jueves, 8 de enero de 2009

Suicidios - Sergio Gaut vel Hartman


Sabía que era veneno, y lo bebió como si fuese un vaso de ginebra.
—Será nuestro secreto —le dijo a la muchacha guiñando un ojo. Ella se encogió de hombros. 
—No me importa. Casi no nos conocemos.
Él tomó un tulipán rojo del florero y se lo ofreció. Ella negó con la cabeza. Sus pensamientos eran transparentes como lágrimas; estás muerto, pensaba, estás muerto.
—¿Qué te hace suponer que moriré?
—Bebiste el veneno —dijo ella haciendo una mueca.
—Ibas a tirarte al paso del tren.
—No es asunto tuyo. ¿Podrías desatarme?
—¡Por supuesto que no! Moriremos juntos. Provocaré un incendio.
—¿El vaso está vacío? ¿No me darías un poco?
Él la miró con una expresión quebradiza, como pidiendo perdón por pecados que no había cometido, pero que de todos modos lo aturdían.
—Aunque hubiera no te daría. Tu destino es otro. —Tomó el vaso y pasó el dedo por el borde, recogiendo el sedimento blancuzco, como talco, como harina, que se empeñaba en aferrarse al vidrio. Chupó el dedo y sonrió. —El fuego, ¿no es un elemento maravilloso?
—¿El fuego es un elemento? —Fue el turno de ella de mostrarse azorada. 
—Primordial —dijo él—. Es una pena.
—¿Morir?
—En cierto modo. Ese cabello oscuro, esos ojos negros. Podría haberte explotado, haciéndote pasar por una bailarina marroquí, una fugitiva de los tuaregs o algo por el estilo.
—Los tuaregs no son personas feroces. Son bellos, gentiles y azules.
—Pronto pareceré un tuareg, entonces —dijo él. Una sonrisa ancha, enmarcada por puntos de nácar desmintió que fuera una persona a punto de morir. Y ella imaginó que todo era una complicada trampa.
—Todo esto es una complicada trampa —dijo, resignada, olvidando que cuando él la arrastró por el andén como si fuera una bolsa de lona, ella estaba a punto de arrojarse a las vías.
—¿Trampa? ¿Por qué haría trampas? ¿Qué ganaría? Ibas a morir de todos modos; sólo prolongué tu agonía para que fueras testigo de mi muerte.
—¿Eso te hace feliz?
—No. Sólo me da un poco de confianza y evita que intente una fuga de último momento.
—Ya no hay marcha atrás.
—Ya no hay marcha atrás —repitió él. La llama nació con un silbido hueco, fulminando la mecha con voracidad. Se encendieron las cortinas, se encendieron los papeles que temblaban sobre la mesa, y las galletas y las frutas de cera y un sombrero de rafia, incongruente y engañoso.
—Podrías pegarme un tiro, ¿no? —dijo ella—. ¿No hay un arma en esta puta casa?
—Es cierto —dijo él. Se movió trabajosamente, tapándose el rostro para que el humo no le entrara en los ojos, y abrió el aparador. Sacó un 38 corto, comprobó la carga y se metió el caño en la boca.
—¡No! —gritó ella—. Yo primero; no seas sádico.
—Perdón —dijo él. Cambió la posición del arma y apuntó a la cabeza de la muchacha. Disparó. El veneno hizo su efecto. Las llamas envolvieron los cuerpos.
—¿Cuántas veces lo intentaste? —dijo ella.
—Cien, mil —dijo él moviendo la cabeza—; ya perdí la cuenta.
—¿Gas?
—Es tonto.
—Es cierto, el gas es tonto. —Se rieron al unísono; él la desató y juntos apagaron las chispas que se demoraban en la piel y los muebles, como rémoras de un mal sueño.
—¿Y ahora?
—Vayamos a tomar algo. Esto podría ser el comienzo de una linda amistad. Parecemos estar hechos el uno para el otro, ¿no? 

Publicado previamente en http://www.bemonline.com/

4 comentarios:

Arcángel Mirón dijo...

Parece que se encontraron. Dos medias naranjas.

Olga A. de Linares dijo...

Buenísimo, me ha gustado mucho.

Ogui dijo...

queremos ser eternos y después no sabemos cómo sacarnos eso de encima. Sensacional. Muy buena la referencia a los tuareg, merecen estar.

Nanim Rekacz dijo...

Una sonrisa ancha, enmarcada por puntos de nácar desmintió que fuera una persona a punto de morir.