viernes, 24 de abril de 2009

Amor a la ciencia - Alejandro Ramírez Giraldo


Después de obtener el más alto grado en la academia, me encerré como un monje a trabajar en el laboratorio.
Ya que mi campo de acción son los estudios genéticos, el Instituto de Investigación me asignó dos asistentes que prácticamente convivían conmigo. Fue así como me enamoré de Sara. Pasábamos juntos mucho tiempo entre tubos de ensayo, matraces, microscopios y morteros, y terminamos forjando una intimidad que creció hasta convertirse en una relación sentimental. De esta forma, en el día nos limitábamos a la relación profesional y en la noche, en el comedor y la cama, éramos pareja.
Un tiempo después, cuando nuestra relación había alcanzado una solidez inimaginable, Sara me confesó que quería un hijo. Estaba extenuada con la monotonía del laboratorio y quería un nuevo ser que alegrara nuestras vidas.
Quedé conmocionado varios días. Los hombres de ciencia somos egoístas y sólo nos importa la investigación de turno. No vemos quién está a nuestro alrededor ni en qué época del año estamos. En los días siguientes Sara me insistió de una manera tan tierna y prudente que terminé por ceder y programamos minuciosamente el embarazo.
Después de la larga gestación, el niño nació sin problemas. Sara abandonó el laboratorio y se dedicó a su crianza. Ella estaba muy feliz, y yo, la verdad, permanecía indiferente. Me contaba en las noches los recientes progresos del niño y yo la escuchaba mientras pensaba en la última reacción fallida o en cómo modular el elemento reactivo encontrado.
Una noche, varios meses después, llegué a la habitación cuando ella jugaba en el suelo con el niño que corría gateando en medio de una carcajada de felicidad. Ella era muy feliz. Y en la cama me hizo la petición escandalosa: quería que el niño permaneciera en esa edad ideal, lo quería tener así durante toda la vida. Me suplicó que hiciera algo para que no creciera más, que gateara toda la vida, que sonriera por cualquier nimiedad y que permaneciera cándido hasta el fin y no adquiriera la maldad de los hombres.De nuevo me sentí conmocionado. Pero fue tal su insistencia que terminé cediendo. Investigué infatigablemente durante días y noches hasta que por fin pude obtener que los genes Pit-1 y Prop-1 revirtieran o neutralizaran los efectos de la hormona del crecimiento. Luego le inyecté al niño una dosis semanal durante 8 semanas.
Como resultado, Sara duplicó su amor hacia mí y hacia el niño. Jugaban felices todo el día con la certeza de que ese instante de felicidad sería perenne. Lo cargaba y le hablaba con ternura y lo reconvenía dulcemente.
Pero con el tiempo lo comprendí todo. Sara, mi amada mujer, había comenzado a perder la razón sin que yo, con la cabeza clavada en el microscopio, me percatara de ello. Lentamente fue abandonando sus tareas domésticas y su conversación perdió coherencia. Después, al cabo de meses de inexorable deterioro, dedicó sus días a tener al niño en brazos todo el tiempo como si se tratara de un muñeco de felpa.
Yo, avezado conocedor de la biología y la química, había sido incapaz de entender el corazón de un humano.

1 comentario:

Florieclipse dijo...

He ahí el porqué no hay que ser tan complaciente con la pareja. Las consecuencias pueden ser fatales.
Me gustó el tono y sobre todo, el final. Siempre es lindo ver a un científico aceptar que no lo sabe todo.