar acá.
—No es mi problema. Venga tranquilo y sin hacer escándalo.
—Pero, digamé, ¿no lo podemos arreglar de alguna manera?
Ni bola me dio. Forzó la escotilla, me sacó a empujones y me llevó a la patrulla que simulaba ser un auto venido a menos. Las chicas me tiraban besitos y se reían, yo forcejeaba inútilmente para librarme. Al final, el viaje al Uritorco había sido en vano.
Fui a parar sin ceremonias al asiento de atrás. Puteando en silencio, todavía escuché al cana quejarse mientras arrancaba despacito para la seccional:
—Me tienen podrido los aliens truchos.

martes, 20 de abril de 2010

Voz del cuerpo - Mónica Sánchez Escuer


La boca de mi sexo busca en el aire algún aliento. Intento distraerla pensando en la canción que acompaña las alcohólicas sonrisas que amueblan el bar, pero el ritmo de la música acelera su pulso. Palpita. Me obliga a mirar de mesa en mesa, de cuerpo en cuerpo. Un hombre me sonríe al otro lado de la barra. Levanta la copa. Un suave tambor golpea mi carne por dentro y la enrojece. Él comprende, se pone de pie y avanza hacia mí. Mis ojos fijos en las faldas y pantalones abultados que una rumba zarandea pretenden ignorarlo. Pero el hombre no se detiene; parece adivinar la contienda que me aturde. Se acerca. Algo me dice. Puedo oler el tequila que navega por su sangre. Como una llama sobre licor derramado, mi sexo corre por toda la piel y la enardece. Yo intento ocultarlo pero mis álgidos gestos no son suficientes: sin mucho esfuerzo, él toma mi mano y me conduce al rectángulo de duela donde decenas de pies se arrebatan el espacio. Los acordes del piano nos sueltan los pasos. La clave cubana mueve mis piernas sincopadas, las suyas me siguen con un ritmo perfecto. Mis hombros se relajan. Él se aproxima. Su mano, con una firme caricia circular, sostiene mi espalda que se empeña inútilmente en alejarme de su pecho. La pena y la razón me abandonan en un golpe de pailas. Un merengue ondula nuestras cinturas y las empalma. Mi sexo siente en el suyo el latido del bajo, babea, me ensordece. Un bolero nos cambia el ritmo: mi cuerpo parece mudarse a su cuerpo en la lentitud de un giro. El hombre me mira y sonríe. Le pregunto su nombre. Él acerca sus labios, me deja un hilo de letras en la boca, el sabor de su voz, y se retira. Lo veo salir del bar solo, sin prisa. Una lágrima ácida me escurre entre las piernas.

Viaje interestelar al supermercado chino - Mara Gena


No puedo leer. No puedo escribir. No puedo reunir el automatismo mínimo que se necesita para hacer algo concreto. Las energías anárquicas de la ansiedad devoran como ratas propósitos hechos de queso. Abro el mail. Lo cierro. Tiro de mi cabello, lo enrosco y lo aquieto con una hebilla. Abro otro mail. Veo un blog. Intento concentrarme en la oración: “Durante dos días ese joven dió saltos y corrió por toda la casa”. “Do-s-dí--assejov-en-d-ió-sal-tos-yco-to-dala-c-a-s-a”. Vuelvo a leerla, letra por letra, pero se dispersan como hormigas. No puedo imantar el significado que las convierta en palabras. La ventana abierta muestra una efervescencia de hojas. Las ramas crecen en el tiempo de un árbol. En este punto desespero. Me pregunto si el experimento cósmico que es la humanidad saldrá bien. Si este fenómeno extraviado que somos podrá sobrevivirnos. Elijo ir a buscar el aceite que falta. Bajo las escaleras. Abro la puerta pesada ante la que todos los vecinos se esfuerzan. La vereda aparece destruida con la furia que sólo la desidia y los perros pueden darle a sus huellas. Un reguero de garras y Adidas hundiendo el cemento. Ante la entrada del supermercado una mujer que parece estar atrapada en la velocidad que ha tomado cuerpo, me primerea. Gira como si fuera un carrito de montaña rusa que ha tomado la curva final y se lanza al interior en busca de fiambre. El lugar es modesto y húmedo. En sus estrechos pasillos los humanos se paran a mirar productos como si se tratara de obras de arte abstracto que intentan comprender. De pronto un hombre maduro eleva un frasco de dulce de leche entre sus dedos. Se coloca los anteojos con celeridad y lo observa compenetrado. Lo rota hacia la derecha y hacia la izquierda. Mira su tapa. Una esposa se detiene a su lado y frunce el ceño. Al parecer el dulce de leche no merece estar entre su colección de changuito lleno. Lo dejan. Llego al fondo del local. El freezer crepita. Viendo un estante lleno de esculturas estrambóticas para contener yogur pienso que la civilización está definitivamente perdida. Es el infierno. Pero me rehuso a decretarlo y vuelvo a confiar en la amarilla calma que me proporcionará encontrar el aceite de siempre. Finalmente doy con él. Aferrada a mi botella de girasol huyo hacia la caja. “¡TWISTO! ¡TWISTO!” grita el dueño apelando a una enfática elipsis para explicarle a un viejo de remera Lacoste de tono salmón irritante, por qué esa caja blanca vale más que otra menos blanca. Una mujer mayor enciende su rol de “abuela dadivosa” y con una sonrisa tiesa le dice a una niña que mira los dulces con ardor que elija lo que quiera. La niña sin sospechas señala uno, dos, tres envoltorios de chocolates diferentes –todas las chispas de felicidad que puede encontrar–. Entonces, sin pudor como si se tratara de una colilla vieja, la mujer extingue su deseo y toma con mano dura un chupetín inexpresivo y dice: “Mejor esto”. Es mi turno y casi consigo apoyar el aceite en el mostrador cuando vuelve la mujer de la montaña rusa y me primerea con huevos, fiambres y muchos postres Royal que acarrea como si fueran de trozos de carne para apaciguar a las bestias. No puedo decir cuánto se enoja mi ego cuando esto sucede. Cuando alguien no me ve a propósito. Suele cantarme al oído, con dulzura, cuanto mejor estaría el mundo si yo pudiera cortarle la cabeza a la maleducada. Y a veces lo consigue. Mis emociones hierven y se exasperan. Otras veces como hoy están tan empantanadas que se enojan con lentitud y se deslizan como babosas hacia la sal de la tristeza. Ahora sí. Es mi turno. Planto mi botella. Desde su traje digno de cualquier flota intergaláctica, la china no parece estar muy a gusto con la atmósfera de la Tierra. Apenas respira. Apenas parpadea. Mira hipnóticamente el envase. Entonces me surge la duda. No me he fijado en la fecha de vencimiento y no sería la primera vez que por estar dormida me llevo algo que ya ha perecido en el letargo de las góndolas. Tomo el envase y comienzo una minuciosa expedición de su superficie. Sin darme cuenta he activado los mecanismos secretos de su cabeza. Hago bailar su nariz de un lado a otro del lector láser. La subo, la bajo. La hago rotar para aquí y para allá. Estoy a punto de soltar una risa cuando aparece una mano delicada pero firme que atrapa al vuelo el envase y lo lleva hasta el Clink! del lector. Salgo. El aire se arremolina en la esquina y la alarma de un auto se subleva. Nuevamente el malhumor salta sobre mí. Odio las alarmas sublevadas que estallan por todos lados con el temor de los que tienen. Abro la puerta pesada. En el piso un papelito doblado se muestra dócil al tacto y liberador de la imaginación. Lo despliego sin contenerme y en los lomos de una birome despatarrada leo: El gauchito Antonio Gil es todopoderoso y milagroso. Pida deseos imposibles y tire las cartas.

Así me lo susurraron al oído - Lorena Nazal Saglie


Las mujeres supieron lo que acontecía. Susurraron desde sus ventanas para que el viento diseminara la noticia. Lo sabían con la certeza de las historias de las otras que habían partido.
Dos días y una noche demoró la convicción en traspasar cada morada, las habían pequeñas, altas, maltrechas, hermosas, oscuras de tristeza, radiantes y exquisitas.
Un beso en la frente a cada padre, hermano, hijo, amante.
Por el sendero que alumbra la estrella menor una hilera.
Las mujeres supieron lo que acontecía.
Caminaron serenas uno, dos, tres días, durmieron bajo la osa mayor hasta que ésta se retiró, no sin antes empaparlas de gotas de luz.
Una hilera brillante cruza el río al anochecer. Más tarde, brazos de luna. Dos, tres, cuatro días a paso coordinado como leonas, con la imagen del padre, hermano, hijo, amante.
Las mujeres supieron lo que acontecía, a la tierra se le había parado el corazón. Creía que ya no paría, que se secaban sus latidos, se entumecía de soledad. Las mujeres lo supieron apenas escucharon su silencio, cuando les desgarró su grito, cuando no pudieron abrazar su llanto.
Perdidas tres, cuatro cinco días, ningún indicio de algún latido, ni un llanto pequeñito, nada que alertara el camino correcto, aún así los pasos no se detuvieron.
La lluvia trajo un secreto, la tierra ya casi había muerto. El agua del cielo disolvió las pisadas y la hilera de mujeres lloró los caminos perdidos. Transitaron serenas uno, dos, tres días, durmieron bajo la osa mayor hasta que ésta se retiró, no sin antes empaparlas de gotas de luz.
Una hilera brillante cruza el río al anochecer. Más tarde brazos de luna. Dos, tres, cuatro días a paso coordinado como leonas con la imagen del padre, hermano, hijo, amante.
Dicen que un día cualquiera, muchos años después, los hombres escucharon la tierra cantar, palpitaba con otras voces, se agitaba para apurar la cosecha, al final del día un viento helado rozaba sus frentes.
Las mujeres supieron lo que acontecía. Espantaron la soledad, arrullaron la pena, cantaron con justicia la belleza de la tierra, para que no se sintiera sola, seca y vacía a su partida. Lloraron los caminos perdidos por última vez y tomaron su lugar.
Las mujeres supieron lo que acontecía desde el primer beso al padre, hermano, hijo, amante, la convicción les dijo antes de partir; no habría vuelta atrás.
En cada morada aún saben con certeza que la tierra un día murió y luego dejó de morir.

Rina y yo - Nélida Magdalena González de Tapia



La observaba desde la ventana de mi casa. Allí estaba, mi vecina Rina, con su cuerpo deteriorado por la edad, no queriéndolo dejar que aplastase su voluntad inigualable que arrastraba desde su juventud.
Yo la conocía, desde niña había visto su increíble fuerza para luchar por la vida. Estaba parada mirando el pasto verde crecido y aunque su cuerpo se resistía al trabajo pesado, tomó la cortadora de césped y comenzó a sacar la hierba en forma prolija.
La seguía viendo, la vereda era ancha y el trabajo llevaría un largo tiempo. La máquina iba y venía, dejando el verdor prolijo por donde pasaba, aunque para lograr la perfección debería hacerlo varias veces.
De pronto la hierba ya no era la hierba, aunque Rina no lo veía, la hierba que ya se había limitado a un rectángulo de un metro sesenta de largo por unos setenta centímetros de ancho, era mi cuerpo, que yacía en una resignada posición de ejecución.
De esta forma sentenciaba todo lo habido y por haber en el ser que se entregaba a un estrepitoso final. Sin buscarlo ni ella ni yo, cada una cumpliría con su cometido.
La seguía con la mirada detrás del vidrio impecable. Comenzaba con mi piel, las paletas de la cortadora habían dejado ahora mis músculos y mis tendones a plena luz. Se salpicaba de rojo, aunque Rina creía que era verde pasto, era líquido purpúreo.
Continuaba haciendo fuerza, ella suponía que eran piedras escondidas entre la maleza las que trababan la cortadora, pero en realidad no se daba cuenta que lentamente molía mis huesos dejando los tuétanos al aire, terminando con la laboriosa tarea de deshacer y desgarrar poco a poco mi cuerpo que se distribuía por toda la acera.
La vi de repente como espantaba una mosca que la molestaba posándosele en la cara. La sacaba con su mano, sin notar que el insecto buscaba un pedazo mío que había quedado pegado en su rostro.
Juntó los cables satisfecha, sacudía el escarlata de su ropa que confundía con color verde, como si fuese picadillo de pasto y no cómo lo que era,”de carne”. Dejó esparcido todo mi sobrante y se metió en la casa.
Desde los árboles cercanos, los zorzales la habían observado todo ese tiempo, esperando a que terminase con su tarea. Bajaron en bandada y se regocijaron conmigo, no los espantó aunque los vio, pensó que comían lombrices.
Pobre Rina, nunca veía nada, ni razonaba lo que pasaba a su alrededor.
Cuando acabaron con el banquete los pájaros se retiraron satisfechos, volando alto. Nadie los había visto, sólo ella y yo, pero como su mente ya estaba senil no distinguió lo que ellos habían ingerido.
Se los digo yo, que era la que estaba en sus estómagos.

domingo, 18 de abril de 2010

La fiera - Javier López


El lacrileón era la fiera más temida por los korindegon, raza marciana de reconocida idiotez. Decían que era una bestia capaz de arrancarte las dos piernas de un solo bocado, cuyo rugido ya era de por sí temible, y cuyo aliento podía dejar a un hombre en estado de coma.
Como naturalista destinado en Marte, era mi obligación localizar, fotografiar, y si fuera posible tomar medidas de tan colosal animal.
Encontrarlo no fue fácil, tuve que atravesar el Monte Olimpo, la Alba Patera y los Valles Marineris, sin dar con él. Parecía un animal, además de fiero, escurridizo.
Al fin tuve que recurrir a una emisora de GPS situada en Fobos, que me envió las coordenadas exactas donde pude encontrarlo. Efectivamente era enorme, más de dos veces el tamaño de los extintos tigres de bengala.
Me llamó la atención su mirada, que se cruzó con la mía cuando le apuntaba con la escopeta de dardos tranquilizantes guiados por láser. El animal tenía unos ojos de bondad y serenidad cercanos a los de un perrito faldero, sólo que con el tamaño de los de un elefante. Y el temible rugido del que hablaban los korindegon, se limitaba a un dulce "miau" que recordaba a un minino terrestre.
Cuando le iba a disparar, el animal agachó la cabeza, se acercó a mí y me lamió, retozando juguetonamente, y con una expresión facial de lo más amable.
Ahora sé que los korindegon, además de idiotas, son unos cobardes.

Amor imposible - Ramón San Miguel Coca


Ambos, humano y marciana, se sentaban en la serena noche del rojo planeta a mirar las estrellas. La forma ameboide de la chica temblaba de la excitación ante el momento El joven tomó entre sus manos rosadas y firmes el suave y mucoso pedúnculo táctil superior de ella. Se miraron: la mirada de los ojos de él se clavaban en los bastoncillos ópticos protegidos por una membrana transparente de ella, que desde una altura muy superior, se la devolvía con ternura y devoción. Eran jóvenes, y estaban tan enamorados

—¡Te quiero, cariño! —sonó el transductor acoplado a la membrana vibrátil de ella –pero acierto a notar un problema en como me miras.
—Yo también a ti, querida. Te amo como a nadie. Pero… —El chico apartó los ojos, cubiertos de repente por una nube de tristeza—. Lo nuestro es imposible. No podemos casarnos como pretendíamos. Mi familia se opone.
—Pero no entiendo… ¿por qué? Nos amamos, tenemos medios, una casa adecuada a ambos, un trabajo, y podremos tener preciosos niños por ingeniería genética. Muchos otros humanos y marcianos en nuestras condiciones lo han hecho ya…
—No es eso… Es otra cosa. Si nos casáramos, me desheredarían…
—¿Es por mi familia? Mis tres padres son un tanto alocados, pero mi madre y mi guardiutera son de lo mejor de la sociedad marciana… ¡dime! ¿Qué pasa? Quiero saberlo.
—No, no es por tu familia. Ni por tu trabajo de recolectora de rayos UV.
—¿Entonces?
—Cariño… es por el color de tu piel. Lo siento querida, pero me han prohibido que me case con una mujer negra…

Cuento de venusinos - José Vicente Ortuño


—¿Cómo, otra vez han publicado un lote de cuentos de marcianos en Breves No Tan Breves? —exclamó Karhak-O'Jones XXXIII, emperador de Venus.
El visir Alí-Gus-Arapo, postrado ante el emperador, temblaba aterrorizado, por tener que darle una mala noticia.
—Sí... Su Grandísima Enormidad —balbuceó—, y otro en Químicamente Impuro, su Magna Magnitud.
—¡Qué osadía tienen estos tipos! ¡Pues esta vez será la última, no voy a tolerar que nos ignoren de esta forma! —aulló el emperador agitando sus diez miembros quitinosos. Se bajó bufando del trono y comenzó a pasear de un lado a otro del salón, levantando esquirlas de piedra del suelo con sus garras—. ¿Pero qué le verán a Marte? ¡Si es un sitio en extremo desagradable! ¿No es así visir?
—Sí... Grande y Magnífico Emperador de...
—¡Es frío! —interrumpió soberano—. ¡Es soso, tremendamente rojo y polvoriento!
—Sí, Su Tremebunda Soberanía —lo aduló el visir.
—¡Pues les declaro guerra ahora mismo! —bramó empujando a un sirviente que sujetaba una bandeja con copas y una jarra con la bebida preferida del emperador: plomo fundido; agitado, no batido. El pobre diablo rodó por el suelo con gran estrépito—. ¡No tendré piedad de esos despreciables terráqueos!
—Pe… pero Su Formidable Poderío —explicó el visir—, ¡la Tierra es un planeta muy poderoso, tiene armas de destrucción masiva que pueden destruirnos en un abrir y cerrar de esfínteres!
—Eso es cierto —meditó el emperador—, entonces no atacaremos a toda la Tierra, que sea que se enfade mi amigo el emperador Obama. A ver, visir, ¿dónde tienen su asentamiento esos seres perversos y repugnantes que publican los relatos de Marte?
—Oh, ¡Su Enorme Gradiosidad! —exclamó el visir postrándose hasta casi hundir su caparazón en el suelo—. No tienen un asentamiento único sobre el planeta.
—¿Entonces, dónde se reúnen para urdir sus malignos planes de relegar al Imperio Venusino al ostracismo? —preguntó perplejo el emperador.
—¡Oh, Magnánima Majestad, se reúnen en un lugar mágico llamado Heliconia, en Internet —susurró el visir, aterrorizado por las consecuencias de contrariarlo.
—Son terrícolas y deben de vivir en algún sitio, ¿o en Facebook ahora hay apartamentos? —el soberano estaba cada vez más confuso.
—Sí, Su Señorial Señoría Imperial —respondió el visir sin atreverse a levantar las antenas—, viven repartidos por todo el planeta, aunque la mayoría de ellos, incluido su jefe, habita en un país llamado Argentina.
—¡Pues les atacaremos a ellos! —exclamó triunfante el despótico césar de Venus.
—¡Ejem! —carraspeó nervioso el visir—. Disculpe Su Tremenda Grandeza, los argentinos son gente temible. Según cuentan sus vecinos poseen un arma secreta enorme denominada “ego”, a la cual alimentan absorbiendo a todas horas un líquido ardiente de unas esferas y comiendo…
—Entonces enviaremos un comando a secuestrar a su jefe... ¿Cómo dices que se llama?
—¡Oh, Tremebundo Emperador Ardiente! —dijo el visir temblando—. Según nuestros informes si se le invoca pronunciando su nombre completo aparece y... —se interrumpió temblando y tomó aire ruidosamente antes de continuar—. ¡...y si te mira a los ojos se te hiela la sangre en las venas!
—¿Tanto? ¡Serán exageraciones!
—No lo creo, Su Imperial Magnificencia, ¡tenga en cuenta que es argentino!
—Ah, bueno... entonces como advertencia atacaremos primero a los que vivan más aislados y luego... ¿Qué pasa ahora visir? ¡Deja de templar, carajo!
—Es... que... Su Planetaria Munificencia, una de ellos vive en Noruega, que es un sitio casi tan frío como Marte... y nuestros guerreros no están preparados... y lo mismo se nos congelan... y se rompen.
—Dejémosla pues —decidió el emperador—. ¿No hay otro sitio más cálido donde...?
—Sí, Su Generosa Imperialidad —respondió el visir—. Hay varios en un lugar llamado España, que es bastante cálido, teniendo en cuenta que la Tierra es un sitio helado y desagradable.
—¿Y esos españícolas tienen algún arma poderosa? ¿Algún poder sobrenatural? —interrogó el soberano, impaciente.
—¡Oh, Noble Paladín! Uno vive en un lugar llamado Málaga, tierra a la que llaman la Costa del Sol.
—¡Nada, nada, con el Sol no nos metemos que si se cabrea le da el flato, se pone a eructar protones y nos funde las cosechas de cuarzo!
—Otro habita en un lugar llamado Albacete, ¡Oh Supremo Señor de las Llanuras de Lava!
—Eso suena inofensivo.
—Sin embargo, Preclaro Gobernante, dicen que allí se fabrica desde hace siglos unas armas llamadas navajas.
—¿Y qué son esas “navajas”?
—Pues... —ese dato no lo tenía el visir, por lo que pensó rápidamente algo que tuviese sentido—. ¡Un desintegrador molecular muy potente! Su Reverendísima Eminencia —exclamó al fin, aliviado por dar una respuesta convincente.
—¿Queda alguien más a quien podamos atacar?
—¡Oh, sí Gran Déspota de los Volcanes! El otro vive en Valencia.
—¿Poseen algún arma terrible los valencianícolas?
—En Valencia son unos bárbaros, hacen Noches de Fuego, en las que disparan millones de armas explosivas y queman gigantes, atrapados en Fallas...
—¿Fallas tectónicas?
Pillado en otro fallo en su información el visir improvisó...
—Sí, Heroico Guía de Nuestros Ejércitos, los atrapan en fallas y luego los queman.
—¡Ya te vale, visir! ¿Tampoco podemos secuestrar en secreto al valenciano y darle un escarmiento?
—Es que... ¡Oh, Grandielocuente Líder! Tiene unos poderes sobrenaturales con los que consiguió vencer a una bestia feroz llamada Perro, que defiende a su vecino de al lado.
—¿Cuáles son esos poderes? ¡Pardiez, me tienes en ascuas de moléculas de hidrógeno!
—A uno de ellos le llaman anafilaxis y le permite hincharse hasta convertirse en un monstruo horrible, ¡oh Magna Magnitud!
—¿Más feo que un humano normal? ¡Qué espanto!
—¡También expele gases venenosos por el esfínter anal! ¡Oh, Magna Nimiedad!
—¿Más venenosos que la atmósfera de la Tierra? ¡Asombroso!
—Y también posee un poder común a todos los heliconios: ¡El Poder de la Palabra! Con el que crea universos fantásticos, mundos increíbles y personajes asombrosos! ¡Oh, Gran Señor de los Abismos Candentes!
—¿Entonces, mejor no los atacamos, verdad?
—Pues mejor no, ¡oh Inconmensurable y Magnífico Emperador!

Y eso - Ricardo Germán Giorno


Amaneciendo al dolor, apago a la consola de adormilación, y contemplo una vez más el paisaje.
Soy el último. Hace rato que lo sé. Y la visión flota sobre una mueca de disgusto. Lo decido al instante: encuentro la consola de gestación, y le grito con voz clara y concisa: ¡Esdrujo! Debo pronunciar muy bien las palabras, una vez grité ¡Conflex! y me descubrió una cardita de ojos soñadores.
Mañana tendré un despertar diferentemente perfumado. La visión futurista me corre hacia atrás, muy atrás, casi hasta cuando sostenía formas pesadas que cobraban vida a medida que mis… mis… ¿cómo era?
Otra jornada de desvaríos.
La visita al antes de mi existencia me deja sabor a muerte. La mente se agita buscando ese atajo cotidiano que le permita comandarme.
El pasado me aprisiona, pisotea la mente, que huye a buscar aliados. Una punzada de apetito primigenio me encierra, ahogando uno de los caminos que el tiempo proyecta. Ayer vuelve y abofetea la nuca del mayalo rengo hasta hacer que tome una hoja de credencial, que se conserva gracias a la consola de mantenimiento.
Veloz y sudorosa, la mente irrumpe queriendo dictar las consignas del futuro. No puede. Pasado se desprende en ese animal que una vez intimé fundido y la somete con ardor.
Ayer me habla, y le dicto al mayalo:

“Querida Malatinta:
Te escribo estas líneas sabiendo que jamás las obtendrás, ni siquiera podrás atrapar la sorpresa que nace de la mezcla entre tus dichos y las consecuencias de la no lluvia.
No te escribí antes por varias razones, unas más astutas que otras, aunque las principales hayan sido el descarte y la oxidación. Vibrando a un régimen inaudito quiero decirte que ahora tampoco lo estoy haciendo.
Un agujero se abre y por él puedo pasar parte del delito anhelado: en el tercer planeta llueve lo que no llueve en el cuarto. Y el mar lo sabe. Y se retira.
Ya que estoy en ayer, me traje a Muoyo y lo estaqué a la consola de agasajo. A partir de allí se convirtió en una parte importante de la consigna”.
El perfume de los esdrujos recientes arrebata la hoja y permite incorporar la mente al juego de cuplé. Aceitosa y maléfica después del coito, vuelve los chips en contra. Pero el perfume prevalece y consigo ordenarle ¡jugo! a la consola de consuelo.

La chorreante frescura acapara final incierto. El pasado aprovecha ordenándole al mayalo que tome la hoja de credencial y le dicta:
“Malatinta subida al proto, y te regalo por eso. Patento las visiones extremas para que la mentira no extraiga rédito. Perforo el alimento buscando variarte las consignas. Sublime y pútrida te acaparo, conteniendo el gozo para que el instinto no brille”.

De golpe, hoy interviene:

“Querida Malatinta.
Vuelvo sobre los pasos advirtiendo lo efímero del retorno. La decepción, el engaño, la avidez, el consentimiento, la lujuria, se abaten sobre la consola de consuelo que los detiene y les confunde los roles.
No te escribí ni te escribo. Gritos estúpidos que difieren del verdadero, y que quizá jamás lo sientas, no me lo impidieron. Ojalá te penetre la ansiedad por lo rojo, tal como a mí me evadió el verde. Los deseos, que no te llegarán, los vierto sobre la consola de convite Allí, donde Muoyo condensa las venas de la venganza. Quizá pueda alguna vez complacerme, aunque la mente lo duda”.

Sólo dictarla para que reaparezca.
La mente acapara los pocos mendrugos esparcidos y comanda una vez más. Me zambullo en la fragancia de la omisión, y me dejo ir.

viernes, 16 de abril de 2010

Vigilantes de algo - Javier Fernández Bilbao


—Vaya mierda de trabajo ¿no te parece? —dijo el guarda novato para romper la segunda hora de mutismo entre ambos dos.
—Psché. Es lo que hay.
—Tú pareces haberte acostumbrado. Pero a mí me cuesta resignarme a éstos muros, a la noche, a la soledad…entiéndeme, no es que desprecie tu compañía, pero no eres demasiado hablador. Un poco de conversación ayudaría a sobrellevar el paso de las horas.
—Mira, chaval. Yo he pasado aquí mil noches, y he conocido un montón de pimpollos desagradecidos como tú. Si crees que te mereces un puesto más digno para tus capacidades, lo mejor que puedes hacer es renunciar a éste trabajo. Mañana vendrá otro, quizá parecido a ti, y puede que con ganas de soltarme la misma cantinela de siempre. Puede que no lo haga hasta la segunda o tercera noche, pero acabará por hacerlo. Todos lo hacéis.
—Joder, tío. No quiero mosquearme contigo. Bastante jodido es pasar la noche entera en esta caseta, como para que encima deba hacerlo con alguien con quien no me hablo. Sólo es que… ¿cómo coño has aguantado tanto tiempo aquí? ¿No has podido encontrar nada… mejor?
—Vaya, no te das por vencido. A mí me la suda si tengo que hacer guardia contigo sin hablar en toda la noche. Ya lo he hecho muchas otras, y no me importa en absoluto. El trabajo exige dos guardas, eso es todo. Yo no quiero compromisos de ningún tipo ¿sabes? No busco hacerme colega de nadie. Por eso, ni iremos juntos a tomar unas cervezas, ni me iré de putas contigo por tu cumpleaños. Sólo quiero hacer mi trabajo y cobrar cada primero de mes. Punto.
—Comprendo… Tú eres responsable de que al menos el ochenta por ciento de éste trabajo sea una mierda.
—Me alegro que vayas comprendiendo.
—Vete al carajo, so capullo.
—Al menos podrían decirnos qué es lo que guardamos ¿no te parece?
—¡Já! Ya me extrañaba a mí. Tardabas en hacer la preguntita de rigor. ¿De verdad te interesa saber qué hay tras esa puerta?
—Joder, ayudaría. Pensaba que tarde o temprano hablarías de ello, pero cuando acepté este trabajo tampoco sabía que acabaría siendo compañero de un cabrón amargado como tú.
—Si lo supiese —escúchame bien—, si lo supiese, seguramente habría dejado éste empleo hace mucho.
—¿Todo éste tiempo, y aún no sabes qué vigilas?
—Todos lo que han pasado por éste trabajo renuncian demasiado pronto. Se cansan demasiado pronto. Algunos se echaban a dormir en la caseta al calor de la estufa. A mí no me importaba. De hecho, lo prefería. Sólo yo, he pasado todas las noches perfectamente despierto, vigilando, cumpliendo por lo que me pagan. Por eso, sólo yo he oído los gorgoteos, los quejidos ahogados, los arañazos en el metal, los golpes sordos… pero… ¿a quién iba a decírselo? ¿A un puto vago que cobraba lo mismo que yo por roncar toda la noche? ¿Tal vez a un tío que se quedaba colgado fumando canutos? ¿A un jefe que nunca aparece ni le importa una mierda quién haga las guardias y cómo? Nunca he trabajado solo, pero me he sentido solo la inmensa mayoría de noches. He pasado miedo, mucho miedo ¿comprendes? Al fin, como tú dices, es cuestión de acostumbrarse a los muros, a la soledad, a la noche… y al miedo. Y sé que vigilamos la puerta no por quien pueda entrar, sino por lo que pueda salir tras ella.
—¿Pretendes acojonarme para que me vaya primero, o tan sólo tomarme el pelo?
—Te repito que no me importa lo que pienses.
—Esta es mi segunda noche, y aún no he oído nada-de-nada de lo que tú dices.
—Claro. Hablas demasiado, silbas, canturreas esas jodidas canciones… mientras tanto, yo camino en silencio, escuchando, siempre vigilando la puerta. El miedo me hace estar atento, despierto. Si algo sucediera, no quisiera que me pillase desprevenido.
—¡Esta si que es buena! O sea, que no eres tan duro como aparentabas…
—¿Crees que nunca antes trabajé de noche vigilando naves en polígonos industriales? Me duelen los huevos de recorrer pasillos solitarios noche tras noche. Me las he visto más de una vez con rumanos, moros, gitanos, y algún que otro hijo de puta más. Ahora fíjate bien en la puerta. Golpéala con los nudillos. ¿Ves? Acero. Cinco centímetros. Y ahora piensa. ¿Cuántas naves ves a tu alrededor más que ésta? ¿Qué coño fabrican aquí, si es que fabrican algo? ¿Ves las luces de la ciudad desde aquí? No, ¿verdad? Solo pinos. La copa de los putos pinos. Sin embargo pagan bien, y por eso yo no hago preguntas.
—Creo que el trabajo de vigilante nocturno te está afectando al coco. Estás paranoico perdido. ¿Qué crees que podrían guardar ahí dentro? Esto no es América, y esto no es el Hangar 18 por mucho que te empeñes.
—Claro. Ni yo soy un gilipollas como tú. Si tienes lo que hay que tener, quédate pegado a la puerta y escucha atentamente un buen rato. Pero un buen rato, no diez minutos. Luego me dices si eso que suena ahí dentro te parece un taller de los chinos.
—Estás como una puta cabra.
—No tienes huevos.
—No me vas a acojonar.
—Pues venga, demuéstramelo. Yo mientras tanto haré una ronda por ahí afuera.
—Jaime…
—¡Hombre! Ya estás aquí. Que pronto te has cansado.
—No es eso. Es que…
—Es que, ¿qué? Venga, dime, ¿lo has oído, verdad?
—La puerta. No sé… creo que he tocado una palanca o algo… y se ha movido.
—No me jodas…
—Me asusté y vine a por ti, pero…no sé… creo que algo me ha seguido desde allí.
—Claro hombre, y ahora voy yo y me trago ese cuento. Esa puerta estando yo aquí nunca se ha abierto, ni se abrirá.
—Entonces, dime por tu padre que no estás viendo la misma cosa que yo veo ahí enfrente.
—Pero qué… cojones… es…
—Corramos, Jaime. Corramos…
—No. Ya… nos dará igual…

Fin de fiesta - Mario Capasso


La otra noche, casi al final de una fiesta medio fuera de foco, me tocó bailar con una señorita obesa, una chica gordita, bah.
Mientras bailábamos, ella se mostró muy inteligente, contó de sus miedos y angustias, de sus alegrías y decepciones, de sus ganas de que los demás la aceptaran así como era. Al parecer, la cuestión de la discriminación por su figura la molestaba bastante, pero únicamente si ésta se originaba en la actitud de un hombre que le interesaba como tal. Los demás, dijo, ni fu ni fa. Poco después del comienzo de mi amor, según pude percibir por unos golpecitos en el corazón, nos fuimos a sentar.
Después de una pausa llena de miradas cruzadas, mientras la música hacía su trabajo de poner sensibles a las personas, cuando mi imaginación había viajado hacia una cama compartida, ella interrumpió el silencio. Dijo que no me preocupara, que hablara tranquilo, que yo podía decirle cualquier cosa y tratarla como quisiera.

Ojos sujetos - Mónica Sánchez Escuer


No oigo lo que dicen las mujeres que me rodean; sólo veo unos labios que a lo lejos pronuncian mis palabras, las que imagino, las que busco. Dejo de mirar. Intento atender la conversación, pero es inútil; sé que él me está observando. Veinte pasos y treinta personas nos separan; cien voces, hielos rayando las copas, risas que inflan vestidos y tuercen corbatas de moño. Una de las mujeres se me acerca, me dice algo al oído, creo que es un nombre, me aprieta el brazo y apunta el suyo señalando a alguien. Me obliga a mirar. Siento que mil manos me recorren en dos segundos al verlo. Él sonríe y ya no me suelta la mirada. La mujer sigue hablándome pero no la escucho: el ruido punzante de mi cuerpo me aturde los oídos. Por fin la señora se desprende de mi brazo. Él intuye mis pasos y se adelanta justo en el momento en que decido caminar sobre la cuerda que me extienden sus ojos. Estamos cerca, tres metros tal vez. Sin los indicios de algún gesto, con la vista tendida sobre un mismo riel, cambiamos el rumbo: tu mano ya está sobre la mía y juntas reman por el aire buscando un rincón, una sombra. Las voces, los ruidos, apenas se oyen, sólo tu respiración y la mía resuenan. De pronto das un brusco giro y me escondes detrás de una puerta. Quiero preguntarte tantas cosas, saber todo de ti, pero sorprendes a mis labios abriéndose: te hundes en mi boca, muerdes mi voz y descubres que todas mis aguas te esperan revueltas. Tu mano corre firme por mi talle, mi pecho, mi hombro; desciende por mi brazo, se detiene, me aprieta. Una voz me sacude el cuerpo:
―Mónica, ¿me está escuchando? Como le decía, aquél es Edgardo, mi esposo.
Él, al otro lado del salón, la saluda sin mirarla: sus ojos, como la mano de su mujer, aún me sujetan.

miércoles, 14 de abril de 2010

Olor a loba - Dolores Pereira Duarte


—¡Que vengan, hijo, que vengan! —gritó desgarrada Martita, la madrina, empuñando el Smith con el cañón todavía humeante—. ¡Todavía me queda un tiro!
A su lado, junto al altar, Marcelo, el novio, miraba a su madre perplejo, fuera de juego. Tenía el arma a centímetros de su mano, pero no podía moverse. El Smith & Wesson 686 Plus ya había demostrado su eficacia sobre los seis de los convidados que ocupaban las primeras filas. Marcelo, se descubrió pensando de dónde había sacado la vieja tanta puntería. Entre los cadáveres sobresalía un salame turquesa: Ana, la otra madrina. Martita siguió la mirada de su hijo y descubrió a la finada.
¡Puta que la parió! —pensó,—: ¡el manchón de sangre sobre el diseño de Bogani parece hecho a propósito! ¡Ana de mierda! cae parada aunque la caguen a balazos…
Desde el fondo de la capilla colonial, un atlético, trajeado e intrépido desconocido corría hacia el altar, seguramente para arrebatarle el arma a Martita. La Madrina escupió de costado y, cual experto karateca, se preparó cubriéndose la cara con el codo. De un golpe seco le fracturó la nariz al grandote. Bajó del presbiterio y se abalanzó sobre la abuelita de la novia, que lloraba ante su hija y sus nietos agujereados en el piso.
—¡Que vengan, que vengan! ¡No pienso dejar ni uno! —sin soltar el revólver, metió la otra mano en su corset, sacó con un ademán exagerado una Spyderco Police escondida bajo su pecho izquierdo, y de un tajo le abrió la garganta a la viejita.
Era increíble: la que hacía cinco minutos sacaba pecho al lado del altar y les sonreía a sus amigos acomodándole el jopo a su “cachorro”, ahora, se limpiaba la sangre de doña Petronila en su falda negra y miraba con ojos embotados a los invitados.
—Petronila ...¡que nombre!. —Susurró, suspirando con hastío.
El cura aún no había aparecido, ni lo haría, cuando los portales de la iglesia se abrieron de par en par. Todas las miradas se dirigieron hacia ese punto.
—¡La novia, la novia! —gritó alguien.
—Seguramente ahora entra… la muy perra —dijo Martita.
Error: en lugar de una perra, apareció una loba con coronita de novia y velo y dientes afilados. Y trompa. Y garras. Y un padrino que la llevaba con correa. Un auténtico viejo verde de Lautrec.
Martita transpiraba odio cuando la loba pasó junto a ella y la rozó, y le refregó la pelambre oscura en el tafetán negro del vestido, mirándola con todo su desprecio lobuno antes de ponerse a lamer, sensualmente, la sangre derramada.
—¡Vos estás más linda, Marti! —le gritó Clarita desde el fondo. ¡Qué amiga!, se enterneció la asesina. Clari siempre daba con la frase exacta. Pero al darse vuelta guiada por una inspiración exterminadora, se topó de nuevo con la otra: Ana, esbelta, impávida, como si nada lucía en medio de la panza un agujero rojo que le imprimía más glamour a su vestido.
Grasa de mierda —se dijo —la había pegado con la ropa y, por esta vez, sólo por esta vez, había que reconocer que la muy yegua, con balazo y todo, estaba mejor vestida que ella.
Empezó a sollozar, y la angustia la ahogó hasta despertarla. Sin preocuparse por hacer ruido —llevaba una viudez de tres años—, se fue a la cocina a prepararse una taza de leche.
Qué tarada, pensó, cómo puedo soñar semejante delirio.
Pasaban las horas, y el nene no volvía del boliche al que habría ido.
Hacia el tercer solitario, llegó Marce. Marcelo. Marcelito. Su chiquito de ojos soñadores. Tan dulce como siempre, se acercó hasta ella. La abrazó y le dijo al oído:
—Me caso, mamá. Acabo de conocerla.

Bailanta - Antonio J. Cruz


-Esa mina es nueva por aquí – dice Franco
-Si - coincide Martín - Es la primera vez que la veo.
-Tiene un físico impresionante
- Más o menos… Además es tan paliducha que da miedo
-Tiene un lomo espectacular y se mueve como una diosa
-A mi me parece que tiene cara de muerta – concluye Martín y da por finalizada la conversación.
La fiesta está en su apogeo. Las guarachas, chamamés y pasodobles llenan la noche de verano en los suburbios de la pequeña localidad. El animador, con voz impostada, incita de manera desmedida a continuar el frenesí de la danza.
Franco ha bebido más de la cuenta. Se siente extraño. Sus ojos enfocan de nuevo la figura femenina que mueve sus caderas con cadencia sensual y sugestiva. La mujer baila sola en medio de la multitud. Eso atrae aún más a Franco. A los tropezones camina hacia la pista y toca el hombro de la mujer. Ella se da vuelta sonriendo de manera enigmática y sus movimientos se exacerban hasta parecer eróticos y libidinosos. Un extraño escalofrío sacude a Franco. No es el rostro pálido y etéreo ni la sonrisa irónica lo que impresiona; es su mirada… una mirada color púrpura que parece ver el más allá.
-¿Querés bailar? – pregunta desafiante – ¿Te animás?... Se me ocurre que no te da el cuero.
-Movete muñeca que yo me las arreglo.
Baila moviendo apenas sus pies sobre la pista mientras sus sienes laten y él se siente aturdido. En un momento tropieza pero la mujer lo sostiene de manera firme.
-No te hagás el loco que estás hasta las manos. Lo único que vas a conseguir es cagarte de un golpe.
La mujer baila cada vez más enardecida y la mente de Franco se obnubila.
-Salgamos de aquí – pide el hombre – vayamos a otro lado.
-¿Estás seguro?... Mirá que conmigo podés conocer que mierda es el infierno.
El sonríe canchero y la toma del brazo. Martín, que sigue prendido a la cerveza ni siquiera se da cuenta de la partida de su amigo.
Cuando salen a la calle un nuevo estremecimiento preocupa a Franco. Su sexto sentido le dice que algo no anda bien. Al instante siguiente deja de lado sus miedos y se prepara para vivir su gran noche.
¡No puede creerlo!
Mientras recorre las calles tortuosas de la villa detrás de la hermosa mujer, observa la generosa turgencia de sus glúteos y las perfectas piernas. El vestido se adhiere obstinado al magnífico cuerpo, haciéndola más bella y más impúdica.
Por momentos siente un dejo de irrealidad. Su cerebro, a punto de estallar, vaga indeciso entre las fantasías del goce próximo y la realidad de no poder explicarse cómo ha logrado conquistarla.
La casilla de lata donde vive Franco es pequeña pero a ella parece no importarle. Apenas llegan, se recuestan en el catre
-¿Estás asustado? – Pregunta de golpe la mujer - ¿Tenés miedo de algo?
-No veo por qué – miente él sin convicción.
-Con la cara que tenés – vuelve a atacar sabiéndose dueña de la situación - pareces un pollo mojado... Tembleque y ansioso.
-Es una impresión equivocada – se defiende Franco.
Ella queda en silencio un largo rato. Franco nota que le tiemblan las manos. “Tengo que serenarme” se dice “Si llego a arruinar una ocasión como esta me enyeto de por vida”.
Un poco más sereno comienza a besarla; primero de manera tímida pero, a medida que ella responde, sus caricias se hacen más atrevidas. Durante una eternidad continúan abrazados besándose.
De pronto Franco nota algo en la mirada de ella pero ya es tarde. Siente un dolor lacerante en el cuello mientras la mujer ríe a carcajadas.
Las pupilas desorbitadas del hombre registran la escena en un relámpago breve y eterno, mientras su mente, huérfana de cualquier otro pensamiento, dibuja el inesperado final de la historia.
Un rato más tarde, en la bailanta, Martín que ya está tan borracho como su amigo junta coraje y encara a la mujer. Ya no la ve tan pálida y el movimiento de su cintura lo enloquece. Está tan obnubilado que ni siquiera se acuerda de Franco.
La mujer de vestido negro y rostro desvaído ondea sin pudor sus caderas mientras una sonrisa misteriosa se instala en su boca.

Wanted – Pablo Moreiras


Para encontrarme he decidido asaltar con sigilo mi casa, abrir silenciosamente todas las puertas, y escrutar casi a oscuras todas las estancias. Luego al alba descorreré las cortinas, para que la luz de la mañana ilumine delatora todas las dudas y rincones que hayan podido quedar intactos.
Entonces proseguiré por la cocina, atisbaré entre armarios y cajones en busca de alguna huella de mi vida, empezaré por el azúcar y el café, galletas e infusiones, conservas varias y al fin el frigorífico; los aromas siempre esconden recuerdos, alguna picante pista o una agridulce nostalgia ya caduca; no guardo sin embargo muchas esperanzas en los guisantes congelados o similares provisiones bajo cero.
En el aseo sólo me interesa el cepillo de dientes y la máquina de afeitar, y el olor de las toallas, y los restos de mi rostro en el espejo.
Al llegar al dormitorio es posible que el sueño comience a vencerme, y tras palpar a ciegas el íntimo tacto de las sábanas, y mirar debajo de la cama, abriré el armario y memorizaré los colores de todas mis camisas, y me acostaré, arropado hasta los labios, para descansar un poco de mí mismo y de la vida.
Y si todo sale según lo planeado me despertaré, y acabaré de nuevo en el salón, haré café y abriré algún paquete de galletas, y sentado en ese viejo hueco que el sofá me hizo con el paso de los años, pensaré que todo ha sido un sueño.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


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sábado, 10 de abril de 2010

Para no olvidarlo - Ana Díaz


Hoy he visitado la tumba de mi padre. En veinticinco años es la segunda vez que lo hago. La primera, fue un día del padre, dos años después de perderlo.
Aquel día lo planeé. Miré los papeles que tenía guardados mi madre. Entré en el cementerio, pregunté dónde estaba el módulo de San Casiano. Izquierda, columna uno, fila dos. Cuando llegué ante su lápida ni siquiera me impresioné. Iba acompañada y no soy amiga de exhibir mis sentimientos.
Hoy ni lo he pensado. Tenia cita con mi médico. Al salir, vi el cementerio a lo lejos. Mis pies me han llevado corriendo hasta los pies de su tumba.
Hoy no he preguntado ni me he perdido. He ido derechita, como cuando de pequeña, mi padre me llamaba con su potente silbido. Allí donde yo estuviera, mis pies se ponían en marcha hacia él, hacia sus brazos de padre, hacia sus besos de padre, hacia mi seguridad absoluta.
He limpiado su lápida con un pañuelo de papel. Con el mismo pañuelo he secado mis lágrimas. Tenía que hablar con él. Todos mis amigos me aconsejan, me dicen haz esto o aquello, es lo mejor. Pero yo necesito la opinión de mi padre. Yo no creo en Dios pero siempre he creído en mi padre.
He hablado con él. Se lo he contado todo. Veía su sonrisa a través de la piedra. No me ha juzgado. Me decía “Sé feliz, hija”. Hija…él siempre me llamaba así, no me decía niña, ni chiquilla, ni cariño. Me decía “Hija…”. Si le pedía consejo me decía “¿Qué quieres que te diga, hija?” Para decirme "Te quiero", me decía “Hija de mis entretelas…”
Al llegar a casa, he guardado el pañuelo en mi cajón. Polvo de su lápida y lágrimas de mis ojos. He escrito en un papel todo lo que nos hemos dicho hoy. Para no olvidarlo.

Ajedrez - Camilo Fernández


Recostado sobre la mesa, entrecerró los ojos disfrutando del resinoso aroma del tablero y las piezas. Tenían menos de una hora de talladas, por lo que la madera aún mostraba la rugosa belleza de lo rústico. Una por una, levantó las treinta y dos las piezas del juego. Cuidadosamente revisó la textura en busca de defectos o de la más mínima aspereza.
Comenzó con los peones, ayudándose con una lupa. A medida que se sentía satisfecho a la vista y al tacto, fue colocándolos en su sitio. Segunda línea. Se había tomado el trabajo de utilizar distintos tipos de madera para cada bando. Las blancas estaban hechas de pino, mientas que las negras habían sido trabajadas en quebracho colorado. Luego del aplicarles el barniz, el trabajo quedaría perfecto. Continuó con las piezas de la primera línea, de dos en dos hasta llegar al rey y la dama.
Consideraba el tablero como una obra de arte. Tallado en treinta y dos cuadrados perfectos de dos clases de madera y enmarcados para lograr una robusta unidad. La tarea requirió una la precisión de un orfebre, pero luego de un mes de trabajo, el juego estaba completo. Sólo le faltaba aprender a jugar.

jueves, 8 de abril de 2010

Cartas mutantes - Héctor Ranea


—Le cuento. La carta me engañó. Envié una carta a una mujer que amo y esa carta llegó diferente. No puedo decir nada más.
—¿Cómo puede decir eso?
—Fácil. Tomo mi pluma de cuervo para escribir. La mojo en la tinta. En el papel que tengo preparado en mi pupitre comienzo a escribir.
—¿Usa pluma de cuervo para escribir?
—En efecto. Me la regaló un hermano que caza cuervos. Pero ésa es otra historia. El tema es que escribí en la carta:
Amada mía adorada.
Te escribo para que tengas una muestra de mi amor, aunque estemos lejanos uno del otro. Te amo con total locura y no entiendo cómo aún no he muerto desde que te vi por última vez.
Eso escribí
—Nada fuera de lo usual en un amante algo kitsch, como Usted.
—Celebro que Usted se de cuenta. Bueno. Mi amada no lo entendió así.
—¿Qué entendió ella?
—En realidad, me devolvió la carta manifestando, en esquela aparte, su enorme desilusión y descontento.
—A su amada no le gusta el kitsch, evidentemente.
—En realidad, dejó de ser mi amada y lo que me envió es esto. Fíjese Usted mismo, caballero.
—Leo:
Soberana cornuda mía (¡Epa! Se le fue la mano amigo)
Te escribo para que tengas una muestra de mi desprecio, porque aunque cuando estamos cerca te meto los cuernos cada vez que puedo, imagínate ahora que estás tan lejos. Estás tan completamente loca que no puedo tolerarte y me alegro que te hayas ido porque estás como muerta.
¡Caramba, don! No le puede decir estas cosas a una dama. Es de mal gusto y como estrategia le juro que no es nada convincente.
—¡Pero no se da cuenta de que yo escribí aquello otro! ¿Acaso Usted olvidó lo que acabo de leerle?
—Sí; recuerdo, claro. Pero quién me asegura que Usted no intercaló estas cartas.
—Fíjese en qué fecha las escribí.
—Ya había notado la coincidencia pero eso, repito, no me convence de nada.
—¡No es la carta que escribí! La carta se cambió espontáneamente o en el Correo existe algo que muta inadvertidamente las cartas. Es mi letra, sí; admito eso. Pero nadie ni nada me haría escribir esas barbaridades, falsas y ofensivas sin límite. Mucho más, tratándose de algo que escribí para mi amada.
—Pero comprenderá la debilidad de su argumento, señor.
—Comprendo, eso sí, que los del Correo no quieran hacerse cargo de esta mutación, pero le aseguro a Usted, Señor Director, que esa carta no es de mi autoría.
—Lo único que comprendo es que Usted está trastornado y que el hecho de que su prometida sea ahora mi prometida lo hace entrar en delirios de persecución. Mejor retírese como caballero de la lid que no supo defender como amante y todo el asunto será olvidado.
El pobre hombre se retiró de la oficina del Director de Correos. Pasados unos minutos se escucha una voz desde un armario.
—¿Está todo bien, Jefe?
—Mi plan, gracias a la brillante ejecución de Usted, fue perfectamente ejecutado. Ese pobre infeliz se suicidará y todo será olvidado y me caso con la viuda alegre.
Entonces el cuervo salió del armario, se acomodó las plumas y la que correspondía a ese escritor, pronto a fenecer, la puso en su petate y dijo, riendo entre picos.
—Tengo que arreglarla para la próxima carta mutante; esta caligrafía no me servirá más, entonces.
Al partir, como siempre, dejó un par de plumones blancuzcos en el piso. El Director protestó un poco:
—Se me está poniendo viejo el cuervo. Quién sabe con cuál otro podré reemplazarlo si se muere.

Verdadera historia del deseo - Lilian Elphick


Todo comenzó con el blanco de esta página, destinada a olvidar al lector y sus comportamientos erráticos. Que sí, que no, que sí. Pronto, la página fue acariciada por una escritura y ya no tuvo el color del silencio, que es un cliché por donde se lo mire. Hubo gritos y risas entre la undécima y la vigesimonovena letra del alfabeto. Verbigracia: Jadeos y zambullidas. Algo se filtraba en las palabras: al tacto era aceitoso; olía a puerto seguro. Quizás fui yo, de mano insistente, de ojo terco, y las caderas que ni te cuento. Quizás fuiste tú el que invocó al deseo, como si llamaras al mar, el mismo que rompe en tus historias una y otra vez, erosionándolas.
Ah, (también, uf ) el deseo. Va más allá de la piel; puede ser una lejanía, tú lo sabes. Y se instala en el momento menos indicado: cuando huelo la albahaca fresca y me enamoro de la muerte, que está ahí observándome, tan sola ella…, sin nadie que le toque el hueso púbico.
Debo decir dos cosas: tengo los dientes sucios y me gusta el desorden de la frase, el momento único cuando tuerzo los labios y fabrico una imagen.
¿Te gustaría una anécdota? Aquí no la encontrarás.
¿Buscas una armonía? Anda a otro lado.
¿Necesitas una narración verdadera? Golpea la puerta del fondo.
Largo, como cola de tigre es el deseo. Irás detrás de él, te lo aseguro. Con la lengua afuera y el corazón afilado.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/lilian-elphick.html

martes, 6 de abril de 2010

La sentencia - Daniel Antokoletz


Soy el único hombre sobre la Tierra. ¿Cómo llegué a esto?
La violencia del mundo aumentaba de manera exponencial y yo nunca me quedo atrás cuando alguien me desafía. Así que conocí muchas cárceles, Devoto, Batán, Caseros. En esos lugares, lejos de reformarme, aprendí nuevos métodos, nuevas técnicas. La primera vez fue por hurto. En prisión me cultivé: supe que la ganancia es poca si uno espera a que se dé la oportunidad; hay que buscarla, provocarla. Conseguí un arma, obsequio de un ex-compañero de celda. Me dediqué a asaltar tacheros. Me iba bastante bien, hasta que la cana, me tendió una trampa... Caí como un tonto. Lo poco que había hablado con el tachero, antes de asaltarlo, me hizo sospechar. Cuando lo encañoné, se dio a conocer como botón y me mostró un bufoso que me dejó frío. Jamás maté a nadie y jamás me apuntaron con un arma. Me entregué enseguida. Esta vez aprendí que no debía realizar pequeñas operaciones muy seguidas, era fácil de localizar, de rastrear. Cuando salí, nos dedicamos a planear y asaltar camiones blindados. Desgraciadamente allí teníamos que bajar a algunos polis nerviosos que se empeñaban en proteger lo imposible.
La jaula, para mí, era mi segundo hogar... o el primero, no estoy seguro. Tenía buenos amigos, también terribles enemigos. Yo me quejaba de esos terribles días que tenía que pasar en la "solitaria" por pequeños ajustes de cuenta. Me acuerdo del "Manija", lo llamábamos así porque tenía amigos en todos lados, en la yuta, en otras cárceles, y controlaba un poco la prisión. Si necesitabas algo, él lo conseguía. También estaba "Bronco" era un buen amigo con su enorme corpachón que nos protegía si teníamos problemas con algún pesado.
Ahora estoy solo, soy el único ser humano que vive en este planeta. Estoy desesperado por poder hablar con alguien, por saber que alguien se interesa por mí. Recuerdo que tuve una idea brillante y logramos fugarnos. Luego de diez años adentro, todo había cambiado bastante. En un mes planeamos un robo a un blindado. Fue bastante fácil realizar ese primer golpe, casi no tuvimos resistencia, pero en pocos segundos nos cayeron encima como moscas. Nos paralizaron en el momento, reí cuando me metieron nuevamente adentro. Aprendieron... esos malditos cretinos aprendieron. En cambio yo, ya no puedo aprender nuevas cosas. No puedo fugarme de la cárcel, no puedo hablar con nadie. Estoy solo. Recibí la sentencia más terrible que puede recibir un ser humano. Estoy perpetuamente solo. La computadora no se equivoca y el pleistoceno es condenadamente largo como para poner a dos personas en el mismo tiempo.