lunes, 14 de diciembre de 2009

El juego de los espejos - Eduardo Betas



De un día para otro dejaron de jugar al espejo. Y a pesar de que ambas sabían que eso iba a suceder algún día, Herminia y Yang se sintieron raras. No se enojaron pero dejaron de hablarse, aunque seguían viviendo en el mismo edificio,
Ambas habían crecido. Ya no tenían tiempo para sentarse una frente a la otra y jugar a copiar sin equivocarse las morisquetas que hacía la otra. Los vecinos dejaron de escuchar sus risas. Yang, más chiquita, tenía una risa aguda, tintineo de copitas de cristal; Herminia, era corpulenta y de risa más gruesa.
Pero Yang y Herminia no se hicieron amigas enseguida. Aunque sus familias habían llegado recién a la Argentina y se habían mudado para la misma época a ese edificio inmenso de cien departamentos y pasillo larguísimo. Además, ni Yang hablaba el guaraní, idioma de la paraguaya Herminia, ni ésta lograba entender el chino, la lengua que hablaba Yang. Y ninguna de las dos hablaba español.
Ambas eran en aquel momento tan pequeñas que el mundo no tenía más palabras que las de mamá y más patria que una tarde de juegos.
Pero un día hubo un accidente frente a la puerta del edificio. Y ambas madres con sus hijas llegaban al mismo tiempo y se quedaron viendo qué había pasado. Yang y Herminia se miraban sin decirse nada. Hasta que una de ellas se tentó de risa y contagió a la otra. Era una risa aparentemente sin sentido. Aunque para ellas era el festejo de saber que podían ser amigas.
Se rieron más aún cuando advirtieron que ninguna de las dos entendía lo que decía la otra. Y aunque no sabían cómo hacer para jugar, tratar de entenderse fue el primer juego.
Una tarde a Yang se le ocurrió jugar al espejo. Se entusiasmaron tanto que las madres de ambas tuvieron que ir a buscarlas porque era la hora de la cena y ellas seguían jugando.
Luego de esa tarde jugaron al espejo todos los días. Y las dos se habituaron tanto a los gestos de la otra que, cuando fueron más grandes, casi no tenían necesidad de hablar para entenderse. Sobre todo cuando charlaban con los muchachos que vivían en el edificio.
Y tal vez fueron esos muchachos o el simple hecho de crecer lo que les quitó tiempo para encontrarse en el huequito del pasillo. Aunque, en verdad, ya se sentían ridículas haciéndose morisquetas la una a la otra. Por otro lado, a Herminia no le iba bien en la escuela y Yang empezó a ayudar en el pequeño autoservicio familiar.
La última tarde que jugaron al espejo, casi como un presagio, Yang le dijo a Herminia que en un libro de su escuela había encontrado una leyenda de su país. Y, trabajosamente, le tradujo del chino: "hubo una época en que los seres de los espejos no se parecían a las personas ni copiaban sus actitudes. Eran libres. Pero una noche los habitantes de los espejos invadieron la Tierra y aterrorizaron a la gente. Entonces, el Emperador logró que volvieran a su mundo de espejos y, con sus poderes, los hechizó condenándolos a copiar mecánicamente las formas y gestos de los seres humanos."
—¿Y cual de nosotras era la hechizada? —preguntó Herminia.
—Ninguna o las dos —le respondió Yang.
Herminia sintió que algo se había roto. Se lo iba a decir pero prefirió dejarlo para otro día. En ese momento vio entrar por el pasillo al Hernán. Pegó un salto y fue a encontrarse con él. Al día siguiente no tuvo tiempo porque el Hernán la invitó al cine. Después fue Yang la que no pudo porque había mucho trabajo en el autoservicio. Así comenzó a pasar el tiempo y el huequito del pasillo se quedó solo. Sin risas ni espejos.
Llegó el fin de ese año. Yang terminó el bachillerato y se fue de viaje de egresados. Por eso no estuvo en Buenos Aires la noche en que Herminia, con un embarazo de dos meses, salió por última vez de su casa para encontrarse con el Hernán, que la esperaba en la puerta.
Tomado de: http://www.cafediverso.com

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