miércoles, 31 de marzo de 2010

Feliz cumple - Max Goldenberg


Entró en puntas de pie intentando no hacer ruido. Seguro que ella dormía y no quería despertarla. Era su cumpleaños y tenía todo listo. En la bandeja había dispuesto todo como lo imaginó: la taza con el café con leche con dos de azúcar y dos gotitas de edulcorante, con más leche que café pero no lo suficiente para que se convierta en lágrima. Al costado, tres tostadas recortadas con el cuidado necesario para que forme la “Rosa del Tupungatao”. Una extraña rosa de procedencia brasilera que es negra y amarilla en partes iguales. Un pétalo de cada color. Ella siempre se identificó con ese raro pimpollo. Para lograr el efecto necesario, se levantó a las cuatro menos diez de la mañana. Ahora, seis horas después contemplaba su obra sobre el platito.
Para que la garganta de su amada se hidrate adecuadamente, exprimió doce damascos y los mezcló con gajos de tamarindo, traído de su Costa Rica original. Ese trago, cuyo costo final superaba cualquier sueldo promedio, llevaría el mensaje del esfuerzo que un hombre puede llegar a realizar por amor.
Cerca del borde de la bandeja estaba el pequeño florero individual del que sobresalía una espiga. “Encontrar la belleza en las cosas bellas es muy simple” siempre decía ella mientras acarciaba a Manolo, su puercoespín.

Empezó la caminata en la oscuridad total de la habitación. Dió tres pasos y chocó su rodilla con el borde del banquito que ella siempre utiliza para sentarse durante sus dos horas de peinado previo a dormir. Nunca entendió ese ritual. Peinarse para luego acostarse y dar vueltas en la cama como si se tratara de la protagonista de “El Exorcista”. No le encontraba sentido. “Encontrar el sentido a todas las cosas es como querer encerrar un beso en un frasco de mayonesa” le respondía ella.
El banquito estaba manufacturado en la Isla de Pascua. Estaba hecho totalmente de roca volcánica con más de trescientos años de antigüedad y reproducía a Petzoatl, el mítico hombre-rinoceronte. Se trataba de un hombre con el torso del rinoceronte. Cuando su rodilla chocó con el borde de Petzoatl, la electricidad dentro de su pierna derecha de disparó con la velocidad del dolor más agudo. Porque el ángulo del choque fue el exacto, en el hueco que se forma a la izquierda del hueso de la rodilla, donde los médicos golpean con su martillo de punta de goma para probar los reflejos.
El suyo seguía intacto. El impacto hizo que su pierna se doblara en dos. En el esfuerzo por no tirar la bandeja, mantuvo los brazos en alto mientras su cabeza y pecho bajaban respondiendo al reflejo lanzado por el golpe.

Quizás fue la oscuridad total del cuarto o su frágil memoria pero no se percató de que, pegado al banco, se encontraba el cambiador donde ella siempre dejaba colgada su ropa de día. Ese cambiador que habían traído especialmente del norte de Africa, estaba formado por ramas de cactus disecadas en savia de banano. Esa savia lograba mantener las espinas originales firmes y duras como cuando el cactus vivía en el medio de la nada.
En el momento en que la frente pegó con el cambiador, las espinas se clavaron haciendo que él realice un brusco movimiento hacia atrás.
Los años de yoga impidieron que la bandeja tambalease, aún cuando él saltaba sobre la pierna izquierda, tratando de despertarla del adormecimiento por el golpe del banco ahora con los ojos cerrados por el dolor de las espinas que sobresalían de su frente cual agujas de acupuntura.

En ese retroceso clownesco no pudo esquivar el incienso que, encendido, ahuyentaba a los malos espíritus. Ella todas las noches encendía cuarenta y ocho ramas de calíndroma verde para refrescar el ambiente. “Todos podemos refrescar como la alondra refresca a sus alondritos a la vera del río, como refresca la tigresa a sus tigritos en los días de calor, como refresca… ¡cómo refresca! Prendamos la estufa” dijo la noche anterior, lo que hacía que en ese momento la temperatura ambiente superara los cincuenta y siete grados Celsius.

Entre el calor, el dolor de la frente y la pierna adormecida no pudo percatarse de las varas aromáticas que, al pisarlas, lanzaron chispas sobre el empeine de la pierna sana y prendieron la botamanga del pantalón pijamas que llevaba puesto a pedido de ella. “El monje no transita por su templo en calzoncillos de Racing” lo convenció con su mejor cara, sabiendo que era la víspera de su cumpleaños.
Fue el calor que subió por su pantorrilla derecha lo que le avisó que el fuego había tomado proporciones siderales. Apoyó la bandeja sobre el borde de la cama y, con el almohadón de plumas de ganso de Jujuy, intentó amainar la fogata sobre su extremidad.

En ese instante aprendió dos cosas que le servirían por el resto de su vida: que siempre hay que chequear las costuras de los almohadones y que las plumas de los gansos de Jujuy son sumamente inflamables y por eso es una raza en extinción. En el verano jujeño, con más de cuarenta grados de temperatura promedio, esas aves se prenden fuego por si solas y se calcinan en menos de doce segundos.
El golpeteo con las plumas saliendo del interior del almohadón hicieron que se inicie sobre su humanidad una danza de fuego propia de los festejos por fin de año de las tribus del sudeste de Rusia.

Cayó sobre su pierna y rodó sobre su eje para apagar el fuego, que cedió. También cedió la mesa de noche que, golpeada por ese rotar endemoniado, se desbarrancó sobre el estómago y lo obligó a emitir un sordo pero curiosamente sonoro quejido.
Si un hombre del bosque de Trelpinsko, en Hungría, hubiera esuchado ese sonido, lo reconocería como un cerdo anglosajón manteniendo relaciones sexuales con una cebra parda normanda.

Al escuchar el sonido, ella abrió los ojos y descubrió casi sobre sus piernas la bandeja. Sin poder creerlo y con las lágrimas de la emoción pugnando por salir en busca de sus mejillas levantó la mirada buscando a su amado y lo descubrió de rodillas a su lado tomándose la frente, con los ojos cerrados, húmedos.

“Feliz cumple” le alcanzó a decir él mientras comenzaba a llorar.

Ella, sorprendida, empezó a comer las tostadas y a contemplar la exótica belleza de la espiga.
“Por muchos más como este” le dijo “Por muchos más, amiguito que Dios te bendiga. Y que reine la paz en mi día. Y que cumpla muchos más”.

Él se tendió en el piso, cerró los ojos y buscó el lado positivo a la situación. Y lo encontró. Le quedaban trescientos sesenta y cuatro días para prepararse.

Con autorización del autor: http://max.com.ar/

No hay comentarios.: