viernes, 9 de enero de 2009

La casa de la tía - Héctor Ranea


Fui a la casa de mi tía muerta después de varios meses. Tenía la llave por una de esas casualidades que, de contarla, sería considerada imposible, pero era mía. 
Los deudos no habían dejado mucho. Como en el caso de aquella famosa Boubouline, se habían repartido lo que quedaba incluso antes de que muriese. Buena cosa, así la que va a morir participa de la repartija y trata de explicar por qué a cada quién le tocaría qué.
Iban a vender la casa, de modo que no me quedaba mucho tiempo para recorrer los pasillos y habitaciones estrafalarias en las que había pasado gran parte de mi niñez.
Casi por costumbre abrí la puerta de un mueble de cocina. Había cacharros de diversa índole, todos maltrechos y sin valor evidente. Estaban ahí con el destino sellado de terminar en una caja de basura. Pero atrás de todo vi que uno de los recipientes brillaba de un modo demasiado extraño. La curiosa forma y color del vaso me movió a tocarlo e intentar sacarlo, pero no pude. Antes de que pudiera alcanzarlo, un fantasma o lo que considero que fue una aparición fantasmal, me metió dentro de ese recipiente.
Ahí pude ver las tallas que habían realizado otros habitantes, entre los cuales, sin duda, había estado mi tía. Era curioso porque todos tenían motivos religiosos y mi tía, hasta donde yo sabía, había sido atea. Poco tiempo estuve ahí dentro, pero el suficiente como para entender que esa suerte de caverna tenía un valor mucho mayor que toda la casa y la fortuna eventual de mi fallecida pariente.
Es raro que yo piene en cuestiones económicas delante de obras de arte. Había una versión desconocida de la virgen en Maestá, de Duccio y, medio tirada en un rincón, una escena religiosa de Velázquez que nunca había visto en ningún otro lugar del mundo. También encontré una versión de Picasso sobre la madre y el niño que me dio la impresión de ser demasiado religiosa para las convicciones del autor. Miles de obras de arte, grabados ingenuos como el de mi tía y otras cosas de épocas que no alcancé a definir, tenían su lugar ahí dentro. 
Salí sin esfuerzo. Lo que me costó fue destrabar el vaso del fondo del mueble en la cocina pero, una vez conocido su interior, no podía dejarlo ahí. Cupo en el bolsillo de mi perramus. Me fui de la casa de mi tía sin mirar siquiera el jardín, esperando que el fantasma que me transportó la primera vez, lo hiciera de allí en más cada vez que yo se lo pidiera.

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