domingo, 9 de agosto de 2009

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire - Eduardo Betas




Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire. Él había aprendido esa especie de ley de circo casi con los primeros saltos. Pero esa tarde, cuando estaba por dar la última y más difícil prueba de su función, sintió un cosquilleo en el estómago.

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire porque, según dicen, les pueden suceder dos cosas: caerse o que ese amor sea para siempre. Y los trapecistas, que son valientes pero que también tienen miedo porque son humanos, muchas veces prefieren no arriesgar una caída que le puede costar la vida por encontrar su amor para siempre.

Tal vez porque estaba cansado de ver tantos amores a ras del suelo es que él esa tarde no quiso pero tampoco pudo evitarlo. Fue en los segundos en que cerró los ojos para concentrarse, que la imagen de ella se le hizo luz en la oscuridad de esa carpa remendada. Más luz que el raído reflector que lo enfocaba. Fue recuperar en la memoria su voz que se impuso al gastado redoblante que mellaba el silencio expectante del público. Fue todo ello lo que lo impulsó a volar como nunca antes lo había hecho.

Volar con los ojos cerrados y el tiempo corriendo con furia hacia atrás. Reviviendo almanaques que parecían haberse borroneado del todo. Pero no. Él lo supo cuando, ahí en el aire, miró un puntito de luz a lo lejos, quizás la luz de una estrella colándose por el agujero de la carpa, y se dio cuenta que allí estaba ella. Y estiró sus manos lo más que pudo para acariciarla, para tomarse de sus manos, para volar juntos…

Volvió a cerrar los ojos y se dio cuenta que ése era su último salto. Que ese vacío que abría su gran boca bajo suyo ya se relamía con su cuerpo, con su caída, con su probable fin como trapecista. En ese instante, porque hablamos de segundos, se sintió más liviano. Y hasta pudo pensar que ya había empezado a morirse. Que la sucia arena lo había recibido con la violencia de una trompada en el alma.

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire, dice la ley de circo. Porque pueden caer y matarse o encontrar el amor para siempre. Y él no tuvo tiempo para volverlo a pensar. Se abrió a ese amor en pleno salto cuando se dio cuenta que el cansancio le había hecho crecer pelusa entre los dedos. Esos mismos dedos que apenas, por centésimas de segundo pudieron asirse de la mano de su compañero y llegar al otro lado del trapecio.

Cuando bajó, apenas saludó a la gente que los aplaudía y ya no salió con toda la troupe a recibir la ovación siempre exagerada del piberío al final de la función. Estaba en su camarín juntando sus cosas, guardándolas en un bolso gigantesco. Lloraba cada rincón de ese circo al que conocía de memoria. Lloraba porque se iba de allí para empezar a volver a otros lugares.

“Y es que el futuro se hace así”, apenas escuchó que le dijo uno de los payasos.

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire. Pero cuando lo hacen y encuentran el amor para siempre, no pueden ni quieren hacer otra cosa que salir a buscarlo para construir ese vuelo que le da sentido a la vida.

1 comentario:

Nanim Rekacz dijo...

Qué cuento tan poético, Eduardo...