martes, 6 de enero de 2009

Peste - Héctor Ranea


No puedo decir a ciencia cierta si fue el flare solar de 2019 o la gigantesca apertura del agujero de ozono de 2030 que abarcó hasta el desierto del Mediterráneo septentrional o si acaso fuera el creciente índice de ozono troposférico combinado con el incremento de los óxidos nitrosos. El asunto que para 2035 la epidemia de peste de la abubilla ya era considerada global.
Se denominaba peste de la abubilla, puesto que todo pareció haber comenzado con el último ejemplar disecado de abubilla que se conservaba en la sala personal del museo de Casa Montale, en algún lugar de Italia que nadie quiso revelar. Se dice que el ave seca se desintegró en algo más de siete días, mutando a polvo de colores correspondientes al de sus plumas.
Con el tiempo se vio que las devastadoras consecuencias sobre el inanimado se transfirieron a los humanos. Las consecuencias, vale aclarar, fueron nefastas. En menos tiempo que el que llevó a la abubilla a la desintegración, la población mundial se esfumó a un exiguo diez por ciento, según los cálculos más optimistas.
Durante el tiempo en que duró el asombro, la peste se cargó la población de Asia, de África y de Europa del Este y apenas quedaron vivos algunos en Italia, España y, aunque no se sabe a ciencia cierta, en Francia, más precisamente en la única zona fértil, Bretaña. Parecía un incendio como el de la mítica década que terminó en 2012 durante la cual casi todas las naciones de la Tierra habían sufrido una invasión o una tropelía debida a la existencia de falso armamento oculto. Si bien la humanidad se respuso de la catástrofe poblacional subsiguiente, había ya señales que hacían temer por una pandemia gigantesca. Y se desató la de la abubilla.
Quedábamos parte de la población de América del Sur y algunas poblaciones privilegiadas de lo que fuera otrora el NAFTA. Precisamente, esas reducidas poblaciones habían desarrollado un remedio para la enfermedad que, a precio de fortuna (casi el equivalente a cambiar vida por vida) se ofrecía a los elegidos. Mientras, en el Sur, nos alentaban a tratarnos con hierbas y medicinas tan ineficaces que provocaban la muerte directamente, sin pasar por la etapa de la peste de la abubilla. No habíamos desarrollado la tecnología porque nos habían convencido de que con nuestro pensamiento se podía doblegar el virus (a falta de vector se lo llamaba virus). Pensamiento y oración, repetían las letanías en todo vestigio poblacional que hubiera quedado en nuestras latitudes.
Había señales de anuncio de la peste al apoderarse de cada individuo, pero eso se supo sólo años después, cuando ya la población era un reducido grupo de humanos y bestias. Aparecían unas venitas en forma de rayos en las piernas, en los testículos y en los bordes de las narinas, un ligero temblor en los párpados al mirar fijamente algún objeto inanimado como los pájaros que conservábamos disecados o las tenues marcas de marrón borroso que aparecían y desaparecían por periodos breves en las palmas de las manos. Esas manchas están apareciendo en mi rostro a pesar de haber asistido a todas las misas. El poder de la abubilla sólo se disuelve con las cosas que no aceptamos pensar como, por ejemplo, copiar la fórmula de la medicación eficaz. La tremebunda fuerza de la peste viene del terror que tenemos a pensar lo impensable, como por ejemplo que seguir orando no nos curará. No llegan muchas noticias del mundo. En Internet aparecen algunos reductos aún activos que tratan de hacerlo. Entre todos estamos preparando el momento de pensar lo que nadie quiso que pensáramos. Creo que esa es la solución y así lo digo. ¡Qué ironía que el primer caso de esta peste haya empezado en el Museo Montale!

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