viernes, 9 de enero de 2009

El navío errante - Jorge Martín


Crecen los sueños en el espacio, encuentran la dimensión que les es propia, el infinito, que traducido al corazón humano es el deseo. El ansia se consume y se alimenta de su propia insatisfacción.
Así pasaba un año tras otro cavilando sin encontrar descanso. No podía enfermar, no podía enloquecer a tal punto de perder conciencia de la maldición que cargaba. A través de los mundos que recorría, el cielo se había vuelto uniforme. Había visitado y descendido en miles de planetas para regalarles un día de suerte, pero pasadas esas escasas horas, el mal y la desgracia se abatían por donde él pasaba. Entonces hacía despegar a su nave, regresaba al espacio y seguía su solitario camino.
Decía la maldición que solo una mujer que estuviera dispuesta a amarlo y entregar su vida por él, podría romper el hechizo que lo hiciera prisionero, sentenciándolo por toda la eternidad.
Se habían sucedido infinidad de historias desde que comenzara a errar, cuando todavía el mar estaba confinado a una tierra perdida y muerta mucho tiempo atrás. Podía recordar cuando las naves empezaron a surcar el espacio y dejaron atrás las velas para hundirse en un mar más peligroso y oscuro. Podía recordar cientos de amores sombríos. Muerte para las que se atrevían a despertar su corazón y no entregárselo como la prenda que lo liberase de su destino. Pero él suele saltearse la historia de aquellos encuentros, pocos pero significativos, donde podía sondear el fondo del alma y saber que estaba frente a un corazón que se le entregaba entero, que podía ser abierto con las manos y expuesto a la luz mientras se lo apretaba entre los dedos, mostrando al cielo su triunfo. Tal vez fueron dos veces, tal vez más. No entendía cómo podía haber sido amado de ese modo, pero su creencia en lo imposible no impedía que la realidad encontrara la ruta para imponerle reglas nuevas. Podía librarse de la maldición y dejar atrás miles de años de tormento. Bastaba abrir una herida no más ancha de la que puede hacer un cuchillo y ofrendar lo que nadie le negaba. No tenía mucha lógica, pero esta vez tampoco lo haría. Guardó el puño y el puñal y se dejo llevar a la nave por el rayo tractor, no podía esperar un segundo, se cumplían las veinticuatro horas. Allá abajo quedaba ella, con una herida invisible que no cerraría nunca; lo amaría para siempre, aunque al menos conservaría la vida. Tal vez otro día, en otro mundo, en una galaxia perdida se atrevería a atravesar el corazón que lo amaba hasta el punto de ofrecerse para demoler la maldición, pero hoy no, hoy seguiría su camino. No es bueno dejar sólo cadáveres por el camino; que alguien te recuerde puede ser un signo de buena fortuna.

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