viernes, 23 de enero de 2009

Las siete maravillas del mundo (III) - César Fuentes Rodríguez


Apenas contemplaron la ciudad con su torre desmedida, el coloso de hierro y mármol que custodiaba la entrada, la cúpula dorada del observatorio, el sistema de puentes colgantes que unía las islas, los jardines que se irrigaban sin ayuda, el embolsador de vientos y la represa, Org y Nart quedaron sin palabras y sintieron que les faltaba la respiración.
Aunque, en lo demás, sus reacciones difirieron. Uno cayó de rodillas en actitud de adoración, mientras el otro sonreía conmovido y ansioso por examinar, tocar y probar todo por sí mismo.
—¡Gloria a los dioses! —exclamó Org.
—¿Otra vez? —lo reprendió Nart.
—¡Quién más pudo haber concebido y puesto aquí estos portentos!...
Nart sacudió la cabeza.
—¿Cómo puede ser que a cada cosa nueva que descubres le atribuyas el primer significado que te viene a la mente? Org, querido, en nuestro largo viaje vimos grutas formidables cavadas por la paciente gota de agua en la roca viva, cielos cuajados de estrellas misteriosas, tormentas de ruido y furia, manadas de formas exóticas pululando por las praderas… Y para todo tuviste explicaciones disparatadas: creíste que las grutas eran mansiones talladas por gigantes, y los astros luces que se filtraban por los agujeros de un tapiz de azabache que cubre el universo, y la tempestad provenía de ángeles que jugaban a los bolos sobre las nubes, y las bestias atronando la llanura te parecieron visiones de otro mundo puestas ante tus ojos por espíritus malignos. Y como razón última los dioses, siempre los dioses, ninguna otra ciencia más que los dioses.
A Org le molestaban las reprimendas de Nart, porque lo hacían sentir un poco tonto. Pero no quería discutir. Había improvisado un pequeño altar y trataba de figurarse las oraciones correctas para agradar a las divinidades que habían construido aquellos prodigios. Casi como una disculpa, contestó:
—No importa, tu ciencia es aburrida. Así es más bello.
—No, no lo es. Porque tus explicaciones pretenden explicar sin conocer, mientras que la realidad cuenta en verdad una historia. Mira —señaló Nart apuntando con el dedo—; todo lo que ves no ha sido producto de la magia de un pase de manos. Quienquiera que lo haya hecho tuvo que asegurarse de conocer las leyes de la física y las propiedades de la química, extrajo duramente los materiales de la tierra, calculó los pros y los contras, aprendió de sus errores y, desde luego, hizo cada cosa con un propósito y le asignó una función: usar los vientos como energía, el agua como suministro, los caminos para comunicarse, los edificios para albergar a los suyos, los monumentos a modo de emblema de su civilización… Es una empresa colectiva que debió haber llevado muchas generaciones, pero aquí está. No me asombraría que todo esto haya sido obra de seres como nosotros.
Org rió. Rió con la risa fresca de un niño y la risa quebrada de un viejo. Rió como el que se burla sin saber de qué, pero cree que su burla es sabia.
—¿Y si no fue así? ¿Y si fueron sus dioses los que les construyeron esta ciudad?
—Piénsalo de esta manera: si los dioses hubiesen creado esta ciudad, no representaría maravilla alguna. Su magia les bastaría para crear lo que fuera. Lo maravilloso es que seres inexpertos y limitados como nosotros se sobrepusieron a su pequeñez y tomaron ventaja de la naturaleza para crear lo que hoy a ti y a mí nos resulta asombroso.
Pero Org no lo escuchaba. Y se quedó rezando fuera de las murallas mientras Nart entró a la ciudad. Sus caminos ya nunca más se cruzaron.

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