lunes, 21 de septiembre de 2009

La mosca - Francisco Costantini



Estoy en la plaza, quince minutos antes. Mucha gente circula por aquí a esta hora, bajo este cielo diáfano. Las madres con sus hijos que corren tras algún perro o en busca de la calesita. Un par de muchachas que trotan concentradas en los sonidos de sus auriculares. Algunos ancianos que caminan pesadamente, los ojos anclados en el movimiento pausado de sus pies; otros que se limitan a permanecer sentados en los bancos de madera, intercambiando escasas palabras si el esfuerzo vale la pena. No sé si esto, tanta gente alrededor, es bueno o malo. De todas formas, me siento incómodo. Estoy en la plaza, sí, pero quizás no es el lugar donde debería estar. Todo es una completa insensatez. El tiempo que no corre y los pensamientos, los mismos, recurrentes, que inundan mi cabeza, que ahogan mi paciencia… Jamás tendría que haber aceptado su petición. Pero cómo negarme, si me había arrancado el sí mucho antes de saber qué era lo que quería, con ese caminar felino, las piernas largas y como talladas a mano —imposible toda esa fuerza en una joven de quince años— asomándose por debajo del jumper reglamentario. Y la blusa, indebidamente desabotonados dos botones, conteniendo lo que no quería ser contenido ni un minuto más. Y todo su cuerpo inclinándose hacia a mí, guiado por esos ojos verdes de gatita cachorra, juguetona, indagándome desde el otro lado del escritorio, modulando los labios rosados, afelpados, esgrimiendo la lengua filosa, y yo, tras mis anteojos, preguntándole qué necesitaba, pues el timbre había sonado y ya podía salir del aula. Su respuesta fue esa hoja de carpeta llena de serpenteantes, venenosas líneas que agrupaban palabras que urdían una trama mucho más peligrosa que la que se veía en el papel, una trama tela de araña; y qué problema voy a tener, señorita, en leer esta carta suya y hacerle las correcciones pertinentes para que usted pueda entregársela a quien corresponda.
Ahora restan diez minutos; el tiempo parece coagularse. En cambio, por dentro soy un río caudaloso que corre feroz, arrastrando ideas y sentimientos, sin poder hacer un alto para ver con claridad hacia dónde me dirijo. Esa carta no tendría que haber llegado a mis manos. ¿Pero cómo evitarlo? Una vez que la leí, quedé atrapado en esa red minuciosamente construida por una adolescente. Hablaba de un amor imposible, más bien, impertinente. Hablaba de noches de vigilia y otras de sueños prohibidos, lenguas enroscadas en la oscuridad y humedades calientes, gritos —dolorosos, placenteros—, rasguños. Sólo sueños, grabados en el papel y desde entonces también en mi mente. Algo notó en mí Luciana porque me preguntó si tan mal estaba el examen que tenía esa cara. Tragué saliva antes de contestar, me pesaban los labios. Y la mentira, más bien el ocultamiento de algo que no era más que cosa de adolescentes pero que, por las dudas, los consabidos celos, mejor no comentar. Sí, mi amor, dije, es espantoso; y eso sí una mentira cabal.
Faltan siete minutos y mi intranquilidad se transmuta en desesperación cuando veo a aquella señora retacona, de cabellos color zanahoria y pasos cortos, que sonríe y levanta el brazo mientras se acerca. Es Norma, la chillona directora del colegio, quien ahora me abraza con efusividad y su perfume dulzón me golpea en las narices, una bofetada que me trae a la realidad y me hace preguntar, otra vez, cómo puedo ser tan imbécil. Entonces, al mismo tiempo que Norma quiere saber qué hago acá, me digo que todo esto es una trampa. ¿Cómo explicar, si no, tanta casualidad? Pero ella, ¿por qué me haría esto? Quizás algún compañero suyo al que reprobé... Me imagino un mensaje anónimo llegando a manos de Norma, contándole sobre la relación desdeñable que existe entre una alumna y un profesor de la institución que dirige, y luego el dato preciso con lugar, fecha y hora… Pero no: Norma tendría que haber esperado a que ella llegara y estuviera entre mis brazos, en mis labios, y ahí sí descubrirse para señalar mi falta, hundirme para siempre. Le digo que estoy esperando a un amigo. Ella habla un par de cosas sin importancia, aprieta mi mejilla con un beso y se aleja, rápido como llegó. En la esquina toma un taxi. Respiro aliviado.
Si es puntual, en tres minutos llegará. Ayer, cuando terminó la clase, la llamé para devolverle su texto. Había decidido no preguntarle nada, pasar por alto el contenido de la misiva y olvidarme del asunto. Claro, me intrigaba saber quién sería el destinatario, para qué sujeto habrían sido zurcidas aquellas palabras, dedicadas las noches en vela, los sueños inenarrables. Pero me limité a indicar que la carta estaba perfectamente escrita, lista para ser entregada. Entonces, ella sonrió. Tomó prestada mi lapicera, se sentó en el banco más próximo, y se puso a escribir. Yo observaba todo en completo silencio, expectante. Al terminar, se irguió, dejó la hoja de carpeta en mi escritorio y se marchó lentamente, sin mirarme, sin soltar una sola frase, una mínima palabra, nada. Con manos temblorosas tomé la carta; en el encabezado estaba escrito mi nombre; al pie, figuraban lugar, fecha y hora del encuentro. El fin del recreo me sorprendió aún aferrado al papel, pensando, ya, en la locura que muy pronto iba a cometer.
Es la hora señalada. Los sueños de anoche terminaron por empujarme hasta aquí. Nuestras lenguas enroscadas, su piel veinticinco años más joven, los gritos, los rasguños… Sólo espero que Luciana no se entere, que Norma no se entere, que sea un secreto de ambos, que jamás le cuente a sus amigas, porque no hay marcha atrás, no ahora que la veo cruzar la avenida, caminar por el sendero que cruza la plaza, los jeans y la remera mostrando más que ocultando, sus ojos verdes clavados en los míos, y la sonrisa que es una confirmación de lo inevitable, de lo impostergable, de aquello de lo que ya no puedo —ni quiero— escapar.

1 comentario:

María del Pilar dijo...

Muy, muy bueno, Francisco.Te felicito.