miércoles, 25 de febrero de 2009

Hielo - Jorge Ariel Madrazo


Al caserón abandonado hay que aceptarlo como es. Una inmundicia de paredes chorreadas, letrina con costras, enchastres de mil generaciones. Y la ruindad levantando su cabeza en los yuyales y las baldosas podridas. Y el pozo, al que es inútil reclamar agua.
Y aquel olor.
Ni ganas daban de comer. Allí: en medio de los cadáveres.
Si la cosa cambió, fue porque Elisa trajo el hielo. 

Pedro se asomó al pozo, en el centro del tercer y último patio, creyendo que iba a ver el agua. Sólo vio negrura. A lo sumo aquello, moviéndose en el fondo.
Se le encimaron imágenes: roedores de la profundidad, murciélagos que hubieran canjeado su hábitat en Cueva de las Animas por las delicias de aquel pozo, sus entrañas llenas de restos pútridos.
Cuando Pedro terminó de inundar con formol el cuerpo del joven fanático de fútbol asesinado el domingo al cabo de lo que cualquiera supondría una discusión natural, a raíz de las incidencias del juego, Elisa lo había sorprendido. Al caer con el hielo. 

Los pantalones le chorreaban a Pedro como una lágrima, revelaban una indudable propensión rastrera. Porque, ¿por dónde, sino por sus pantalones, se ha de juzgar a un varón? Cierto: no era agradable eso de transportar a los fallecidos arriba de una carretilla: pegaban brincos, berreaban un tufo que ni le cuento. Por eso Pedro —los blancos bigotes llovidos, párpados de comadreja, evitando tragar pues se le hacía estar comiendo cadáver— reclama airadamente cuando los muertos son más de diez por quincena.
Y ni gracia le hace esta tarea que excede, en mucho, a las funciones estipuladas por el Estatuto del Auxiliar Necrofílico.
(Las jefaturas le ordenan obtener los cuerpos como sea. Sin reparar en medios. Y acondicionarlos conforme a las reglas, que enseñan cómo se los ha de conservar para las experiencias de laboratorio en el ex Instituto Malbrán, ahora "Centro de Investigaciones Reservadas Erich Priebke". O-ká. Pero, últimamente, la faena le insume sus buenas diez horas diarias. Promedio. De Elisa, ni recordaba el color de los ojos.)
Hasta que ella cayó, nomás, con el hielo. 

Pedro siempre había arrojado las vísceras inservibles al pozo, en el centro del último patio. En el fondo del pozo —accedió un día a explicarle el comandante— un enorme aspirador-reciclador de residuos especialmente importado daría cuenta de los restos humanos desechables; cartílagos incluidos. El agua ayudaría a la succión. Pero él nunca vio ni atisbos de líquido. Hoy ha vuelto a asomarse: sólo negrura. Más aquello, quizás, que repta en lo hondo. 

El arribo de Elisa, al volante de un camión cargado con containers rebosantes de barras heladas, tuvo la doble significación del reencuentro con la amada y de un drástico giro en las condiciones de labor.
Porque a partir de allí, los cuerpos retozarán sobre un colchón de icebergs casi indisolubles, gracias al conservante ad-hoc preparado por los laboratoristas de la Escuela Mariscal Roemmel. Ahora podrá almacenar, en el galpón destartalado y crujiente de telarañas, los cuerpos enteritos, bien distribuidos dentro de las parvas frígidas.
Para los órganos blandos, riñones, hígado, páncreas, bazo, y sobre todo corazón, Pedro y sus cómplices se han confabulado (el Lieutenant General ni sospecha) con la conexión mafiosa Berlín-Oruro-Parque Chas. Ya no los tiran a la negrura del pozo; los intermediarios han prometido el cinco por ciento de la reventa, un montón. Una catarata de oro lista para brotar, supuración benefactora, de aquellos despojos alguna vez bautizados Raúl, Juanita, Zoraida, Héctor.

Hasta que otra vez esos ruidos desde el pozo. He aquí que Pedro se asusta. Pega gritos como: —Eh, anda alguien allí abajo, si es una ánima vaya apareciendo, no temo a bestias ni bultos que se meneen, y si es un espía del señor Administrador General, sepa que no hice nada. Y además no hay pruebas.
Entonces salió. La Cosa. Con uñas, rodillas y hombros sangrantes por el esfuerzo. Sin aliento salió. Los colmillos: casi tan crecidos como el pelo, que le cubría los hombros.
Pedro supo, de golpe, que eran ciertos los rumores. El Lieutenant General había concebido un engendro que nadie nunca vio. Salvo Pedro, el entrometido. La Cosa se alimentaba con aquellas vísceras providenciales. Que cesaron de fluir. Y el hambre, el odio, son ya excesivos.
La Cosa, el infeliz opa enclaustrado en el averno, decidió cobrarse esa deuda. La próxima remesa de hielo le sirvió, también a Pedro, para no deteriorarse antes de lo debido. Elisa lo acomodó en el montón.

5 comentarios:

Florieclipse dijo...

Espero que ese olor fétido que proviene del patio del vecino sea sólo una ratita muerta. De lo mejor el texto.

Ogui dijo...

Bueno... no puedo decir que hay que seguir trabajando, porque parece que a Pedro le cayó la noche... Mamita querida!

Javier López dijo...

Un relato redondo, excelente, muy bien escrito y desarrollado.
El primer párrafo me recuerda las puestas en escena de Rulfo.
Brillante, entre los mejores que haya leído por aquí. Mi enhorabuena.

Nanim Rekacz dijo...

Crea a las bestias, alimenta a las bestias, y cuento te apartes de tu obra, ésta vendrá por tí.

pato dijo...

¡Escalofriante! Y genialmente redactado. Mi más sincero reconocimiento.