domingo, 28 de febrero de 2010

El brazo izquierdo de Sigmur Baraka – Gilda Manso


Lo primero que se enseñaba en la Academia de Atletismo Sigmur Baraka era a correr con el brazo izquierdo doblado y pegado contra el pecho.
La Academia de Atletismo Sigmur Baraka se llamaba Sigmur Baraka en honor a Sigmur Baraka, el atleta que veinte años atrás había sacado a su país de la ignorancia mundial para trasladarlo a lo más alto de la gloria deportiva. Al merecer y al lograr la medalla de oro en aquellos Juegos Olímpicos, el emocionado Sigmur Baraka le había asegurado a su país un par de subsidios, varios elogios y más de un asombro: casi nadie conocía la existencia de esa nación hasta que ese hombre, que corría a una velocidad imposible y con su brazo izquierdo doblado y pegado contra el pecho, se encargó de solucionarlo; lo único que hizo fue correr, y su gente se vio, por primera vez, incluida en el mundo.
Todos los niños les pedían a sus padres la posibilidad de ocupar una vacante en la Academia de Atletismo Sigmur Baraka; todos querían ser el siguiente, la continuación, la gloria, el dinero, la salida de la miseria. Y todos corrían con el brazo doblado y pegado al pecho, convencidos de que el gran Sigmur Baraka había descubierto, en ese detalle, en esa originalidad, la clave del éxito. Y algunos crecían y se convertían en protagonistas del deporte, y otros se quedaban a mitad de camino, sin entender por qué, si corrían con el brazo izquiero doblado y pegado al pecho, ellos fracasaban donde otros lograban la gloria.
Entonces, veinte años después de la hazaña, un periodista le preguntó a Sigmur Baraka por qué corría con el brazo izquierdo doblado y pegado al pecho. Y Sigmur Baraka contestó que cuando era chico debía correr, veloz, diez kilómetros para llegar a tiempo a la escuela, y que lo hacía con sus libros debajo de la axila izquierda y, por lo tanto, con el brazo izquierdo doblado y pegado al pecho.

Hombre domingo - Griselda Frini


Ella está en la fábrica, con el uniforme color gris humo de ciudad; cansada, fastidiada. Cada treinta segundos mira el enorme reloj, vigilante fiel de quién trabaja y quién no.
La tarea de la costura en serie es fácil. Sólo se complica cuando las telas son muy finas y el carretel se enreda en el gastado porta ovillo inferior, el hilo se llena de grasa, aparecen una manchitas negras y en la futura prenda queda la impronta, similar a un papel troquelado.
Por ahí, algún supervisor gordo y desarreglado lo advierte y enseguida descuenta unos pesos al día trabajado; al grito de “la multinacional no quiere ropa de segunda…” Pero luego se va y la deja en paz hasta que termine la jornada.
Ya es la hora. En punto. Terminó. Se va a casa.
Anda unas cuantas calles abajo atravesando tinieblas y fríos de madrugada, sin más que un viejo abrigo heredado y una bufanda que poco cubre. La bicicleta recita una melodía monótona. Cruza un semáforo en rojo. Pasa frente al viejo museo que alguna vez fuera escenario de algún paseo familiar. Atraviesa el Hospital Ferroviario, que vio nacer sus hijos. Alguien se aproxima y ella cruza hacia la otra vereda. “Por la dudas”, piensa. Un par de cuadras más y, finalmente, llega.
Su casa. Allí puede tomar un café bien cargado y caliente, leer unas páginas de la novela que la atrapó hace unos días; y, luego, el merecido descanso reparador. Eso sería lo ideal. Pero debe ver con que se encuentra hoy.
Sentado frente a la mesa, mirando los goles del último clásico se encuentra su esposo. Fiel representante del hombre domingo promedio. Amanece cuando el sol brilla en su máxima expresión, tira unos trozos de carne al asador, toma mucho vino tinto y después, fútbol; condimento indispensable de un buen macho que se precie de tal. Para ver el partido debe salir de casa, ir a un bar, socializar, apostar y compartir más vino tinto. Cuando el día está por terminar, vuelve y se sienta frente al televisor para ver cómo la pelota pasa entre los jugadores y termina en el fondo de la red, por enésima vez.
Ella llega de trabajar. Cruza un frío beso por los labios de él y un impávido saludo matrimonial. Él quiere un poco más y la aferra de las manos, la sienta en su falda y le habla de lo linda que está, de lo bien que le sienta haber adelgazado… y más palabras huecas con olor a alcohol. Sus secas manos van mezclándose con la ropa que a ella le cubre el pecho, uno a uno los botones van saliendo se sus ojales hasta que queda expuesta la cadenita negra con el símbolo del infinito, y el corpiño de algodón, del mismo color. La yema de sus dedos intenta acariciar un poco más. Ella mira para otro lado y huye de sus pensamientos.
El desprecio a un beso de él en su cuello fue el detonante.
Él se enoja, enfurece, teje mil historias de terceros, que la fábrica, que la calle, que la casa. Todos son escenarios posibles para una relación extra.
Ella sólo atina a escuchar, ponerse de pie y cubrirse el pecho con ambas manos, como si se sostuviera el corazón.
Y viene lo de siempre, gritos que poco expresan, golpes de puño sobre una mesa marcada por los años, lo adornos de la humilde repisa de madera que caen, vidrios rotos y amenazas a cambio del nombre del otro, del que complacería a su mujer, del que no existe.
Ella, con una calma extraordinaria habla, intenta convencerlo, disuadirlo de una actitud equivocada; pero no, los ruidos del desorden continúan rebotando por las paredes…Como última carta, como si fuera lo peor que haría en su vida, toma el teléfono y finge marcar el número de la policía (cosa que jamás haría de verdad; la vergüenza, el temor a futuras represalias. No tendría sentido)
Él sabe que no lo hará. Está seguro y conoce perfectamente que ella no será capaz de hacerlo… entonces, a modo de desafío extremo disca y denuncia “violencia familiar” en la calle Pasco al 500.
En instantes, un sigiloso y lento patrullero sin sirena, refleja por las ventanas sus colores característicos. La puerta está abierta y un oficial pide permiso para entrar.
El esposo comienza con un monólogo poco convincente, el uniformado no deja de mirar a su alrededor, examina si se encuentra herida.
Ella con el corazón desgarrado, una vez más, con la impotencia de quien pierde los últimos vestigios de dignidad, con la bronca acumulada de un dios antediluviano, baja la cabeza y derrama lágrimas en silencio.
Él es retirado hacia el móvil y llevado a la comisaría, sólo para dialogar con ella y explicarle los pasos a seguir. Exposición. Denuncia. Juzgado. Asistente social. Abogado. Psicólogo. Terapia matrimonial.
No. Es demasiado para ella. No quiere nada de eso. Quiere imaginar que llegó a su casa, tomó el café bien cargado y caliente, leyó un pedacito de la novela que la atrapó y descansó.
Pero abre los ojos y la escenografía la trae a la realidad de un soplo. No puede soñar, no puede pensar, no puede reaccionar. Si tan sólo hubiera aceptado ese beso en el cuello. Y tal vez un poco más. Ella se cree culpable.
El policía sigue hablando cosas, para ella, sin sentido. Recita un manual aprendido en tres meses. Pero se da cuenta que ella no lo escucha, sabe que sólo quiere apagar el televisor que sigue enumerando formaciones de delanteros y defensores que jugaron durante la jornada, juntar los vidrios que están por el piso, ordenar la casa y cerrar la puerta como si nada hubiera pasado.
El policía cambia de estrategia. Se acerca. La abraza. Le levanta el rostro, penetra en sus ojos y la besa en la boca. Ella rompe en llanto.
Ella es vulnerable, y el guardián del orden aprovechó y se ofreció como fiel servidor.

viernes, 26 de febrero de 2010

Amor y muerte - José Vicente Ortuño


Amanecía. Sigiloso entró al dormitorio. La luz grisácea que entraba por el ventanal iluminaba a Belinda, que todavía dormía. Las sábanas, amontonadas a un lado, dejaban al descubierto las formas voluptuosas de su cuerpo apenas cubierto por un fino camisón. Un pequeño fruncimiento de las cejas indicaba que la perturbaba un sueño. Él se acercó al lecho y se deleitó contemplando el cuerpo de la mujer. Se excitó. Le hubiese gustado poseerla en ese instante, pero no quiso despertarla.
Entró en el baño, se quitó la ropa y la tiró al suelo. Dejó correr el agua caliente de la ducha sobre su cuerpo. En su mente todavía se repetían los últimos instantes de agonía de la desconocida, sacudida por sus postreros estertores. Lo había mirado a los ojos sin temor, sin resistencia; con anhelo. Se estremeció al recordar la excitación que le produjeron las convulsiones de la moribunda…

»Anochecía cuando llegó al cementerio. Se detuvo frente a la cancela con las manos en los bolsillos de la gabardina y observó las tumbas a la luz de la Luna. Empujó la verja. Las bisagras produjeron un quejido lastimero. Entró.
»El camino se internaba en el camposanto entre panteones centenarios y estatuas que parecían seguirle con sus miradas vacías. Tras las vidrieras de la capilla brillaba la luz mortecina de las velas, la única nota de color en aquel lugar en blanco y negro.
»Los cementerios le gustaban. Se sentía a gusto en ellos porque le recordaban su infancia, los veranos pasados en Greenland Manor, la hacienda familiar. Cerca de la mansión se erigía una capilla y tras esta el cementerio, donde pasaba horas entre las tumbas, inventando una la historia para cada uno de los nombres grabados en las lápidas. Añoró aquellos tiempos tan lejanos.
»Se detuvo frente un panteón de mármol blanco, rematado por la figura de un ángel en actitud implorante. La luz de la Luna lo hacía brillar contra la negrura del cielo, como una aparición.
»Por la puerta se escapaba un débil rayo de luz. Su instinto no le había fallado. Se asomó con la cautela del depredador nocturno. Una mujer estaba sentada con las manos en el regazo y la mirada en el suelo. Cuando Víctor entró ella no hizo ningún movimiento...

Conoció a Belinda en una de esas fiestas en las que una multitud de desconocidos interactúan sin llegar a conocerse. Aquella noche buscaba una presa y entre todas la eligió a ella. Sin embargo, le pareció tan especial… como otras antes que ella, recordó. Tenía debilidad por las mujeres bellas. Sabía que no debía implicarse con ninguna, pero cayó en la tentación de nuevo.
En general, cuando les decía que era inmortal todas quedaban fascinadas. Cuando les ofrecía la inmortalidad el poder las corrompía. Algunas, cuando descubrían el precio que debían de pagar por ella, lo consideraban un monstruo y querían escapar. Eso jamás podría permitirlo, nadie podía andar libre por el mundo sabiendo quien era. Eran las normas.
Víctor Hunsterblich, como todos los de su especie, había vivido mucho, a veces pensaba que demasiado. En ocasiones se daba por vencido e intentaba morir, pero después de consumirse durante años de ayuno, cambiaba de idea y reiniciaba a su vida en otro lugar. La última vez se asentó en una gran ciudad. Le gustaban las ciudades, estaban llenas de gente anónima, que nadie echaba de menos, como la mujer de la noche pasada...

»Ella parecía esperarlo. Se acercó hasta que la tuvo al alcance de la mano. Estaba muy triste y vulnerable. Se levantó y clavó en él sus ojos negros, brillantes por las lágrimas. No fue una mirada de temor, sino de súplica. Había dos ataúdes y sobre ellos sendas coronas cuyas cintas rezaban: “Vuestra amada esposa y madre no os olvida”.
»Dio un paso hacia ella. La rodeó con sus brazos. Ella apoyó la cabeza en su pecho. Sintió que la mujer temblaba y se estremecía. La estrechó con firmeza, olió su perfume y aspiró su vida…

Belinda no sabía quien era, la amaba y no deseaba estropear algo tan bello. Se acostó junto a su lado. Al sentirlo ella se arrebujó entre sus brazos. Él sintió su calidez, el olor de su piel, la fragancia de su aliento… y absorbió su vida hasta dejar su cuerpo convertido en un cascarón reseco.

Mientras se alejaba de la casa conduciendo su deportivo, se repetía sin cesar que los humanos eran sólo comida… ¡Pero las mujeres eran tan bellas!

La disertación controversial del Dr. Mongolorovicz – Héctor Ranea


El cerebro del hombre es bastante ineficiente. –Dijo el disertante, Waclav Mongolorovicz de la Universidad Cachubia–. Consume demasiada glucosa y por eso el hombre bebe cerveza o vodka en grandes cantidades. La mujer, en cambio, consume menos glucosa. En virtud de eso, el cerebro del hombre es más lento, tiende a memorizar menos y a tener reflejos más que recuerdos. Sin embargo, algunas cosas se almacenan. Por ejemplo, si la esposa le dice al marido algo sobre la compra en el mercado, deberá repetírsela tantas veces que por fin el cerebro del marido consumirá tanta glucosa que después requerirá vodka y al beberla olvidará todo sobre la compra. Pero la mujer sabe que, al repetir tanto, genera en el hombre un acto reflejo. Tan así es –continuó diciendo el distinguido académico– que se ve a hombres en estado de ebriedad realizando una compra más completa y adecuada al pedido original que quienes no consumieron ni vodka ni cerveza. Esto disparó nuestras investigaciones y la conclusión sin dejar de ser asombrosa, no desmiente las hipótesis mencionadas. Por fin –intentó concluir el eminente científico –un porcentaje significativo de la muestra estadística declaró que la conversación con sus cónyuges, madres o madres políticas los terminan durmiendo. Nuestra hipótesis, en este caso, es que deben haber desarrollado un reflejo infantil de cuando la voz de una mujer lo dormía con su canción de cuna. Estamos en plena investigación de hechos ligados a esta posibilidad y los resultados preliminares muestran que ciertamente es así. Lo cual resulta en una paradoja, como podrán advertir. Espero no haber consumido mucha glucosa de vuestros cerebros, pero por si así fuera el caso, afuera nos están esperando con muestras gratis de vodkas de todo el mundo así que, ¡celebrémoslo!

El último escritor - Andrés Terzaghi


Fui a registrar mi último libro a Registro de la propiedad intelectual. Entré al enorme edificio con el original bajo el brazo, ilusionado con publicarlo algún día. Un hombre con cierto aspecto sombrío y achacoso me atendió mientras revolvía unos papeles en su  escritorio. No tardé en comunicarle el propósito de mi presencia, pero él sin permitirme mayores explicaciones me invitó a que lo siguiera por un estrecho pasillo que desembocó en una enorme sala subterránea, bien iluminada y en la cual estaban distribuidos ordenadamente unos extraños cubos negros comunicados entre sí por cables.
—Por lo visto usted todavía no está enterado. ¿Sabe qué son esas cosas?
—No tengo la menor idea. ¿Qué?
—Son computadoras que intercomunicadas procesan datos.
—Ajá. Y ¿qué datos son los que procesan?
—El primer cubo a su derecha, selecciona al azar millones y millones de palabras y todo tipo de signos en unos cuantos segundos, luego archiva ese “orden aleatorio” y se lo transmite al cubo que le sigue. Éste analiza dicho orden aleatorio y mediante un programa de ciberlógica enlaza esas palabras y signos dándole la sintaxis correspondiente a los parámetros ciberlógicos. Archiva este procesamiento y lo envía al cubo que sigue. Éste otro se encarga de la terminación del texto y su nomenclatura ordenada jerárquicamente según valores preestablecidos. Usted se preguntará en qué consiste toda esa información. Ciencia, arte, religión, filosofía, etc.  Dígame el título de su libro por favor.
—El despropósito.
—A ver a ver…
El sujeto presionó en un tablero invisible, o visible sólo a sus ojos, y de inmediato apareció el libro inédito que había terminado de escribir hace unos días, proyectado contra la pared del recinto.
—Ahí lo tiene. Demás está decir que no hace falta que lo registre, ya nuestra administración se ha encargado de dicha responsabilidad apenas las computadoras lo archivaron en su memoria central.
—¿Qué pasa si le cambio el título, por ejemplo, o sustituyo esta palabra por otra o incluso lo reduzco a la mitad?
—Todas esas versiones están archivadas en la memoria central. Las combinaciones son inagotables de modo que creamos un cuarto cubo el cual es nuestra computadora maestra. Podría asegurar que allí se hospeda el inconciente colectivo y mucho más que eso. Todo lo que el hombre imaginó, imagina e imaginará está allí. Por mencionarle un caso curioso, ayer encontré un cuento que escribió hace unos cincuenta años un tal Terzaghi, muerto en el mismo día que lo escribió, 2010-02-26. Su título: El último escritor. Breve, apenas unas 466 palabras.  Si pone atención se dará cuenta que el autor nos menciona, aunque los personajes no tienen nombre, uno de ellos es usted, precisamente el que está escrito en primera persona y su desenlace no posee el remate que un buen cuento debiera tener.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Entierro acústico - Víctor Lorenzo Cinca


Al principio creí que iba a ser un funeral como tantos otros a los que me ha tocado asistir, pero poco a poco, y quizá debido a lo agudo de mi oído, me he ido convenciendo de lo contrario. Colocaron el féretro sin ningún cuidado sobre el coche fúnebre, y cerraron con un portazo sordo. El sonido del motor, circulando a marcha lenta, se mezclaba con los llantos ahogados que procedían de la parte trasera del vehículo, donde decenas, tal vez cientos de personas, se dirigían a la iglesia arrastrando sus pasos. La puerta crujió al abrirse y, cuando sacaron del coche el ataúd, la multitud estalló en un sonoro aplauso. Yo, evidentemente, no aplaudí pues siempre me ha parecido ridículo ovacionar un cadáver. Las ruedas del carro metálico en el que acomodaron el féretro chirriaban mientras se desplazaba por el pasillo central de la iglesia, entre gemidos y sollozos procedentes de los bancos laterales. El sermón del sacerdote, eso sí, fue como todos: insípido, lacrimógeno y declamado sin ganas. Su voz me llegaba ahogada, apagada, como de muy lejos. Me sentí indignado e impotente a su vez cuando escuché el tintineo de las monedas que iban cayendo sobre la cesta del cepillo. Y no moví ni un músculo, pues, entre otras cosas, considero de mal gusto pedir dinero cuando se despide al ser querido. Terminó la ceremonia y colocaron de nuevo el féretro en el coche de la funeraria. Ya en el cementerio, los lloros y lamentos perdieron en número lo que ganaron en intensidad y crudeza. La madera chirrió mientras colocaban el ataúd, para siempre, en el nicho; después se pudo oír con claridad el sonido de la paleta del enterrador que sellaba con yeso las rendijas que separaban ambos mundos. Al fin, alguien balbuceó una plegaria, que no llegué a comprender, y las pisadas fueron alejándose poco a poco, hasta volverse inaudibles. Entonces se instaló este silencio que tanto odio y que se ha convertido en la única compañía que tengo aquí, atrapado en la soledad de mi ataúd.


Tomado de Realidades para Lelos

El hombre importante, la soledad y un iPhone - Mara Gena


Era joven y debía ser bastante nuevo en el cargo de “ser importante” porque no podía dejar de verse el regodeo que le producía en las comisuras que se enrulaban a ambos extremos de su cara. La entrevista había terminado pero el café –traído por una secretaria prudentemente hermosa– había llegado tarde y todavía estaba muy caliente para tomárselo de un trago. Permanecimos en silencio unos segundos. El hombre importante tomó su iPhone y escribió con mano diestra algo que por la expresión de su rostro parecía ser muy relevante.
Al finalizar levantó la vista y recordó que yo aún estaba allí.
—Estas cosas son muy útiles para tomar notas —dijo a manera de justificación—. Funcionan perfectamente como una libreta.
Para alguien como yo que carga con un anotador grasiento como si se tratara de una posesión valiosa, ver el costoso adminículo de piel siliconada y brillante que él menospreciaba con el mote de libreta me resultó divertido.
Él tanteó su pocillo pero todavía estaba demasiado caliente y lo dejó de inmediato. Para no quedarme mirándolo comencé a vagar mis ojos por el resto de la habitación. Todo parecía estar bajo control. Libros de fotógrafos y arquitectos famosos cuidadosamente ordenados en cubos de melamina. Un sillón Le Corbusier blanco aún virgen de trapo con limpiador cremoso. Unas cuantas fotos pequeñas se alineaban sobre el escritorio. En ellas se podía ver al hombre en distintas situaciones aisladas de lo que constituía su vida. O por lo menos de lo que él deseaba exponer de ella. En una de las imágenes se lo veía abrazado a otro hombre joven y parecían estar disfrutando de una felicidad aromática en un casino estrafalario de un país latinoamericano. En otra podía vérselo con cuatro o cinco personas más. Todos llevaban gafas de sol como si se tratara de un grupo de pop disfrutando de su día libre en un bar de NY. En la única fotografía que tenía marco de madera, se veía a una mujer mayor en buen estado físico que reía bajo un sombrero de ala ancha con las cataratas del Iguazú como fondo. Imaginé que podría tratarse de su madre.
Fue entonces que el iPhone sonó con un ring común de los que vienen por default en el aparato. El hombre observó el visor y una sonrisa se expandió de una sola pulida sobre sus dientes uniformes.
—¿Qué hacés? —dijo y me envió una recelosa mirada seguramente deseando que yo no estuviera allí para poder hablar más libremente.
Yo bajé la vista.
—Preparate. Se necesita más disciplina para aprender a perder que para ganar. Así que andá practicando —dijo y esforzó una risa—. Dale, reservo cancha para las cuatro del sábado. Abrazo.
Colgó y la sonrisa tonta que en uno perduraría por inercia en él se deshizo como si la hubiera desactivado apretando un botón.
Nuevamente caímos en un bache fuera del terso asfalto que proporciona la charla sin propósito. Yo apuré un sorbo de café y me quemé la punta de la lengua. Comenzaba a sentirme incómoda y deseaba irme.
—De a ratos se vuelve molesto —dijo de pronto como si hablara para sí mismo y abrió su densa barrera de pestañas—. Por más sensores que tengas encendidos nunca sabés quién se te acerca por predilección genuina o por un interés no menos real. Detectarlo se vuelve un trabajo realmente cansador, por lo que en un momento empezás a aplicar la misma falsa cercanía para todo el mundo.
Pronunció estas palabras como si diseccionara de manera aséptica un insecto sobre una bandeja de plata. Su rictus continuaba sin sobresaltos. No había en su rostro emociones perturbadoras de las que suelen enredarse entre las cejas y que poco a poco o de un solo golpe fruncen por peso propio cualquier ceño.
¿Por qué me lo había confesado? Ya fuera porque yo no pertenecía ni remotamente al juego de ajedrez que él estaba habituado a practicar contra otros o simplemente porque necesitaba expresarlo en ese momento y en ese lugar aunque se encontrara frente a la rana René. Eso no podía saberlo.
Pero de alguna manera consiguió despertar mi empatía. Yo también sentía que por ciertas disfuncionalidades de mi propia personalidad jamás había podido conectarme con la gente y él que había construído un éxito que se levantaba sobre una colina como una mansión enorme que podía ser vista a veinte cuadras a la redonda, necesitaba tener permanentemente abierto un foso lleno de cocodrilos a su alrededor.
Si se lo consideraba un poco resultaba gracioso. Estábamos parados involuntariamente en extremos opuestos de un mismo juego y sufríamos con una idéntica ansiedad. Él por ser perfectamente sociable y yo por ser imperfectamente ermitaña. Si encima alejábamos un poco más la cámara, podía verse que por algún motivo más grande y desconocido, las dos piezas que éramos habíamos sido colocadas frente a frente durante un breve lapso que en realidad no debería haber existido. En esa habitación extraída del grotesco calor del verano, donde el aire acondicionado reinaba en su propio clima impecable y fresco, dos pocillos de café a destiempo habían generado una paradoja.
El golpecito seco de la loza sobre el plato me sacó de mis disquisiciones. El hombre importante había terminado su café y me dirigía una mirada inequívoca.
Me apuré a beber el mío, tomé mi bolso y me despedí.
Cuando la pesada puerta se cerraba a mis espaldas escuché nuevamente el sonido desnudo de su iPhone.

lunes, 22 de febrero de 2010

Pena de muerte - Víctor Lorenzo Cinca


Los operarios han pasado la noche en vela, silbando alegres melodías, mientras montaban el improvisado patíbulo al que ahora, irremediablemente, tengo que subir. Tampoco yo he podido pegar ojo aunque, como pueden comprender, por otras razones. Todos me dicen que no me preocupe, que la muerte así es instantánea, sin sufrimiento, que todo resulta tan rápido que casi ni te das cuenta. Pero sé que lo hacen únicamente para consolarme, porque ninguno de ellos se ha enfrentado todavía a una situación similar.
La plebe, que abarrota la plaza, grita como loca cuando subo por los chirriantes escalones de madera del patíbulo. Quieren sangre, muerte. Me tiemblan las piernas, pero no debo mostrar mi debilidad en este momento. Justo ahora es cuando debo exhibir mi valentía, mi orgullo. El juez lee de nuevo la sentencia condenatoria e indica con el pulgar hacia abajo que ha llegado la hora.
Bajo la palanca y la afilada hoja cae sobre el cuello del reo: su cabeza se separa del cuerpo y rueda hasta mis pies. Mis compañeros tenían razón. Ha sido tan rápido que, oculto tras la capucha negra, casi ni me he dado cuenta.

Tomado de Realidades para Lelos

Rutina - Antonio J. Cruz

Despierta, se ducha, desayuna y parte rumbo a la oficina. Un día más en una vida gris y sin sorpresas. Desde lejanos tiempos está solo, acostumbrado a la rutina y ha olvidado todas aquellas cosas que nos hacen sentir vivos. Ya no tiene esperanzas. Camina hacia la parada del colectivo. Sabe que tras un corto viaje bajará, caminará unos metros, abrirá su oficina, se sentará en su escritorio y revisará expedientes hasta la hora de salida, volverá a su casa, calentará comida en el microondas, dormirá la siesta y después irá al café a dejar correr las horas. En su vida todo es previsible.
Lo que no puede prever es que, en unos minutos, unas caderas habrán de contonearse unos pasos más adelante, quedará hechizado por una mirada franca y transparente y por una sonrisa pícara y sincera mientras viajan, la que habrá de renovarse cuando ambos desciendan en la misma parada.
Por la tarde, con ansiedad contenida, saca el papel arrugado del bolsillo, toma el teléfono y marca. Cuando escucha la voz de la mujer del otro lado de la línea sabe que ha encontrado el camino de regreso a la vida.

Sudor angélico - Ariel Torres


Había llegado corriendo hasta aquella cueva, huyendo de los lobos, a medianoche. Agitado, entró en la oscuridad y recibió una bocanada de musgo y pino. Adentro percibió un leve batir de plumas. Un suave resplandor. Confuso. Blanco. Tembloroso.
Avanzó un paso. El enorme ángel yacía en el suelo pedregoso y húmedo, de lado, agonizando. Miró al hombre con grandes ojos tristes. Intentó hablar. No pudo. Cejó.
Los lobos llegaron a la entrada, persiguiendo el comestible rastro del mamífero humano. Gruñeron.
Iba a morir, pero ahora sabía que los ángeles no eran rubios querubines. Ni andróginos atletas alados. Debía sentirse agradecido.
Se acercó un poco más al moribundo. Debía tener más de doce metros de envergadura y casi seis de altura. Sus ojos se desviaron hacia los lobos. Apretó los labios con resignación. Volvió la mirada al hombre. Luego, sin previo aviso, se hincó las largas uñas en el antebrazo hasta hacerse sangre. El dolor lo hizo transpirar. Afuera, los animales enloquecieron con el perfume hermoso y aberrante del sudor angélico, que inundó el lugar con su maldición deliciosa. Huyeron chillando de remordimiento.
Se quedó junto al ángel hasta que ya no respiró más. Y, cuando no respiró, su cuerpo se evaporó en silencio, y la cueva se vació de todo menos de ese perfume torturado que podía enloquecerte y desangrarte el alma, pero que esa noche le había salvado la vida.
Intentó luego, en vano, encontrar una explicación. Sólo halló, por azar, el De hidronosa natura, de Baricellus, fechado en 1614, en una biblioteca de Castilla o en la del Museo Británico. Pero era sólo un libro de medicina.

sábado, 20 de febrero de 2010

Rey sin ser tuerto, cegado por un descuido – Héctor Ranea


En el pueblo no sabían todo sobre el magnífico Dr. Malabar. Lo que sigue es lo que resultó de una investigación posterior a su deceso.
Tenía entrenado a un oso con el que protagonizaba espectáculos en el Teatro Variedad (de su propiedad) y al cual prestaba a un vendedor ambulante para vender pasta para adelgazar (que hacía en el desván de su clínica). El oso era experto en dar mordeduras muy superficiales, cosa que hacía en las calles más oscuras de la ciudad a los caminantes, no bien su dueño chasqueaba los dedos, pero los colmillos estaban empapados en una sustancia cerosa (que fabricaba también él en otro laboratorio más secreto en el sótano de su casa) con unas bacterias que se alojaban en el bazo de las víctimas. Los enfermos recurrían a su clínica y los operaba. En las condiciones en que operaba era bastante probable que los pacientes pasaran a ser alojados en la morgue hasta que vinieran los parientes a buscarlos. En ese caso les ofrecía el servicio de entierro en la compañía que poseía y también el de ser enterrados en el cementerio de su propiedad. En caso en que los deudos no aceptaran los enterraban en el cementerio municipal, pero entonces el Dr. Malabar tenía dos opciones: o robaba el cadáver para comercializarlo en el mercado negro de zombies o lo llevaba a un nigromante que lo convertía en sirvientes del demonio. En el primer caso, los zombies aparecían por la casa de los deudos y la mayoría de las veces éstos los expulsaban con nefastas consecuencias para sus propiedades. Si las abandonaban, la inmobiliaria del extraño Dr. al tiempo las revendía. Si pedían auxilio a un exorcista, aparecía el Dr. Malabar, recibido de exorcista, quitándole al ya difunto el hálito que lo mantenía en vilo, haciéndoles creer a los deudos que estaba poseído por diablos especializados en muertos. Por lo general los deudos decidían enterrar lo que quedaba en el cementerio privado. Los que se convertían en sirvientes del demonio, por lo general, no molestaban demasiado, salvo que el nigromante se encabritara y los echara de su vivienda. Ahí el Dr. Malabar tenía que trabajar doble turno. Buscaba a los no-muertos para devolverlos al redil y vendía al nigromante calmantes que conseguía en el mercado negro. Nadie estaba enterado de todas estas actividades hasta que en el pueblo decidieron poner unos molinos para generar electricidad y vino una ingeniera de gran inteligencia y cuerpo de diosa Pangea que conquistó perdidamente al enamoradizo Dr. Malabar. Probablemente la actividad sexual y el exceso de ocupación del mencionado profesional hicieron que perdiera la concentración en el número de magia en el que ponía la cabeza dentro del oso. No bien el Dr. Malabar chasqueó los dedos supo que todo su imperio caería. Se dice que es ahora sirviente decapitado del nigromante, quien era en verdad el exorcista.

Y caerá el muro de la ciudad – Daniel Frini


―Crux Sancti Patris Benedicti, Crux Sacra sit mihi lux, non draco sit mihi dux, ¡vade retro Satanas!...
El sacerdote, alto y desgarbado, se preparó, con esta oración, para comenzar el ritual, mientras besaba la medalla de San Benito, y alistaba el crucifijo, el agua y el aspersor, la sal, la estola violeta y la imagen de la Virgen, acomodándolos prolijamente en el mueble, a los pies de la cama donde estaba tendido el poseído.
―Per signum Sanctae Crucis … ―dijo mientras se plantaba frente al atormentado hombre, que lo miraba con odio y rojo de furia.
Tomó el copón con agua, y mientras echaba en él la sal, la bendijo
―…ut fias aqua exorcizata ad effugandam omnem potestatem inimici…
El endemoniado gritaba, con voz cavernosa, en algún idioma olvidado hacía milenios. El sacerdote, introdujo el aspersor en el agua bendita, y mojando al otro comenzó:
―Abjuro te, spiritus nequissime, per Deum omnipotentem…
Él, el único y oculto sacerdote de toda la Archidioecesis Bonaerensis autorizado para exorcizar demonios, ya entrado en sus cincuenta años; solitario, hosco y huraño, con más de un cuarto de siglo enfrentándose, cara a cara, con el enemigo, estaba otra vez en batalla.
Y dentro del hombre poseído, nosotros.
El ritual fue largo, muy largo. No nos importó, teníamos tiempo
― …ut descedas ab hoc plasmate Dei…
Estudiamos a fondo los viejos libros, desde el Statua del año quinientos, pasando por el Malleus de Sprenger y Kramer, por el Flagellum de Girolamo Menghi, el Exorcistarum de Brognolus, la Summa Daemoniaca , todos los catecismos; hasta llegar al Rituale Romanum de mil novecientos noventa y nueve. Después de más de dos mil años, por fin, encontramos la forma de derrotarlo: por un lado, el sacerdote estaba solo, y nos enfrentamos a él de a uno por vez; por otro, mientras él continuaba con sus letanías, hora tras hora y día tras día, el que estaba en el turno de enfrentarlo repetía, paciente y para sí, la tabla del nueve, en cualquier idioma que se le viniese en gana.
―Exorcizo te, omnis spiritus immunde, in nomine Dei, Patris omnipotentis…
―Nou per sis, cinquanta-quatre.
―Tu autem effugare, diabole; appropinquabit enim judicium Dei.
― naw gwaith saith, chwe deg tri
Aguantó solo diez días y murió.
Lo hicimos. La Ciudad de La Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre no tiene a nadie que la proteja de nosotros. Llevará tiempo formar un reemplazo para el sacerdote. Mientras tanto, nosotros seguimos entrando en los cuerpos de los porteños.
Nuestro nombre es Legión.

jueves, 18 de febrero de 2010

Entre viejos papeles - Javier Arnau


Rebuscando entre viejos papeles, entre escondidos ficheros de las carpetas de mi ordenador, en el olor del aire, y en los colores del cielo, conseguí hacerme visible entre las palabras que surgían de la mente de un alienado bardo. Mientras, él creía en la inspiración, en las musas; no sabía que mi esencia estaba dispersa entre todas las palabras que habían sido utilizadas hasta entonces. E, incluso, en las largas décadas que me llevó poder conformar una débil carcasa que mantuviera unida mi esencia, inventé nuevos términos.
Ahora por fin, las palabras que pueden dar lugar a que viva en la mente de todos vosotros han sido reescritas, con nuevos significados, con nuevas equivalencias. Una nueva presencia se hace evidente ante vosotros como la quimera de una nueva expresión; es el arcano de las letras, la magia que imbuyó a los poetas de sus rimas, a los dramaturgos de sus libretos, a los prosistas de sus cuentos. La tinta que moja sus plumas, las teclas de sus ordenadores, las memorias de sus discos; todo ello conformado para dar lugar a las historias que consiguen evadirnos de esta realidad, y llevarnos a los mundos que nuestra mente acepte para vivir en ellos.

Rebuscando entre miles de mundos, los olores del cielo, las mentes de los bardos, y los colores de viejos papeles, conseguí acceder a la información deseada; y ahí me quedé, nutriendo de nuevas palabras que había inventado durante mi larga estancia entre las mentes de una humanidad sin imaginación ni ambiciones.

La estrategia - María Pía Danielsen


Sabía bien los movimientos. Los tenía estudiados. No porque fuese una preocupación. Simplemente no conocía ni se imaginaba otra manera de actuar. Ella no fue la excepción. Ni sus ojos azules, ni su dibujado cuerpo de mujer abrieron la puerta a otra dimensión en el encuentro. Calculó meticulosamente los casilleros que los separaban. Entonces, se movió dos casillas hacia adelante, sin alejar sus ojos de su anhelo. Inmediatamente, giró una casilla hacia el costado izquierdo. Desde ese lugar expectante, analizaría el desplazamiento de ella, guarecido de cualquier posición de riesgo. La mujer, dueña de una intuición casi clarividente, absorbió la estrategia y se movió una casilla hacia delante y una al costado derecho. En ese sitio halló protección, serenidad y confianza. El, a su pesar, se notó molesto. ¿Por qué utilizaba su mismo plan? Resultaba más lógico y previsible que ella fuera directamente a su territorio, sin advertir el damero invisible dibujado en el suelo.


Desde donde el estaba, dos casillas adelante y una a la izquierda de la posición original, avanzó tres hacia delante y una a la derecha, mientras el olor femenino invadía el centro de sus sentidos. Ella se movió dos casillas a la izquierda y una adelante, con las sienes palpitantes, las rodillas flojas y la anticipación incrustada en la espera. Esta vez, el no avanzaría. Calculó que sólo restaba aguardar la rendición. Miró hacia atrás, se obligó a pensar en su armadura y fortaleza, brillo y vanidad. En la perfección del plan que desde toda la eternidad, se había ideado sólo para el. Una vez más, el rompecabezas volvía a armarse a su antojo. Miró a la mujer fijamente, escudriñando su ya conocida alma, copia infinita de todas aquellas que antes estuvieron en su lugar. Sin apartar sus ojos de los de ella, en un breve minuto observó el principio de su herida, el movimiento perfecto que grabaría, en forma indeleble, la cicatriz más humillante de su orgullo níveo: la mujer bajó la mirada, dio media vuelta y se fue. Sin palabras, sin vacilación y con el nombre de la ausencia adherido a la espalda.

El balde - Mara Gena


En casa existe un grupo de cosas con tendencias suicidas. Hoy mi balde rojo se ha tirado por la ventana.
En realidad se da una conjunción de causas y efectos microcósmicos. Un entretejido entre las desatenciones de la gente y los deseos tatánicos que sostienen los objetos. Pretendo implicar que, al afligirse, las cosas también bajan sus vibraciones y sienten ganas de morir. En este tipo de patologías es usual que el individuo espere nuestra distracción para cometer el acto. Así nosotros también estamos implicados. Somos cómplices.
En el caso del repasador a rayas, yo estaba cocinando cuando me atacó una de esas ideas que primero temés olvidar y luego comprendés que hubiera sido preferible. En aquel momento yo tenía una necesidad orgánica de escribirla en un pedazo de papel —el cual por capricho o por venganza nunca se encuentra al alcance de las manos que lo buscan—. Me dirigí empecinada a capturarlo en otra habitación.
El instinto suicida debió ser inminente. Al volver a la cocina con la cabeza más fría después de haber desmoldado el pensamiento, comprobé que el repasador ya no estaba. Afuera llovía y soplaba el viento como corresponde a las escenas trágicas.
Con la toalla fue diferente. Necesito advertirles: las toallas 100% cotton terry son de temperamento sensible. El descuido y la tormenta deben haber empapado el algodón de su moral. ¿Cómo podían olvidarla a ella, la más carnosa de las toallas, en esa terraza llena de la pelusa de los árboles comunes?
Su cuerpo esponjoso se deshidrata con los brazos abiertos para siempre sobre un cielo de chapa.
Cuando desapareció el alicate nuestro diagnóstico fue pesimista. Sospechamos que se trataba de un típico cuadro maníaco-depresivo, seguido de suicidio. Pero logró engañarnos. Transcurrido el mes lo encontré retozando alegremente bajo las cucharas más gordas.
Debido a este comportamiento errático y libertino ahora nos referimos a él como “Alicate Escapista”.
—Necesito cortarme las uñas, ¿no vió usted el “Alicate Escapista”? —pregunta el Sr. R con medio cuerpo emergiendo del vapor.
—¿Se fijó en el revistero? —digo.
—Ah sí, acá está —contesta el Sr. R y vuelve a sumergirse en el vapor.
Recientemente un nuevo repasador se entregó al abismo. Y eso que debido a la experiencia anterior y considerando que el suicidio puede ser un rasgo heredable, me abstuve de comprar uno con estampado a rayas. Los patitos se veían tan alegres. Tal vez demasiado. Hoy el paño de sus cadáveres se encuentra sobre una medianera sucia. El broche que los sostenía se ha tirado con ellos de pura impotencia.
A causa de la muerte de los patitos, me vi envuelta en un interrogatorio. El esposo de la vecina de abajo, un hombre frío de tanto andar a la sombra, me ha detenido en la escalera y me lo ha impuesto, tomándose su tiempo y olvidando el mío. Ha empezado por hacerme notar que “cierto elemento” yacía en la medianera del vecino, un tremendo piso más abajo y sin respirar. Me ha dado una descripción tan minuciosa de su tela que me ha erizado la piel. Yo por supuesto lo he negado todo. He dicho que no había notado que en mi cocina faltara nada. A lo que él ha repuesto con mirada firme que el mío era el último piso y que por lo tanto no podía provenir de otro lugar. Para no parecer sospechosa le dije que no recordaba tener un repasador como ése y después corrí.
Lo del balde es más grave. O al menos más sonoro. Al caer hizo una sombra por mi espalda hasta estallar en el eco de la planta baja. Yo no estaba mirando. Leía enardecida cuando el viento dió un suspiro y ahí el balde aprovechó.
Ahora yace sobre un flanco, sin saber si temblar de pena o rodar de espanto.
Sé que no puedo posponerlo más. No puedo permanecer encerrada toda la tarde haciendo de cuenta que no ha caído. Que todavía está en la ventana conteniendo el rojo puro en la indolencia del plástico.
Voy a tener que enfrentarlo. Voy a tener que bajar las escaleras, tocar el timbre y esperar la puerta. Voy a tener que poner expresión reposada para no generar alarma y voy a tener que decir:
“Mirá… vengo porque mi balde se suicidó”.

martes, 16 de febrero de 2010

Seguro que te irá mucho mejor sin mí - Max Goldenberg


Si no soy yo, si sos vos, entonces ¿por qué me querés como amigo? Entiendo que quieras preservar la relación. Pero si la querés preservar, ¿por qué me pedís más espacio? Si querés más espacio, agrando el living pero me parece que me estás queriendo decir otra cosa.
Me decís que necesitás un lugar para pensar y ser vos pero que no es mi culpa, que soy tan pero tan bueno que no merezco estar con alguien como vos y que lo haces por mi, porque no soportás verme sufrir. Que necesitás alguien que me quiera de verdad. Me estás diciendo que no te perdonarías nunca hacerme daño. Pero ¿cómo me decís eso? Si no me hacés ni un café con leche… es imposible que me hagas daño.
Me siento en la escuela primaria porque me pedís distancia como me lo pedía la maestra. Me agarrás la mano y, encima, me querés convencer de que vos no me podés dar todo lo que yo te doy, que tendríamos que habernos conocido dentro de cinco años, cuando estemos más maduros y que lo que necesitás es ese tiempo para pensar qué querés de tu vida. Que soy maravilloso, sensible, simpático, gracioso, alguien con quien se puede hablar pero necesitás algo más en tu vida. Que de todos los hombres con los que estuviste, nadie es mejor que yo pero que vos ahora estás necesitando otra cosa. No entiendo… ¿querés estar con un garca? ¿Alguien que te pegue un par de cachetazos? ¿Un mudo quizás?
No te escudés detrás del verso de que no estás para un compromiso en esta etapa de tu vida. ¿No me querés olvidar? ¿Querés quedarte con este recuerdo de nosotros y no que se vaya rompiendo de a poquito, con el paso del tiempo? ¿Querés que conozca a otra gente para entenderte? ¿Que me llamó Marta, mi ex compañera de banco, la que ahora es modelo y sale por la tele y que quiere que nos veamos? ¿Pensás que eso es lo que yo quiero? ¿Eso pensás?
Ahora que te escucho bien todo esto que me decís sobre Marta y su llamado, no me lo vas a creer pero me lo acabás de sacar de la boca porque justo te iba a decir lo mismo. Pienso igual que vos. Eso siempre nos dijeron todos, ¿te acordás? Que pensamos igual pero que somos tan distintos. Todos se sorprendían. ¿Te acordás? Por algo debe ser. Cuando el río suena… es porque el agua hace ruido.
Me parece que tenés razón, que lo mejor es dejar lo nuestro acá. No quiero cerrar ninguna puerta, quizás en el futuro podamos volver a encontrarnos, ¿no es así? Yo creo en el destino, si esto es lo que vos querés, debe ser así. Estoy seguro que de acá a menos de un mes me voy a estar volviendo loco pero en este momento creo que lo mejor es que dejemos de vernos como vos me pedís y que yo llame a Marta a ver qué quiere. Aunque ella no tiene nada que ver, ¿eh? Todo tiene un principio y un final. Pero esto no es un final final… es un “hasta pronto”, un “nos vemos en cualquier momento”. Creo que es tiempo de que empiece a pensar un poco más en mi y hacer un cambio de 180 grados en mi vida. Y eso pasa porque sos demasiado buena conmigo. Sé lo que te duele ahora decirme todo esto pero entiendo que te lo voy a agradecer dentro de un tiempo. Pero ahora es cierto lo que decís y que es hora de que nuestros caminos se separen. Que dejemos esto antes de que nos hagamos mal. Vos dejame el teléfono de Marta y yo veo que hago…
Cuando tenés razón, tenés razón.

Con autorización, extraído de http://max.com.ar/

El infinito particular - Paulus Deluca


-Apuntes de táctica -

Marisa Monte al aire en la fonola que me he hecho en el ordenador grande y vestidito con el gi, (de blanco y en pijama... para ganar tiempo, que diría la locaza de Joaquín...), tanto como para terminar de sudarle el apresto, Taikyoku Shodan, Nidan, Sandan y los primeros movimientos del Heian Shodan uno detrás del otro, despacio, prestando atención a la respiración y a la forma en que cada técnica se realiza para corregir los vicios que sé que tengo al hacerlos...

En el Uchi Uke, acordarme de torcer hacia afuera la mano para tensar la musculatura alrededor del radio, en el Shoto Uke, subir la mano para cargar inercia y barrer en diagonal, el Gedan Barai, comenzarlo desde la oreja... Kokutsu Dachi sobre la pierna posterior, Zenkutsu Dachi sobre la anterior, cuidado con la rodilla... Tibia vertical, pero más abajo... Otra vez...

Y así, uno tras otro, movimientos y palabras que me resultan tan nuevos como viejos conocidos son los golpes para cuyo conjuro fueron concebidos... recuerda... sticky arms... un brazo roza el otro en las paradas y carga tensión, no olvides el hikite ni desaproveches la fuerza del suelo... Kime, más kime... más aún...

Es curioso esto de entrenar haciendo sombra. Como en las clases de danza, cuesta desinhibirse al principio hasta que en una de esas, se logra ese estado de concentración en que los pensamientos fluyen sin palabras desde la médula espinal directa hacia brazos y piernas sin pasar por el cerebro... Como en el ejército... pelear y a la vez resolver sumas y restas. ¿Te acuerdas?

De repente puedo ver a mi oponente imaginario frente a mí, con mi peso y estatura, midiéndome, como yo lo mido a él, controlando su respiración como yo controlo la mía, sus pupilas en las mías y la barbilla fuera de mi alcance como yo intento mantener la mía fuera del suyo, atento al menor indicio que señale que va a lanzar su ataque...

Y entonces, sin que yo lo haya ordenado conscientemente, ¡Paf! salta mi cuerpo por si solo y detiene una patada a mi izquierda, golpea al estómago, para de nuevo dando media vuelta, nuevo golpe, parada baja izquierda y combinación de un-dos-tres que me sorprende con un cambio de ritmo...

De pronto, en el último movimiento, me sorprenden la profundidad de mi respiración, lo mucho que sudo y sobre todo, la contundencia y el volumen de mi grito: un ¡Raa! seco y desde el fondo del estómago que no había oído nunca antes así, mientras mi enemigo imaginario se desvanece derrotado por esta vez y vuelve a mi infinito particular, de donde volverá regularmente, cada tarde, con armas y trucos nuevos para así obligarme a hacer frente a todo eso de mí mismo que aún no conozco.

Con autorización, extraído de: http://paulus-de-best.blogspot.com/

Cinco sueños - Héctor Gomis


El primer sueño especial fue hace tres meses. Cesar tuvo un sueño lúcido, de esos en los que uno es consciente de estar soñando, y permiten realizar en ellos cualquier cosa que se desee.
En su sueño también apareció Sara, su mujer. Cesar, quizá movido por una curiosidad morbosa, aprovechó la situación para preguntarle a Sara las cosas que nunca se hubiera atrevido a preguntarle en la vida real. Así, Cesar indagó sobre el pasado de su mujer, interesándose particularmente en los primeros hombres con los que ella estuvo, y Sara fue clara y sincera en sus respuestas. Según el sueño, había estado con cuatro hombres, tres de ellos fueron inocentes escarceos juveniles, pero el cuarto fue algo más.

El segundo sueño lo tuvo dos semanas después. En él, Sara le recriminó que siguiera el interrogatorio, y lo invitó a hacer el amor y olvidarse de tanta pregunta. Cesar no aceptó, así que Sara pacientemente continuó respondiendo a sus cuestiones. En este sueño, Sara fue muy explícita, y le habló a Cesar de todos los encuentros íntimos que tuvo con el cuarto hombre. A pesar de los ruegos de Cesar, Sara se negó a decir el nombre de esa persona.

Entre el segundo y el tercer sueño, Cesar comenzó a obsesionarse con aquel hombre. Aunque el sentido común le advertía de lo estúpido de sus preocupaciones, no podía evitar sentir celos de alguien que solo existía en sus sueños. En su día a día disimulaba delante de Sara, pero la imagen de aquel hombre desnudando y acariciando a su mujer le quemaba el alma. Sara no notó nada extraño en Cesar esos días.

En el tercer sueño, Sara, ante la insistencia de su marido, le dijo el nombre de su antiguo amante. Se llamaba Bruno.

Un día, entre el tercer y el cuarto sueño, Cesar encontró una caja de cartón con antiguas fotos de su mujer. Las ojeó y separó todas las imágenes en las que su mujer aparecía en compañía de un hombre. Apartó veinte. De ellas, tras una segunda revisión, se quedó sólo con las más actuales, de hacía diez años aproximadamente, unos años antes de que él y Sara se casaran. Quedaron cinco. De esas cinco fotos, en tres estaba con el mismo tipo. Se quedó con esas y las demás las guardó.
Mientras observaba la cara del sujeto, la ira fue adueñándose de él. Seguro que este es Bruno, pensó, este es el malnacido que enamoró a mi mujer.
Cesar Rompió dos de las fotos, y una se la guardó en el bolsillo de su chaqueta.

En el cuarto sueño, Cesar pudo ver, por el agujero de una cerradura, cómo Bruno y Sara hacían el amor en su habitación. Cesar no pudo hacer nada para evitarlo. Su cuerpo se quedó pegado al suelo y su lengua cosida al paladar. Los gemidos de Sara se le clavaron en el corazón.

Entre el cuarto y el quinto sueño, Cesar se empezó a mostrar esquivo con Sara. Cuando su mujer intentaba averiguar el por qué de su extraño comportamiento, no recibía más que vagas excusas. Sara empezó a preocuparse.

Hace escasos segundos que Cesar se despertó del quinto sueño. Lo que vio y escuchó durante el sueño le provocó mucho dolor, dolor y repugnancia. Aunque sabe que todo es producto de su mente, para él todo ha sido tan real como cualquier otro capítulo de su vida. Cesar no puede más. Si no hace algo pronto se volverá loco. Ama demasiado a su mujer para soportar el suplicio de verla en los brazos de otro hombre, aunque sea en sueños.

Dentro de media hora, Sara se despertará y descubrirá que su marido ha hecho las maletas y se ha ido. Minutos después, encontrará una extraña nota de despedida.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

Matar un ángel - Walter Hernán García


Yo, que me recuerdo mordiendo la cola de la sierpe que atenaza el brazo, no, yo no puedo odiar tu dolor convertido en rabia. Te veo llegar y me autoinvoco, intuyo que tragaste brumas de diablos blancos. Sé que los acontecimientos están por precipitarse cuando hacés el intento de levantarte la remera. Quisiera decirte que es una mala idea, que soy un lobo viejo pero todavía conservo los colmillos, que antes que tu mano vomite fuego la culata de mi 38 se va a estrellar en tu cara. Quisiera decirte que la estampita de San La Muerte que seguramente llevás en la billetera me recuerda a un talismán de Abraxas, quisiera hablarte de Herman Hesse y de Bukowski; (avisarte) que el mismo veneno que colmillos hipodérmicos inoculaban en mí es el que te corroe el alma, que sé lo que es arroparse en la calle con diarios que se alimentan de tu sangre. Que hay cuatro idiotas pidiendo tu cabeza a gritos sin dejar de mostrar la pérfida hilera de porcelana de sus sonrisas. Que el miedo corrompe el espíritu, que los bacilos de viejas pestes agazapadas quieren comer tus entrañas camuflándose como panacea justiciera. Pero no, no hay tiempo. Sé que me vas a insultar para amedrentarme y darte coraje, que el crujir de tus dientes me recordará a las alas de un ángel caído y que el fluido vital te sabrá a herrumbre. "Arma de rata" le dicen los polis a tu 32, esos mismos idiotas que destapan las cervezas con el cerrojo de la 9, esos mismos imbéciles que se sorprenden cuando se les traba en el preciso instante. Sí, es cierto: deberías llevar un fierro que infunda respeto para no tener que usarlo, deberías llevarlo en el hueco de tu espalda para asegurar la sorpresa, deberías jugarte la vida con dados un poco más cargados. Pero ya es tarde para decirte eso.
Quizás estoy divagando, pero justo en este mismo instante recuerdo a una mujer alabar ese pequeño resabio animal en mi mirada. Esa misma mirada que me avergüenza es la que veo en tu cara, pero en tu caso tiene destellos de inocente pureza y no la pútrida sinestesia sulfurosa de la mía.
Lo que no dicen en los medios de tu historia, lo sé muy bien. Sé de la pobreza y el resentimiento. Sé que podrías ser otra cosa que una fiera herida, sé que apreciarías la frase de Tenesse Williams, "Mata mis demonios y mis ángeles morirán también..." Lamentaríamos juntos a una generación entera de querubines muertos.

En mi interior renacen los demonios. Cada uno de ellos se apresta a matar un angel...

domingo, 14 de febrero de 2010

Deseos – Pablo Moreiras


Amanecía como cuando amanecen los días que no son del mundo. Con una luz ausente y dormida en el polvo de objetos pequeños. Sobre tus párpados, haciendo columpios entre pestañas, sobre tu piel, prendiendo el ingente amor nacido de la noche.
Amanecía y eras tú de nuevo, era la mitad de una vida arrumbada entre recuerdos y otra mitad al borde del alba, arrastrada por las redes de tu pelo, arrancada del sueño y entregada con rumor de olas y gaviotas.
Amanecía y sabía a mar, a salitre oscuro y a pura sal todo tu cuerpo, abandonada tras el sudor de tu latido, mientras abrías los ojos y tu mirada era de la profundidad más bella, más alucinada, y todo era una pausa, un interludio a la espera de tus labios, a la espera de un gesto mínimo de tu carne para romper el mundo entero en el beso de un instante.
Amanecía, y no sé desde qué mundo o de qué poema viniste a despertarme, con la dulzura rota de mi semen, tu falso recuerdo, y toda una vida por delante.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:
Pablo Moreiras

Dele Delia - Max Goldenberg


Dele Delia… dígame que si. Dígame que me quiere como yo la quiero a usted. Dele Delia, no se haga la estrecha y sienta mi corazón como si fuera el suyo. Aunque, se lo digo Delia y no lo mando a decir, el suyo está mucho mejor protegido que el mío por su busto que es un busto que da gusto, Delia. Dele… dele… no sea así conmigo. Recuerde cuando nos conocimos Delia. ¿Se acuerda? Seguro que se acuerda pero se hace la sota para no aflojar. Yo no puedo olvidarme como tropecé con su mamá en la puerta de la biblioteca. ¿Se acuerda Delia? Usted estaba con ella y justo salían cuando yo levanté la mano para saludar al Osvaldo. Pobre su mamá, Delia, que ni me vio venir y por supuesto yo tampoco a ella. Yo no sé si fue el julepe o el golpe de mis nudillos contra su nariz lo que la hizo llorar pero cuando ella gritó yo la vi a usted Delia radiante como una flor cuando llega la primavera. ¡Cómo me voy a olvidar, Delia! Dele Delia, dele. No me va estar ignorando todo el tiempo. Con todo lo que pasamos Delia. Dele… dele una limosna de amor a este ñato que la ama con toda su alma, Delia. Acuérdese Delia, acuérdese cuando compartimos ese pirulín el día de la primavera en Palermo. ¿Rememora ese momento, Delia? Usted quería una manzana con caramelo pero yo le dije que se iba a empalagar. No usted ¿eh? la manzana se iba a empalagar con tanto caramelo junto. ¿Se acuerda que me dijo que era un pelotudo y que no la moleste más y que me meta el pirulín en el traste? Yo si me acuerdo porque sus ojos me miraron como miran solamente el amor y el odio, Delia. Dos emociones tan distintas pero tan juntas que parecen hermanos, Delia. Yo le compré el pirulín igual y usted lo tiró para mi lado. Otros hubieran pensado que intentaba pegarme en la cara pero yo sé que usted me lo tiró porque quería compartirlo conmigo. Delia, dele. No me tenga en ascuas constantemente. Dígame algo, dígame que el sol sale por las noches y yo le creo, Delia. Como esa vez que me dijo que vaya hasta La Boca a ver si River Plate jugaba de local contra Sacachispas y yo fui como un tarambana enamorado. Delia Delia… Dele. Deme Delia, dele deme. Deme mentiras pero deme algo Delia. Yo tengo guardado todavía el ramo de rosas de su fiesta de quince Delia. El que usted revoleó llevando su suerte a quien lo ataje. Y lo atajé yo, Delia. ¿Es casualidad, Delia? La respuesta se la doy yo: no. No es casualidad porque yo le pagué treinta y dos pesos a su prima Amalia por ese ramo Delia. Pero ahora es mío y lo tengo en mi casa Delia. Mi madre siempre me dice que lo tire porque esas rosas podridas dejan un olor terrible en toda la casa pero a mi no me importa nada Delia. Porque lo único que me interesa es estar con usted. Dele Delia, deje que la quiera Delia. Deje que la enamore mi voz, que el sonido de mi canto la atraiga como las aves al momento de aparearse. ¿Se recuerda Delia cuando en la escuela aprendimos la “danza de la seducción” de los largartos del Amazonas y yo la reproduje a su lado en la formación del Día de la Bandera? Usted se quería morir y me pateaba porque yo estaba acostado en el piso del patio mordisqueándole los tobillos pero yo sé que eso era parte de ese baile de amor, Delia. Yo se que la largarta se tiene que hacer rogar y que los golpes que usted me daba en la cabeza con su zapato y los gritos de espanto formaban parte del ritual. Una semana tardé en que me dejaran salir del hospital, Delia, porque no podían sacar una parte de su taco de adentro de mi marote. Habrán sacado ese cacho de madera, Delia, pero no sacaron lo más importante: mi amor por usted. Dele Delia, dígame que no y no la molesto más. Dígame que me vaya y me voy. Dígame que el amor que yo siento por usted es una mentira y me doy media vuelta. Pero dígame algo Delia. Dele Delia, dele a este pobre chichipío un atisbo de cariño y con eso estoy hecho. No se vaya Delia, no llame a ese policía. Podrán llevarme, podrán alejarme con una orden de un juez como la de la semana pasada Delia; pero nunca, nunca Delia, podrán alejarme de usted. Dele Delia. Dejeme que me entere, que cese este revés. Esperé envejecer, extenderle cheques de fe. Serénese. Me frené. Cederé. Que me lleven. En vez de ser el rey seré el pebete.
Deje Delia. Deje.

Tomado de: http://max.com.ar/
[texto bajo licencia Safe Creative / todos los derechos reservados]

Ambos - Víctor Lorenzo Cinca


Abrazados y exhaustos entre las sábanas, se miran todavía con una mezcla de ternura y pasión. La irrefrenable atracción que experimentan sus cuerpos añadida a la excitación que sienten sus almas por ceder ante lo prohibido, convierten sus encuentros furtivos en algo más que simples citas entre amantes. Suena el teléfono en la mesita de noche. Ella cruza un dedo en sus labios, rogándole silencio, y descuelga el auricular. La conversación dura poco, apenas el tiempo de encender un cigarrillo y darle un par de caladas. Era Juan, mi marido. Dice que está reunido contigo, que tenéis que cerrar un negocio muy importante con unos inversores alemanes y que se quedará hasta tarde en la oficina. Ambos sueltan una sonora carcajada, que se prolonga hasta que ella sugiere brindar por su esposo, por la increíble facilidad que demuestra inventando excusas. A él le parece una excelente idea pero, ayudándose de un oportuno guiño, la pospone para cuando regrese del baño. Le alarga el cigarrillo, le da un cálido beso, mordiéndole suavemente el labio, y se dirige al pequeño aseo contiguo al dormitorio.
Abre el grifo y se refresca la cara y la nuca, no sin antes comprobar con el dorso de la mano la temperatura del agua. Coge una toalla y mientras abre la puerta empujándola suavemente con el pie, se va secando la cara. Aparta la toalla de los ojos y advierte con asombro que no se encuentra en el dormitorio, sino en otro lugar. Unas bailarinas en topless se contonean sensualmente cogidas a una barra. En el local, atiborrado de gente y humo, se escuchan ritmos caribeños e indecencias bajo las luces rojas. Desubicado, intenta reconocer entre las mesas alguna cara conocida. No le cuesta demasiado. En la mesa de enfrente, entre dos mulatas de dudosa reputación, Juan saborea un habano y le recrimina haber estado tanto tiempo en los servicios sabiendo que lo estaban esperando. Entonces, una de las chicas apaga el cigarrillo en el cenicero y, mientras se acaricia con la punta de la lengua un pequeño rasguño en el labio, le acerca una copa y alza la suya, permaneciendo en silencio, esperando quizás unas palabras, quién sabe si un brindis pendiente.


Tomado de Realidades para Lelos

viernes, 12 de febrero de 2010

Llamando a casa – María del Pilar Jorge


Estoy varada en Marte: soy la última sobreviviente del grupo de terraformación. Mis compañeros han desaparecido, uno a uno, misteriosamente, y la computadora madre se niega a enviar mis mensajes a la Tierra.
Recorro diariamente el planeta rojo en busca de alimento. Pero sólo he encontrado canales estrechos, por los que corre un glubub nauseabundo.
Por suerte, los habitantes de la región son unos marcianos pacíficos de aspecto beatífico que, hasta ahora, han sido muy amables conmigo, pero la carne en estado de putrefacción de los Korindegon es vomitiva.

Hoy los glohjis amartizaron sus naves piratas y después de atacar al poblado Korindegon, arrasaron con los cultivos cárnicos. Mis vecinos se han quedado sin víveres y han vagado todo el día por los alrededores.

Desde los paneles del refugio, veo avanzar a los malditos glohjis hacia donde me encuentro. Se acercan en forma ordenada, con una expresión sonriente y agitando sus aletas. Pero hay algo en sus miradas, esas miradas vacías.
Aferrándome a los comandos de la computadora, una vez más, intento llamar a casa, antes de que sea…

Espectáculo nocturno - Javier López


El vehículo, que se había estado viendo como una bola de luz en el cielo nocturno, había aterrizado en aquella llanura helada, en algún lugar cercano al polo norte terrestre.
Alumbrado por unas lámparas de grasa de foca, un cazador inuit, que en ese momento descuartizaba una morsa delante de su iglú, era el único testigo de la escena. Pero continuó haciendo su tarea sin prestarle mayor atención. Tampoco aumentó su curiosidad cuando el alienígena que apareció al abrirse el platillo comenzó a deslizarse, como si bajara por una rampa mecánica invisible, hasta que tomó contacto con el suelo.
El marciano, incómodo al ver de que el cazador hacía caso omiso, decidió desplegar toda una batería de sus mejores habilidades. Empezó cambiando de tamaño y de color, haciendo que la sustancia viscosa que recubría su cuerpo tomara toda la gama de verdes posibles, mientras se elevaba y descendía a voluntad. Continuó la exhibición desmaterializándose y apareciéndose en otro lugar, como si de un fantasma venido de otro planeta se tratara. Pero el inuit seguía sin inmutarse.
Frustrado, el marciano exhibicionista trató de comunicarse telepáticamente con el terrestre, para preguntarle cómo cosmos podía encontrar tan poco interesante su espectáculo. Pero el inuit no contestó nada, sino que se limitó a señalar hacia el horizonte, donde aparecía la primera aurora boreal de esa noche. Flotaba bajo las estrellas del cielo nocturno, con matices verdes, naranjas y violáceos que el visitante nunca había visto antes. Cambiaba de forma y de tamaño, y se dilataba y contraía como un gigantesco fantasma de gas palpitante.
Después de verla sólo se le ocurrió subir de nuevo a su nave y marcharse. Eso sí, pensando en la forma de mejorar su número para una próxima ocasión. Si es que algún día decidía regresar por la Tierra.

miércoles, 10 de febrero de 2010

El iceberg - Adriana Alarco de Zadra


En medio de una neblina tupida y rodeada de agua por todas partes, trato de enfrentarme a la cruda realidad: me estoy muriendo. El frío me hiela hasta los huesos, no siento la cara y el último pez que hubiera llenado el vacío que siento en el estómago, se me escapó de las manos entumecidas y volvió a caer al agua.
Una niebla húmeda, persistente, gris y muda que atenúa los sonidos y los sentidos, las visiones y los sabores, una soledad infinita, una tristeza sin fin, es todo lo que me rodea.
Al rato me refriego los ojos para quitar la escarcha que se acumula en las pestañas. Una pared alta y blanca, casi transparente se va acercando al bote o quizás yo me voy aproximando; aún no he decidido lo que está sucediendo realmente.
El olor a sal se hace más fuerte, el sabor del último erizo me rebrota a los labios, el sonido del viento vuelve a estallar en mis oídos. ¿Regreso al mundo o me estoy embriagando de delirios?
Por la pared resbala el agua a chorros, lo que es inconcebible. ¿Se está derritiendo una isla ante mis ojos? Sí sé que cierta parte del planeta está en época de deshielo, pero ¿tan rápidamente? Olas impetuosas me empujan hacia el borde de la isla transparente que es de hielo lleno de carámbanos, sombras y fantasmas.
Anclo mi bote entre rocas blancas y bajo con precaución para no resbalar por los cauces que abren grietas en el suelo helado del lugar. Increíble es la cascada que vertiginosa cae al mar desde lo alto. Como un volcán de agua, como un crujir de témpanos, como un disolverse de la materia sólida en otra líquida, como un deslizamiento de tempestades que abre un barranco en un páramo de hielo.
¿Quién soy? ¿Alguien me pregunta que quién soy?
Una mujer extraviada, una exploradora, una náufraga de un barco ballenero sin hogar ni rumbo fijo. Quise ser descubridora, conquistadora, navegante, comandante; llenaba mi vida de sueños y mis ojos de mar. Mi vida se acaba y soy una gota de agua más en esta inmensidad. Yo no soy nadie. Puedo existir o no existir, soy algo más en medio de la vida que prosigue. ¿Y, cuál vida?
Camino como sobre escamas de hielo que se comienzan a fundir y a deslizar bajo mis sandalias que no me protegen del frío. Estoy entumecida cuando veo filtrarse entre la muralla de nubes grises un rayo de luz. Me detengo y alzo la cara hacia esa luz. Esa luz que es vida, que da vida, que ilumina la vida. Pero nada se mueve a mi alrededor.
El frágil suelo que piso, en cualquier momento se hunde y puedo terminar mis días atrapada en un hielo transparente.
El fulgor se hace más fuerte. ¿Es movimiento lo que veo?
Una sombra detrás de la muralla que se está derritiendo me hace pensar que hay algo más que yo en medio de los témpanos helados. Me aproximo mientras un destello refleja sobre los cristales y me ciega. Distingo una sombra que, al diluirse el entorno, descubre una nave distinta a todo lo que he visto antes. Es muy grande y redonda; rodeada de puntas que empiezan a girar lentamente, y esos extremos como cuchillos van rajando las paredes como tratando de librarse de un cascarón que lo oprime. ¿Se está liberando o está naciendo? Es enorme. Se desliza hacia la cascada y el agua termina de descubrir su inmensa mole. Es de metal brillante que gira y lanza rayos brillantes desde algunos orificios. No puedo moverme aunque el glaciar parece que se estuviera hundiendo. El frío o el rayo me han paralizado. Sólo observo, girando los ojos, lo que tengo alrededor. Mi cuerpo ya no me obedece. Me voy a congelar y me va a cubrir la escarcha de esta isla.
Saliendo de la cascada un ser extraño se aproxima. Un ser con sólo un ojo en medio de la frente. Un cíclope infernal, un monstruo que estuvo prisionero de la roca helada. Siento que me levanta con dos brazos escamosos, metálicos, potentes, y yo sigo inmóvil como una estatua de hielo. Sus pies enormes se dirigen hacia la nave que ha abierto un tabique en un costado. ¿El cíclope quiere raptarme, subyugarme, comerme, matarme? ¿Es un ser extraterrestre? ¿Es un sueño, un delirio o me estoy muriendo y es el camino al más allá?
Me desmayo del terror mientras la niebla alrededor va encerrando en su muralla helada el misterio de esa nave incógnita.

Magnífica charca de pájaros – Héctor Ranea


El bajo de Casalins es, al decir de pobladores de las ciudades aledañas, uno de los que más pájaros reunía, si no el que más en el mundo. Evidentemente, estas cosas se saben y no faltaban pullas entre los vecinos de La Chumbiada y los parroquianos de Newton acerca de quiénes vieron más pájaros en ciertas temporadas. Y los tienen catalogados. En los museos de por ahí se conservan las narraciones de los viejos paisanos hechas ahí en el bar. Hubieron quienes quisieron filmar la llegada del primer flamenco cubano al bajío o los que tiraban la suerte interpretando las formas que parecen escribir en el aire los tordos azules o los chorlitos de Australia en lugar de la zoncera esa del tarot. Los gavilanes, águilas negras, águila zapatuda, cóndores andinos, halcón peregrino y demás rapaces se hacían festines memorables con los teros, avechuchos azules de las Orcadas, chajáes pichones que fenecían entre tanta turbamulta de pájaros. Se llegaron a contar más de cien formas diferentes de pájaros mariposa, pájaros picaflor, pájaros veleta. Poblaban sin duda en forma mayoritaria la charca, las garzas blancas y la overa, las garzas de Fontainebleau que venían con alisos cálidos hasta estas pampas, los chingolos de Canadá y Martinica y los caranchos, pero no duden que habrían encontrado ñandúes, aves fragata, lechuza de campanario y de vizcacheras y otras que parecían ciertamente palimpsestos de aves en extinción, como los reales benteveos de Curaçao. Pájaros carpinteros que se quedaban sin eucaliptus, calandrias que luchaban como toros por mantener su espacio, horneros en tanta cantidad que no alcanzaba el barro para sus casitas y los gorriones que venían a robar lo que podían de lo que dejaban los otros. Y así, sin poder nombrarlos a todos, los pájaros se mecían entre el pelo del agua y la flor del aire.
Desde Solanet, La Reforma, Real Audiencia y otros pueblos se congregaban para el avistaje señoras de misa diaria, aceiteros y mecánicos de tractores, adolescentes como nosotros venidos hasta del otro confín de la cuenca, viudas y, por supuesto, autoridades en la época de elecciones.
Hasta que un día sopló un viento del Oeste Sudoeste que dejó al agua del bajo pero le quitó las plumas hasta los chajáes, que se cuentan entre las aves más difíciles de desplumar. Ese viento embarró la cosa porque los patos y los gansos no pudieron llegar, se volaron las moscas a otras acequias más al norte, las mariposas perdieron el polvo que les daba el color y todo bicho, hasta los peces, fue arrancado de las aguas e incinerado vaya uno a saber en qué hondonada del Salado. Eso, sumado a que el barullo de nosotros los turistas no dejaba a las aves copular decentemente escondidas, hizo el resto.
Ahora hay muchos pájaros, es cierto, nadie podrá negar esto, pero ni sombra, ni sombra de lo que una vez fuera el bajío. Será el calentamiento global, será la afluencia de turistas que predan con sus fotos todo el paisaje que se amustia, pero curiosamente ahora, hoy día, hasta las garzas azules nos vienen a pedir un poco de ginebra para pasar el frío en el bajío de Casalins.

La muerte y la naranja – Lord Dunsany


En la mesa de un restaurante de un país del sur, dos jóvenes morenos estaban sentados con una mujer. Y en el plato de la mujer había una pequeña naranja con una risa diabólica en el corazón. Y ambos hombres miraban todo el tiempo a la mujer, y comían poco y bebían mucho. Y la mujer les sonreía a los dos por igual. Entonces la pequeña naranja cuyo corazón reía rodó suavemente fuera del plato y cayó al suelo. Y los dos jóvenes morenos se agacharon al mismo tiempo para buscarla, y de pronto se encontraron bajo la mesa, y no tardaron en intercambiar palabras filosas, y el horror y la impotencia se apropiaron de la Razón de cada uno cuando se sentó indefensa en el fondo de la mente, y el corazón de la naranja rió y la mujer continuó sonriendo; y la Muerte, que estaba sentada en otra mesa con un hombre viejo, se levantó y se acercó a escuchar la querella.

Título original: Death and the Orange
Traducción del inglés: GvH

El abominable hombre de las nieves - Antonio Mora Vélez


En la escarpada cumbre del Kinchinyinga, casi cegado por el brillo del sol reflejado sobre la nieve, el alpinista divisó la presencia de un ser extraño. "El abominable hombre de las nieves", dijo para sí y se dispuso a enfrentarlo. Había leído mucho sobre él y estaba preparado para hacerlo.
El alpinista se detuvo y aligeró su indumentaria. Tomó en sus manos su pistola de rayos láser por simple precaución y se puso los anteojos de contraste para verlo destacar mejor en el contorno blanco. El abominable hombre de las nieves se quitó las escarchas de su rostro barbudo, tomó un libro entre sus manos, una especie de cuaderno de bitácora, y se lo quedó mirando fijamente.
—What can I do for you? —le preguntó el alpinista luego de un instante de duda y temor.
El hombre de las nieves examinó al intruso de arriba a abajo y le contestó acremente.
—Yanki, son of a bitch, go home!
Entonces el alpinista guardó su arma, recogió sus alforjas y desanduvo el trayecto con soberbia. Primero llegó al monasterio del Karakorum y reprendió a los monjes por no saber nada del hombre de las nieves. Luego diría en una rueda de prensa en Bombay que el mítico personaje no era de este mundo, y finalmente se marcharía con rumbo a Washington. Allí comunicaría a sus superiores del Pentágono que la ciudad subterránea de Shambhala era inexpugnable y que ya nada se podía hacer para conquistarla.

lunes, 8 de febrero de 2010

Partir – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


El viejo agarró el diario de ayer y miró el horario de los trenes. Se dio media vuelta y vio que en el andén de la estación el tren se preparaba para partir hacia la ciudad donde él había nacido. En el diario no figuraba ese tren, pero sí uno que salía cinco minutos más tarde. ¿Qué son cinco minutos para uno como yo?, pensó el viejo. Y se sentó mirando al parque. Sobre una rama baja de un árbol reconoció un pájaro que, cuando era un niño, había visto en la ciudad a la que se dirigía ahora. No se acordaba cómo se llamaba pero era más o menos como cualquier pájaro. Es más, no podía acordarse cómo lo reconoció como de su pueblo. Alguna pluma revirada, alguna mancha en la cabeza o en el pico que no había en otros pájaros.
La señora de la bolsa de plástico que pasó frente al viejo lo saludó cortésmente. Pero él hizo un movimiento apenas perceptible con la cabeza. No le gustaba entablar conversación con desconocidas, menos en el parque. Y aún menos ahora que estaba por partir hacia la ciudad donde había nacido. ¡Qué se cree ésa!
Mucho tiempo no debió haber pasado, porque el sol seguía en el mismo lugar y también el pájaro, hasta que un niño vino a darle agua y saludó al viejo, quien respondió con un hosco encogimiento de hombros. Se le estaba haciendo tarde y el tren no aparecía. Estudió de nuevo los horarios y vio por primera vez que junto a sus pies el niño había dejado un tablero de ajedrez donde se veía una partida que estaba a punto de terminar. El viejo no recordaba nada; sólo quería dos cosas: no tener que hablar con el chico y no perder el tren. Pero no pudo evitar lanzarle una mirada a la partida.
Le llamó la atención que el caballo ocupara una casilla inadecuada, o tal vez era que el caballo negro sólo podía llegar ahí si se daban ciertas condiciones. El viejo no sabía cuántas movidas se habían realizado, pero las calculó de a poco. Cuarenta y dos. Algo escribió en su cerebro y recordó que él había cabalgado hasta un monte con alguien a la grupa. No debería estar aquí, dijo la joven; y él se vio en sus ojos: también era joven. Fue entonces que se entusiasmó. ¿Eso era tener memoria? ¿Recordar a esa joven? Pero tal vez esa joven nunca existió, pensó el anciano.
El tren apenas se notaba en la vibración de las vías. Llegaba desde muy lejos, como esa sensación del caballo extemporáneo. O la del alfil blanco que amenazaba al caballo pero no se animaba a matarlo, azuzado por la reina, templado por dos peones. El viejo estuvo a punto de ceder, pero cuando advirtió que venía el tren, tomó el tablero, trepó la escalerilla, recorrió el pasillo, se sentó y, una vez acomodado, siguió estudiando la siguiente jugada. ¿Cuál era la siguiente jugada? Así pasó la tarde, callado, contemplando cómo se viene la muerte y entendiendo por qué había querido perder la memoria, pero a su vez bendiciendo al niño que le ayudó a recobrarla.