sábado, 5 de septiembre de 2009

El puente - Héctor Ranea


Se llega caminando al Norte hasta una callejuela donde empiezan a crecer los números y luego, cuando decrecen, aparecen los caballos, uno pardo, otro rosillo tirando de un carruaje de cuatro ruedas, guiado por una rubia de bombín y rojo carmesí en los labios.
Cuando una rueda apunta al norte se toma la calle indicada en la que un hombre saluda con un sombrero al revés y solicita la información aduanera y el crepúsculo ya se nota en las estribaciones del cementerio desconocido.
Luego seguimos al Sur adonde se llega continuando el viaje de la bicicleta monocolor guiada por la Santa Barbuda y nadie que nos siga por el empedrado negro. Tiene que ser negro.
Una campana marca el cuarto de hora que resta entre el amanecer y la nueva noche en el barrio donde nadie, nadie, llega. Y cuando llega se encuentra al canciller, el dueño de las llaves, el que siempre dice que no para no tener que decir que sí, que sí, que acá es, que era éste el lugar, pero no lo dice, no. Exactamente eso.

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