lunes, 29 de junio de 2009

La hora de la siesta - Guillermo Fernando Rossini


Mientras salía del consultorio, decidió que elegiría el lugar donde morir.
En el enésimo pueblo, después de andar millones de kilómetros, llegó hasta la plaza. Era como la de cualquier otro pueblo. Caminó hasta uno de los bancos de madera y se sentó. Recorrió con la mirada la disposición de los edificios que la rodeaban; ninguna sorpresa, ningún detalle diferente. Iglesia, Municipio, Escuela, (en algunos había una comisaría, en otros una farmacia).
Eran las dos de la tarde. “Si la muerte –pensó- pudiera ser un paisaje, sería seguramente un pueblito, visto desde la plaza, a la hora de la siesta”. Se recostó en el banco y miró el cielo; un celeste tranquilo y un sol tibio eran el techo perfecto para su ataúd. Sintió el primer espasmo y no se inmutó: sabía que ese lugar estaba bien. Recordó apenas su vida, que le pareció, a la distancia, gris y aburrida. Cerró los ojos por última vez cuando los espasmos se hicieron cada vez más sostenidos, sintiéndose valiente por empezar ese viaje hacia ningún lugar.
Cuando el pueblo despertó, la plaza estaba vacía, como expectante.

Partida (Gen 6, 5) - Antonio Cruz


Para Florencia, Agustina y Trinidad

Llueve. Hace casi cuarenta días que llueve pero no hay vastedad líquida porque lo que cae no es agua sino un chubasco de partículas radioactivas. Menos mal que algunos pudimos escondernos en los refugios y logramos apropiarnos de estos trajes que nos protegen.
Todo es desierto.
En la tierra ya no queda casi nada.
Mientras los técnicos terminan los aprontes para la partida de la nave en busca de algún planeta donde pueda sobrevivir la humanidad, pienso en cuanta vida mancillada.
El cataclismo nuclear no ha respetado nada… Absolutamente nada.
La nave ha sido bautizada con el nombre de “Arca”, pero estoy seguro, completamente seguro, que ninguno de los que viajarán conmigo en este viaje de ventura dudosa, sabe que mi verdadero nombre es Noé y que esta es la segunda y definitiva vez que emprendo un viaje como este.

sábado, 27 de junio de 2009

Tarot - José Luis Zárate


Parecería una partida normal, pero había un pequeño detalle. Usaban cartas de Tarot. Las más poderosas que el dinero, o la violencia, podían conseguir.
Los Arcanos Menores podían usarse para mil partidas de juegos intrascendentes. Juntar sotas, oros, bastos, copas. Números y combinaciones. Pero ese no era un juego de azar. Por ello sólo usaban los Arcanos Mayores, esas pocas cartas que resumían el destino completo. Las ponían en el centro de la mesa en una configuración nueva, ni Clementine, ni la cruz celtica, ni el hexagrama. No buscaban la cartomancia. Cada uno llevaba una herida en la palma, creando un dibujo preciso, un signo del cual brotaba su sangre, marcando cada figura. Nadie sabía qué arcano iba a ponerse a continuación, cada uno cambiaba el significado completo de la partida. Los enamorados, el loco, el hombre ahorcado puesto al revés flotando hacia la libertad en vez de colgar de la muerte. Había un número limitado de movimientos y cada uno era vital, en más de un sentido. Todos y cada uno de los participantes estaban jugándose su destino. Años, generaciones, los hijos de sus hijos. Por ello, porque creían en el poder de mañana, llevaban cartas escondidas, marcaban signos propios, tocaban viejos amuletos ocultos entre sus ropas. Había que mover los hilos que controlaban cada vida. Tal su poder. Pero ¿cómo podían saber que eran las cartas las que jugaban con ellos? ¿Las sonrisas impresas en cada figura prefiguradas por el sino? El destino temblaba a su alrededor: una vela podía caer o no en la paja en la casa de junto, un puñal podría saltar a una mano sorprendida y atacar a uno de ellos, una vena estaba a punto de romperse en un cuerpo tenso por el juego. Ignoraban que alguien más maneja a las cartas. Más poderoso, más lejano y omnipotente.
El hombre que escribe, el lector bajo la luna. Tal su poder… Pero del mismo modo que los hombres que ponen las cartas del tarot sobre la mesa no pueden ver las líneas que los controlan, nosotros no vemos que somos Arcanos de un tarot del que ignoramos todo, y que alguien reparte en este instante.

Soledad, triste compañía - Dagoberto Friguglietti


Tengo desdibujada aquella jornada en Balvanera, pero puedo decir que fue muy penosa. Aquel hombre solo, atrapado en sus pensamientos, quizás luchando por recuperar algo esquivo, me tentó a fijar la atención. Después de observarlo unos minutos supe que me había conmovido. Él hombre estaba sentado junto a una mesa en uno de esos barsuchos de paso con la única compañía de su soledad. Yo me había detenido por un café. Recuerdo que lo miraba con disimulo desde un lugar apartado. En ese momento sonaba suave la música de un tango y al escuchar la voz de Julio Sosa la piel se me erizó.
Aquel sujeto parecía no poder estarse quieto, por momentos solo tenía apoyada una mano en su amplia sien, en otros sus dedos latían al ritmo de una música que no era la que se escuchaba. Quizás esa intranquilidad se debiese al intento por recordar algo que desentrañara algún embrollo personal, o que la angustia lo tuviera dominado. ¡Cómo saberlo! Mientras tanto yo no le sacaba la vista de encima.
Luego, con otra mano sacó una pipa de una madera parecida al cerezo, que confieso me gustó, y al encenderla humeó un olor difícil de olvidar. Las pitadas eran suaves y un poco alejadas, pero lo curioso era sentir que el humo al elevarse producía en mí una mezcla rara de libertad y maleficio, que entre los arabescos se dibujaban imagines grotescas, figuras casi diabólicas, como si presagiaran algo malo. Entonces me detuve a pensar en la mirada de ese hombre. Parecía penetrar el espacio con la sola intención de escudriñar momentos de su vida alejándolo incómodamente del presente. Sus piernas no vi que las moviera, su cuerpo sí, aunque muy poco, pero reitero que igual me impresionaba ansioso. Enseguida hizo un gesto más vital: pidió una bebida. Yo sentí algo de alivio porque lo vi recuperado. Así estuvo un rato, pensativo, mirando la copa hasta que sacó de un bolsillo de su saco una foto que elevó hasta la altura de sus ojos. Sospeché que la guardaba como resabio de algo muy querido, imaginando incluso que bien podía ser el motivo de su cerrada nostalgia. Se sumó sobre él un halo de intriga que ayudó a que el tiempo y el lugar se apoderaran de lo que sí era notorio: la triste soledad en la que finalmente parecía debatirse. Sin saber por qué imaginé que en la mente de ese hombre se apilaban espectros de miedo y mucha pena, y que cada vez que los removía retornaba al mismo y doloroso punto de partida. Me interrogué acerca de cuáles habrían sido sus sueños, y para ser honesto, si alguna vez le hubiese nacido la osadía de tenerlos.
Minutos después un reflejo de luz sobre su cara me hizo verle una mirada que destellaba brillo, incluso como si demorara lágrimas. Un fino temblor apareció en sus manos que progresivamente fue en aumento. De súbito se tapó los ojos, agachó la cabeza durante unos segundos, hasta que no pudo más y comenzó a llorar amargamente. La foto se le soltó o la tiró porque ahora yacía en el piso. Ese hombre, abatido como estaba, reclinó toda su anatomía sobre la mesa tomándose el pecho con una sola mano y así se quedó un rato. Yo me sentí tentado a tocarlo. Dudé sobre su situación. Cuando el mozo del bar, alertado de que algo raro pasaba, quiso llamarle la atención a ese cuerpo que parecía dormido, no pudo. Antes el hombre se desplomó de la silla donde estaba acomodado, entonces ya no hubo lugar a confusión. Esa pose, esa palidez, y esa frialdad eran las de la agonía o la misma muerte. ¡Qué otra cosa podía ser! La parca había hecho su trabajo.
Al rato no más una ambulancia vino a retirar el cadáver. Sobre el pecho yo le puse la foto que había permanecido a su lado, en el piso, y me persigné como Dios manda. A los pocos segundos se lo llevaron. El mozo, cabeza gacha y disimulando la conmoción, solo atinó a decir avergonzado que ese hombre, sencillamente, había muerto de tristeza.

jueves, 25 de junio de 2009

Campo abonado - Jorge X. Antares


Stephen estaba prisionero desde hacía una eternidad. El campo de concentración se había convertido en su hogar desde que su avión fuera derribado. Al principio intentó escapar pero descubrió que era prácticamente imposible atravesar esas paredes de grueso granito. Abatido por su impotencia, al poco, olvidó sus intentos de fuga e intentó vivir lo mejor posible dentro de las circunstancias. Descubrió que el director del campo, el coronel Wilhem, en el fondo no era mala persona. Incluso llegaron a entablar una creciente amistad debido a una afición común: A ambos les apasionaba la literatura, sobre todo la de anticipación y fantasía. El descubrimiento de esto, como son la mayoría, fue por casualidad. Un día, Stephen se fijó en un libro que sobresalía de uno de los bolsillos del coronel. Acuciado por la curiosidad, se acercó a ver de qué titulo se trataba. Wilhem se dio cuenta, sacó el libro de su bolsillo y se lo mostró. Stephen comentó que no era una mala historia, pero que le gustaba más la continuación. Desde entonces Stephen y Wilhem, siempre que podían, se reunían a hablar de su afición.
—Stephen, tenía razón. La continuación era mejor. Parece que vaya a haber una tercera parte ¿No cree?
—Efectivamente, coronel. Hay una tercera parte. Incluso hay más. Hasta siete.
—Me deja sorprendido. Es una pena que por el tema de la guerra no tenga acceso a ellas.
Stephen se quedó un momento pensativo. Veía en el coronel un alma gemela que, como él, se apasionaba por ese tipo de literatura. De pronto se le ocurrió una loca idea.
—Coronel, tal vez haya una solución. Yo he leído esos libros y me acuerdo perfectamente de lo que pasaba en ellos. Si quiere me puede proporcionar papel y lápiz, y yo se los escribiré con gusto.
—¿Sería capaz de hacer eso por mí?
—Por supuesto, coronel. No se me daba mal en la universidad. Será un placer. —Los dos hombres se dieron un apretón de manos.
Al día siguiente, Wilhem trajo los materiales que Stephen necesitaba. Aparte había conseguido una mesa y una silla cómoda, y además, una pequeña sorpresa: un tocadiscos con unos cuantos discos, que casualmente, eran los preferidos del cautivo.
—Esto es un lujo —comentó Stephen.
—Privilegios de coronel. Ahora, si me disculpa, tengo que atender otros asuntos.
—No se preocupe, coronel. Esta noche tendrá su primer capítulo. —Wilhem asintió con una sonrisa y se marchó.

El coronel llegó a su despacho, cerró cuidadosamente la puerta y accionó un botón que había a un lado de la mesa. De pronto, una luz blanca llenó sus retinas...
—¿Qué tal fue todo, Wilhem ? —preguntó un hombre calvo con bata de medico.
—Muy bien. Continúa la saga. Creo que en breve tendremos otro libro del gran Stephen Kirby en las librerías. Además, me ha dicho que las historias son siete en total.
—¿Siete? ¡Qué agradable sorpresa! Soy un fan suyo. Es una gran suerte.
—Suerte es haberle encontrado. Sus técnicas de inmersión en el subconsciente han permitido que pueda llegar a su cerebro. Creímos que después del accidente de coche y el coma en el que está ahora, habíamos perdido a un genio de las letras
—Estoy deseando ver esas páginas.
—Y yo, mi buen doctor. Como editor de Stephen, no me podía permitir el lujo de perderle...

Dame un beso, Kiss – Max Goldenberg


—Hola, cabo Kiss
—Uy, no empecés, Pato.
—Cabo, lo acabo. Allá yo, acá vos.
—Pato… no podés ser tan pelotudo
—Se lo digo de cabo a rabo, cabo: esto acabó. No de cabotaje: en Cabo de Hornos, en Cabo Cañaveral, en Ciudad del Cabo. Lleve a cabo, cabo, lo que le acabo de decir.
—¿A vos te pagan por decir boludeces? Me parece que estás en cualquiera. Te burlás de mí.
—Escuche, cabo Kiss, yo no me burlo de su investidura. Después de todo, el que habla es un masculino de aproximadamente treinta años de edad que se hace presente en el domicilio del cabo antes mencionado cuyo apellido se puede traducir como “BESO”. El dicente lo saluda propinándole un beso al precedentemente nombrado cabo Kiss o Beso en la mejilla derecha al mismo tiempo que con la palma de su mano izquierda le ofrece dos golpecitos en el omóplato derecho del oficial de la policía. Este golpeteo es aceptado por el cabo Kiss o Beso como parte del ritual masculino de salutación confraterna repitiendo simultáneamente el cabo Kiss o Beso el mismo procedimiento para con el dicente, de tal manera que se puede colegir que existe una amistad entre los masculinos.
—Pato, te lo digo en serio. Cortala. Yo no te jodo a vos con tu laburo o tu apellido. ¿Te gustaría que lo hiciera?
—En ese instante el cabo Kiss o Beso procede a intimidar al dicente de manera virulenta, atosigándolo con improperios y amenazas para con su trabajo y/o el apellido heredado de su progenitor masculino. Esta provocación origina una discusión entre el dicente y el cabo Kiss o Beso que no lleva a nada. Porque Nada posee movilidad y se desplaza por sus propios medios o automóvil.
—Decí que te quiero sino… te mato, Pato.
—El cabo Kiss o Beso procede luego a chantajear de manera improcedente al dicente bajo el engaño de entrega de amor o cariño a cambio del perdón de la vida. El dicente advierte esta coacción y se rehúsa a entregar su corazón. Mucho menos al cabo Kiss o Beso.
—La verdad es que no te cansás nunca vos, ¿no?
—El dicente consensúa con el cabo Kiss o Beso con relación al cansancio, agotamiento y/o extenuación que presenta luego de una charla plagada de improperios y, por qué no, injurias para con él de parte del cabo Kiss o Beso motivo por el cual el dicente decide retirarse al lavabo o excusado para realizar tareas propias del cualquier ser humano o animal que desea expulsar de su interior el material fecal que no desea mantener. Se retira entonces al decir “ME VOY A ECHAR UN CAGO Y VUELVO”.
—Ah que lindo… con ustedes: el embajador. ¿Ves cómo sos? Me gastás a mí y terminás siendo un guarango. Como siempre, bah. No sé de qué me quejo si siempre fuiste igual. Ahora serás el comisario pero yo te conozco, mascarita.
—Cabo Kiss… déjese de joder, carajo. Usted me cansó. Será mi hermano pero yo soy el comisario Kiss así que hágame caso y raje de acá. ¿Sabe qué? Archívese Kiss. Archívese.


Tomado de: http://max.com.ar/


[texto bajo licencia Safe Creative / todos los derechos reservados]

domingo, 21 de junio de 2009

Entre la cocina y el baño – Guillermo Fernando Rossini


Otro sábado sin ella y la casa gritaba su ausencia. Dejó el cigarrillo y el libro que estaba leyendo y se apoyó en el marco de la ventana para mirar la calle empapada por una lluvia interminable. Pasaron dos mujeres charlando animadamente bajo un paraguas compartido; un hombre con un elegante piloto corrió para subir a un taxi detenido en la acera de enfrente. Allá, en la esquina, una mujer, cuya cabeza estaba cubierta por la capucha del impermeable, se movía indecisa.. Volvió a su sillón, a su lectura y a su tristeza. Después de un rato, dejó de leer; recostó su cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Otra vez la idea de que la vida ya no tenía sentido le rondaba la cabeza. Se levantó, fue hasta el botiquín del baño y apretó con fuerza el frasco de pastillas. Se miró en el espejo y sólo vio una caricatura, un imperfecto boceto de hombre. Sonó el timbre y Federico apenas relacionó ese sonido con la llegada de alguien; lo registró, más bien, como el molesto zumbido de algún insecto. Sin embargo, dejó de mirarse en el espejo y salió del baño.
En la puerta de calle, Isabel esperaba, nerviosa, el momento del reencuentro. Pensaba explicarle todo acerca de la carta que le había dejado aquella noche, cuando se había ido repentinamente. La puerta se abrió y Federico, apenas sorprendido, la hizo pasar después de un corto pero intenso abrazo. Se sentaron en el living y, mientras ella se sacaba el piloto, él fue a la cocina a preparar algo para tomar. La escuchó encender el equipo de música y, un instante más tarde, una canción empezó a sonar. Suspiró. Lavó los pocillos, sacó la pava de la hornalla y preparó café para los dos. Cuando estaba poniendo el azúcar, tomo la decisión.
La sala estaba oscura y las dos figuras apenas se recortaban contra la ventana empañada.
—Nada es como antes ¿verdad? —dijo uno de los dos.
—Nada. Salvo que estamos juntos —contestó el otro.
—Sí —sentenció el primero que había hablado.
Cuando sintió que el mareo era demasiado fuerte, Isabel se dejó caer hacia atrás mientras veía como Federico ladeaba la cabeza y caía de costado, en su regazo. Trató de levantarse, pero sus piernas no le respondieron.
La noche empezó a invadir la casa. Paseó sus sombras por el hall de entrada, el living, pasó por arriba de los dos cuerpos abrazados en el sillón y, camino a los dormitorios, atrapó entre sus brazos oscuros un frasco de pastillas vacío, tirado en el piso entre la cocina y el baño.

Febril - José Luis Zárate


Parecía una erupción insignificante. El tatuaje había cicatrizado y, fuera de la tinta, no era más que piel normal. Pero la carne alrededor había enrojecido súbitamente, luego empezó a supurar, después aparecieron anormales excrecencias.
Viniste con miedo, yo era el quinto especialista que consultabas. Estabas dispuesta a probar cualquier cosa: el dolor no admitía réplica alguna.
No fue un proceso ortodoxo, lo sé. No fue una deducción lógica.
La carne deseaba librarse del tatuaje. Había desencadenado una ofensiva inmunológica. El cuerpo lo rechazaba.
Para que la piel regresara a la normalidad, bastó con retirarlo.
Estuviste tan agradecida que me visitaste una y otra vez, salimos juntos, nos enamoramos.
Hoy duermes junto a mí, puedo ver tu hombro desnudo, pongo mi palma en él, disfruto de la cálida sensación de tu carne. Demasiado cálida, febril.
Aparto la mano y veo en tu carne la erupción roja, el primer síntoma del rechazo. Marca, en tu hombro, la silueta de mis dedos.

Tomado de: http://zarate.blogspot.com/

Water Music - Leandro Javier Oyola


Mi abuelo era radioaficionado y el escritor estaba interesado en ese mundo. Por casualidad, una noche cruzaron frecuencias. Desde ese día las sesiones de diálogo comenzaron a extenderse hasta el amanecer.

La historia sucede en el pueblo del viejo. Borges se entera de ella en un viaje que tiene como motivo brindar una conferencia sobre un errático borrador del Martín Fierro que se había encontrado en una aislada pensión del Sur.

En esa ocasión, un aviador que al poco tiempo desaparece le cuenta los sucesos. Este ser enigmático entretuvo al escritor durante un par de horas. De regreso, la monotonía del viaje en tren a la capital federal terminó de redondear la narración de los hechos.

Cuando mi abuelo comenzó a escuchar el relato y a las interferencias platedas que lo hacían más veraz sintió que mucha gente se estaba perdiendo algo importante. Es probable que por esa razón me haya dejado un cuaderno de anotaciones con casi todas las narraciones que había escuchado durante esas noches. Es el gesto de la sangre que recupera las palabras que ahora son duplicadas por mí.

Me contaron una historia que sucedió cuando Río Negro todavía no era provincia y en las aguas del río se sembraban algunos cuerpos para alimentar cangrejos. Me contaron la historia de un asesino. Me refiero así al vacío. Sólo los jueces y los médicos pueden hablar de la muerte con cierta distancia científica. Este era el juez que escuchó la narración de los hechos que puedo calificar, amigo, de musicales:

En la vida real la acción más parecida al relato anónimo es la del crimen perfecto. Es un relato sin autor, lleno de magia, que lleva al investigador a perderse en conjeturas. Entonces, dijo, la única conclusión: un crimen develado es el descubrimiento del relato íntimo de un asesino. Es el descubrimiento de un sueño. Es haber establecido el relato del asesino sin que él sepa que ya ha sido descubierto. Lo demás es venganza, es realidad. Y la venganza sólo tiene sentido cuando uno está despierto le dijo Borges a mi abuelo que escuchaba el relato en el galponcito de las herramientas donde además tenía la radio y tomaba un cafecito con fernet.

Nadie ve desembarcar al que sueña, nadie ve el fango sagrado. No es perceptible el hombre que en el río asesina. ¿Usted ha escuchado a Handel? preguntó. Contestó que no. ¿Usted ha navegado por el río? Sí, contestó mi ancestro. Entonces, dijo el escritor, usted conoce a Handel. No es la condición excluyente navegar el Támesis. Un río es todos los ríos, aunque nunca se reconozca a sí mismo. El nombre y el continente son los detalles circunstanciales de esta historia.

Mi abuelo escuchaba y bebía bajo el frío clásico de las noches del sur patagónico tocado por la voz lejana y gris del anciano que contaba. El era parte del relato. Y toda la ciudad ya lo conocía, pero contado así era extraño y parecía renovado en la lejanía crocante de las interferencias de la radio.

El juez fue enviado por el estado federal. Para crucificar al infeliz público que tejía su red invitando a la gente a navegar en la lancha de la gobernación que era de madera coloreada, si se me permite el matiz, con barniz marino alemán. Un toque altisonante de líneas beteadas blancas y rojas. Un sillón y un bar, la lancha de la gobernación.

Y al lado, navegando por la desembocadura del Río Negro, cerca de ellos, de los pejerreyes, lisas y toninas, la otra embarcación, con toda la banda de la Policía del Territorio que ejecutaba de manera agresiva, en la mitad de la tormenta de los domingos de agosto mientras las olas inclementes sarandeaban el casco como si fuera de papel de arroz, la Música Acuática.

Por supuesto muy mal y algo desafinada, irreconocible. Pero lo que importa es el gesto de imitación a esa monarquía esplendorosa que se volvía a percibir en el futuro.

Imagínese, señor, la Música Acuática en el Río Negro, como en el Támesis, ejecutada por la Banda de la Policía, totalmente maníacos, temblando por el frío impersonal. E imagínese a los guardaespaldas delante de todos los ahí presentes cuando agarraban al invitado de turno y lo abandonaban en la mitad del estuario como si fuera un pez que recobraba la libertad. Como si fuera el objeto del perdón debido a Handel.

-Ahí va el pez libre- dijo.

Para eso mandaron al Juez de Buenos Aires. Para que el mandatario deje de liberar peces, que mientras la banda ejecutaba comenzaban a darse cuenta de que el mejor homenaje que se podía hacer a un enemigo era sepultarlo vivo bajo las aguas furiosas e inocentes y sin voluntad del estuario.

Para éso lo mandaron, para que los niños no siguieran encontrando entre los juncos a los peces muertos que tenían los ojos secos de tanto mirar las pinzas de los cangrejos, para terminar con esa extraña combinación entre la Patagonia y Handel. Y para que desmantelara a la Música Acuática que tanto agradaba.

Cuando se lo llevaron al manicomio sacó una mano para saludar desde abajo del periódico La Nueva Era y las esposas brillaron bajo la luz que se rotulaba en el metal. Al tiempo se escapa de manera misteriosa y nunca más se sabe de él. Igual que aquel aviador que me refirió esta historia hace muchos años.

El relato ya era conocido en el pueblo. Todos casi fuimos peces -pensó mi abuelo y bebió el último sorbo de café con fernet. Luego, antes de apagar el equipo escuchó con deleite el sonido gris y crocante de la noche que emergía por el parlante de veinte wats.

Extraído con autorización de: http://leocarpediem.blogspot.com

La revelación de Ibn Al-Tabib – Paulus Deluca


En el nombre de Dios, El Clemente y Misericordioso.
La noche aún en tránsito hacia el día. No serían más de las tres, a lo mejor las cuatro. Tras tres días de dolor intenso y fiebres, otros tres de insomnio se abrían paso. La casa entera respiraba con el ritmo acompasado y profundo del sueño de los inocentes que flotaba sobre el bajo continuo del compresor de la nevera. Algo más allá, la secadora pedía con tres vueltas de tambor y un leve pitido que alguien la apagara.
Salvo por el resplandor del televisor ante el que infructuosamente buscaba conciliar el sueño, la casa estaba a oscuras. En alguna calleja del barrio, el camión de la basura aceleró y frenó a los pocos metros, temblando como si pudiera desmontarse por completo en cualquier momento.
Abu-Bakr Mohammad Ibn Al-Tabib lanzó la bocanada de humo hacia el televisor y aplastó la colilla en el cenicero. Suspiró profundamente. Lejos, en algún punto cercano al horizonte, sonó indolentemente un trueno.
—Los ángeles corren los muebles para fregar las nubes —recordó que contaba de niño a sus hermanos—. Será San Pedro, a quien la mala conciencia tampoco deja dormir... —Sonrió. Cerró los ojos y recibió como una bendición un cuarto de hora o algo así de un dormir ligero e intranquilo de sueños fragmentados y recurrentes, uno dentro del otro.
Ibn Al Tabib abrió sobresaltado los ojos de par en par. Boqueó profundamente para llenar los pulmones. Sólo había sido un sueño: Su hijo menor lo llamaba desde su habitación. Ibn Al-Tabib se asomó al vano de la puerta para encontrárselo desnudo, envuelto en el halo de una tenue luz blanca, de pie sobre la cama y armado de una espada llameante con la que señalaba alternativamente hacia la noche más allá de la ventana y al suelo, frente a su cama.
Se postró entonces de rodillas ante la cama y apoyando las palmas de las manos en el suelo humilló la cabeza ante su hijo. Recibió un golpe en la base del cráneo, algo por encima de la nuca y sobre el peñasco derecho: un plop doloroso y fulgurante que sonó como si hubieran descorchado una botella dentro de su cabeza mientras su vista se teñía de una luz blanca y cegadora que ocultó por un instante el mundo entero a sus ojos.
Ibn Al Tabib abrió esta vez sobresaltado los ojos de par en par. Boqueó profundamente para llenar los pulmones. Sólo había sido un sueño: Su hijo menor lo llamaba desde su habitación. Ibn Al-Tabib se asomó al vano de la puerta para encontrárselo desnudo, envuelto en el halo de una tenue luz blanca, de pie sobre la cama y armado de una espada llameante con la que señalaba alternativamente hacia la noche más allá de la ventana y al suelo, frente a su cama.
Se postró entonces de rodillas ante la cama y apoyando las palmas de las manos en el suelo humilló la cabeza ante su hijo. Recibió un golpe en la base del cráneo, algo por encima de la nuca y sobre el peñasco derecho: un plop doloroso y fulgurante que sonó como si hubieran descorchado una botella dentro de su cabeza mientras su vista se teñía de una luz blanca y cegadora que ocultó por un instante el mundo entero a sus ojos.
Presa del pánico, Ibn Al Tabib abrió una vez más los ojos de par en par. Boqueó profundamente para llenar los pulmones. La casa estaba en silencio y todo había sido únicamente un sueño:
Oyó a su su hijo menor que lo llamaba desde su habitación. Ibn Al-Tabib se asomó al vano de la puerta para encontrárselo desnudo, envuelto en el halo de una tenue luz blanca, de pie sobre la cama y armado de una espada llameante con la que señalaba alternativamente hacia la noche más allá de la ventana y al suelo, frente a su cama.
Se postró entonces de rodillas ante la cama y apoyando las palmas de las manos en el suelo humilló la cabeza ante su hijo. Recibió un golpe en la base del cráneo, algo por encima de la nuca y sobre el peñasco derecho: un plop doloroso y fulgurante que sonó como si hubieran descorchado una botella dentro de su cabeza mientras su vista se teñía de una luz blanca y cegadora que ocultó por un instante el mundo entero a sus ojos.
Ahogando en llanto e in extremis un grito, abrió los ojos que se le llenaron con un lanzazo en el pecho de luz blanca.
Levantó un puño cerrado en actitud defensiva y mientras intentaba incorporarse, con la otra manoteó, queriendo asir el aire.
Sintió un cuerpo desnudo, menudo pero fuerte frente a él y una voz angelical que susurrando le decía: —Papá, pipí... Baño.
Sus pupilas se acostumbraron enseguida a la luz de la lámpara que el niño había encendido. Aliviado, aunque profundamente avergonzado, bajó el puño. Se incorporó rápidamente, apagó la luz y tomando al niño en brazos lo llevó al cuarto de baño.
Ahí, sentado en la taza, el niño señaló hacia la negra noche ahí fuera. —Noche, papá. ¿No está el día? —Ibn Al-Tabib sintió entonces, tan real y centelleante como en el sueño fractal anterior la punzada de dolor y el plop fulgurante, como si hubieran descorchado una botella en el interior de su cabeza, mientras la vista se le llenaba de una potente luz de tono lechoso que ocultó por un instante el mundo entero a sus ojos.

Tomado de: http://paulus-de-best.blogspot.com/

Tiempo falso sobre la fría loza - David Santiago Vargas Duarte


El ambiente se mostraba frío y solitario. El aire que pegaba en mi rostro era de esos que se volvían cortantes. Veía las cosas pasar delante de mí, impotente por no poder hacer nada, inútil. Mi mirada se perdía en pequeños pero tensos instantes. Recordaba en ese momento fugaz pero eterno cuánto había sufrido por vivir, por sentir aquellas penas que ahora se esfumaban y no tenían ya sentido alguno. Intenté mostrar una lágrima, pero las circunstancias no me lo permitían, no quería, no valdría la pena intentarlo. ¡Qué fugaz había sido todo aquello! Una brisa seca me pegaba por la espalda y me helaba la sangre. Dolor infame e injusto, ya no me dejaba vivir. El tiempo se detuvo desde mis pies hasta mi cabeza, progresivamente, como una enfermedad que me consumía lentamente. Un veneno inevitable, triste, temido.
Veía el cielo. Un pequeño resplandor se formó en mi mirada. Pensé en sonreír, mas no lo intenté, ya que ni el tiempo ni las circunstancias lo permitían. El tiempo se volvía más efímero, pero infinito. Estaba en un estado entre las circunstancias de mi tragedia y mi padecimiento, un estado del cual yo no podía huir, por más cobarde que fuera. Siempre lo fui.
Apoyaba dolorosamente mis manos en el pavimento. Luego, mi cuerpo se tendió inevitablemente sobre la fría loza. Era un frío irónico y burlón que odié brevemente. Ya extrañaba mi corazón, sus latidos y sus ganas de vivir para seguir sufriendo miserablemente.
Mi cuerpo tendido miraba al cielo. Estaba opaco y triste, como un invierno solitario en el cual mi corazón moribundo se sentía ignorado.
Ya no podía sentir odio. Odié eso hasta el final. Mi respiración seguía el ritmo defectuoso de un antiguo reloj cuyas horas ya no importaban, ya habían dejado de serlo.
Mis manos buscaban frenéticamente, aunque no sabían lo que buscaban. Luego ya deseche cualquier intento de gastar mi aliento.
Hacía más frío. Me penetraba, aunque ya no dolía. Pronto mi mente se convirtió en un remolino de antiguos recuerdos que saltaban ante mí en medio de una progresiva oscuridad. Se bañaban en mi sangre. Mis memorias torturaban mi mente, y ésta se revolvía tristemente. Luego, mis ojos se perdieron en la nada y vi ese resplandor fugaz y fatídico. Lo recordaba. El brillo de mi destino.
Ya no había tiempo para lágrimas. El frío me penetraba aún más y se confundía con el de mi cuerpo. El aliento se enfriaba, apagándose lentamente. Ya me había sumergido en sombras y ahora sólo esperaba con resignación. ¿Justo? ¿Qué es justo? Ya no importó, dejaba de serlo por muchas razones.
Escuchaba mis suspiros perdidos y solitarios bajo la agonía de la carne. Ya no era mi carne. Ya no me pertenecía.
El reloj se detenía mientras mi figura se convertía en parte de un paisaje triste y perturbador. Rompía una cotidianidad, o eso creía. ¿Dónde estaba mi corazón? ¡Qué frío! Era un frío seco y triste que me abandonaba.
Ya dejaba de ser yo. Deseché cualquier esfuerzo y comencé a perderme en un vacío desconsolador.
El frío se apagó. Estaba perdido en la nada. Me convertía en algo que ya no contenía recuerdos, que no valía la pena.
Di un gemido largo, doloroso y fatídico, causado por un reflejo de algo que dejaba ir sin extrañarlo. Me perdí. Me perdí para siempre.
La manecillas del reloj volvían a correr, repentinas y cotidianas, más aún, monótonas. Ya había dejado de ser inevitablemente yo. Ahora, sólo me convertía un cuerpo frío, con el corazón herido por un brillo metálico. Un brillo de metal fatídico.
Mi sangre se perdía incontenible y sin importancia alguna, sólo escapaba. Dejaba el cuerpo de algo que ya había dejado de ser. Mi tiempo se acabó. Ahora, el ambiente frío y solitario seguía su rumbo. Continuó el tiempo. Hubiera querido poder odiarlo.

El perro en el fin del mundo - Nancy Jane Moore


Tengo un perro.
Suena vulgar, pero lo que lo vuelve diferente es el contexto. Donde vivimos, hace cinco años que no llueve. No crece nada: no hay tierra fértil en la que sembrar una planta. Mucho polvo, pero que vuela permanentemente a través del aire.
Las plantas que solían crecer se han muerto. Los animales, las plantas, todo lo que acostumbrábamos comer se ha muerto. Muchas de las personas que solían comer los animales y las plantas que antes crecían, también se han muerto. Los pocos que permanecemos vivos lo hemos logrado porque somos expertos en hacer las colas para recibir la comida de caridad, enviada desde lugares donde aún hay plantas y animales. Encontrarse entre las primeras personas de la fila y tener la energía para permanecer allí durante trece horas de un tirón es la mayor muestra de destreza para sobrevivir.
En este contexto, el tener un perro significa que hay algo para la cena.
En realidad, no es que tenga un perro: ya comimos los perros hace mucho tiempo.
Solía tener un gato. Los gatos sobrevivieron a los perros, son peor alimento, poseen un sabor muy grasoso. En general, los predadores no son fuentes de comida sabrosa. Los gatos ganaron su permanencia al lograr alejar a las ratas de los graneros. Eso sucedió por un tiempo, hasta que decidimos que los ratones eran demasiado nutritivos para desperdiciarlos en los gatos.
Por supuesto que no tengo un perro. Sólo estaba señalando el punto.
Sinceramente, hemos ido más allá de los perros, gatos y ratones. Se ha recibido más de un informe sobre canibalismo y estoy dispuesta a apostar que por cada incidente del que hemos tenido noticias, hay diez que nadie menciona. Hasta ahora se ha escuchado que la gente que fue comida, falleció de causas naturales. Las personas explicaron que no podían enfrentarse al acto de apisonar toda esa comida en un agujero en la tierra.
Pero si aún no se ha matado a nadie para la cena, esto es sólo cuestión de tiempo.
Dije que no tengo realmente un perro, ¿dónde podría conseguir uno, hoy en día?
Cada semana solía llegar la comida de la caridad. El año pasado comenzamos a recibirla dos veces al mes. A comienzos de este año nos dijeron que los embarques llegarían solamente una vez en el mes. Conseguimos la misma cantidad de comida que antes: una libra de arroz, una libra de alubias y una libra de trigo.
Todos padecen escorbuto y ninguna criatura ha vivido más de tres meses en un año y medio.
¡Es un chihuahua, por amor de Dios! Piel y huesos. No hay suficiente carne en él para que alguien lo disfrute.
El pozo local se secó y ahora tenemos que caminar cinco millas para conseguir un poco de agua. Cada semana, sólo conseguimos tres galones: nadie se preocupa por usarla para bañarse, beberla es lo más importante.
También hace calor. Acá, el sol siempre ha sido implacable, pero ahora ni siquiera podemos sentarnos bajo un árbol.
Los vecinos se apoderaron de mi perro. Cuando lo mataron, lo escuché gritar y lloré por primera vez en meses.
Lo asaron.
Comí una porción.
Desde hace siete semanas que no llega la comida de caridad. Algunos dicen que ha ocurrido algún nuevo desastre, que ya no está de moda preocuparse por nosotros. Otros dicen que hoy en día aún los ricos pasan hambre y que todo el mundo está en problemas.
Hace diez días que murió un vecino. Ni siquiera hablamos de eso. Cada uno de nosotros contribuyó con madera de nuestras casas para el fuego del asado.
Me hice de cuenta de que esa era otra forma de cremación. Pero comí un poco. Grasosa, como la de los gatos.
Hace tres días que no como. Ayer traté de ir a buscar agua, pero me desmayé en la ruta. Cuando recobré el conocimiento, me arrastré hasta mi casa. Nadie me ayudó.
Ahora todos me observan. Depende sólo de cuánto una persona pueda subsistir sin agua. Un par de personas han pasado por aquí: me trajeron un vaso, para que tomara un sorbo. Aprecio el gesto, aunque sé que lo hacen para sentirse menos culpables cuando les llegue el turno de disfrutar de mis restos.

Título original: “The Dog at the End of the World”
Traducción del inglés: María del Pilar Jorge

http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/nancy-jane-moore.html

viernes, 19 de junio de 2009

Troyanos - Antonio J. Cebrián



En el silencio de la noche, la pequeña trampilla de madera del enorme caballo se abre y un puñado de griegos desciende con sigilo. Uno de ellos, espada en mano, se encara con un troyano reclinado en la escalinata de un templo. Cuando la espada se cierne sobre su cuello, el troyano, a pesar de estar ebrio, acierta a decir:
—Tengo un mensaje para ti.
Y extiende la mano, donde sujeta un pequeño rollo de pergamino.
El griego, desconcertado, ensarta al troyano con la espada —la misión antes que nada— y luego recoge el pergamino. Lo despliega ante sí y observa turbado el extraño e incomprensible texto. Las letras comienzan a moverse, se reúnen en el centro del pergamino y empiezan a formar hipnóticos remolinos que se desplazan zigzagueantes hacia la parte inferior aglomerándose alrededor de sus dedos. Luego, antes de que el griego pueda evitarlo, comienzan a salir del pergamino y a deslizarse sobre su piel. Avanzan por sus dedos y alcanzan la mano. Arroja el pergamino y lo destroza con la espada, pero ya es tarde; las letras se diseminan por el brazo y trepan hacia el hombro. Instantes después, el soldado se desploma con los ojos en blanco. Uno tras otro los griegos caen al suelo y quedan inertes. Ahora sólo son hardware vacío; sus discos duros están en blanco.

Biografía: Antonio J. Cebrián

De Tizianos y Bosones - Javier López y Héctor Ranea


Airto Ranick tenía unos orígenes inciertos. Él se consideraba italo-argentino. Pero de dónde procedía en realidad, escuché mil y una versiones. La más plausible es que una cápsula espacial lo dejó un buen día a las puertas de la maternidad de algún lugar que nunca ha sido revelado, para regocijo de sus padres.
De Frank J. Luppi no se sabía nada hasta que apareció por Facebook haciéndose pasar por escritor de minificciones. En realidad era un holgazán con título nobiliario y posesiones inmerecidas.
Dos personas con esas trayectorias tenían que conocerse.
Luppi había publicado en su muro una foto del cuadro de Tiziano "Amor Sacro y Profano". Ésto no sería más que una anécdota, si no fuera porque la naturaleza curiosa y el gusto por el arte renacentista de Ranick iban a llevar la historia mucho más lejos.
Los comentarios sobre la foto pronto tomaron un cariz comprometido para Luppi, y le pareció que Ranick descubría algo que a él se le antojaba inconveniente. Así que pasaron a las conversaciones privadas:

—¿En verdad de dónde sacaste esa foto, Frank?.
—Tengo una copia del Tiziano en mi palacio de Bari.
—Ah bien. Interesante lo de tu palacio. Pero desde que la vi pensé que era una foto del original, que está en la Galleria Borghese, en Roma.
—Nunca he estado en esa galería —aseguró Luppi.

Días después Luppi iba a recibir un correo de Ranick que lo dejó estupefacto.

Frank:
Que seas un gangster me trae al pairo. Pero no que seas un mentiroso. Tienes el original del Tiziano.

De inmediato, Luppi sintió una irresistible curiosidad por saber cómo, a través de una simple foto en Facebook, ese hombre había descubierto lo que ni técnicas cromatográficas, ni rayos X, habrían sido capaces de revelar. Así que no tardó en contestarle.

Airto:
No me queda otra que reconocerlo. Confío en que será un secreto bien guardado. Pero dime cómo demonios lo has descubierto, o me estallará la cabeza.

Un par de días más tarde llegó un nuevo mensaje de Ranick:

Querido Frank:
La ciencia y el progreso se nutren de las casualidades. Pero si no hay ojo entrenado capaz de captarlas, no hay ciencia.
Yo era discípulo de Tiziano, y aquella tarde de primavera de 1514 (ahora comprenderás por qué hay tanta leyenda sobre mí, ¡¡juas!!), el maestro merendaba a la par que daba los últimos retoques a su "Amor Sacro y Profano". Una tostada con miel en la siniestra; el pincel en la diestra. Un descuido, y unas gotas de miel cayeron sobre el lienzo. Instintivamente, en lugar de limpiarlas, aplicó unas elegantes pinceladas, mezclando miel y óleo en perfecta síntesis de textura y color.
Cuando publicaste tu foto, me fui a buscar un mate para contemplarla detenidamente. Yo uso un protector de pantalla con fondo blanco y una docena de moscas revoloteando. Tan realista, que a veces he visto a mi mujer atizándole al monitor con una raqueta, pero éste no es el caso ahora. Cuando regresé vi que las moscas habían escapado del salvapantallas y estaban en el Facebook zumbando alrededor del cuadro, las muy golosas.
Y ahora te propongo algo. Me has hablado mucho de tu interés por visitar el acelerador de Ginebra y contemplar la aparición del bosón de Higgs. Queda poco tiempo, probablemente será en octubre. Tengo amigos en el CERN y podría conseguirte una credencial... pero a cambio, los días que estés en Ginebra, me quedaría en Bari junto al lienzo.

Luppi no podía creerlo. Siempre había sentido curiosidad por aquel hombre mezcla de científico y poeta. Y ahora resultaba que era un Inmortal erudito. Eso unido a que la Interpol le pisaba los talones por sus negocios con obras de arte, le hizo aceptar inmediatamente. Cuando el acelerador de Ginebra revelara la partícula de Dios, aprovecharía para escabullirse a través del túnel de gusano que habían previsto que se formara durante unos nanosegundos.
Luppi pasó los meses de verano con miedo a que la policía se adelantara a sus movimientos. Ranick se tomó unas vacaciones y desapareció. Pero, a mediados de septiembre, le escribió de nuevo.

Frank:
He regresado. Vuelo el 8 de octubre a Casablanca. Espero encontrarte en el aeropuerto de madrugada.

Los días de espera se hicieron tensos para los dos. Ranick soñaba con sumergirse de nuevo en el mundo renacentista y Luppi con dejar a la Interpol a un año luz.
Se encontraron al fin, en la fecha acordada. Llegaban con el tiempo justo de tomar cada uno su vuelo. Así que intercambiaron palabras, llaves y credenciales. Quizá nunca volverían a verse, porque Luppi tenía bien trazado el plan de huida, pero no tenía ni idea de adónde iría a parar. De todas maneras, pensaba que un título nobiliario sería algo ventajoso en cualquier rincón de la galaxia.
Cuando se despidieron, Airto tomó la mano de Frank, estrechándola y sacudiéndola mientras esbozaba una sonrisa mezcla afecto y complicidad:

—Éste puede ser el principio de una gran minificción.

Y ambos desaparecieron entre la niebla de la pista del aeropuerto.

Goteras - José Vicente Ortuño



Un salón en penumbra. Afuera llueve. El agua resbala sobre los cristales del ventanal, como una densa cortina líquida, no permite ver el exterior. Sobre el suelo enmoquetado hay una mujer sentada sobre sus talones. Viste un camisón largo y blanco, que no logra ocultar la extrema delgadez de su cuerpo. Su melena, larga y negra, le cae sobre la cara. Oculta las manos en su regazo. Ante ella hay un televisor encendido. La pantalla muestra la imagen de esa misma habitación y la mujer ante el televisor, en el cual aparece la habitación y la mujer ante el televisor. La escena se repite hasta el infinito, aunque a ojos de un observador sólo se distingue media docena de veces antes de perderse de vista.
En la estancia reina el silencio, sólo se escucha el repicar rítmico de una gotera, que cae incesante sobre la moqueta ya empapada. La mujer, y sus dobles televisivos, se balancean adelante y atrás, al ritmo que marcan las gotas al estrellarse contra el suelo encharcado.
La lluvia no cesa, ni arrecia, se limita a deslizarse sin tregua sobre los cristales. La luz mortecina que los atraviesa, tampoco cambia. Es imposible distinguir qué hora es. Sólo la gotera y el charco creciente marcan el paso del tiempo. El resto es un círculo: La pantalla multiplica la estancia, la mujer que se balancea, la gotera incesante y el charco creciente.
El agua de la filtración ha creado un pequeño estanque, un espejo oscuro que devuelve el relejo del salón, la mujer y el televisor, apenas distorsionados por las ondas que produce la caída de las gotas.
Súbitamente la gotera se detiene. La mujer cesa su balanceo. Gira su torso. Extiende las manos. Son delgadas, esqueléticas. A través de la piel, de un tono grisáceo, se aprecian venas azuladas. Las uñas son largas y amoratadas, casi negras. Apoya las manos como garras en el suelo. Engarfia las uñas sobre la moqueta y se arrastra. Sus infinitos clones en la televisión la imitan uno tras de otro, en lenta secuencia.
Se aleja del televisor, se desliza con lentitud hacia el espejo líquido que inunda media habitación. Su avance tan lento como el del agua, como si cada uno fuese al encuentro del otro.
Al fin se tocan. La mujer se sumerge en el agua con despacio que apenas perturba su quietud, ésta la acoge en su seno sin inmutarse. Se funden. El charco parece no tener fondo. Como un abismo que se abriese hacia algún lugar remoto y desconocido.
La sala se queda vacía. El leve resplandor que emite la televisión ilumina la moqueta vacía. Trascurre un tiempo imposible de medir. La gotera se reanuda, pero las gotas ya no caen, sino que suben. Una tras otra se elevan en silencio y se introducen en la grieta del techo por donde cayeron. Con la misma lentitud con que se formó, el charco retrocede, se encoge y desaparece. La moqueta queda tan seca como al principio. La lluvia continúa en el exterior. En el interior nada se mueve. La televisión se apaga.

Un cuarto de baño con las paredes alicatadas de azulejos blancos. La luz mortecina de dos velas ilumina la estancia. La bañera está llena a rebosar. Tenues penachos de vapor indican que el agua está caliente. Una mujer joven yace sumergida hasta el cuello en su interior. Tiene la cabeza apoyada en una toalla doblada. Duerme. Su respiración es pausada, tan suave que no agita el agua.
Afuera llueve. Por el cristal translúcido de la ventana se desliza una densa cortina de agua. A intervalos precisos una gota cae del grifo, rompe el silencio y crea un pequeño círculo de ondas en la superficie del agua, luego regresa el silencio.
Las velas se consumen de forma casi imperceptible. Son lo único que indica el paso del tiempo. El agua de la bañera deja de emitir vapor, se enfría. La muchacha no parece notarlo.
Algo sombrío oscurece el agua tan despacio que parece no moverse, sin embargo, milímetro a milímetro, un bulto negro rompe la tensión superficial y emerge frente a la joven dormida. Es una cabeza, tiene el pelo largo y negro, tras ella surgen unos hombros, y una espalda huesuda y encorvada. Viste una prenda blanca. La tela mojada se transparenta, muestra piel lívida sobre huesos angulosos.
El torso de mujer emerge. El pelo largo cae empapado sobre su rostro, sin embargo, a su través se percibe la mirada vacía de unos ojos sin iris.
Con la misma lentitud con que emergió, saca del agua una mano esquelética, una garra de dedos deformes, piel gris y uñas negras. La extiende hacia el rostro de la muchacha. A través del cabello se entrevé una mueca retorcida, escalofriante, que podría confundirse con una sonrisa; pero no lo es. La garra se cierne sobre el rostro de la joven, que no parece advertir la macabra presencia, sin embargo, comienza a sumergirse como si cediese ante una presión invisible. La chica desaparece tragada por un abismo sin fondo en lugar de una simple bañera.
La mujer pálida se sumerge muy lentamente hasta desaparecer por completo.
La bañera sigue llena de agua, pero ya nadie la ocupa. El grifo ha dejado de gotear. El silencio es absoluto. La lluvia continúa en el exterior. Las velas se consumen y se apagan con un chisporroteo. Oscuridad.

Antes de que comenzasen a salir los títulos de crédito, que de todas formas me era imposible leer, apagué la televisión y arrojé el mando a distancia sobre el sofá. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Sentía un gran vacío en mi interior. Tras doce horas visionando películas de terror japonesas no había comprendido nada, ni siquiera quienes eran el niño pálido de mirada perdida, que aparece en ascensores y pasillos, y la mujer de los pelos sobre la cara, que se arrastra por el suelo. Lo único que tengo claro es que debo ser impermeable al terror japonés.

miércoles, 17 de junio de 2009

El rotor del mengalope - Max Goldenberg


En el viejo taller de Palermo, Tito Gómez levanta el capó y menea la cabeza. Lorenzo lo mira, preocupado, porque sabe que sabe que no sabe sobre motores ni quiere saberlo. Entonces tiene que hacer de cuenta de que es un experto. Se acerca a Tito, que ahora se muerde el labio inferior mientras sigue moviendo la cabeza.
—¿Y Tito? ¿Es el paso a paso, no?
—Ma que el paso a paso… este auto tiene la rosqueta de tirbulato jodida. Encima para llegar a la puta rosqueta hay que levantar el motor…
Cuando Tito pronunció esa frase, a Lorenzo le corrió un escalofrío por toda la espalda. No tenía ni idea de mecánica pero sabía que “levantar el motor” equivalía a sacrificar las vacaciones y parte del living.
—¿Estás seguro, Tito, de que es la rosqueta? Capaz que si entramos por abajo, llegamos directo sin tocar el… ¿cómo se llama?
—¿El rotor de mengalope? —ayudó Tito.
Lorenzo siempre se preguntaba quién era el que inventaba los nombres a las partes de los autos. Nunca “manguerita” o “tornillito” que era lo que al menos él veía cuando desarmaban los mecánicos sus autos. Seguro que el que decidía las nomenclaturas buscaba a propósito nombres complicados. “Ah… ¿querés saber de autos y motores? Bueno, aprendete los nombres” debe haber pensado el muy turro.
—¡Eso! —exclamó Lorenzo sin tener la menor idea de lo que hablaba—. El rotor de escalope.
—Mengalope, Lorenzo. Mengalope.
—Bueno, es lo mismo Tito. Nos mandamos sin tocar el rotor y le damos a la rosqueta de triunvirato.
—Tirbulato.
—¿Es una rosqueta?
—Sí.
—Listo, Tito. No rompas las bolas. ¿Le damos o no le damos?
Una de las cosas que Lorenzo había aprendido era a hablar en la primera persona del plural con los mecánicos. Unirlos, que se sientan en el mismo grupo que uno. Nada de menosprecio sino todo lo contrario. Dar noción de cofradía. Siempre el plural hace que todo parezca menos difícil solamente porque uno va a estar ahí con el mecánico, codo a codo. Aunque sea para molestar.
—No sé Lorenzo, no sé. Si ponemos el auto en el foso, yo me meto por abajo directo pero si toco el rotor de mengalope se caga la tira de bueye y ahí sí estamos fritos.
—Bueyes
—¿Cómo?
—Digo, o es buey o es bueyes. Pero bueye no puede ser Tito. Pensalo. Además, ¿tira de bueyes? ¿qué carajos es la tira de bueyes?
—Es bueye. La tira de bueye es una manguerita que une el tornillito del retén con el tornillito del otro retén.
—¿Y entonces por qué no le dicen manguerita y listo, Tito?
—Que sé yo Lorenzo. Se llama así. ¿Yo te pregunto por qué te llamás Lorenzo? No. Te digo “Hola, Lorenzo” y listo. Vamos a levantar el motor y dejate de joder. Eso sí, va a estar salado el tema.
—Yo soy hípertenso, Tito. No puedo comer sal. Así que hagamos algo sin sal y no hay problemas. Je je…
El humor siempre fue de la mano con la mecánica general. Lorenzo sabía de ese tema y trataba de ser simpático y entrador con los mecánicos. Ellos eran personas muy raras pero a las que les gustaba el buen humor y la alegría. Tener a mano algunos chascarrillos siempre era una buena idea.
También sabía que no había que demostrar las flaquezas frente a un mecánico porque era la perdición. Si ellos detectaban la mínima vacilación, la duda más leve, el parpadeo oscilante de cualquier ojo, caerían sobre el dueño del automotor como un león hambriento sobre los pobres cervatillos. Había que ser firmes, confundirlos, hacerles creer que se sabía del tema. Que los mecánicos hacían el trabajo sólo porque uno no quería ensuciarse las manos.
—Tito —empezó Lorenzo sin dejar lugar a ninguna injerencia de nadie en el taller—, me parece que si el piterospolum o vale se funde con el danonino puede lograr que el big mac se raspe y haga que el cucurucho bañado no funcione como corresponde. Si levantamos el motor, la rosca de pascua se chicle jirafa y ahí estamos sonados. Lo que yo creo es que hay que agarrar la llave inglesa y darle y darle sin pasar por el cid campeador y mandarse de lleno por abajo para no saturar el parque centenario porque si pasa eso, bueno… estamos al horno con papas nuasét, el rotor de mengalope y la tira de bueye.
El secreto es siempre terminar con algo que el mecánico haya dicho. Envolverlo como sea pero jamás hay que finalizar con cualquier cosa. Siempre, siempre, siempre con algo de verdad.
—Lorenzo —dijo Tito secándose la frente con una franela verde musgo—, no te entendí un carajo. Pero dejame el coche y venilo a buscar mañana a la mañana que de alguna forma lo resolvemos.
Lorenzo saludó a Tito con dos golpecitos en la espalda y salió del taller con una sonrisa en la cara. Paró un taxi y se fue al café del Turco García. De pronto, le había agarrado hambre.

Tomado de: http://max.com.ar/
[texto bajo licencia Safe Creative / todos los derechos reservados]

Mojito - Héctor Ranea


Llenó un vaso con las dos terceras partes de ron, el otro tercio de agua, dos cucharas de azúcar, perfumó con menta fresca, unas gotas de angostura y puso hielo, mucho hielo y agregó, ya que limón no tenía, unas gotas de un licor de limón que una amiga le había regalado. Mientras bebía el mojito especial puso en el tocadiscos el Réquiem de Mozart. Bebió con demasiada rapidez y ya en el Kyrie estaba como olvidada de qué tenía que hacer.
Su fuerza de voluntad la impulsó, sin embargo, para aprovechar esa oportuna soledad que había encontrado tan súbitamente. Se levantó y fue a la cocina, un poco borracha, pero casi feliz. Antes de poner todo en orden para cocinar su plato favorito (¿también el de él?) se preparó otro mojito pero sin limón, con menos agua, más alcohólico que el anterior, total, tenía ya preparado el medallón de lomo y las verduras que harían el contorno. Puso la plancha a calentar mientras ordenaba la cocina.
El gato le pidió entrar. Le abrió la puerta, lo acarició. Una belleza ese pelo de otoño, tan suave. Estaba un poco frío. Las noches de otoño son frescas, pensó. Verificó que la plancha estuviera bien caliente, como él siempre dice que tiene que ser. Puso a asar la carne y las verduras, perfumadas con menta, como el mojito. Como no veía bien después de tanto alcohol, se quemó un poco la yema de los dedos pulgar e índice de la zurda dando vueltas las verduras mientras se asaba la carne. Un buen churrasco de lomo en una costra de pimientas en las que había ardido por horas en la heladera. Una maravilla. El aroma era delicioso. Las pimientas hacían oler a pubis recién lavado y a limones extraños. Las verduras exudaban una leche que las dejaba tiernas y Mozart contribuía al clima general del espíritu ascendiendo. Dio vueltas las verduras, rotó el churrasco para que los rombos decoraran el plato y se sirvió un poco de ron puro, apenas perfumado por el remanente de menta. Vigiló la plancha para que nada estuviese fuera de punto. Agregó un ajo antes de dar la vuelta al churrasco para dar un condimento especial y cuando parecía todo listo, arrojó algo de ron que se inflamó.
Preparó su plato para servirlo. Le gustaba ser prolija. Puso primero las verduras en el plato, mientras apagaba la hornalla y dejaba unos segundos más la carne (que de todas maneras le gustaba cruda) y adornó todo con romero, mientras buscaba la pinza para poner la carne en el plato.
Ya al prepararse el primer mojito había abierto la botella de vino para que adquiriera todos los sabores que parecía que tenía que tener. Se sirvió una copa al terminar de asar la carne. Lo olfateó mientras iba hacia la mesa. Estaba en su momento más especial, el vino. Hacía juego con ella.
Se sentó frente al plato cuando estaba por terminar el Kyrie, pero había programado al tocadiscos para que repitiera así que, poco después de sentarse a comer, escuchó de nuevo esas palabras de súplica. Comió con serenidad, con el cuchillo de él, afilado como una navaja, encontrando en cada mordisco una palabra, un adjetivo (siempre dijo que los argentinos no podrían hablar de no ser por los adjetivos) y bebiendo de a sorbos como para bajar toda la botella o lo máximo que pudiera de ella en el menor tiempo posible.
A esa altura de los acontecimientos el mojito ni siquiera era un recuerdo y el lomo con tres mordiscos se enfriaba en el plato mientras ella escribía en un papel las palabras finales del Kyrie. Se fue a la habitación con la botella colgando de su mano. Él estaba tan muerto como lo había dejado, con la amante aún abrazada a su cuello y las puñaladas enrojecidas de sangre violeta. Los miró casi sin comprender. En un arranque de voluntad manejada por los mojitos, con el cuchillo se cortó estúpidamente la garganta y su sangre acompañó el canto del Kyrie, se arrepintió un segundo después.
A la mañana siguiente encontraron tres cadáveres y un bife de lomo a la pimienta frío apenas comido mientras sonaba por vez mil treinta el Kyrie. Dales la luz.

Juanita - Eduardo Betas



Tendría diez años cuando Juanita Schwarzman me “dejó” ser su novio. Ambos íbamos a la misma escuela pública. El mismo día que a mí me dijo que sí, también le había dicho un “No” inmenso e inquebrantable a aquella mediocre profesora de música.
Es que a la maestra se le había ocurrido que teníamos que cantar en un acto un fragmento de la “Misa criolla”, unas canciones de inspiración católica bastante conocidas en la Argentina. Y nosotros, más entusiasmados con eludir la clase que por la vocación musical —y mucho menos religiosa— nos pusimos contentos con la propuesta. Menos Juanita que estaba muy nerviosa. Un día, mientras desafinábamos la parte que dice: “Gloria a Dios en las alturas / y en la tierra paz a los hombres” vi que ella no cantaba mientras gruesos lagrimones le corrían por la cara. Sin que se diera cuenta la profesora me acerqué a ella y le tiré del ponchito que llevaba puesto. Ella me miró, luego miró a la Profesora y pegó un tacazo contra la grada de madera. Luego se bajó y se fue a sentar en una silla con los brazos cruzados y la boca cerrada. —Schulsman, vaya a cantar con los demás —le gritó entonces la profesora.
—No me llamo Schulsman sino Schwartzman y no voy a cantar esa canción.
—¡Cómo! —gritó la profesora—. ¿Y por qué no va a cantar?
—Porque soy judía y no creo en eso que estamos cantando.
En ese momento un grupo de imbéciles empezó a corear: “judía, judía”. Juanita se levantó, empujó a dos y los tiró al suelo. Después se fue llorando al baño. Nadie la siguió. La profesora aprovechó que sonó el timbre de salida para terminar la clase. Volvimos al aula a recoger nuestras cosas. Yo fui al banco de Juanita, guardé sus útiles, tomé los míos y me paré a esperarla en la puerta del baño. Cuando salió, nos fuimos juntos. Cuando llegamos a la esquina le pregunté si me dejaba ser su novio. Y ella me dijo que sí y volvió a sonreír.
Hace poco me la crucé pero pasó tan rápido al lado mío que no pude decirle todo lo que había aprendido aquel día.
Tomado de: http://www.cafediverso.com

Reflejos - Fabián C. Casas


El mar allá abajo refleja el sol de la mañana. Taon Poro se viste solamente con sus pantalones de caballero, se ajusta el sable de luz a la cintura y sale de la cueva. Necesita anzuelos y algo de comida. Baja del acantilado y camina por la playa, hacia la construcción de madera en lo alto de la duna. Es un mercadito playero, atendido por Kurtis Fran, el despreciable vecino de Taon Poro. Kurtis atiende amablemente a los turistas y dedica un especial respeto al caballero Poro; pero durante los terribles años de la dictadura, fue un activo colaborador de los perseguidores. Nunca se supo qué pasó con los Jedis de la comarca, secuestrados por el ejército imperial. Taon Poro era un niño en aquel entonces. Un día llegaron los tópteros de batalla y se llevaron a los prisioneros, mientras Kurtis miraba sonriente. Hoy Kurtis luce extraño. No parece ya el vecino servicial que se desvive por abrirle la puerta al respetable caballero.
Kurtis espera cruzado de brazos, parado sobre el tablado.
Sonríe, y sus dientes de oro mastican un rayo de sol hasta devorarlo. Se oye la radio del local: "Comunicado número uno..." Taon Poro extrae entonces su sable. Lo enciende y corta por la mitad a Kurtis Fran, cuyo cuerpo cae como ropa sucia sobre las tablas deslustradas.
Taon Poro se sirve unos anzuelos y un pan. Entonces emprende el regreso al acantilado. Tiene mucho por hacer antes de que lleguen los tópteros.

Gordo Anchoa canta la Marcha Peronista - Lisandro Varela


Gordo Anchoa canta la marcha peronista a los gritos. No hay manera de que la cante a pedido del público, ponele en un asado, pero a veces está jugando solo, o en el súper con la madre y empieza a cantar fuerte, de la nada.
Le enseñé la marchita a Gordo Anchoa con la esperanza que de grande sea peronista y tenga la vida solucionada. Deseando que circule sin la menor culpa por quedarse con lo ajeno, que disfrute del poder como si fuera sexo, que sepa, como supo Oscar Wilde, que no hay que quejarse ni dar explicaciones.
Si Gordo Anchoa fuera uruguayo no me preocuparía por hacerlo Blanco o Colorado o descendiente de Sendic. En los países normales esas cosas no importan. En Argentina si no sos peronista estás frito. Así que quiero, por su bien, que Gordo Anchoa sea peronista.
Ahora Gordo Anchoa canta la marcha en la bañera. Hablo con Luz en el living, nos reímos mientras arreglamos cuanta plata me corresponde poner este mes. Pienso en la suerte de que Luz y yo todavía nos riamos.
Gordo Anchoa canta y chapalea agua afuera. La madre se acerca para llamarlo al orden. Gordo Anchoa canta más fuerte eso de combatiendo al capitáN y tira agua. Tira agua y no hace caso.
Tanto tira agua y canta que Luz lo saca de la bañera de prepo, envuelto en una toalla. Gordo Anchoa se entrega, o parece que se entrega, pero en un descuido de Luz se escapa al living y corre y canta desnudo que hubo principios sociales que supimos conseguir.
Quiero agarrarlo y darle un abrazo, pero no se deja, corre y canta y yo sé que ya es peronista de Perón y Evita y soy un padre feliz.

Sobre el autor: Lisandro Varela

lunes, 15 de junio de 2009

La torre - H.P. Lovecraft


Desde esa esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos -incluso próximos a lo cotidiano- que atraen a hados y demonios.
Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin. Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles, impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió. Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y rastrean en la torre.

Proyectiva de Facundo Buratovich - Fabián C. Casas


Facundo Buratovich es un niño de nueve años. Vive en los monoblocks del Barrio Juan el Bueno de Berazategui, junto a sus padres y su hermana mayor.
Por supuesto, ninguno de sus familiares tiene la mínima idea del destino que le espera al joven.
Dentro de unos años, un investigador rosarino descubrirá una vacuna genética contra la vejez. Encima, el virus portador será tan contagioso que en un lapso de diez años, toda la humanidad será inmortal. Habrá unos pocos inmunes, pero se irán muriendo hasta que quede uno solo. Facundo Buratovich tendrá ciento noventa y siete años de edad en ese momento. La ciencia lo habrá ayudado en todo lo posible, pero su cuerpo resistirá indómito la milagrosa vacuna. Sus últimos días los pasará en un geriátrico de Nueva Ituzaingo. Su tataranieto lo visitará durante la mañana. Facundo Buratovich le regalará al joven Poseidón Lee Luna Park, su última posesión personal, un viejo generador de nano-vestido con forma de anillo de sello. Luego, el viejo almorzará solo, degustando un pan auténtico de trigo. La antigua y casi olvidada muerte lo sorprenderá durante su paseo vespertino por el domo, mientras mire por última vez la puesta del sol tras las laderas nevadas del monte Ra Patera, en el cinturón ecuatorial de Marte. Una agencia de noticias emitirá un cable que será leído hasta en el rincón más olvidado de los satélites del sistema solar. La humanidad por fin se habrá quitado de encima su pasado más molesto.
Todo esto sucederá. Está escrito.

Ayer, el joven Facundo Buratovich, de nueve años de edad, volvió de la escuela con el boletín de calificaciones. Se sacó dos aplazos: uno en matemática y otro en geografía. Sus padres lo castigaron por no estudiar lo suficiente y andar callejeando todo el día con sus amiguitos. Le prohibieron la play hasta que no levante las notas. De alguna manera, hay que enmendar a ese mocoso.

Symborg - Daniel Frini


Hoy terminaron, por fin, de escanear mi matriz sináptica.
Los técnicos del Laboratorio de Neurología finalizaron el proceso de mind-uploading, levantaron toda la información contenida en mi cerebro, y dicen que estoy definitivamente virtualizado. Completé la emigración desde mi cuerpo biológico hasta este soporte digital. He sido, además, copiado y guardado como respaldo.
Me he liberado de la cáscara de carne enferma, desgastada por el cáncer, que fue mi prisión y en la que transcurrió mi vida desde que fui engendrado por mis padres.
Soy un programa viviente, puedo moverme por la red, reflexionar, rediseñarme, mejorarme, sumar todas las experiencias e interactuar digitalmente con otros organismos, antes biológicos, y que también han sido escaneados.
Soy conciencia, razón, tigre, lobo, hormiga, lógica, roble, girasol, águila, tiburón, matemáticas, rosal, ética y bacteria.
Puedo moverme en el mundo físico como un patrón de ondas, que gobierna máquinas con las que puedo manejar la materia.
Soy, además, inmortal
Ahora, soy la humanidad y la naturaleza y la vida. Los que quedan atrás sólo son mis antepasados. Cien mil años transcurrieron desde el primer pensamiento conciente.
La evolución no termina en mí. Soy el comienzo.
Yo soy.

sábado, 13 de junio de 2009

Diarrea de esporas - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Ochenta vírgenes en pelota y ninguna con una flor en el ojete —dijo el enorme Blogb’r desilusionado—. Si estuvieran mis primos los Globahr seguro que se molestarían.
Berinchov, el checheno, recuperado de su fase porcina, lo miraba azorado. Toda la nave se había convertido en un ir y venir de clones de Samantha en pelotas y el Blobg’r recitaba un poema de otra parte de la galaxia.
—No es mi costumbre ser educado —comenzó el checheno tratando de dialogar con el inmenso ser venido de vaya uno a saber dónde— pero me hincha el huevo que me queda que un globo de diálogo de una historieta me venga a filosofar en medio de este caos.
Ante el inusual uso de más de diez palabras sin improperios, José Vicente, el skipper, se dio vuelta sorprendido y comentó por sobre el hombro con el Venerable Salemo:
—Parece que en esta versión el checheno vino suavizado. ¿Qué corno le puso al caldo de clonación, Salemo?
—Nada —dijo Salemo riendo por lo bajo, sabiendo que la cerveza agria de Tangeria no era la mejor manera de conservar el ADN—. Nada —repitió—. Serán los muones de beta Ortis, la nova que pasamos hace cien minutos.
El skipper tenía dudas acerca de la falaz afirmación de Salemo. Sabía que había estado ingiriendo notables porciones de cerveza de Tangeria con patatas crudas de Siberia y eso podría haber desmejorado su venerabilidad. Pero también tenía el primer tomo de cuarenta sobre la nueva religión y la forma de cultivar tomates en balcones y descartó la idea de que su Sacerdote Maximus estuviera del tomate.
Mientras tanto, la discusión entre el checheno y el Blogb’r seguía por carriles harto normales para los estándares del checheno. En eso, se escuchó al inmenso ser describir a sus primos, los Globahr, seres un tanto inmundos que tenían un ADN casi humano, salvo por el gen del apetito sexual triplicado. A lo que debía sumarse la desventaja evolutiva de haber crecido menos en estatura y más en sexo y otra más, la peor de todas, que no tenían muchas hembras a disposición, por lo que habían desarrollado el extraordinario olfato que los hizo famosos en varias galaxias aledañas. Podían oler una molécula de progesterona por pársec cúbico y desarrollaban velocidades próximas a las de la luz para lanzarse en su búsqueda.
El problema era que Salemo, en su etílica jornada de clonación religiosa, había creado clones de hembras Globahr, lo que presagiaba una lluvia seminal de esos seres de un momento al otro, o viceversa. El skipper, que estaba al tanto, cuidaba a sus hombres para que no fueran confundidos por los seres archisexuados.
—¡Encima que tengo todas esas vírgenes, los marineros azules y a Berinchev medio en pedo, usted, Salemo, y su puta manía de innovar, me hace hembras Globahr! Diga que es Sumo Sacerdote, si no, lo mandaba a bañarse en hormonas femeninas para que lo ajusticien los peludos esos.
El checheno estaba perdiendo la paciencia con el Blogb’r. Lo estaba mandando dulcemente a la mierda cuando se le escapó un bofetón semántico:
—¡Por qué carajo no desaparece!
El Blogb’r, que era muy obediente a su pesar, perdió aire en medio de un flato gigantesco que estremeció la nave, se hizo diminuto como un garbanzo de Sidón, metió su diminuta probóscide en su microscópico ano, succionó y se desvaneció en sí mismo. La sorpresa fue general. El skipper no podía creer lo que había logrado el checheno, aunque en su infancia había visto submarinos amarillos.
—En verdad, checheno de mierda, el tipo olía a mil demonios, pero era el único en toda la galaxia capaz de frenar a los Globahr. ¡Ahora sí que la cagó en toda la línea!
—No sabía que me iba a obedecer así, de una —se disculpó insólitamente el checheno.
Salemo, quien aún se mantenía en pie pese a la dosis extrafuerte de pannabis con cerveza, dijo
—¡No problem! Me hago un clon con estos pelos que dejó tirados el inmundo ser.
—Apúrese don Salemo —suplicó el skipper.
Salemo se puso a mirar la película donde, en medio de las vírgenes que corrían como tontas y locas, el Blogb’r se expresaba con toda su blogbah’ridad. Esa película, gracias a que tenía olores y sabores, le permitiría sacar una copia fiel, y de ella dependía el viaje a través del agujero de gusano para llegar a Marte antes de la inauguración del prostíbulo ecuménico pastoral.
Pero no todas podían ser buenas. En ese mismo momento irrumpió en la cinta el super héroe paranoide, el mismísimo Carlos Yeti.
—¿De dónde salió ese? —exclamó Salemo arremangándose para salir a pelear.
—Mi ser extranjero —devolvió el checheno encogiéndose de hombros.
—¿Y usted? —Salemo miró al rabino Löw de hito en hito.
—No es kosher; no apruebo.
—Entonces el culpable es usted —dijo Salemo apuntando al skipper. José Vicente apretó los dientes comos si Salemo fuera un infractor de tránsito que trata de no pagar la multa. Pero al cabo de diez segundos se rehizo y respondió.
—Diarrea.
—¿Qué dice?
—Sé que Carlos Yeti fue concebido por una diarrea de esporas escupidas por el Eje Fibrilar del Corazón Cuántico. Y no me pregunte qué es eso porque no lo sé.
—¿No es humano? —Salemo se mordió una uña.
—Es como Súper Man: tiene súper poderes porque su mundo original no es la Tierra.
—Pero si salió en la película —dijo Fernández que a esta altura de la serie merece una segunda oportunidad— es porque está en alguna parte de la nave.
—Y si Carlos Yeti está en alguna parte de la nave —acotó el rabino—, estamos perdidos.
—No contaban con mi astucia —dijo Carlos Yeti saliendo de una tobera.
—No, no contábamos —suspiró el skipper, imaginando lo que seguiría. El skipper, no ustedes ni nosotros. En especial nosotros, que no tenemos la más puta idea de cómo sigue esto. Pero por ahora se suspende.

(Los cuentos anteriores de esta serie pueden leerse en este mismo blog:

Óbito - Oriana Pickmann


Era el día de su entierro. El problema es que se sentía más lleno de vida que nunca. Había gozo en su corazón, risa en su alma, amor en sus pupilas. Su familia y sus amigos habían decidido que era hora de decirle adiós. Las flores primorosas, el cajón oval, la música sutil, el café y los cigarrillos. Y él, paseando por todas las habitaciones, tratando de convencerles que era un error, mírenme, carajo, por estas venas corre sangre todavía. No había caso. Era como si no existiera.
Lo limpiaron, lo vistieron con el mejor de sus trajes, el de matrimonio, lo peinaron y le engominaron el bigote de gallardo coronel. Y él reclamando, que no, que nunca había llevado el cabello para la derecha, que nadie me conoce en esta familia, esos lentes son para leer, esos zapatos siempre me causaron calambres. Daba lo mismo. Lo colocaron en el cajón como a un delicioso recién nacido.
Llegaron los dolientes, las lloronas. Se tomaron el café y se fumaron los cigarrillos. A él, ni una mirada. Él, en su cajón, soltaba su diatriba.
Lo enterraron a las cinco de la tarde, sin lluvias, sin grandes ceremonias, vivo.

Ceguera- Olga A. de Linares


Del tipo emanaba negrura, rota solo por estrías de un rojo sanguinolento, que delataban o anunciaban al criminal.

Extrañada, descubrió que solo podía percibir eso, como si estuviera ciega para el mañana.
Inquieta se preguntó si podría darle al cliente una lectura tan temible y, a la vez, tan incompleta. Y, sobre todo, si era prudente realizarla.
Pero callar implicaba perder esos pocos pesos que, por cierto, ni en el mejor de los días alcanzaban para nada.
Además, el de hoy había sido francamente malo.
Porque ya nadie creía en adivinas, en milagros, en premoniciones.
Ni siquiera los adolescentes, que pasaban por su tienda igual que por el Tren Fantasma o la Montaña Rusa, y que no tomaban en serio ni sus propias vidas.
Arrancándola de sus pensamientos, él extendió la mano exigente.
La adivina decidió mentir, inventarle otro destino.
Pero él ya había decidido el suyo.
Y en el preciso momento en que el puñal se enterró en su cuerpo, ella supo por qué, esa vez, no había podido ver el futuro.


Tomado de: http://olgalinares.blogspot.com/