viernes, 8 de mayo de 2009

La mayor astucia del demonio - Marcelo Di Marco


El ardor de la batalla se había apoderado de mí.
-¡Que se haga la voluntad del Señor! -grité, y mi corazón se elevó como una llama al ver el brillo del terrible kukri de Nathaniel cortar el aire.¡Pero el acero no alcanzó la garganta del monstruo! Un gozo indecible se reflejó en los ojos de Vlad v, hijo de Vlad el Diablo, cuando su garra detuvo el golpe mortal. La hoja quedó quieta, casi rozando su objetivo. Víctima del bautismo de sangre del Rey Vampiro, Emily rompió en una risotada satánica que rivalizó en intensidad con los gruñidos de los lobos que nos cercaban. Entonces el sol terminó de ocultarse tras las montañas, y el engendro se incorporó en la caja quebrando el cuello de Nathaniel. Y Lucius soltó su puñal antes de caer sobre la nieve: el líder de los gitanos le había atravesado el corazón por la espalda con un largo estilete. Sus cómplices entraron en acción: ayudados por los lobos y armados de pistolas y cuchillos, no tardaron en arrebatarles los Winchesters al Dr. Sherwood y a lord Delafield. Los pusieron de rodillas y los ejecutaron a balazos.
En aquel momento los lobos y los cíngaros avanzaron hacia mí. Alcé mi rifle, pero ya había agotado la última bala. Aun amortiguados por la nieve, los gruñidos de las bestias eran horripilantes.
Mis estudios de ocultismo me han llevado demasiado lejos, pensé, y miré el cielo ahora sumido en una gigantesca penumbra. La nieve caía con más fuerza. Con ella se acercaba una neblina ligera y muy fría. Las amenazadoras montañas se me hacían más y más distantes. Sonreí con tristeza: al menos morir allí era un destino vulgar para nada vulgar. Le dediqué un último pensamiento a Irving, lamentando que no estuviese conmigo en el final; al mismo tiempo, me alegre de que se hubiera rehusado a acompañarme en esta expedición.
A punto de desvanecerme, noté que el viento se hacía más intenso. Y la nieve giró de pronto entre furiosas ráfagas, abriéndole paso a dos figuras que marchaban con firmeza hacia mí: Vlad El Empalador, acompañado por Emily, se me acercaba dejando atrás a sus servidores, quienes lo reverenciaban inclinando la cabeza. Los lobos aullaron, sentí un escalofrío. Cerré los ojos...
-No, no -dijo Vlad Drácula-. Escúchelos -sus labios se tensaron en una sonrisa de afilado marfil-. Los hijos de la noche, la más exquisita música.
-¡Jamás lograrás conquistar Inglaterra, monstruo! -grité, en un espasmo-. ¡El infierno no triunfará!
Drácula ya se erguía sobre mí.
-Ah, sí -dijo, burlón-. El infierno no triunfará. Ya lo predijo el poeta: este siglo es grande, pero el que empezará en pocos años será dichoso. -Y agregó, en francés-:En el siglo xx ya no se temerá al hambre, a la explotación, a la prostitución por la miseria, a la pobreza por la desocupación, y al patíbulo, y al puñal, y a las batallas...-... ya no habrá acontecimientos -añadí, cerrando la cita de Les Misérables-. Seremos felices.

Emily y Drácula sonrieron, divertidos.

-Debo confesar -dijo el Principe de las Tinieblas- que tengo planes un tanto distintos a los de Hugo para el siglo que viene -tomándome de las solapas me alzó, sentí mis pies despegarse de la nieve-. Y usted será mi apóstol -me tenía a la altura de su mirada-. Mi apóstol y mi profeta.

Emily se le puso a la par. Transfigurada, con su cabellera cubierta por la nieve, era de una belleza tan radiante y tan exquisitamente voluptuosa... Y los ojos de Drácula ardían en la noche, cada vez con mayor intensidad.

-¿Qué debo hacer? -dije.

El Vampiro y su flamante consorte se unieron en una carcajada de victoria.

-Escribir mi historia -dijo Drácula-. Escribir mi historia y la suya. Narrar nuestras maravillas -se detuvo un instante, quedó pensativo-. Sólo deberá alterar... algunos detalles.

-Algunos detalles -repetí, neutro, invadido por esa especie de bruma que irradiaba su mirada.

-Algunos detalles -me miraba a los ojos clavándome sus pupilas muertas, inflexibles como el destino...-. Deberá cambiar nombres, por ejemplo. Y, desde luego, deberá modificar este final -con un gesto de cabeza señaló hacia atrás, donde yacían los cadáveres de mis pobres compañeros-. El mundo querrá tenerme muerto, bien muerto. Eso los tranquilizará. Y póngase usted mismo, por supuesto. Es necesario que la última página de su crónica sea el más feliz de todos los finales felices de este mundo. Si quiere, incluso puede cerrar el libro mostrándose con un niño subido a sus rodillas -me depositó de nuevo en tierra, pero no toqué nieve sino lajas rugosas: estábamos los tres ahora en la entrada de su castillo-. Estupideces como esas alegran el corazón de la manada, no lo dude.

Caminé junto a ellos, subimos la escalinata.

-Puede pasar una temporada con nosotros -dijo-. Descuente que obtendrá de mí cada detalle -me rodeó los hombros con su brazo de hielo-. Y recuerde, Stoker: su vida a cambio de nuestra historia. ¿Entendido?

-Debo inventarle algo a Florence. Y necesito una máquina de escribir.

Tuvo para conmigo un gesto de comprensión.

-Disponemos de todo el tiempo del mundo para conseguir una -dijo-. Mientras tanto puedo ir concediéndole entrevistas, que registraremos en alguno de esos novedosos discos fonográficos. Con la condición de que luego los destruya, ¿está claro?

No pude responderle: Emily se soltó de su brazo, se interpuso entre él y yo. Tomándome de la nuca, me cubrió con una morbidez indescriptible.

Y cerré los ojos cuando sus lánguidos besos empezaron a lamerme la piel.

Marcelo di Marco

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