martes, 7 de julio de 2009

Odradek, el Centauro - Héctor Ranea


Me atajó y me dijo que venía de Helicón. Yo tenía una leve noción de esa montaña, tal vez citada en una de las tragedias desconocidas de Sófocles que había encontrado en la Biblioteca de Bagdad cuando la asaltamos.
Insistió tanto en hablar conmigo que pensé que era un yiro y como andaba medio solo desde hacía tiempo, me quedé conversando con ella hasta bien tarde. Ahí, en la Isla de Elba, me enamoré de una Musa.
Me contó que su hermana era su madre, Mnemósine, pero que un tal Pausanias estaba tan horrorizado cuando supo la verdad, que la hizo figurar como su madre. Ella era, supuestamente, Meletea. Y me prometió que iríamos a su casa en Firenze, donde residía desde hacía siglos, a encontrarnos con sus otras dos hermanas, Mnemea y Aedea.
Yo la dejaba hablar, en realidad más preocupado por saber qué llevaba debajo de sus ropas que de su supuesta historia. Me importaba un bledo que fuera buena en meditación y esas pamplinas, más vale tenía otras intenciones y sólo me reprochaba haberme tomado media botella de vino aleático antes de verla aparecer.
El asunto que la preocupaba no era mi dinero, aparentemente, por lo que colegí que no era tan puta como parecía. Pero era una bella mujer en sus cuarenta y pocos que tenía, por supuesto, sus encantos intactos.
Pero no había caso. Sólo hablaba y hablaba de ese centauro que la había llevado a la isla, Odradek, lo llamaba. Pero yo había leído de Odradek en algún ensayo de Benjamin, así que no entendía qué hacía un corderito suave convertido en un centauro, que uno se los imagina fuertes y poco amigos de modales suaves.
Ahí estaba esa Musa. Ahí estaba yo. Por algún lugar se había ido el Sol y la acción lunar de esa mujer me estaba entibiando demasiado otras partes del cuerpo, quitándole sangre al cerebro.
No sé cómo. Pero realmente no sé cómo, no es que no lo quiera decir, al día siguiente, sin conciencia de haber consumado nada con esta bella griega, estábamos en Firenze con sus hermanas.
Vivían en una casa con jardín, bellísima y secreta, y cada una en su cuarto me prometía con la mirada lo que olvidaba yo al día siguiente con la llegada del Sol. Mnemea era, creo, artífice de tal encanto. Aedea me enloquecía con su voz que me transportaba a los muertos de la guerra, a los gritos de las mujeres que perdían sus hijos bajo mis manos y a los más sublimes cantos de amor que jamás hubiera yo escuchado. Después, Meletea me daba paz, olvidándome de todo.
Conocí a Mnemósine: no podría decir si era su madre o su hermana, de modo que me quedé con la versión de que fue su hermana, más por gusto por lo escabroso, que en honor a la verdad.
Me comentaron las Musas que en una época sonaban como las tres cuerdas de la lira y por eso un poeta les inventó hermanas. De ahí en más, aparecieron falsas Musas, Musas apócrifas. Inútil que repita todos los posibles nombres. Reconstruiría el registro de todas las voces que nombran la memoria, las voces, los cantos, las formas de bailar, los modos de llorar con la música. Todo tiene su Musa, parecían decirme las hermanas.
Ellas pueblan jardines o plazas, de modo que hoy es posible encontrarlas vestidas en forma extraña, aunque hay ciudades que ya no quieren habitar, ciertamente. Son aquellas adonde las quiere llevar Odradek, para calmar a la humanidad, pero ellas tienen justificados temores de que eso las desgaste demasiado.
Una mañana en la que mis Musas me dejaron libre, fui a la Plaza San Marco. Conocía un bar en el que hacían unas masas rellenas de crema pastelera que eran una delicia y decidí compartirlas con ellas. En el trayecto, un hombrecito muy singular me dio un volante anunciando el Circo del enano Kedardo, una especie de muñeco bastante vulgar, por la apariencia de la foto.
Las Musas quedaron, al parecer, encantadas con las masas y con la idea de ir al Circo. Jamás debieron hacerme caso. Una vez allí, la estupidez abismal se me hizo patente pues el nombre del enano mutante era el del centauro tan temido escrito al revés.
Desde entonces no he tenido más noticias de mis Musas, pero puedo recordar cada vez que tengo sexo con una mujer desde entonces. Eso sí. No tengo más paz. Vuelvo a Elba por más vino aleático.

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