jueves, 21 de enero de 2010

Las arañas – Héctor Ranea


–Mate bien a las arañas – me dijo el hombrecito vestido de gris.
Yo me sentí un poco abochornado, no sólo porque no me gusta que me digan cómo hacer las cosas, sino porque un hombrecito vestido de gris en mi baño, cuando hago mis necesidades, no es particularmente la idea que me hago de una situación amable ni amena.
Como lo miré con cara de preguntarle: –¿De qué cuernos me está Usted hablando? el tipito me respondió de buena manera:
–Mire leí una vez, pero no recuerdo dónde, que las arañas mal amasijadas vuelven por el tubo de la bañera.
–Pero si están muertas –dije entre sonrisas indisimulables –va a ser difícil que retornen.
–Claro, so estúpido –eso fue cruel e innecesario –vuelven a los sueños del que las mató.
–¡Pero si yo no sueño!
–No sé; allá Usted que no sueña. Vaya a saber cómo se le acomoda la araña. Tal vez quede impotente. No sé. No recuerdo el cuento. Sé que la cosa no es para tomar a la joda. Hágame caso.
Cuando seguí leyendo mi libro, me di cuenta de dos cosas, a saber: una, el tipo se fue. Para mí que hizo mutis por la ventana que da al rosal color salmón. Y dos, que la araña estaba lejos de mi alcance y aunque tuviera una Biblia tamaño baño yo no la alcanzaba como para matarla.
La araña me miraba con sus ocho ojeznos casi con risa y erguida en ocho puntas de pata, muy oronda. Después leí, o vi por la televisión, que algunas arañas mutantes producen una transpiración con un analgésico poderoso y un liserginoide o algo así. Además de que ríen.

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