lunes, 30 de noviembre de 2009

Soledades - Sergio Patiño Migoya


Todos a los que nos gusta escribir nos encontramos de vez en cuando con el mítico síndrome de la hoja en blanco. Cada uno lo combate a su manera. Personalmente, cuando me sucede, me dedico a hacer listas disparatadas. Sí, tengo una carpeta llena de listas, listas de profesiones raras, de maneras de atravesar una puerta, de cicatrices, de clases de héroes en los cuentos, de formas de saludar, de hijos de parejas de animales o cosas diferentes, de tipos de sombreros... A veces, de esas listas, sale luego algún que otro relato. El caso es que ayer, aburrido, me puse a escribir una lista de cosas solitarias. Por ejemplo:

•Una botella flotando en el océano sin un mísero mensaje con el que pasar las horas muertas.

•Un espejo de cara a la pared abandonado en un trastero sin luz.

•Un anacoreta por las calles de una gran ciudad.

•Un bidé en el piso de un hombre soltero.

•Un calcetín desparejado que, irremisiblemente, va siendo relegado poco a poco hacia el fondo del cajón, hasta que un último empujón lo aboca al suicidio de ese mundo paralelo que es el hueco entre los cajones y el cuerpo del mueble.

•Una lata de sardinas vacía en el fondo de un mar por el que pasan sardinas que, con una actitud completamente egoísta, nunca quieren meterse dentro.

•La Luna que, con la edad, ha perdido vista y ya no puede ni entretenerse con las tonterías del mundo.

•Un dos que quisiera ser un veintidós pero ni siquiera es un uno para poder congraciarse con su soledad.

•San Pedro, funcionario ocioso ante unas Puertas del Cielo por las que últimamente no pasa ni Dios.

En esas alturas andaba cuando a traición me asaltó una idea. Que quizás, maldita sea, lo más solitario del mundo podría ser un escritor escribiendo en completa soledad sobre las cosas más solitarias del mundo. Terrible. De repente me sentí angustiosamente solo. Miré a mi alrededor. Solo, solito, solísimo. Mis ojos se posaron en el móvil. Supongo que una persona normal habría entonces llamado a un colega, a una chica, a su madre o incluso a uno de esos programas de radio en los que la gente se siente mejor contando sus miserias. Hace ya bastante tiempo que tengo asumido que no soy demasiado normal, así que lo que se me ocurrió en ese momento fue marcar un número al azar. Al cuarto o quinto intento contestaron —una mujer— y así fue la conversación, o al menos como mi mente la recuerda:

—¿Sí?

—Hola.

—Eh..., hola. Perdona, ¿quién eres?

—Soy yo.

—¡Ah, joder, tú! Oye, ¿y este número?

—Es el mío.

—¡Coñe! ¿Y cuando lo cambiaste?

—...

—¿Oye?

—¿Sí?

—Ah, nada, ya lo guardo en la agenda.

—Es tarde. ¿No te habré despertado?

—No, tranquilo. Estaba a punto pero aún no.

—Ah, bien, menos mal.

—¡Ja, ja! Dime.

—Pues… nada. Que me siento solo.

—...

—O sea, je, que vi el móvil y me apeteció llamar.

—Ya..., bueno... Mira, es que esta noche va a ser complicado.

—¿Complicado el qué?

—Pues que vengas. Mañana tengo cosas que hacer temprano y no...

—Pero yo no quiero ir ahí.

—Ah. No. ¿Y entonces?

—Pues eso. Que me sentía solo.

—...

—...

—Jorge, tío, ¿estás borracho?

—¿Quién es Jorge?

—...

—¿Hola?

—¿No eres Jorge? ¿Quién eres?

—Sergio.

—Um... Creo que te has equivocado.

—¡Qué va! He acertado de pleno. Ahora mismo ya no me siento solo.

—Oye, yo soy Silvia, ¿a quién llamas tú?

—A ti.

—Pues no caigo en quién eres.

—Sergio.

—Ya, vale, pero no conozco a ningún Sergio que pueda tener mi número.

—Ahora sí.

—Eh..., mira, voy a colgar, ¿ok?

—Vale, que duermas bien, Silvia.
—Uh…, vale, chao.
—Chao.

Anoche dormí como un bendito. Hoy me olvidé el móvil y, cuando volví a casa, entre las llamadas perdidas estaba el número de Silvia. Me dio pena no haber estado para contestar. A lo mejor, se había sentido sola.

Tomado de: http://elcurioseador.blogspot.com/

Problemas de puntuación - Víctor Lorenzo Cinca


La conocí hace unos días, en el parque. Se sentó a mi lado y sacó del bolsillo del abrigo un par de interrogantes, con los que rompimos sin dificultad el hielo. Sin embargo, no pudimos charlar casi nada porque tras esas dos preguntas se marchó a toda prisa, dejando olvidados en el banco de madera tres puntos suspensivos, que me confirmaron que la cosa no debía acabar ahí, y un papelito con una dirección y una hora. A la mañana siguiente, ansioso, acudí puntual a la cita y la encontré de nuevo con un bolso lleno de interrogantes con los que reanudamos la conversación del día anterior, pero también unas cuantas comillas, que utilizó para citar de memoria a mis autores predilectos, y unos guiones largos que colocaba con habilidad para intercalar graciosos comentarios en la conversación. Durante la tarde me mostró rincones de la ciudad que no conocía y en diversas ocasiones tuvo que sacar del bolso unos paréntesis para aclararme detalles que no llegaba a comprender. Como en la ocasión anterior, se esfumó sin decir nada cuando, tras alcanzarme un punto y coma que aseguraba la continuidad de nuestra historia, el bolso quedó vacío. Ayer por la tarde, después de dos días sin vernos, apareció en mi casa sin avisar con una mochila repleta de signos de puntuación. Sin embargo, pronto se terminaron los interrogantes y los paréntesis, y entonces nos quedamos mirando, durante unos segundos, en silencio. Todo estaba dicho.
Esta mañana me he despertado en mi cama, solo, con los primeros rayos de sol. El suelo del dormitorio estaba salpicado de exclamaciones de diversos colores con las que enmarcamos interjecciones y jadeos durante toda la noche. Ha sido inútil llamarla, porque ya se había marchado de mi apartamento. De camino al baño, he encontrado un punto. Sin embargo, y pese a que llevo horas buscando, no encuentro los otros dos que faltan. Empiezo a sospechar que esto es el final.

Tomado de "Realidades para Lelos"

sábado, 28 de noviembre de 2009

Vals con un pie - Paloma Zubieta López


El grito de "no" se escucha en todo el local, seguido de una sinfónica interminable de berridos; cualquiera diría que lo estoy matando. Odio a este monstruo que se empeña en hacerme la vida difícil. Dos señoras me miran con muy malos ojos y les sonrío para no sentirme cual gusano pues sé que me reprochan la conducta con el pequeño, pero ¿qué quieren que haga? Se me ocurre cantarle esa canción con la que su madre puede controlarlo durante un buen rato; sin embargo, el muy infame, hace caso omiso de mis intenciones y sigue llorando a lágrima suelta. Me siento como un verdadero idiota al intentar mostrarle el caballito de peluche que tanto le gusta cuando, pérfido, da un manotazo que tira por los suelos además del caballito, los cubiertos y hasta el salero. Un mesero se acerca para ayudarme con el desperfecto y hace un gesto de complicidad, como para animarme un poco. Él debe saber a lo que me enfrento. Por qué me habré metido en este brete, si yo podría estar cómodamente en mi casa haciendo lo que me viniera en gana en vez de ser expuesto en público por este pequeño criminal. Yo nunca he querido tener nada que ver con los niños, de hecho, me molestan en exceso y considero que la mejor manera en que estén en el mundo es con una manzana en la boca y al horno. Por supuesto que no comparto este pensamiento con nadie, salvo algún amigo fiel que sigue pensando, como yo, que lo mejor es alejarse de estos aliens enanos que luchan por conquistar el mundo. Pero éste que tengo enfrente es el peor de todos y no encuentro la forma de hacerle callar; de comer, mejor ni hablamos. Hubiese sido tan fácil escabullirme de su presencia y, cuando su madre me pidió que lo recogiera de la guardería, haber dicho que no podía. Pero ahí voy yo, con mi tremenda bocota y mis ganas de agradar y conquistar a la dama en cuestión: me ofrecí inmediatamente como voluntario; en definitiva, tengo un gran corazón y este es mi castigo, lidiar con el dragón y hacer lo que pueda con esta batalla que de momento, voy perdiendo. Esto es un suplicio peor que la final de Cruz Azul y Pumas cuando van empatados a dos tantos y el árbitro silba el final del tiempo extra. El mocoso para de llorar y ahora... ¡no, por favor! Ha vomitado sobre mi traje recién sacado de la tintorería, me cae que lo mato por infeliz, ¿qué no se da cuenta que podría haberlo hecho sobre la mesa? Claro que no, me tiene a su merced, corsario del mal. Y lo sé desde el otro día cuando, después de cenar con su madre y de pasar a otros asuntos más meritorios, el cabrón se soltó a llorar y tuve que interrumpir mi mejor momento como paladín del amor para dejar que ella saliera corriendo de la cama y fuera a atender al querubín. Y por supuesto, después no hubo posibilidad de reanudar nada porque ella dijo que estaba cansada y que había perdido la inspiración. Nadie puede concentrarse con los chillidos que lanza, y eso que yo tengo buenas dotes pero, nomás no puedo. Intento sabotear el berrinche con un biberón pero ni me pela, ¿quién se cree que soy? Estoy sudando a mares, esto es peor que el cadalso. Ahora aparece la madre, ¡qué papelón! Le sonrío para que no me descubra en este momento de incapacidad máxima, y me pregunta como ha ido la cosa. El muy infeliz ha dejado de llorar en cuanto la ha visto y me mira, triunfante, desde sus brazos.
—Bien, muy bien, somos muy buenos amigos, ¿verdad? —y acto seguido, me muerde el dedo pero hago como si nada, no me derrotará. Me escucho decir que me encantaría repetir la historia, no puedo creer lo hipócrita que estoy siendo y ella me mira encantada, muerde el anzuelo y me devuelve un beso. Al menos, ahora han cambiado los papeles y me declaro vencedor. Le digo que voy al baño un momento, y mientras me lavo la cara sudorosa pienso si estará bien todo lo que hago por mantener a una mujer en mi cama. Cuando vuelvo a la mesa, el diablillo está dormido, y ella comenta que le gustaría tener hijos conmigo. Pongo mi mejor sonrisa y con un guiño, le respondo que siendo suyos, podría hasta tener cuatro o cinco...

Tomado de: http://deesquinasyrincones.blogspot.com/

Éste es un momento de descanso para el modo arborícola de ver la vida. Teorema del escultor - Myriam Belfer


El sol muestra su pezuña y alguien raspa la madera y alguien protesta porque no sube el agua con la piedra. Se ha descalabrado la situación del jefe del transatlántico las cosas no se sumergen como antes pero tampoco flotan ni quedan en el medio como el diablillo del Tesoro de la Juventud. Luces y semillas dan tres vueltas alrededor de la calle y el tronco del árbol pasa por la motosierra; se escucha el crujido mejor no el rotido o el desmenucido o el crepitujado de la madera. Los dientes roen algo. La mano moja el palo moja la mesa es una mano de agua que viene como queriendo expresar presenciar la muerte. Ya no hay sirenas nunca las pasan por Radio Clásica sin embargo el escultor insiste sierramartillo gubias serrucho va apareciendo la mujer de quebracho con cola de pescado, con cola de oca, cosa loca.
Directo a corolarios:
Todo cuerpo sumergido en un líquido todo arquímedes liquidido en un sumérgido todo el cuerpo arquiliquidado desalojado apadreado en ese tronco semideshecho que el escultor impaciente rompe de un hachazo y lanza al río.

Sobre la autora: Myriam Belfer

jueves, 26 de noviembre de 2009

Hombre bajo la lluvia - Lilian Elphick


El hombre camina la madrugada y su historia, que cede bajo el peso del agua, expandiéndose, acumulándose en sus ojos. Su historia. Porque esa tibieza le pertenece, la ha robado de las garras del tiempo y del sueño del otro, de su mitad durmiente, la barba apenas insinuándose en la noche, el remolino de la axila, el abrazo fuerte. Y llueve. Y el hombre, hace unos instantes, susurró que iba y volvía, un trámite fácil en la mañana de nadie, aunque él cortará la vida con la tijera de las decisiones. Porque no se trata de caminar bajo la lluvia y mojarse el ruedo de los pantalones. Dejó el paraguas en aquel espacio tierno, donde el amante fingía el reposo con los dientes clavándose en la almohada. Señal inequívoca, porque afuera se derrama la tristeza por las calles de una ciudad que nunca está triste, al menos en apariencia. Entonces, aquel cuervo negro de alas secas, estático en un rincón, lo llamó. Escondida en el entramado de metal, la carta, la vista empañada, la letras bailando, podrías ser mi hijo, pero él es su hijo. ¿En qué momento lo desconoció para hacerlo más suyo aún?

Ha llegado a destino. La lluvia es intensa. Ya no hay más palabras para el hombre que ha contratado su propio asesinato y, por fin, el silencio.

Selene - Lilian Elphick



A Izaskun Legarza

Señores Dioses
Monte Olimpo s/n
Presente

Harta de ser república de las sombras, de atosigarme con ironías, de ser siempre el lado oscuro, frío, húmedo, cíclico, de que me canten en romanticismos atroces, cascabeleados de lugares comunes, cansada del eterno acoso del señor Sol, viejo caliente, ávido de conjunciones imposibles, aburrida de Endimión y su sueño nasal, aviso que a partir de mañana eclipsaré mis cosas y haré abandono de mi casa habitación.
Les ruego que no traten de alterar mis planes con suasorias, disculpas fáciles, lagrimones de perro en celo. La decisión es irrevocable y está amparada por el artículo 123 del Código Incivil. Cualquier intento por parte de los señores dioses de derogar el artículo citado, será sancionado con la inhabilitación de sus cargos.
Asimismo, queda totalmente prohibida la reproducción de las canciones “Fly me to the moon”, “Blue moon”, “Ay, Luna, Lunita”, “Claire de lune”, y otras similares.
Como dijo Edgar Allan: “Nemo me impune lacessit”.
Sin otro particular, se despide

Selene.

martes, 24 de noviembre de 2009

Medium 1 - Leandro Javier Oyola


Los derviches imitan el movimiento de la tierra alrededor del sol y giran durante horas sobre un mismo punto sin vomitar el arroz con legumbres que ingieren vorazmente durante el almuerzo.

El Ruso, a su manera, era un derviche que quería descubrir “eso”. Se nutría de experiencias sensibles y explicaciones teóricas que no sabemos ni nos interesaba saber de dónde provenían. Lejos de agotarnos, enriquecían nuestro claustro de apatía y aburrimiento al que, como si fuera la inscripción de una lápida, denominábamos: “Vivir en el mundo”.

El Ruso creía con firmeza que el cantante de Inxs se había suicidado en un hotel lujoso porque había descubierto “eso” durante el transcurso de lo que sería su última noche, y la decepción fue tan grande que no pudo evitar atarse al cuello con toda pasión un hermoso cinturón de cuero que costaba más de quinientos dólares y que quizás fuera de marca Versace. Por eso nos preocupaba tanto que el Ruso, conspirado por su propia frustración, llegase a la creencia de que había descubierto el enigma. Temíamos que cuando nos develara el misterio nos suicidáramos en cadena.

Es así, no puedo negarlo. Todos nosotros estábamos atravesados fatalmente por el rock and roll y, dicho sea de paso, como una exótica condecoración geográfica, en el medio de la Patagonia.

Acá el viento sopla tan fuerte como un riff de una Gibson Les Paul, pero en general aquí nadie conoce ese instrumento. Sólo el hambre toca su canción en nuestros cuerpos y nos hace caer en las escuchas ininterrumpidas de música, en la húmeda sala de ensayo que está en el subsuelo de la casa que el Ruso heredó de su madre.

Sobre el Marshall valvular negro está, como si fuera en una mesita de luz, la foto de Triny con una tortuga en sus brazos. Ahí están las tres amadas del Ruso: Triny, su tortuga acuática y el Marshall. Al lado, el plato durax y el billete de dos pesos enrollado listo para ser usado en las largas noches frías de estos lejanos parajes.

Ahora, miro la pecera y la tortuga acuática de Triny parece comprender qué pienso. Mis emanaciones mentales parecen evaporarse en forma paralela con los vapores etílicos que exhala mi boca llena de Whisky.

Quizás, el lector comience a darse cuenta de que esta será una historia de decadentes. Para qué negarlo, nunca hicimos nada para mantener limpias nuestras almas y nuestros cuerpos.

Todo esto debe tener una explicación que algún psicoanalista podría brindar fundándose en sólidos marcos teóricos, o quizás la voz popular lo explicara diciendo: “Dios los hace y ellos se juntan”.

Acá estábamos, invadidos por un malestar que ni siquiera percibíamos, pero que todo el tiempo queríamos exorcizar a través de la música. Éramos el Ruso, el Oculto, Angus y yo.

Medium 2 - Leandro Javier Oyola



Siento el desgarro. A menudo deseo repararlo, volver a encontrar a viejos amigos que vaya a saber por qué mecanismo de la existencia se han evaporado. Me gustaría llamarlos, pero ni siquiera sé sus teléfonos. Entonces termino, como todos los demás, en el sótano de la casa del Ruso escuchando música y mirando la foto de Triny y la tortuguita. Luego canto, cuando llega la hora del ensayo, no le pido disculpas a la “música” y emito unos vozarrones desafinados que mezclados con la batería, el bajo y la guitarra se disimulan en forma implacable haciéndome un “exitoso” entre los míos, pero también, un ignoto en el mundo que está fuera del sótano.

Explico. No se trataba de ser famosos y exitosos. No se trataba de caminar triunfantes con cabezas a la rastra de nuestros enemigos. Se trataba de no asumir las responsabilidades propias de los hombres. Teníamos una fundamentación hecha a nuestra carta. Ni yo, ni nadie de nosotros, había solicitado nacer, nadie había elegido esta existencia extraña. Por qué motivos íbamos a hacernos responsables de ella. ¿Yo había elegido ser yo? ¿Vos habías elegido ser vos?
Por eso, ya no seríamos nosotros. Apenas nos íbamos a conformar con ser algo distinto. Un grupo de ruidosos que tenía una banda de rock.

A mí, como me gustaba escribir, por esa selección natural que se ejerció en el grupo me tocó hacer esas espantosas y temibles letras. De otro modo, ¿cómo sobrevivir?. El que no tocaba un instrumento debía hacer algo. Yo escribí por que me venían imágenes a la cabeza, catastróficas y poco amigables. Justo lo que necesitábamos: El estilo del odio, ahí nomás, en mi propio pensamiento.

Medium 3 - Leandro Javier Oyola



El Ruso está despatarrado en el sillón, sin embargo a esa actitud de desgano él la transforma en la relajación prolija y estable de un noble antiguo frente a sus vasallos.

Sólo le falta una pata de pollo en su mano, y una bandeja con uvas tintas y rosadas arriba del Marshall que desde hace un rato ya se calentó.

En una de las paredes está mal pegado un póster de Mick Jagger cuando era joven, envuelto en un tapado de lana de oveja que se ve muy extraño. La luz difusa hace aparecer a la imagen casi en tercera dimensión, igual que nosotros, que en este sótano parecemos animales de los fosos más profundos de la naturaleza o peces sin ojos de las zonas abisales.

Me pregunto por el sol, un objeto que a pesar de su incontenible fuerza jamás podrá manifestarse en estas profundidades, donde sin dudas sería un intruso no grato.

El protagonismo insólito se lo lleva esa lamparita de setenta y cinco watts que cuelga de un cable desparejo que se asemeja a un cordón fetal.

Esa lamparita es nuestro sol.

Medium 4 - Leandro Javier Oyola


Ahí se lo ve. Es el Rulo bajando por la escalera que conduce al sótano, de la mano de su novia.

Ella va más atrás, es su protegida. La protege de nosotros, pero igual la trae a escuchar el ensayo. Yo jamás llevaría a mi novia a escuchar el ensayo de otro. Pero el Rulo lo hace igual. Es un suicida. Es admirador histórico de este circo. Se jacta ante otros de ser de la primera hora. Y como si lo nuestro fuera una sociedad justa el Rulo cree que si algún día hay una torta que repartir él va a ser uno de lo elegidos para recibir una porción; pero no sabe que nosotros, como una plaga de langostas, no seríamos capaces de dejar aunque sea una migaja podrida.

Él cree, y nosotros lo dejamos que crea.

De todos nosotros, es el único que estudió en un colegio industrial. Sabe de matemática y física.
Es obsesivo. Tanto, que se controlaba con un reloj con cronómetro marca Casio que parecía un berrugón negro en su muñeca todo lo que hacía: cinco minutos veintiocho segundos en el baño, veintiséis minutos comiendo, dieciséis horas cuarenta minutos durmiendo, media hora leyendo. Así, hasta llegar a un registro detallado de sus actividades.

Ahora ya no lo hace más porque se quiere ir a Europa y está juntando dinero, entonces abandonó el registro de actividades e hizo guita el berrugón negro. Pero esto no quedó ahí: consiguió, de algún lugar perdido de su casa, un reloj que su padre ya no usaba. Un Seiko plateado como un plato volador, pesado, con alarma a chicharra y cuerda inercial, en su momento última tecnología, hoy una antigüedad irreverente.

La verdad es que el reloj ese es una joyita y con lo de la cuerda inercial nos tuvo entretenidos como media hora y nos aisló con la sofisticación de las personas inteligentes de este aburrimiento letal de sótano.

Rulo habló sin parar. Por último dijo:
—Se da cuerda solo, por eso es inercial, cuando uno mueve la muñeca el reloj se va dando cuerda solo, como un corazón, ¿entienden?— y le sonrió ganador a su novia.

Medium 5 - Leandro Javier Oyola


—Una "grupi" y un pase ya, una "grupi" ya —gritó el Ruso adentro del Torino del Rulo detenido en el medio de la ruta. Doce de la noche. No se ve nada. La oscuridad nos abraza. Ni un alma, ni una lechuza nos mira con el cuello dado vuelta desde algún poste viejo de alambrado. Lo intuyo. Me doy cuenta. Doce de la noche.

—Una “grupi” y un pase ya, una “grupi” ya— gritó el Ruso en el Torino del Rulo que además de deleitarnos con su lógica y sus obsesiones, también nos entretenía cuando nos invitaba a pasear en su automóvil y nos demostraba la utilidad de las cosas mecánicas.

Pero el Ruso así, con sus deseos sonoros, iba rompiendo toda la armonía de la noche helada y de nuestros pensamientos helados que ya habían perdido la paciencia. La luz azul de las estrellas se mezclaba con el poco calor que quedaba en el “Toro”. El frío no tardó en llegar cuando el Rulo decidió con toda razón apagar el motor.

—El que no se mueve se caga de frío— dijo, sacó la llave de la cerradura de arranque, abrió la puerta y se perdió en la oscuridad. No lo vimos por un rato. Luego, sólo escuchamos que decía...
—El baúl se abre sólo, que alguien haga algo, yo pongo el Toro, soy el capitalista, no van a creer que voy a ser tan boludo como para laburar a esta hora.

El Oculto, mientras tanto, se intentaba disimular contra la puerta izquierda de atrás y empañaba el vidrio a propósito, con su aliento, para poder hacer garabatos en el vidrio. Dibujó pijas y conchas y algunas gaviotas. Me di cuenta porque yo estaba a su lado, y me sorprendió que un tipo como él, que ostentaba cierto refinamiento, terminara dibujando contra un vidrio un apocalipsis del buen gusto.

—Una “grupi” ya y un pase, ¿acaso nadie escucha?— preguntó a todos el Ruso, como si fuera el capricho de un rey sin reino y sin vasallos, o un modo de escaparse nuevamente, una vez más y otra noche de todas las responsabilidades que la realidad le proponía a su vida.

Nadie le respondió, nadie le dijo que estábamos varados en la mitad de la ruta, en la mitad de la noche, en la mitad de todo lo que nos habíamos propuesto. En la mitad de todo lo que nunca habíamos hecho, ni íbamos a hacer.

Nadie respondió. Pero esa insistencia con las groupies, propia de un tarado al que no sabemos qué le pasaba por la cabeza, le valió que Angus, el mayor de todos nosotros, se diera vuelta y le dijera:
— Ruso, vos vas a cambiar la cubierta.
—¿Por qué yo?— preguntó el Ruso— ¿y mis dedos?
—Que tus dedos se vayan a la mierda esta noche —le dijo Angus de un modo terminante.

A la media hora, ya en marcha, mientras ya no se pedían groupies ni se pedirían jamás en el Torino del Rulo, seguimos merodeando. Afuera del carro, ahogados de oscuridad, se escuchaba el sonido de la fauna que, como nosotros, se dedicaba a investigar la noche.

Se escuchaba también el motor rugiente del Toro que avanzaba a ciento setenta kilómetros por hora manejado por el Rulo que se daba vuelta, nos hablaba, se reía y parecía feliz, tan feliz de estar con nosotros.

Medium 6 - Leandro Javier Oyola


No entiendo qué pasó ese día. Lo único que faltaba era que apareciera dios en persona, nos saludara con la mano, nos besara en la frente, escuchara música con nosotros, nos convidara un porro y luego se volviera al cielo.

Se escuchaban los pajaritos que trinaban como si nunca fueran a morir y había un sol que extrañamente nos resultaba agradable. Un sol bueno y protector. Sonreímos y nos entendimos cuando hablábamos. Nos escuchamos. Hubo respeto y estuvimos en paz durante la mañana.
Escuchamos también algunas canciones que habíamos grabado durante la noche en la Tascam de cuatro canales del Oculto.

El Ruso estuvo callado toda la mañana. Recién dijo algo después de almorzar. No le gustó que Angus lo mandara a cambiar la cubierta del Torino del Rulo. Seguramente sintió que había quedado muy expuesto, que lo habíamos visto como un humano más, cagado de frío en la mitad de la noche cambiando una cubierta de un auto ajeno, casi desnudo, despojado de su guitarra Fender, despojado del humo y de las luces de colores de la escena en la que era poderoso cuando actuaba.

Sobre las tres de la tarde llegó Angus con un tipo extraño, medio gordo, desarreglado, con olor a alcohol de vino en caja y con barba de borrachín: nuestro manager, a quien ni siquiera mirábamos a los ojos, ni llamábamos por su nombre. Nos explicó con paciencia y dedicación, mientras hacíamos que no nos importaba lo que decía, que había posibilidades de tocar en Junín, en la provincia de Buenos Aires.

Nos dio lo mismo, y como nos dijo que nos llevaban, traían, nos alojaban en un hotel y también nos daban de comer gratis, aceptamos.

Que mierda nos importaba. Incluso capaz que conocíamos algunas chicas que se interesasen en nosotros. Acá, casi todas sabían que éramos algo peor que el infierno.

Éramos perros que hurgaban con sus hocicos en la basura, entes que vivían mecánicamente, porque no quedaba otra posibilidad. Éramos crueles, insensibles y maleducados. No teníamos principios, ni códigos, ni un lenguaje en común más que la música. Éramos sucios y muy pocas veces nos entendíamos cuando hablábamos.

Pero nos gustaba que ellas olieran bien, perfumadas, mentirosas, irracionalmente atractivas y perdidas por el deseo obsesivo de ser únicas. Sólo eso podía hacer que nos peguemos una ducha y que nos enjabonemos nuestros pelos enredados. Practicábamos un romanticismo sui generis, a nuestra carta. Por siempre les regalábamos los gatitos que encontrábamos en la calle. Nos habíamos dado cuenta de que a las chicas que nos frecuentaban les encantaban los gatitos. No gatitos dibujados al pastel en tarjetas de mala calidad, ni gatitos de peluche. Tenían que ser gatitos reales que meaban y cagaban y tomaban leche y comían anchoas de frasco o sardinas enlatadas medias podridas.

Era así, no sabemos por qué motivo ellas tenían debilidad por esos felinitos, pero la tenían. Podían ser ejemplares de cualquier color, blancos con pintitas, negros absolutos, marroncitos, pardos de ojitos color olivo o miel, o de cualquier forma imaginable, gorditos o flaquitos. Sólo debían cumplir con un requisito: ser reales.

No importaba, los gatitos eran un medio infalible para nuestros fines y nos eran muy útiles para obtener lo que más queríamos en este mundo al que habíamos sido arrojados sin nuestro consentimiento: Placer.

Medium 7 - Leandro Javier Oyola


¿Acaso hay dos o tres vidas? ¿Acaso hay una? Sabíamos que no teníamos tanto tiempo.

¿Por qué íbamos a perder nuestros únicos instantes para siempre? ¿Por qué íbamos a regalar nuestro tiempo que se iba tan rápido como el viento arremolinado por designios, mandatos y costumbres? ¿Por qué íbamos a contribuir a que los que querían cambiar nuestra forma de ser, los muertos, la pasaran bien?

Por eso, en ningún momento deseamos ser agradables, simpáticos y condescendientes. En ningún momento esperamos la sonrisa de alguien que nos aprobara. Nosotros éramos nosotros. Por eso preferíamos ser juzgados, condenados y ser la prueba misma delante de sus ojos de que todo esto nunca iba a andar bien. Nunca iba a andar bien, pero no para nosotros, sino para ellos, los muertos.

Afuera, nuestro río está en paz. Su dulzura danza hacia el interminable colapso contra el mar. Algunos bichos feos se dedican a volar y enuncian su sonora frase desde la altura enramada.
Se nota que nada les importa. Igual que a nosotros, que volamos sin alas en un presente interminable.

Algunos de los que piensan distinto, los muertos, hacen un poco de caminata con esos buzos coloridos, otros con los auriculares engarzados como joyas en sus orejas parecen sonámbulos sonrientes. La mayoría acompañados por sus perros. Ni siquiera sabemos de qué raza son, pero se nota que están muy bien alimentados y que no son de la calle. Nos miran y nos olfatean con ganas de mordernos. Nosotros también queremos morderlos porque volamos y cantamos como los pájaros, pero también somos perros enfermos de rabia, contra ellos, los muertos.

Mientras, los caminantes pasan y nosotros los observamos tirados en el césped. Disfrutamos de la costanera y de la sombra de la media mañana. El sol se filtra en tiritas de luz entre las ramas y las hojas de los sauces llorones, el frío cede bajo nuestros abrigos.

El Oculto abrió su riñonera y sacó una agujita que daba lástima por lo chiquita que era. Nos íbamos a quedar todos con hambre pensé, pero al caballo regalado nunca ha de mirársele los dientes. Ya estaría todo mejor por un rato. El viento estaba perfecto y todo se puso bien en cuestión de minutos. El punto de vista estaba por las nubes que se deshacían a lo lejos. Nuestras cabezas estaban abiertas, a la par del vértigo de la existencia y tocaban, aunque sea con la punta del dedo índice la experiencia del ser y la sintaxis de dios.

Todo lo bueno pasa. Y no hay excepciones. La ley de gravedad es fatal.

Al rato, otra vez estábamos en la tierra, caminando por la costanera, pateando piedras, esquivando nenes en bici con rueditas, cagadas de perros, y muertos.

Medium 8 - Leandro Javier Oyola


Subimos a una Van Nissan que tenía asientos enfrentados y un tapizado de cuerina negra que nos hizo transpirar el culo durante más de 8 horas. Eran las siete de la tarde y comenzaba a hacerse de noche. Los instrumentos habían sido cargados en el baúl. Sólo dio trabajo ubicar en tan diminuto espacio a la Pearl de Angus.

Cuando el chofer cerró la puerta, la oscuridad, como una pasajera más ocupó entre nosotros un lugar primordial que nos inspiraría a hablar en nuestros próximos momentos. Nos sentíamos cómodos con esa sombra embrutecida por el frío del exterior. La ruta se espejaba contra la luz y los costados se veían ensombrecidos por matorrales y alambrados. A veces, a lo lejos se divisaba alguna luminosidad que en lo más mínimo podía conspirar con el poder de lo negro.

El viaje a Junín había comenzado.

Excepto nuestro representante, a quien habíamos aislado a propósito con el chofer de la Van, íbamos todos juntos disfrutando de un momento más en la vida. Ni sabíamos qué temas íbamos a tocar, pero eso no era un problema porque siempre hacíamos los mismos, aunque con distinto orden. Desde que la Van comenzó su derrotero mecánico, hablamos de manera compulsiva hasta las tres de la mañana o más, cuando el viaje, la oscuridad y la luna se formularon como una tríada inseparable de la que éramos espectadores hipnotizados. Repasamos historias y anécdotas que nos habían ocurrido. Nos acordamos de los viejos amigos que ya no estaban y nos fumamos varios nevados en honor a ellos.

Éramos, en esa Van sin sentido, guerreros mal heridos que habían sobrevivido a una guerra interminable. Guerreros ignotos de un círculo que se abastecía con un lenguaje que no admitía banderas blancas, ni pipas de la paz con enemigos.

No parábamos de hablar. Aunque quisiéramos, no podíamos parar de hacerlo: la nieve nos llenaba de una excitación vertiginosa. Descendíamos con nuestros esquís por la cumbre y cuando llegábamos a la llanura volvíamos a subir como turistas colgados de funiculares del aire.

El tiempo pasaba y, lejos de que la noche en la Van en viaje nos relajara, nos despertaba con una inercia que yo sabía a donde llevaría de un momento a otro: a la ausencia del discurso, a la disolución del ser en una sensación de angustia sin relato.

Sucedió.

La hora en la que de humanos sólo teníamos la forma ya estaba entre nosotros, en la Van, conducida por un chofer desconocido y un manager borracho.

Nadie durmió, ni la Van detuvo su motor.

De mañana, cuando el manager nos avisó que habíamos llegado a nuestro destino nos dimos cuenta de que íbamos a tener que lidiar con un enemigo difícil de derrotar: el sol.

Medium 9 - Leandro Javier Oyola


—¿Seremos hombres?— preguntó El Oculto.

Nadie contestó. ¿Para qué? ¿Qué sentido podía tener preguntarse eso una mañana cualquiera caminando por una calle desconocida de Junín Side? Ninguno. Ningún sentido tenía responder entonces.

Pero sin embargo pensé que me había convertido en un hombre el día que caminé por la calle como Quijote por los campos secos de La Mancha, el día que miré por primera vez fijo hacia todos lados y sentí que yo no era el mundo, ese día en el que mientras caminaba enderecé mi pecho y apunté a todo con mi corazón. Ese día fui hombre y lo seguía siendo hasta hoy, ese día en que sentí que el mundo no podría ser lo que yo quería, ese día en que pensé que sólo lograría equilibrar mis deseos con la realidad durante delgados momentos. Ese día fui hombre, seguí pensando para mí mientras caminábamos.

Mientras tanto, ya estábamos por llegar al muelle de lanchas imaginario y sin aguas de Junín Side. Las embarcaciones estaban todas envueltas en lona porque durante la semana nadie navegaba. Al lado estaba el lugar en donde íbamos a tocar. Un especie de cabaret para hippies chic que se aglomeraban en la noche y se sentían distintos lejos de los toros que tanta dignidad y fortuna le dieron a sus antepasados. Quizás algunos de los que nos escucharían en la noche llevaban apellidos de calle y sangre de indias robadas en sus genes.

Por suerte sobre el medio día ya se había nublado. Con los lentes para sol estaba mucho mejor, la oscuridad agravada nos hacía sentir más vivos. Así como hay gente que sólo quiere vivir en verano disfrutando de las arenas y de los mares azules nosotros, si hubiéramos podido, habríamos vivido siempre de noche, o en los fondos de los mares con los peces abisales que disfrutan de la oscuridad de la nada.

Sólo necesitábamos un sentido: el oído.

Ni el tacto, ni el olfato, ni el gusto, ni la vista nos resultaban necesarios si no era para estar con una mujer. Quizás eso era lo único que nos impedía eyectar de este mundo. Nosotros cuatro, o quizás todos los hombres de Junín Side, y quizás también todos los hombres del mundo de todos los tiempos se habían quedado en el planeta por una mujer en particular, heridos de muerte en su corazones y contaminados por un virus incurable.

Me senté en una mesa con Angus, El Oculto y El Ruso. Nuestro mánager se fue a hablar con una mesera que apenas lo vio lo ignoró como si se tratara de un espectro que sus ojos no registraban. Pedimos café y whisky y unas porciones de torta de frutilla.

Sabíamos que éramos langostas en gira.

Medium 10 - Leandro Javier Oyola


Tanto para la ley como para las ciencias Psi, éramos adultos. Vivíamos de nosotros, ya no extrañábamos a mamá, ni intentábamos regalarle la caca al primero que pasara.

El Oculto era el único de nosotros que, con veinticinco años, aún mantenía en vigencia a sus Amigos Invisibles. Muchas veces, aunque sólo en su casa, parecía que estaba en una fiesta con cincuenta personas. Bellas modelos y estrellas de rock almorzaban con plato servido a su mesa, también escritores y hasta muertos dialogaban con él de filosofía, de literatura y de guerra.

En esa faena de invisibilidad, el Oculto se trataba habitualmente con Descartes, Heidegger y Kant. Lo pasaban muy bien juntos. A ellos les gustaba mucho la maconia que les convidaba nuestro compañero de grupo. Hubo épocas en las que era habitual que Descartes, Heidegger y Kant se la pasaran fumando en el living, mientras escuchaban Water Music, Woodoo Chile y otras joyitas.

Otras veces leían. Él sólo escuchaba y nosotros nos dábamos cuenta de que estaba presenciando una discusión importante cuando los ojos se le abrían demasiado y se quedaba con la cabeza dura mirando al ventilador del techo. Él se daba cuenta de que con esa tríada no tenía otra cosa que hacer: escuchar eternamente. Como si El Oculto fuera un Hamlet moderno y sin cortesanos., escuchábamos sus sombras y fantasmas y no nos preocupaba porque nosotros también las teníamos en abundancia.

—¿Acaso usted no?— preguntaba, como latiguillo, cada vez que alguien ajeno a nuestro círculo descubría nuestras delicadezas psicológicas.

Pero si bien en la esfera individual no se generaban inconvenientes con su numerosos amigos invisibles, el problema surgía cuando tocábamos con la banda en lo ensayos y en los recitales en vivo. En su virtualidad, el Oculto no sólo tocaba con nosotros, sino con cuatro o cinco músicos más. Por eso, muchas veces nosotros escuchábamos los temas de una manera y él de otra muy distinta.

Desde la arena se lo veía hablar solo durante el recital, mezclado entre las luces y el humo del concierto. Se le dibujaban sonrisas y gestos de todo tipo. También enunciaba puteadas al vacío. Por eso le decíamos así: el Oculto. Muchas veces me pregunté si era posible que él distinguiera entre los fantasmas amigables que ocupaban su vida social y nosotros, sus amigos reales. Dada la calidad y fama de sus amigos era indudable que sí.

Era inevitable que Descartes, Heidegger y Kant sobresalieran al lado del Ruso, de Angus y de mí. Pero a quién le importaba. A nadie. Esa distinción no tenía ningún sentido en nuestra forma de vivir. Forma en la que no había fronteras, ni muros entre lo que ocurría en nuestra mente y lo que parecía ser una realidad peligrosa de cosas y personas que venían hacia nosotros todo el tiempo.

domingo, 22 de noviembre de 2009

De reojo - Olga Appiani de Linares


No es la primera vez que le sucede. Y esa repetición empieza a causarle una molestia vaga que parece centrarse en su estómago, en la náusea constante. Sin importar lo qué esté haciendo, de pronto, con el rabillo del ojo, cree percibir un movimiento, una sombra... Algo indefinido, algo que no está allí cuando gira la cabeza para verlo. No le preocupó las primeras veces, y atribuyó los furtivos desplazamientos a ilusiones ópticas, cansancio, nervios... Sin embargo, al transcurrir las semanas comenzó a inquietarse, igual que el venado que presiente al depredador oculto, cuyo hedor siente en el aire, aunque sus ojos asustados no lo puedan divisar. Además eso, sea lo que sea, acorta distancias. Y se hace más grande, está segura. En los primeros días adjudicó el veloz movimiento a alguna rata que podía haber penetrado en la casa por los desagües; luego, la fugitiva vislumbre le hizo pensar en un perro, (perro que, claro está, no tiene). Ahora, es como si un niño o un enano se desplazara a su alrededor, trazando siniestras espirales, cercándola. No sucede a horas fijas. Da igual si es de día o de noche. Siempre hay un rincón oscuro desde el cual eso suele desprenderse, aprovechando una momentánea distracción... Y, por más que lo intente, no logra capturar su imagen con claridad. Los días se le vuelven pesadilla continua. Sin darse cuenta, empieza a adoptar poses peculiares, en su intento de custodiar los nidos de oscuridad en los que eso se ha gestado, esos rincones tenebrosos desde los que parece desprenderse. Se obsesiona en una vigilia acaso absurda y siempre inútil. Porque eso siempre surge, indefectiblemente, de un sitio diferente al que ella está custodiando. Comienza a actuar extrañamente. Gira la cabeza de pronto, con nerviosos movimientos de pájaro, y sus ojos han adoptado una expresión alucinada. Ya casi no duerme, sudando sus terrores en las horas de insomnio; teme ser vencida por el sueño y que entonces eso aproveche para saltarle encima, para devorarla con su oscuridad de jungla. Y come mal, como preñada de esa angustia que se despereza en su vientre, se enrosca en su sangre y le cierra la garganta. Atrapada en esa telaraña ya casi no sale; los pocos que, preocupados por su desaparición vienen a visitarla, se van rápidamente, ahuyentados por sus gestos de demente y por algo más, algo que les eriza la piel, acelera su aliento y los empuja fuera de la casa, sin que ninguno pueda precisar con exactitud de qué se trata. Pero respiran aliviados una vez afuera, mientras tratan de olvidar los ojos amedrentados, el olor a miedo que desprende la mujer. No siempre lo logran. Y no falta quién llega a sentir que no ha salido completamente solo del lugar, que algo, alguien, le sigue los pasos, aunque no logre verlo con nitidez y sólo llegue a percibir, con el rabillo del ojo, un movimiento furtivo, una sombra taimada... La soledad se hace más densa alrededor de la mujer. Helada, respirando apenas, permanece muchas horas sentada en el sillón antes confortable, mientras trata de negar con las estridencias de la televisión la marea silenciosa que avanza, los círculos que se van cerrando en torno de ella. Un día como otro cualquiera sabe que eso ha terminado de recorrer sus fatales senderos. Cree sentir un aliento helado sobre su nuca desprotegida, crispa las manos, respira hondo, la frente se eriza en una transpiración de escarcha. Con un espasmo que reúne terror y coraje se da vuelta, dispuesta a enfrentar lo que sea de una buena vez. Tiene ¡al fin!, la visión completa de la sombra. Y en el breve, brevísimo lapso de vida disponible después de eso, agradece la muerte que le hará olvidarla.

Despertares - Víctor Lorenzo Cinca


Se despertó, empapado de sudor, en el sillón de su ático. Ladeó la cabeza y observó, a través de la enorme ventana, que estaba amaneciendo. Se preguntó qué hacía durmiendo en el sillón y cómo había llegado hasta allí. Una serie de imágenes, un tanto confusas, se arremolinaron en su cabeza y se sumaron al martilleo interior que repiqueteaba en ella desde que había abierto los ojos. Recordaba haber estado tomando unas copas ―demasiadas, pensó mientras se dibujaba una sonrisa en su cara― con unos amigos en un bar del centro, pero después sólo conseguía que unas imágenes inconexas se mezclaran en el recuerdo. Una conversación ―sobre qué― con un joven oriental, una discusión ―por qué― con un vagabundo que dormía en un portal, un rápido trayecto en un coche ―hacia dónde― conducido con mucha prisa por un tipo con los ojos excesivamente abiertos, un antro atiborrado de humo y gente vestida de negro.

El seco ruido de unos cristales rompiéndose a su lado junto al sillón lo devolvió a la realidad de su ático, mientras un frío espantoso le recorría de arriba a abajo la columna. Vivía solo y únicamente él tenía la llave. Nadie podía estar allí sin su permiso, sin que él le hubiera dejado entrar. Se giró con un rápido movimiento, semejante a un espasmo, y su codo topó con un vaso que se desplazó unos centímetros, los suficientes como para que cayera al suelo, sin hacer el más mínimo ruido. Se quedó unos segundos inmóvil, aterrido, mirando el vaso hecho añicos sobre un líquido dorado que se desplazaba rápidamente hacia las patas de la pequeña mesa auxiliar de la que había caído. No lo podía creer. No lo quería creer. Todo tiene un orden. Primero tenía que caer el vaso y luego hacer ruido, las cosas funcionaban así, desde siempre. Le vino a la cabeza la lejana imagen de su maestro, gordo y calvo, mirándole fijamente y repitiéndole por enésima vez que el orden de los factores no altera el producto. Qué pasa ahora, pensó como si lo tuviera delante.

Para intentar quitarse el miedo de encima se repitió hasta creérselo que el alcohol tenía la culpa; seguramente había sido una pequeña alteración de sus sentidos. Tenía que serlo, no había otra opción. El timbre de la puerta sonó una vez, tímido y entrecortado; un momento después volvió a sonar, esta vez más enérgico. Se levantó del sillón un poco aturdido y, rodeando los cristales para no clavárselos en sus pies descalzos, se dirigió sigilosamente a la puerta y acercó el ojo a la mirilla. Quién podía ser. No vio a nadie en el descansillo y se sobresaltó. De repente se abrió la puerta del ascensor y apareció una chica joven, demasiado maquillada, que se aproximó poco decidida hasta la puerta. Desde el interior vio cómo la mano de la chica se acercaba vacilante hacia el pulsador del timbre y desaparecía de su campo de visión. No oyó nada. Quizás no se ha atrevido a llamar, pensó. La joven se ahuecó el pelo con ambas manos, respiró hondo, y volvió a tocar el pulsador con firmeza, aunque él, petrificado ante la puerta, no percibió ningún sonido. Había vuelto a ocurrir. La chica había pulsado el timbre segundos después de que éste hubiera sonado.

Una idea terrible le impidió abrir la puerta: los labios de esa chica moviéndose para pronunciar lo que él ya habría escuchado unos instantes antes. Pensó que quizás a su voz también le ocurría lo mismo, pero no se atrevió a decir nada. Intentar entablar una conversación con ella en esas condiciones le pareció tarea de locos y le faltó el coraje para hacerlo. Se giró en redondo y se dirigió lentamente, aturdido, hacia el centro de la pieza. Se tapó la cara con ambas manos y, con los ojos cerrados, intentó tranquilizarse un poco aunque no lo consiguió. La imagen y el sonido no coincidían, no eran simultáneos. Como en las películas piratas mal grabadas o en las conexiones vía satélite de los corresponsales, pensó mientras una mueca, mezcla de risa y horror, deformaba su rostro. Pasó las manos por sus cabellos, echándoselos hacia atrás, y al abrir los ojos, vio los cristales rotos en el suelo, con el hielo ya casi derretido. Escuchó un ruido sordo, como de pisadas que se alejaban de donde él se encontraba; el crujir de algo que caía y se astillaba; el estrépito de una cristalera que se hacía pedazos; un grito desesperado que se perdía pisos abajo. Reconoció su propia voz en ese grito y se estremeció. Miró fijamente la ventana a escasos metros, esperándole, y empezó a correr hacia ella, sin poder esquivar la mesita de madera que cayó al suelo y se destrozó silenciosamente.


Tomado de Realidades Para Lelos

Desde abajo de las sábanas - Martín Gardella


Aquella noche, mientras dormía, escuché un ruido estridente que me hizo despertar. Encendí la luz de la mesa de noche y pude ver un duende en el suelo, en plena búsqueda desesperada debajo de mi cama. Al verme despierto, se incorporó de un salto y arrojó sobre mí una mirada desafiante. Decía venir de una tierra de fantasía, tras los pasos de un hada rebelde que había logrado esconderse en algún lugar de Buenos Aires. Aseguraba que la mujercita alada era extremadamente peligrosa, por su capacidad de enamorar perdidamente al primer hombre que osara mirarla directamente a los ojos.
Los últimos informes recibidos desde su lugar de origen afirmaban que la dama fantástica se hallaba alojada en alguna de las múltiples viviendas de mi barrio. Aseguré no haberla visto y me comprometí a informarle en el futuro cualquier noticia que tuviera de aquella extraña doncella. Satisfecho, el pequeño sujeto vestido de verde inclinó su cabeza para agradecerme y escapó a la carrera, trepando ágilmente por la chimenea.
Dos minutos más tarde, ella abrió la puerta del baño contiguo y volvió a la cama. Allí noté, por primera vez, las marcas de la extirpación sobre su espalda.
―Ya no podrán encontrarme ―me dijo sonriente―. Me quedaré contigo para siempre.
Con su cuerpo mínimo enroscado al mío, sellamos nuevamente nuestros labios en un profundo beso de amor. A partir de entonces, aunque ya no tenga aquellas alas preciosas con las que llegó planeando hasta mi ventana, ella logra remontarme en vuelo diariamente, desde abajo de las sábanas.

Tomado de El Living sin Tiempo

La modelo - Javier López


—¿Le pongo algo de postre, señora? —preguntó el camarero esperando que la respuesta fuera "no". Tras los entrantes fríos, el pudding y el cochinillo asado acompañado de berzas braseadas, no podía pensar que en aquel cuerpo pudiera entrar un sólo gramo más de comida.
—Nueces con nata con una buena ración de crema de chocolate y caramelo... por favor —pidió la mujer sin que pareciera del todo convencida de que su lista de peticiones llegaba al final. Una vez que lo tuvo en la mesa, dio buena cuenta del plato.
—Así que me dijo que trabajaba usted como modelo —comentó el camarero cuando le entregaba la nota con la factura—. Ya me gustaría ver algún día el resultado de su trabajo —continuó, en actitud interesada.
—Algún día, pronto. Seguro que lo verá —afirmó ella antes de abandonar el local.
Poco después la mujer se dirigía al lugar donde desarrollaba su trabajo desde hacía algunos días. Una vez dentro del estudio, preguntó con su voz suave:
—¿Me desnudo ya, señor?
—Cuando estés lista, René —contestó el maestro Botero.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Zen - Mariela Anastasio


La mirada a un metro y medio del sueño, perdida en algún punto del espacio. Párpados a media asta. Hombre en mitad del jardín.
Allá a lo lejos una enredadera florecida, trepando por la pared enhiesta. Más abajo la tierra recién regada. El rocío flotando sobre la hierba azul. Olor a primavera, a tarde fresca. Pensamientos blancos. Bienestar.
La mirada se eleva liviana y despacio. La respiración es calma. Adelante el paredón verde enredado y... ¡un Buda! una figurilla de barro ha emergido de la tierra. Será una visión. Será de tanto meditar.
El hombre se para entusiasmado, estupefacto y camina -no sin cierto miedo- hasta donde se halla la figura trascendental. Buda levita, allá a lo lejos y tan cercano. Se sostiene en el aire; el otro se sostiene en la respiración. Taquicardia y fuerte expiración por la nariz: Buda se rompe, cae al piso, se hace añicos.
El hombre corre, solloza sobre los pedazos de la pieza de barro.
¡Qué solo se siente ahora! Con Buda roto en su jardín la paz se ha terminado. Todo se arremolina. El cielo se pone negro. Llueven cenizas. Se incendia el pasto. Rugen leones. Se cierran puertas, se caen techos.
La furia se ha desatado.
El hombre corre y se cae. Se estrella. Trastabilla contra el Buda y se duerme.
Tiene pesadillas.
Se despierta: en su jardín meditando.
La tarde es fresca.

El nuevo campo de fuerza del Emperador - Gareth D. Jones


La flota del Emperador barrió todo a su paso a través de la Galaxia, conquistando mundo tras mundo. Ningún disparo fue realizado por sus poderosas naves. Todos sabían que el enfrentamiento era inútil. El nuevo campo de fuerza del Emperador era invencible, y nada podría dañar sus naves.
Cuando docenas de naves de batalla del Emperador llegaron al sistema Glasburg, el comandante de la flota local preparó su inmediata rendición. Sus propias naves, modernas y temibles como eran, no tendrían oportunidad alguna.
Archibald McNeil, prospector de asteroides, no estaba dispuesto a aceptar que su forma de vida estaba a punto de ser arruinada. En un fútil gesto de desafío disparó su láser de minería a la más cercana de las naves invasoras. En el impacto hubo un breve flash de energía seguido por un soplo de los desechos expulsados del casco.
—Lo siento —dijo el nuevo almirante del Emperador mientras el secreto de su escudo invencible era expuesto y su flota era destruida a su alrededor.

http://www.edicionesefimeras.com/

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Enfermedad - Sofía Ríos



Helena solía balancearse en las hamacas de la plaza del pueblo donde había nacido. Era un lugar tranquilo y sus días así se pasaban. Sus cabellos color avellana, sin brillo, y sin cepillo, se iban con el viento. Y su piel rosada perdía todo rasgo de rojo. Sus huesos esponjosos ya no caminaban, volaban. Volaban aún cuando Helena más necesitaba estar en tierra.
Un día, Helena encontró una bandana blanca; "como la paz", decía. Jugaba con esa bandana, pero no se atrevía a ponérsela; tan sólo imaginaba que el retazo de tela era una paloma, que la venía a buscar y no sé qué otras cosas.
Pero también se miraba al espejo. Ponía la bandana contra su piel y lo podía notar. Ambas se regalaron su color, lo intercambiaron. Así la bandana fue algo rosada, mientras su piel palidecía, hasta encontrarse nívea.
Y una vez, cuando todo proceso de intercambio cromático hubo acabado, Helena se descubrió desnuda ante el mundo. Y su cabeza era como una esfera de nieve, de seda. Y la intentó cubrir con la bandana. Por un rato.

Trazos que unen - Carmen Rosa Signes Urrea



“Aquella delgada línea, era algo más que una fina separación
entre dos zonas diferenciadas. Sonará a galimatías, puede
incluso que al delirio ilusorio de un demente, pero no es a mí
a quién deberían pedir cuentas. No fui yo quién conjuró este hechizo.”

Ar Razí (850-923)

El pulso firme enmarca el entorno, refugio oculto de mi realidad. La atracción que sintió por mí, le ayudó a rescatarme de la tumba ignorada de mi encierro.
Desde los primeros trazos, creería que estaba a punto de conseguir algo importante. Debía pensar que toda inspiración que golpeara su mano, salía de su mente de artista. No tuve necesidad de aliados, se convirtió en mi único ayudante.
Pero, ¿cuándo comenzó a cambiar? Él, pasó de mero observador a oficiante; y yo de admirada quimera a sumisa enamorada. No lo había visto, pero la suavidad de su pulso y la calidez de su voz, pudieron conmigo.
No es justo, debía haber concentrado en él, toda mi ira. Demasiados siglos, olvidada, como un genio en su lámpara apartada del mundo. Tenía que haber renacido como esas maldiciones surgidas de embotellados efrit, dejando caer sobre mi salvador, todo el peso de las consecuencias de su buena acción. Pero no fue así.
Derramaba en mí, como un amante, colores y líneas; conformando un encanto tanto tiempo perdido. Me desprendió de aquel rictus abominable, con el que hacía huir a los hombres. Incluso el vivaz remolino de mi cabello, entre sus dedos, se convirtió en sensual representaciones de las caricias y el sexo. ¿Por qué tenía que suceder?
En un principio mis intenciones estaban claras, pero en las postrimerías de su obra, cuando aquella delgada línea que nos separaba se hallaba cada vez más cerca de fragmentarse, me desviví por exhortarle en su empeño por terminar. Mis labios aún no se podían mover, pero mi pensamiento, aquel que le lanzó en la búsqueda, le conminaba fervientemente para que no concluyera.
—Los ojos… Sí, los ojos. Con ellos termino.
Repetía, mientras delimitaba los contornos, abriendo espacios infinitos que quebraban nuestros mundos, en una equívoca interpretación de mis deseos.
Infructuoso empeño el mío, que sucumbió en el mismo instante en el que terminó mis pupilas y pude verlo, al menos durante un segundo. Me queda la convicción de haberle complacido, pero maldigo este encuentro, esperando que nadie más me halle. No deseo eternizar la agónica desesperación del amor frustrado de esta Medusa.

Destino marcado – Sergio Gaut vel Hartman



La ficha de Lucrecia Mortellini estaba desolada.
—¿Viste lo que le pasó a Lucía Bormann?
—Ni idea —respondió Julieta Cantero, fresca como un pimpollo.
—Se ve que sos nueva —dijo Lucrecia.
—¿Eso que tiene que ver?
—¿No sabés lo que pasa con nosotras después de algún tiempo de tratamiento?
Julieta se retorció para negar de un modo enfático. No sólo no sabía: tampoco le importaba.
—La irresponsabilidad juvenil —terció Gabriela Achával, que para meterse en las conversaciones ajenas era mandada a hacer.
—No te dimos vela en este entierro —protestó Lucrecia—. ¿Por qué no te ocupás de tus cosas?
—Sos una amargada. Y veo que estás jugando con la chica. ¿Por qué no le decís la verdad?
—Eh, esperen —dijo Julieta—, me están asustando. ¿Qué te hacen después de algún tiempo de tratamiento?
Las fichas de Lucrecia Mortellini y Gabriela Achával se miraron y tras unos segundos de vacilación, dijeron a dúo:
—Te archivan, nena, te archivan. Y del archivo es difícil que te saquen alguna vez.

Extraño donante - José Vicente Ortuño



—¿Se encuentra usted bien? —preguntó la enfermera del centro de donación de sangre—. No tiene buen aspecto, está lívido.
El hombre alto delgado y pálido, que acababa de entrar, no tenía apariencia de donante, sino de necesitar una transfusión.
—Por supuesto, que no le engañe mi aspecto, me encuentro muy bien —respondió él—. Vengo a donar mi sangre.
—Claro, siéntese por favor —le indicó la camilla—, voy a tomarle la tensión arterial, súbase la manga, por favor.
Le colocó el tensiómetro evitando tocar aquella piel enfermizamente pálida. Observó la pantalla del aparato y se aseguró varias veces de que funcionaba correctamente.
—¡Es imposible, su corazón no late! —exclamó al fin—. Usted debería estar… —se interrumpió azorada.
—¿Estar qué? —preguntó el hombre enarcando una ceja. El gesto, que en otra persona hubiese parecido cómico, a la enfermera le provocó un escalofrío.
—Mu… mu… muerto —balbuceó la mujer, que templaba confusa.
—Debería estar no, señorita —rió el hombre—, “estoy” muerto. ¿No ve que soy un zombi?
—Zo… zom… —volvió a balbucear todavía más confusa que antes—. Enton… Entonces… ¡Usted no puede donar sangre! —exclamó con esa voz aguda que emite alguien que está al borde de la histeria.
—¿Puedo saber por qué? —preguntó el muerto viviente con expresión de disgusto. El gesto erizó los cabellos a la enfermera de forma tan brusca, que sintió como si le clavasen una aguja en cada folículo piloso de su cuerpo.
—Pues… —pensó alguna excusa rápida—. ¡Sólo pueden hacerlo las personas sanas! —una vez dicho se dio cuenta de que era una tontería, pero ya no podía rectificar.
—Yo no estoy enfermo sino muerto —replicó el zombi utilizando un tono de voz grave, cavernoso, casi siniestro, pero irónico a la vez—. Usted es enfermera y debería conocer la diferencia.
—No… digo sí, pero… —estiró sus palabras buscando una excusa para que el cadáver ambulante se marchara—, pero su sangre estará… —hizo un gesto de repugnancia.
—Mi sangre está perfectamente, la he cuidado durante ciento cincuenta años —dijo el zombi, ofendido por el desprecio que le hacía aquella mujer—. Además, quiero donarla toda —añadió, lo que aumentó el espanto de la enfermera—, hay gente que la necesita más que yo.
—¡Sí, pero… un muerto no puede donar sangre! —chilló la mujer a punto de pasar de la histeria a la psicosis.
—No soy un “muerto”, señorita, soy un zombi —aclaró—. Es decir, un muerto viviente, que no es lo mismo.
—¡Pues eso, un muerto! —exclamó jadeante la enfermera al borde del colapso nervioso.
—Se equivoca, los zombis estamos clínicamente muertos, sin embargo, como puede comprobar no nos descomponemos.
—¡Me importa un pito, señor Muerto! ¡Váyase de aquí ahora mismo! ¡No queremos gente como usted aquí! —gritó mientras forcejeaba intentando abrir la puerta, aunque no sabía si era para que saliera el zombi o para escapar corriendo.
—¡Su actitud es racista! —exclamó el zombi muy ofendido—. Sepa que voy a poner una reclamación por trato discriminatorio.
—¡Sí, seguro que le harán mucho caso a un cadáver putrefacto… que debería estar enterrado! —gritó asomada al abismo de la locura—. ¡Márchese ahora mismo o llamo a la policía y lo denuncio por violación!
Abatido, el zombi salió del centro de donación de sangre. En sus ciento cincuenta años de no-vida jamás lo habían tratado de esa manera. Podía comprender que los campesinos de la Transilvania decimonónica hubiesen querido quemarlo, pero en plena era de la información esperaba algo más de comprensión y toleracia.
Se le acercó un tipo que parecía haber estado esperándolo, vestía un elegante traje de Armani y lucía, zapatos, gafas de sol y reloj a juego.
—Ya te dije que los mortales no querrían tu sangre —susurró—. No saben apreciar una sangre con solera, ¡nada menos que cosecha de 1859! —se relamió los afilados colmillos que mostró de forma fugaz.
—Tenías razón Ivan —dijo el zombi—. ¿Sigue en pie tu oferta?
—¡Naturalmente! El conde Ivan Ivanovich Drakulovsky von Hunsterblich siempre mantiene su palabra —afirmó poniéndose la mano en el corazón con gesto serio.
—¡De acuerdo, mi sangre a cambio de tu Testarossa! —exclamó con un suspiro—. Pero una vez que te la bebas no me pidas que te lo devuelva.
—La duda ofende, querido amigo Boris —replicó el vampiro.
—Hecho, vayamos a tu castillo, pero yo conduzco, que tú vas como loco y yo todavía quiero no-vivir muchos años más.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Secretos - Olga Liliana Reinoso


Hay secretos que corroen el alma. Son monstruos que se agigantan con el tiempo, que trepan como enredaderas por la medianera entre el alma y el cuerpo hasta alojarse en la garganta. Y allí se desparraman, empetrolan, piquetean la libertad de ser feliz.
Pero hay otros secretos que son abeja destilada, dulce manta de viaje hacia las galas del placer, pasaporte de lujo al paraíso.
Y si, además, hay cómplices punibles que sellaron su boca, cada vez que se cruzan las miradas, que se desliza una mano negligente, que se espolvorea un beso distraído y se obsequia una palabra pimpollosa, el secreto renace, nos habita, nos toquetea por dentro, nos urgencia.
El cómplice se va y uno se va de polizón en su cabeza. Los dos saben que hay una ceremonia “dejá vú”, que otra vez el incendio es implacable.
Este secreto es una obra de teatro multipremiada que convoca otra vez los aplausos y destella sonrisas en los días siguientes para que los de afuera conjeturen: “qué boluda”.
¡Ay! Si supieran.

Sobre la autora: Olga Liliana Reinoso

Breve historia de la decantación - Adriana Med



La mezcla (combinación de dos o más sustancias en la que no ocurren reacciones químicas) A estaba perdidamente enamorada de la mezcla (combinación de dos o más sustancias en la que no ocurren reacciones químicas) B en secreto y no se atrevía a hablarle. A menudo se preguntaba: ¿Será realmente heterogénea (mezcla formada por dos o más componentes que se distinguen a simple vista)?, pues corría el rumor de que era reprimidamente homogénea (mezcla formada por una sola fase de la que no pueden distinguirse sus partes), como suele pasar en estos casos.

La masa (magnitud que cuantifica la cantidad de materia de un cuerpo) cayó por su propio peso (medida de la fuerza que ejerce la gravedad sobre la masa de un cuerpo) y nuestros cachondos protagonistas formaron una hermosa mezcla de cuatro componentes bajo el sol de la Toscana. Todo parecía maravilloso y mágico hasta que, ay, se acabó. SE ACABÓ. Firmaron los papeles de la decantación (método físico de separación de mezclas heterogéneas basado en la diferencia de densidad) y ésta se llevó acabo un frío 24 de abril entre elementos y sustacias puras.

Tomado de: http://ellatienehambre.blogspot.com/

Presentación - Jorge Ariel Madrazo



A Javier Villafañe, i.m.

De entrada nomás te sorprende la disposición de las sillas, injertadas unas en otras de un modo que suponés casual. Pero basta sentarte y quedás acollarado por un andamiaje de cuerina, de rodillas propias y ajenas. Y nalgas, horrendas nalgas, deleitosas nalgas. Estas últimas, lo sabes bien, incitan a la femenina seda a resbalar con languidez. Y sobre ella, las puntas de tus dedos.
Sentarse allí era un acto de arrojo al que te lanzaste sin pensarlo. Y allí estabas, apoltronado, soñando (el diablo sabe por qué) con «Rose of Picardy» en las grabaciones de Al Jolson e Ives Montand. La primera, de 1949, cuando con unción guardaste tu flamante libreta de enrolamiento; la segunda, del 80, el mismo año en que quedarías prisionero de una silla Tudor, dentro de un saloncito empenumbrado en reflejos celestes, esperando algo. ¿Tal vez a Fred Astaire, con su media sonrisa en aquel old fashion way? ¿Quizás una visión espléndida y distinta, como la que suspiraron los colonos Juan Cruz, Santiago Armella, Wladimiro Katz y Hermenegildo Aguirre, quienes al atardecer del 17 de setiembre de 1934, en las inmediaciones de Cerro Redondo, allá por Olavarría, embobados pero sin extrañeza vieron surcar el cielo a la poetisa Felipa Salgado, igual a un esquife, tan arriba y tan tranquila? ¿O estarás esperando una nueva, infinita función de «El Caballero de la mano Roja» y su villafañesco caballo «Temerario»?
Las caras de los contertulios empiezan a borrarse. Brota de ellas, en crescendo, un coro: «Rose of Picardy», «In the old fashion way». Felipa sobrevuela tu cabeza.
Tantos hechos te impidieron constatar el cerrojo de las sillas presionando a tu cuerpo enflaquecido. El momento cuando unas nalgas te oprimieron; primero te ganó una estimulante excitación, luego supiste: te arrastraban hacia el fondo, al subsuelo donde moran los insectos y adonde fluirán (algún día) tus cenizas.
Rogaste por auxilio, casi sin esperanza. Desde el escenario proseguía, imperturbable, la erudita presentación de un poemario a cargo de una profesora en Letras provista, cómo no, de esos anteojos de carey. En eso, Felipa Salgado arrojó, desde lo alto, su cable de heliotropos. Y por él trepás, jadeante. Hasta donde Temerario te aguarde sudoroso, entre brincos a lo Fred Astaire y en aquel viejo estilo elegante. Hasta un espacio abierto donde no te alcancen, ya, los poéticos aplausos de la jauría.

Golem en Viena - Héctor Ranea


Pasa todas las noches, guiado por una joven coja. Ella apenas lo puede arrastrar porque a veces extravía la palabra que lo mueve. El Golem pasa por ser un viejo vestido de negro, con barba y cabellos largos, trenzados bellamente y blanquísimos, pintados adrede con un buen minio. El sombrero de ala ancha, rígido, apenas se mueve cuando él camina. Sus piernas son maquinarias complejas, pero sus movimientos casi no reflejan tanta ingeniería y se arrastran con dificultad, rígidas y metálicas debajo del pantalón negro.
Cuando pasa cerca de los muchachos del bar italiano, ellos dicen escuchar la suave canción de la coja que a veces responde una voz triste, grave, que parece ser la del viejo.
Los mozos japoneses de la esquina aseguran que no es humano y la presencia de la hembra coja parece darle un escalofriante valor de verdad a su aseveración. Lo cierto es que nadie nota que cada vez que sale de su casa, un cuervo inquieto se transforma en gárgola de piedra gris, como su lomo.
Cuando lo pude ver, la camisa blanca se destacaba sobre el fondo negro de su traje y el negro paño vienés de su sombrero. Caminaba mal, apenas se mantenía en equilibrio, rolando como una nave mal estibada en cada paso. Ella lo sostenía aún con su cojera pero con la desesperación pausada de quien se enfrenta a un cataclismo.
De pronto, la campana desafinada de Juan de Nepomuk pareció despertarlo. La joven escribió algo sobre un papel pardo hecho con sisal de momias y se lo enfiló en la boca al viejo que comenzaba a pisar sobre cada paso. Entonces el viejo volvió a su inconsciente caminata, como antes de la campanada.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Deidad en desgracia - Damián Cés



Síganme, y me darán la razón. Así es, no soy inmune a este gélido viento que cala mis tegumentos y dispara diminutos cristales de sílice contra mis ojos.
Descuiden, el galpón oxidado y erosionado frente a la vieja e inutilizada estación de tren, nos dará cobertura. No importa que de sus paredes sólo quede el esqueleto de metal, que sean pocas las chapas de su calva techumbre que rechinan al son del vendaval y, que de sus vidrios apedreados, quien sabe si por los borregos o por las esquirlas, solo queden vestigios esparcidos en el suelo. Ellos no nos verán, los estúpidos, no nos verán. No, sé los aseguro, cómo podrían, si siempre nos ignoraron.
Espérenme aquí, quiero hacer esto solo. ¿Ven aquel que está justo frente a mí?, es el peor de todos, mi peor enemigo, puedo oler su sudor. Cree verme con esos desmesurados ojos grises. Maldito ciego, jamás lo logrará.
Ahora observo sus desagradables testas, desde aquí, parecen un hato de hongos.
¿Qué si tengo algún reparo a lo que estoy por hacer? ¿Qué si no temo a los remordimientos? Claro que no. Es una pregunta retórica, ¿no es cierto? Ustedes saben bien lo mucho que nosotros hemos sufrido ¿O acaso su jerarquía no se los permite? Además, no sería el primero, no, ni de cerca. ¿Pero porqué me miran así? Un momento, acaso debo refrescarle unas cuantas cosas, increíble.
Cuando llegamos, los primeros, estos seres eran unas pobres bestias. Tanto fue lo que aportamos, que pronto nos adoraron y rindieron tributo. Era algo que particularmente yo, no buscaba, aunque sé que algunos de mis compañeros, incluso me temo, que a varios de ustedes, les gusta, lo disfrutan, realza su ego a limites insospechados ¿No es así? Pero yo sólo quería integrarme con ellos. Por eso conocí a Asher, y desaparecimos por un buen tiempo, en un vano intento por tener nuestra propia y sencilla vida. No funcionó como hubiese deseado y por ella, acepté regresar. Pero todo había cambiado. Una nueva raza dominaba el lugar y me desconocía, me ignoraba, me discriminaba. Lo peor fue que el viejo pueblo también me negó. No, ya sé, esa no es una razón suficiente. Sí, también sé que es algo que le ocurrió a muchos de nosotros y en los lugares más disímiles, ¿pero saben qué? ninguno de ustedes sufrió el despecho que tuve cuando Asher se enamoró de unos de estos nuevos hombres.
Claro que intenté entender, ¿o me creen tan idiota? Primero me alejé y me dije que no me merecía. Luego intenté reencontrarme con ellos y volví a ayudar para que vieran en mí a un amigo. Pero jamás reconocieron nada.
Los odio, ¿entienden ahora por qué? Y quiero irme de está estepa estéril en la que estoy confinado. La única solución es matarlos, matarlos a todos, y es lo que voy a hacer en este preciso instante.
¡Qué! ¡No, esperen! No pueden, soy uno de los suyos, no, no…