domingo, 4 de enero de 2009

El viejecito portugués - Juan Ramón Jiménez


(New York)

Se lo encontraron sin sentido en la calle inmensa, negro todo, con la esclerótica amarilla, y lo llevaron al hospital. Nadie pudo decir nada de él, ni llevaba encima seña ni documento. Desorientados, los médicos decidieron abrirlo a ver si encontraban la causa.
—Pero ¿lo van ustedes a abrir sin saber por qué?
—Pues por eso, porque no lo sabemos.
De modo que lo abrieron, y como no encontraron nada de lo que buscaban, lo volvieron a cerrar.
El pobrecillo se quedó allí en su cama, mal sostenida su alma con unas puntadas de médico presuroso y frío.
Al otro día, en siesta, no cesaba de quejarse y mendigar débilmente:
—Agua, agua, agua.
No entendían lo que quería.
—Por Dios, una poca de agua a este desgraciado.
La enfermera dijo que el agua se había pasado ya, a las once, que era la hora de darla, y que él no la había pedido. Por fin tanto dije, que trajeron un vaso, y le di el agua al viejecito, que, después de beberse el vaso, sonrió como un santo.
Le dije que si no tenía familia o amigos, o conocidos; que si quería que le escribiera una carta a alguien de Portugal, o allí en América, donde fuera.
Me dijo:
—No, no. ¿Para qué? Sí tengo familia, pero ¿para qué? Yo me voy a morir mañana, o pasado, de todos modos —y cojiéndome casi una mano—: Cuando esté delante de Dios, me acordaré de usted, que me dio agua.
No fue mañana ni pasado. Aquel día mismo el alma blanca se fue del cuerpo ennegrecido por el camino alto de la primavera de la luz, camino del Dios de la salud y la paz.

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