martes, 29 de septiembre de 2009

Cuervo Lovanium - Héctor Ranea




Desde la chimenea del Colegio Papal Marcelino me vio el cuervo. Al mirarlo yo, me graznó una vez.
Al día siguiente, desde un ciprés del cementerio alemán que yo tenía que cruzar, me volvió a ver y me graznó dos veces.
La tercera vez que nos encontramos fue cerca de una cervecería antigua. Él en una aguja de la catedral, yo bebiendo. Y graznó el cuervo tres veces.
Cuando lo volví a ver, poco después, a la entrada del museo de arte antigua, me graznó seis veces. Supuse automáticamente que no sabía contar pero esa misma tarde, escuchando un concierto de campanas en el jardín de un filósofo, me graznó siete veces.
Estuve preocupado la noche entera porque parecía haberme encontrado otras veces en las que no lo alcancé a ver.
Fumando narguile en la calle del oso lo oí graznarme varias veces desde lo alto de una mansarda y fui a verlo. Lo encontré cuando terminaba de escribir con su fuerte pico emplumado una frase que me hizo repensar la naturaleza de nuestros encuentros.
En la nota me pedía que trajera conmigo la pluma del dedo mayor de su primo, que al parecer se llamaba Al Hain. Había sido ayudante del campanero de la Universidad y la sordera laboral lo dejó sin posibilidades de volar.
El cuervo me explicó que ellos saludan a todos los recién llegados, pero que sólo yo contaba los graznidos y por eso me ofrecía la pluma de su primo.
Quería que viniese con su pluma para, por medio de ésta, saber cómo era mi país. Vivo en un país que no es favorable a los cuervos, trate de escribirle para que me entendiera. De hecho, la pluma que me traje no germinó y terminó siendo parte de una lapicera que uso sólo cuando escribo poemas matemáticos.
Espero que esta falta de germinación no me traiga malas relaciones con los cuervos, que son memoriosos y aborrecen los fracasos. Sobre todo los ajenos.

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