sábado, 31 de enero de 2009

Rémora - Sergio Gaut vel Hartman


El profesor se paseaba entre los niños que lo contemplaban arrobados. Era el primer día de clase formal en la colonia humana de Alfa Siete, y todos habían recibido indicaciones precisas acerca de cómo debían comportarse.
—Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente.
—¿Está seguro, profesor? —El que había hablado era un niño pecoso, de pelo ensortijado y rojo. Su madre era la genetista jefe de la colonia.
—¿Seguro? —El profesor contempló al niño con los ojos encendidos—. ¡Claro que estoy seguro! Así, de esta forma científica y detallada Dios creó al hombre y le dio la vida.
—¿Polvo y aliento? —La niña de tez oscura alzó los brazos y los agitó en el aire; sus pulseras tintinearon—; me parece que el hombre es algo más que eso. ¿Dónde estudió usted, profesor?
—No se necesita nada más detallado —rugió el profesor—. ¿Para qué enroscarse con elementos y reacciones químicas; con genes, mutaciones, azar, selección natural? Todo eso no es otra cosa que mamarrachos inventados por los evolucionistas para poner en duda algo que está claro desde el principio y perfectamente contado en la Biblia por el mismísimo Dios, Nuestro Señor.
Los niños empezaron a cuchichear entre sí. Ninguno tenía más de seis años, pero casi todos ellos habían recibido instrucción elemental en temas como biología, arte global, mecánica cuántica, religiones comparadas…
—¿Usted es un cura? —dijo otra niña tras consultar con el banco de datos a través del enlace ubicado a un costado del sillón—, ¿rabí, pastor, sacerdote de alguna de las religiones históricas? —Pero la pregunta fue sofocada por otras diez, proferidas por todos los niños al mismo tiempo.
—¡Nos está tratando de adoctrinar!
—¡Eso lo sacó de un libro muy antiguo!
—¡La blibo, yo sé!
—¡La Biblia, tonto!
—A mi padre no le gustará nada lo que usted intenta hacer con nosotros.
Pero el profesor parecía dispuesto a seguir adelante, ajeno a la resistencia que presentaban los niños a su discurso.
—Él lo hizo porque es todopoderoso y sabio, y por que le dio la gana. No hay que investigar, ni buscar explicaciones rebuscadas. 
Eso fue casi lo último que dijo. Una pulga triplaza cayó del cielo y se ubicó entre el profesor y sus alumnos. Dos técnicos del servicio de mantenimiento de androides inmovilizaron al profesor mientras un tercero removía la placa con la programación específica. Era obvio que los controles automáticos habían disparado la alerta. El profesor tuvo tiempo, no obstante, para una última parrafada. 
—Es una pena que el mismo Dios, ese Ser tan sabio, no explicara esto en la Biblia, con todos los detalles: cómo hizo la creación, al hombre y el pecado. Es una pena que no baje y nos lo diga ahora mismo; nos evitaría muchos esfuerzos, dudas y equivocaciones. Él podría arreglar todo esto ya mismo, si quisiera, sólo que no quiere, porque ustedes son malos, tienen la mente sucia, y…
—¡Por fín! —exclamó el técnico. Exhibía una alubia de tres centímetros entre sus dedos pulgar e índice. Los niños se arremolinaron para mirar. No todos los días se tenía la oportunidad de ver una alubia de androide recién extraída. Hubo “uhs” y “ahs”.
—¿Qué ocurrió? —quiso saber uno de los que sujetaba al androide mientras plegaba el cuerpo, ahora marchito y laxo y lo acomodaba en la estiba de la pulga.
—Otra broma de Arena, el humorista.
—Esta vez se le fue la mano.
—Me parece que será castigado —intervino el tercer hombre.
—¿Castigado? Lo dudo. Los miembros del consejo se van a partir de risa cuando se enteren que sustituyó la alubia del androide.
—Con los niños no se juega. Quiero decir, no se los debe perturbar, manipular o influir con ideas que pretendan ser irrefutables.
—Teorías. Miren a esos niños: ni el menor rastro de inquietud. Las rémoras de la Edad Oscura no pueden afectarlos. Esto será una buena excusa para nuevos juegos y disparará alguna que otra vocación por la cronohistoria.
—¿Ese no es Wel-Eloi, el hijo del viajero que exploró los tiempos de la Rebelión del Censo? 
—Exacto. ¿A quién se le ocurre pensar que un chiste tonto puede influir negativamente en ellos?
—¿Arena?
—Bueno, sí, Arena, pero sólo a él, y por un rato. Creo que va siendo hora de que se jubile, porque sus bromas pesadas ya no hacen reír a nadie… 

Ada b. Jubal, coqueta antediluviana - Daniel Alcoba


Humbaba, el gigante guardián del Bosque de los Cedros que en los fragmentos del Libro de los Gigantes encontrado en Qumran, se llama Hobabes, además de glotón era un lujurioso en toda regla que robó la mujer a otro gigante llamado Adk. El rapto de la señora Adk –nunca quedó claro si hubo tal, si ella se marchó con él por propia voluntad o Humbaba la depositó en el interior del zurrón de cuero de búfalo que solía usar, sin más trámite, y luego se las arregló para domesticarla–, en cualquier caso, el ataque de celos de Adk fue la señal para que los gigantes en sus tres razas o especies: elio, nafidim y nefilim comenzaran a matarse todos contra todos.
Hasta ese momento, se ocupaban en dar muerte a sus congéneres más débiles para devorarlos, y sobre todo en cazar seres humanos para sus comidas, cuyas carnes, aunque escasas, eran mucho más tiernas. Pero cuando Ada Adk desapareció del domicilio conyugal se acabó el convivir nefilim. En adelante sólo les quedaría el conmorir. 
Tan pronto como Adk descubrió la ausencia de su mujer, comenzó la guerra de todos contra todos.
Según parece, en la era antediluviana Adk y su esposa unidos garantizaban el equilibrio entre gigantes y semidioses (protodemonios) en general. Aunque Adk fuese uno de los semidioses o seminaristas demoníacos de peor genio del panteón caído, hijo de un egrégor o ben Elohim y mujer humana, y ella no fuera más que una tañedora de flauta, hija pequeña de Jubal y tataranieta de Caín, cuyo nombre de soltera es Ada, como su abuela. 
Humbaba por su parte era un gigante lleno de vida, tanta que su sobaco izquierdo estaba ocupado por una banda de monos babuinos, mientras que el derecho, más húmedo, lo habitaban reptiles y batracios hiperarbóreos y dos docenas de especies de aves, canoras muchas de ellas. El guardián del Bosque de los Cedros estaba hecho de tal modo que al elevar el brazo diestro, la axila ponía en marcha una especie de segundo amanecer a causa de los muchos trinos, en cambio al levantar el siniestro exhalaba barullo y pestilencia simiesca. Es posible que la señora Adk se haya dejado seducir por la riqueza de los sobacos de su raptor. 
En cambio lo más seguro es que el guardián del bosque de los cedros resultara flechado por la risa de la señora Adk, que parecía en verdad trino de pájaro procedente de su sobaco diestro.
Pero no hay que atribuir a Ada Jubalova o Jubález, la cólera de Dios que acabó en el diluvio. Tanto daba que los nefilim se mataran entre ellos o no, el egrégor Shemihaza lo dijo con claridad a Ohyah y Aya, los dos energúmenos de hijos que tenía: «Lo siento, estáis perdidos; no viviréis quinientos, ni trescientos, ni siquiera un año más; Yahveh os ha condenado a morir enseguida».
Y los energúmenos fueron golpeados por el anuncio paterno de la muerte inminente, tanto más porque tenían esperanzas de vivir al menos quinientos años; pero ni eso.
Mientras duró el combate de Humbaba con Gilgamesh y Enkidu –nefilim uno y otro–, la señora Adk, que había conocido al rey de Uruk cuando este hacía levantar la muralla de la ciudad a sus jóvenes súbditos imponiéndoles interminables jornadas de trabajo forzado, y abusaba de su vigor de semental con todas las mujeres del reino, la amante de Humbaba, Ada Adk, supo arreglárselas para mantenerse oculta de los atacantes. Y después de que estos consiguieran dar muerte a Humbaba, ella decidió convertirse en la ex señora Adk, porque en vez de regresar con el horrible nafid que era su esposo, eligió plantarlo y volver a la casa de su madre, en los arrabales de Ur, con la idea de emprender una nueva vida con su viejo nombre, Ada b. Jubal. 
Y en ello estaba cuando la sorprendieron y arrastraron las aguas del diluvio.

¿Quién? - Santiago Eximeno


Al principio fue un cosquilleo, una sensación extraña que recorrió suavemente mi cuerpo de pies a cabeza. Después sentí una descarga eléctrica, miles de voltios invadiendo mi organismo y estallando en mi cerebro como una feria de fuegos artificiales. Creo que justo en ese instante mis pulmones inspiraron una bocanada de aire rancio y corrompido en un acto reflejo incontrolado, como si aquello tuviera algún sentido en mi actual situación.
Abrí los ojos, pero una oscuridad absoluta me envolvía como una mortaja. A pesar de ello, no sentí miedo. Comencé arañando la tapa de madera, terminé golpeándola con mis puños. No tardó mucho en ceder, y la húmeda arena se apoderó de mi recinto privado en cuestión de segundos. Aterrado, excavé con mis manos en aquella masa que me aplastaba, jadeando por el esfuerzo. No era consciente de lo que estaba ocurriendo, simplemente sentía una imperiosa necesidad de salir de allí.
Cuando mis manos alcanzaron la hierba fresca y mis ojos vieron la brillante luz, supe que había alcanzado mi destino. Salí de aquella tumba en la que había descansado durante apenas tres días y me dejé caer en el suelo, junto a mi lápida. A mi alrededor multitud de personas caminaban sin rumbo, perdidos en el nuevo mundo prometido. Aunque quizá resultara algo pretencioso denominar personas a esqueletos vestidos con andrajosos trapos, cadáveres descompuestos y cuerpos mutilados, que se movían con torpeza entre mudos ángeles de piedra, observadores condescendientes.
Me incorporé y miré a mi alrededor. Un grupo cada vez más numeroso se agolpaba cerca de un mausoleo. Gemían, lloraban. Sus lamentos despertaron mi curiosidad y decidí acercarme hasta ellos. Mis movimientos eran torpes, imprecisos. Acaricié con la lengua mis labios cosidos y maldije en silencio la situación que me había tocado vivir.
—Está muerto —susurraban algunos.
—Allí tendido, como una marioneta sin hilos —gemían otros.
No mentían. Impecable, con su túnica blanca, su larga barba, sus pies desnudos y sus manos blancas de largos dedos. Con su rostro hermoso de una belleza más allá de toda descripción, resplandeciendo con amor y entrega.
Estaba muerto, muerto a nuestros pies.
—¿Quién ha podido hacer esto? —gritó un hombre, sosteniendo la mandíbula entre sus manos—. ¿Quién?
Le miré. ¿Quién habría podido matar al Padre? ¿Quién habría causado daño intencionadamente a nuestro resurrector? Miré mi cuerpo corrompido, mis manos sangrantes. Miré con ojos vacíos, sin vida. Y entonces un enorme lamento se apoderó de mí. Un lamento profundo que llenó mi alma. En ese momento comprendí los gemidos, los llantos.
¡Yo! ¡Yo mismo le hubiese matado! ¡Con mis propias manos! ¡Todos lo hubiésemos hecho!

Combustión mística - José Vicente Ortuño


La Biblia ardió en sus manos sin motivo aparente. La tiró al suelo y la pisoteó hasta apagarla. La escasa clientela se apartó de aquel monstruo que había osado prender fuego una Biblia. Seguro de que no quedaban brasas que prendiesen de nuevo, se marchó a toda prisa de la librería. Desde la calle oyó al dependiente interpelándole con una florida retahíla de exabruptos y amenazas. 
Corrió hasta agotarse. Se sentó en un pequeño parque de algún barrio de los arrabales de la ciudad. Estaba aterrado, pero intentó poner algo de cordura en aquel extraño día.

Tras una noche de horribles pesadillas se había despertado con una extraña sensación. Era desconcertante para una mente racional como la suya, que jamás había dudado de sus convicciones, sin embargo, aquella mañana lo embargaba un sentimiento de misticismo religioso. Siendo un ateo confeso aquello resultaba más que extraño. Pensó que quizás tenía algún trastorno psicológico, depresión o tal vez algo peor. No se le ocurría otro motivo para que de la noche a la mañana sintiese necesidad de “creer”. 
Tras tomarse un café bien cargado y una ducha fría se convenció de que no soñaba, sin embargo, seguía sintiendo esa “necesidad”. 
Rebuscó por su casa. No tenía Biblia, ni Corán, ni nada relacionado con la religión, como un crucifijo o un rosario. 
Salió en busca de una librería. Tuvo que buscar en varias hasta encontrar una que tuviese Biblias. Sintió un gran alivio cuando se paró frente a una estantería en la que había varios ejemplares. Tomó uno, dispuesto a leerlo allí mismo si era necesario, para intentar satisfacer su necesidad de fe. Entonces fue cuando la Biblia comenzó a arder. 
¿Qué había sucedido? Él no había hecho nada. ¿O tal vez sí? ¿Y si estuviese maldito a causa de su ateísmo recalcitrante? Recordó que en las películas lo vampiros ardían si se les tocaba con un objeto sagrado, pero en su caso sucedía al contrario. Tenía que comprobarlo tocando algún otro símbolo religioso.

Dejó el parque y anduvo por las calles de aquel barrio desconocido. Desorientado preguntó a una anciana y esta le indicó dónde podía encontrar una iglesia. 
No era gran cosa como templo, pero supuso que serviría a sus propósitos. Cuando entró un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿En el interior hacía frío o era otra cosa? Y ese olor mareante… Reprimió las nauseas que le producía el aroma de incienso y cera derretida. 
Parpadeó hasta acostumbrar la vista a la penumbra. A aquella hora de la mañana sólo había cuatro ancianas vestidas de negro, sentadas en actitud orante, pero cada cual lejos de las demás. Junto a la puerta había una pequeña pileta con agua. Eso debe ser el agua bendita, pensó, quizás si la tocara… 
Introdujo un dedo en el líquido, que dio un fogonazo y se evaporó. Se echó atrás instintivamente y miró, asustado, a su alrededor. Nadie había visto lo sucedido. 
Un sacerdote salió por una puerta y se dirigió al confesionario, quizás podría ayudarle. Se apresuró para llegar a él antes que las beatas. 
Como había visto en una película se arrodilló frente a la celosía lateral.
—¡Padre! —dijo—. Verá yo soy ateo… o lo era. No sé qué hacer…
—Hijo mío, se dice: “Ave María Purísima” —explicó el cura—. Y yo respondo: “Sin pecado concebida”.
—¡Tengo un problema —ignoró la explicación del sacerdote—, necesito ayuda!
—Tranquilo hijo mío, el Señor ama a las ovejas descarriadas que vuelven al redil.
—No sé nada de ovejas…
Se interrumpió. De pronto había visto, como en un fogonazo en su mente, los perversos pensamientos que ocultaba el sacerdote. Se levantó asqueado por aquel pederasta hipócrita, apartó la cortina del confesionario y le tocó en la frente. Dio media vuelta y se dirigió a la salida, dejando atrás al cura aullando en llamas en el interior del confesionario. 
Al pasar frente a la imagen de un santo lo rozó con los dedos y también comenzó a arder. Ya comprendía lo sucedido. Dios existía, en eso había estado siempre equivocado. Tras crear al hombre se marchó, dejando a la humanidad a su libre albedrío. Ahora había regresado y, viendo que Su Obra se había torcido, lo había elegido a él para hacer limpieza y enderezarla. 
Ya sabía lo que debía hacer y le gustaba. Supuso que Dios le proveería de medios para llegar al Vaticano, a la Meca y a… bueno, de momento tomaría un taxi hasta el aeropuerto, luego Dios proveería.

Los Dalmanes de Svalbarg - Eduardo M. Laens Aguiar


Cuando el expedicionario Ionaj Nerberg compiló en 1840 su “Selección de Postales Mundiales”, donde reunía decenas de crónicas que describían los lugares que había visitado, muchos lo tildaron de mentiroso, otros de fabulador, otros de demente.
En uno de los relatos más difundidos, cuenta que los Dalmanes de Svalbarg, una secta alejada de las vertientes tradicionales, cumple anualmente con un extraño rito de iniciación.
Según cuentan, cada equinoccio de invierno, al sumirse la isla ártica en sus seis meses de oscuridad obligatoria, los novicios vacían sus ojos en una ceremonia multitudinaria, para luego partir hacia la ciudad en busca de las siete piedras de la sabiduría.
Los preceptos de su fe residen en que la búsqueda de la iluminación debe partir de la más absoluta oscuridad y afirman que los ojos son el instrumento principal del engaño cósmico. En función de esto, cada piedra, específicamente escondida, dotaría a los iniciados de un poder extrasensorial que lo acercaría al Jhavrá, o estado pleno de consciencia.
Es condición del dogma de su fe que nadie intervenga o asista a los adeptos, ya que dicha colaboración anularía los efectos sagrados de las piedras. Como ejemplo se cita el caso del adepto Ibn Al-Qoan, que en 1768 consiguió reunir seis de las siete preseas para luego indignarse ante sus superiores por la ausencia de percepciones divinas. "Me siento igual que antes, pero sin ojos", habrían sido sus palabras. Los Altos Dalmanes no dudaron en sentenciar que el aspirante había recibido ayuda durante el rito y optaron por expulsarlo de la orden en forma deshonrosa.
Sin importar si el acusado negó los cargos o si la anécdota es una fábula inventada por los monjes, la misma resulta efectiva a la hora de evitar que los aspirantes caigan en la tentación de pedir ayuda. Igual de efectiva es la pena de cinco años de prisión o trescientos latigazos que merecen los civiles que asistan o entorpezcan la sacra ceremonia religiosa.
Previo al comienzo del rito de iniciación, el mismísimo Dalmán Supremo carga con el deber de esconder las piedras sagradas. En este aspecto, Ionaj Nerberg cuenta que debido a la también auto impuesta ceguera, o simplemente por falta de ganas, el alto mandatario delega en ocasiones dicha labor a personal de confianza que, enarbolando las mismas razones que su superior, encomiendan la tarea a terceros menos respetados.
Se presume que en muchas de estas oportunidades, los encargados de la hierática función, esconderían sólo tres o cuatro de las piedras para ofrecer las restantes a los curiosos turistas, reduciendo aún más el potencial éxito de los futuros dalmanes. Sin embargo este tipo de maniobras no impiden que la ceremonia se siga realizando año a año.
Una vez entregados los ojos en la bandeja ceremonial, los aspirantes parten en su quimérica búsqueda con los brazos por delante, tanteando el aire en pos de una primera pared que los inicie en su recorrido. Con las cuencas oculares vacías y sangrantes, boquean reprimiendo gemidos de un dolor que se imagina muy profundo.
Los testigos de tan inusual ceremonia aseguran que el espectáculo es más bien patético. Los iniciados vagan por la oscuridad, sin dar con el camino que los lleve a destino. Pero Ionaj Nerberg convenía en que no se los debe censurar por sus incontables fracasos, sino admirar los pocos éxitos que obtienen; ya que, aunque marchan a tientas, su móvil es positivo. 
Al llegar el equinoccio de verano, cuando la luz vuelve a bañar las calles de Svalbarg durante iguales seis meses, los discípulos del Dalmán Supremo deben volver al patio central del templo. Allí, ante la atenta mirada vacía de sus superiores, rinden cuenta de sus logros o plantean las excusas de sus fracasos.
Cierto es que los que regresan siempre son menos de la mitad de los que partieron. Las infecciones y la locura son las explicaciones propuestas con mayor asiduidad, pero es muy probable que otros tantos no encuentren el camino de regreso al santuario, imposibilitados de recibir ayuda alguna.
En la actualidad la orden de los Dalmanes de Svalbarg no existe, pero su leyenda es muy utilizada para amedrentar a los niños de la isla, a fin de que no vaguen por las calles de la ciudad durante el semestre de oscuridad. Las madres afirman que el temor a encontrarse con un monje sin ojos resulta efectivo para esta tarea.

Cristo y el otro - Jorge Ariel Madrazo


Cuando Jesucristo empujó la puerta, usted dormía. Miento, hacía como qué. De puro empeñoso, para olvidar penas.
Bajito, con los jeans raídos y el poncho gris, más bien morocho y melenudo pero canchero: Jesucristo. Usted, del susto pegó un salto hasta el techo.
Y Jesucristo le dijo: —Yo soy...
—Ya sé, Maestro —cortó usted espabilándose, algo más sereno.
Más sereno y balbuceante le ofreció una silla, la cara chorreando agua tras haber hundido la cabeza en el lavabo mugroso. Así, medio abotagado y en calzoncillos, usted daría lástima, se dijo.
Jesucristo no pensó igual. Pensó: —Este tipo es una mierda.
Esa noche se quedó a comer con usted. A la suerte de la olla y aguantando estoicamente el magro arroz con un huevo quemado (peor habrá sido aguantar el via crucis y los clavos, allí colgante mientras todo el cuerpecito se rasgaba contra el madero).
Con los días El Ungido habrá alquilado su propia pieza en el hotelucho. Con el pecho fornido al aire, ascendía cada mañana por la escalerita hacia la tarima donde el baño, que más parecía una ratonera, y la ducha.
Jesús traía a cada personaje: encerrados por horas, a través del ventanuco se lo veía hablarles con gestos circulares y persuasivos.
—Don Jesús, no le conviene juntarse con esa gente; no sabe de qué son capaces. ¿Y eso de andar de aquí para allá meta cervezas con el inspector de la Impositiva, ese que los bolicheros sacaron corriendo a patadas?
Cristo sonríe. Está un poco harto de usted.
—Recuerda, hijo, que si no me convertí en un filisteo o un rabino más, fue por haber escogido a los míos entre el populacho, y así el odiado recaudador de impuestos Mateo, y aquel otro Simeón a quien coseché de la secta de los fanáticos, y el Buen Ladrón por quien también morí.
Usted, con la boca abierta.
Esto sí, piensa, que es gastar pólvora en chimangos. 
Otro día, un memorable día, cayó por allí María Magdalena, pelirroja, tan hermosa como quiera imaginarla.
El abordaje no fue fácil: horas de hablarle como por casualidad cuando el Maestro iba a hacer trámites y amistades equívocas al Once.
—Perdón doña María, pero le quiero pedir...
—María Magdalena, que María es única y la Madre.
—¿No le sobraría algo de azúcar, y si gusta acompañarme con un café sería un honor?
 —El azúcar ya enseguida; para lo otro, encantada cuando El Redentor esté de regreso. Me inquieta la tardanza.
—Caray ¿no lo habrán enchufado en la cárcel los romanos?
(Romanos, lo que se dice romanos, sólo los tanos de la piecita del fondo, pero usted se dejó arrastrar por un comprensible lapsus. Por ahí lo traicionó el subconsciente, las ganas de que el Pantokrator fuera hecho prisionero o crucificado y la Magda le llorara el hombro. Y usted la abriera muy despacito, desde las nalgas hasta el pelo llameante). 
Fíjese que no.
Fíjese que venir a producirse la Vuelta del Salvador justo cuando usted se le arrimaba a la Magdalena y la agarraba de un codo y empezaba a insinuarla disimuladamente para la pieza. Y ella se le retobó: —Te has confundido conmigo, infeliz, ¿tienes idea de a cuánto alcanza la pasión de Nuestro Señor, de mi marido ante los hombres, Ese que viene allí?
Usted piensa: —Pero éstos habían sido matrimonio, o será otra de esas parábolas de la Biblia y que el curita Rigoni ni minga, cuando pibe, en las clases de catecismo.
En eso llega, nomás, Jesús. Apoya pesadamente en el piso la bolsa con las redes de pesca, el pan y el vino: —Ya había dicho yo que este hombre era una mierda.
A la mañana siguiente, al tercer canto del gallo se habían esfumado. Dejaron sólo una libretita con signos en sánscrito ¿o arameo? 
Usted dice: —Y todo por esa hembra. —Agrega: —Estas putas son todas iguales.
Se lava las manos.
Y hoy, no lo niegue, lo espera todavía con el pretexto de devolverle aquella libreta. Pero déjeme que le desnude la verdad: usted, de nuevo y como siempre, tiene miedo. Entonces, usted deja oír algo como llanto. Vuelca, torpe, el vino.
Y yo le digo: —Hágame el favor. Si El vuelve a esta tierra, me avisa. Porque yo también espero. Y tengo miedo.

jueves, 29 de enero de 2009

Fábula de artistas - Orlando Van Bredam


Lo cierto es que el gato, con mucha paciencia, aprendió a ladrar. Ladraba con fuerza, con eficacia de perro adulto. Tanto ladró que se olvidó de sus maullidos. Entonces, las opiniones se dividieron entre quienes sostenían que se trataba de un gato falso y quienes, por el contrario, aseguraban que era un perro apócrifo. Nadie tenía en cuenta su virtuosismo, el estudiado empeño que exhibía cada vez que quería soltar un ladrido. Lo peor, sobrevino cuando los demás gatos lo tildaron de traidor, cobarde, obsecuente, cipayo, etc. El mismo rechazo obtuvo de los perros, para quienes era un vulgar imitador, un alcahuete, un arribista, un desarraigado, etc.
Con pesadumbre de artista postergado y vagando sin sentido, el gato llegó un día hasta mi casa. Poco nos bastó para comprendernos. Y decidimos vivir juntos, aunque ustedes no lo crean. Le conté mi drama: nadie quiere saber nada con un perro fino, delicado, que sólo emite maullidos de gato.

Cuento publicado en el minificcionario "La vida te cambia los planes", ediciones Río de los pájaros, l994.

Literatura Parte II: El primer nombre de la lista - Francisco Costantini


Frente a mí apareció una pulpería bastante deteriorada, que rompía la monotonía de aquel paisaje llano. Un ombú, algo distante, y dos o tres caballos amarrados a un palenque completaban el decorado. Respiré profundo y un tenue olor a bosta llegó hasta mi nariz. Todo parecía estar en orden, según lo estipulado. Armándome de coraje, entonces, avancé. 
Dentro de la pulpería había mucha gente. La mayoría estaba atiborrada en torno a un moreno y a Martín Fierro, que se batían en una payada sin tregua. Sobre la barra, dos hombres, que no estaban juntos, miraban desde lejos el espectáculo. Uno de ellos, de cabeza grande, barba abundante y vestido de traje gris, era al que buscaba: José Hernández. Me acerqué hasta él. 
—Disculpe si lo hice esperar demasiado —dije, después de saludarlo. 
—No se haga problema, estaba entretenido —contestó, señalando con el mentón hacia los payadores. 
Yo también me concentré en el gaucho y el moreno. Durante algunos segundos me dejé abrazar por los acordes de sus  guitarras y el ritmo monótono de sus voces.  Hernández se encargó de traerme de nuevo a la realidad.
—Así que usted lo que pretende es mostrarme su versión definitiva de mi obra —desafió, sin apartar los ojos de la guitarreada.  
—Exacto —respondí, decidido a no dejarme intimidar por la figura del escritor—. Aquí y ahora.
—Debe saber que no es el primero que intenta hacer algo semejante. 
—Ya sé, pero no dudo que mi versión lo sorprenderá. 
Hernández sacudió la cabeza y por fin me miró. Sentí que sus ojos hurgaban bien profundo dentro de mí. Por un  momento, absurdamente, pensé que podía perder el control de la situación. 
—No sé por qué tanto revuelo por la segunda parte de mi poema —soltó—. Hice lo que en ese momento tenía que hacer. La tarea del escritor consiste en dar a las concepciones y los sentimientos de un pueblo las formas que carecen.
—Y usted nos dio al gaucho —concluí.  
Se quedó observándome, a punto de decir algo, pero no lo hizo. En cambio, volvió a dirigir su atención hacia los payadores, que ya terminaban la contienda. 
—¿Y dónde está la diferencia? Hasta aquí toda va como yo lo narré. 
—Ya casi llegamos al punto de inflexión, Hernández, no se impaciente. 
Ni bien hube pronunciado aquellas palabras, Martín Fierro, que terminaba de saludarse con el negro, comenzó a caminar en dirección a nosotros. A medida que se acercaba, con el ceño fruncido y la mirada torva, contemplé el rostro cada vez más sorprendido y aterrado de José Hernández. 
—Pero… ¡Viene para acá! —dijo. 
—Así es. 
Yo me aparté unos pasos. Fierro se detuvo a medio metro del autor, su autor, y dedicó un par de segundos a examinarlo. 
—¿Es él? —me preguntó, sin quitarle los ojos furiosos de encima. 
—¿Qué es esto? —exclamó Hernández, a punto de echarse a correr— ¿Qué es lo que sucede?
—Es él —respondí, ignorando al escritor.  
Entonces, con el mismo facón con que matara al viejo Martín Fierro y con una velocidad inaudita, desagarró de abajo a arriba el vientre de José Hernández. El cuerpo agonizante del poeta se desplomó en el suelo. Lentamente una aureola roja comenzó a circundar lo que ya era un cadáver. 
Mire en rededor y la pulpería, vaciada ya de la ficción gauchesca, se encontraba desierta; sólo Martín Fierro y yo permanecíamos. 
—Las cosas van tomando el lugar que merecen —expresó Martín, limpiando la cuchilla.
—No te creas, amigo —repliqué, sacando un papel y una lapicera de mi bolsillo—. Aún nos queda mucho camino por recorrer. 
Y taché el primer nombre de la lista.  

Madera e imán - Federico Laurenzana


Dentro de la cesta nadie sabía cuánta fluorescencia residía. Desde afuera se la veía opaca, tenue calibración entre la descalibrada orfebrería de quienes sabían acerca de sus contenidos. Desde afuera, más lejano, distante y ajeno, se la contemplaba indistinta, semejante al resto. Aunque sin embargo, el anciano que había llegado con un pequeño trozo de madera e imán hasta la tienda, dijo ver más.
Cuando había estado junto a los hombres de roble, le habían dicho que las propiedades de la madera eran auténticamente desvinculares. Que ningún otro mineral u organismo inerte se plegaría sobre su dorso como las sombras contra los cuerpos durante la noche. La habían notado desde siempre aislada, aunque dócil; perenne hasta que algún insecto u otro existencial le quitase parte de sí para acumularla o utilizarla según fines particulares. Y tanto la habían descripto que él, quien jamás había advertido la cualidad más evidente de ésta, les había pedido una. Y le fue dada.
La cargaba debajo del manto de lana que lo cubría, la ocultaba ante cualquier mirar extraño e incauteloso, la cuidaba. Pequeña madera y con las mismas propiedades que poseían los robustos robles, era su obsequio, y adoración más enaltecida.
Buscaba el anciano. Al recorrer los bosques en busca de elementos singulares, hallaba en cada región de campamento uno más dispar que otro; pero nunca tan elocuente como la madera. Buscaba ya el anciano alguno que equivaliera lo que el primero había significado. Buscaba, y tras tanta fe aventurera —si es que haya alguna que no lo sea— encontró sobre una montaña restos de imán. Y había escogido uno.
No hubo nadie quien le comentara sobre éste, nadie quien le explicara las propiedades de atracción. Y no hubo otro sino él para aprenderlas y valorarlas cual autodidacta solitario ante un tesoro deslumbrante. Lo había notado con ligeras idas hacia los metales (las escasas monedas que portaba), lo había confundido hasta tal punto de creerlo con vida por su desplazamiento. Es que era, este imán, el único objeto hallado hasta ese entonces dotado de inquietud, y hasta de imprevisibilidad si no fuera por anticipar su recorrido tras ver algún metal cerca.
Al volver descendiendo, escalón por escalón desde las cimas, cargaba dos elementos a los que debía protección. Realmente no sabía por qué, pero sentía debérsela.
Entre la diversidad de cestas que había distinguido en la tienda, sólo había ido hacia una, la que veía estridente, como conteniendo vahos de polvo verde, fluorescente. Había anunciado esta singularidad al resto, pero nadie lo escuchó. Aún así, dirigiéndose como río hacia su catarata, se acercó, la abrió y arrojó ambos elementos adentro, la madera y el imán.
Nada pudo ver en donde la emanación de candencia luminosa lo irritaba, lo cargaba hasta forzar y cerrar los añejos párpados que ya no se estremecían sino frente a los manantiales que su fe indicaba. Y sin ver había cerrado la cesta, hasta creer justo el momento de la respuesta.
La había abierto y retirado la madera. Cuando la cerraba había recordado el imán y su velocidad para adjuntarse a los metales, aquellos restos de la batalla que lo habían dejado sin descendencia ni rey a quien confesar sus presagios. Había rememorado las espadas blandiéndose sobre cabezas hasta dejarlas sin cuello, sin vida, viendo a esas etéreas formaciones verdes disiparse desde los muertos. Esos vahos que como bruma fluorescente se despedían y como si almas de cada cuerpo caído fueran. Y había dejado el imán, prefiriendo olvidarlo junto al resto de sus conciudadanos que habitaban dentro de esa cesta.
Volviendo sobre sus pasos, habiendo concluido su tarea a medias comenzaba el inicio de los vestigios. Porque aún anhelaba reconstruir siquiera un árbol sobre aquella montaña oriunda. Volviendo sobre sus pasos, cargando el pequeño trozo de madera sabia, estaba seguro de que el imán estaría quitando cada estocada hecha en las almas descorporeizadas. 
En cada paso, el anciano supo la importancia que le daría comenzar una capilla con esa madera, la elemental razón para reconstruir.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

Las manzanas podridas - Jorge X. Antares


Las endiosadas madres miraron con malentendida condescendencia y profundo desprecio al niño de siete años que salía del colegio con una sonrisa pura en sus labios. 
—Es malo. Incita a los demás a jugar en vez de hacer los deberes —se decían entre cuchicheos.
—No es normal. Habla de universos paralelos, agujeros de gusano y demás cosas extrañas que nadie entiende. No habla de los jugadores de fútbol. Seguro que es retrasado —murmuraba una sabia madre que dedicaba las mañanas a ver programas del corazón.
—No podemos permitir que esa manzana podrida contamine a nuestros hijos. Tenemos que ignorarle. A él y a sus padres —aseveró otra señora que se vanagloriaba de tener grandes principios morales. Su segunda al mando, una pequeña mujer rémora, asentía con imbécil criterio prestado. 
Y así lo hicieron, cargados con la gran razón que tiene la masa cuando alguien se sale del redil.
Fue una labor concienzuda y sistemática. La piadosa comunidad sabía como hacerla. Cuando se invitaba a los niños a los cumpleaños, el pequeño de siete años siempre esperaba una invitación que nunca llegaba. Sus padres saludaban al resto de las madres y éstas nunca devolvían el saludo. Cuando las mamitas repartían golosinas en las filas de entrada al colegio siempre se saltaban al chaval de manera evidente. 
Pasó el tiempo y el niño y sus padres aprendieron a vivir con el continuo desprecio de sus vecinos. 
Un día, los Ngels de una dimensión paralela vinieron para llevarse al pequeño y a su familia al planeta Paraíso y proporcionarle todos los bienestares propios del príncipe en el exilio que era. Los emisarios le preguntaron a quÉ habitantes invitaría a su planeta para la gran fiesta de la coronación.
El niño sabía la respuesta, no en vano era un príncipe. La contestación estuvo a su altura... 

Ortodoxias - Mónica Sánchez Escuer


Era marxista. Usaba la mirada aguda en días de fiesta y la mezclilla a diario. Vestía con anteojos su cara de luna para mirar mejor el suelo; nunca tropezaba, sus pasos precisos caían como imanes sobre la tierra.
Yo lo admiraba: excelente ensayista, luchador social, intelectual sensible. Quería conocerlo, saber si en sus palabras diarias brillaba la misma luz que en sus escritos. Un día, saliendo de su clase, me atreví: lancé su nombre ocultando, tras el morral y una amplia sonrisa, mi pinta burguesa, y él me respondió. Así comenzaron nuestros encuentros.
Todo se volvió intencional entre nosotros: sus libros, mis preguntas, su materialismo dialéctico. Una tarde, sus palabras desaparecieron en la elocuencia de mi boca y, sin definiciones ni trazados paradigmas, empezamos a compartir algo más que El capital.
Me gustaban sus anteojos y las ideas que salpicaba sobre mi frente, sus labios mojados apenas abiertos y la duda constante clavada en su rostro. 
Habíamos salido un par de veces y su piel aún no se atrevía a enseñarme sus maestrías. Esperé unas semanas. Nada. Fui yo entonces quien abrió las puertas. Una noche, en medio de los besos, le desabroché la camisa poco a poco. La mezclilla parecía cosida a sus piernas, pero al fin cayó con todo y el frío que cubría. En un impulso, él me arrancó los botones de la blusa para mostrarme su tacto muy de cerca. Sus manos rehicieron mi espalda y mis pechos diez veces, luego bajaron y subieron por mis muslos hasta atorarse en el cierre de mi falda. Las ganas terminaron intactas en el piso. 
La escena se repitió unos días más tarde. Esta vez se detuvo ante mi cuerpo abierto. No puedo, eres virgen, me dijo, y se vistió. 
Por meses, odié mi carne fresca, sus contradicciones de clase, abrí mi lacrado sexo, y a muchos. 
Él nunca lo supo.
Ya no es Marxista. Tampoco profesor. Es funcionario del gobierno y un buen esposo. Me ha dado una casa, un buen auto, dos hijos y un perro. Después de hacer el amor, siempre me besa en la frente y me llama su virgencita.

Tomado de http://monicaescuer.blogspot.com/

Mendrugos a la siesta de un fauno (Pan) - Héctor Ranea


En el abismo, en la inactividad, en el rojo, en el oscuro lado de la luna deseada. Golondrinas, gansos, diarios viejos, botellas sin mensaje, el dibujo de la deformidad del abismo, de la vacuidad del futuro.
Brazos míos. ¡Piernas!: las espero. En la travesía me serán necesarias como mis ocho extremidades de fauno. Y ahí están: mis miembros, mis ojos abisales de auscultar el súcubo, las narices de planear por los gases en las cloacas de su majestad, el recto del universo. No hay comienzo ni Big Bang ni promedio de futuros ni cuerdas calibradas ni horizontes cercanos: tenemos: sólo yermos y neutrones; valijas hechas para partir, no para llegar y el esqueleto del viandante ya exiliado: tenemos: un monstruo, un dibujo descomunal, un ala volando lepidópteros, palimpsestos quebrados y pesadillas. No hay mente.
No soy Perseo (ni Andrómeda). No soy Andrómaca (ni Héctor). No soy la garganta del diablo que mandé para devorarles. No soy la giganta de Baudelaire: apenas estoy enamorado de ella a través de él; no soy tampoco sus peores pecados. No soy yo. Debo repetir cien veces cada día: hay futuro (pausa) hay futuro (nueva pausa) o esta noche quienes me han tomado prisionero desde hace miles de siglos no me darán de comer ni mis mendrugos.

La risa al revés - Lilian Elphick


Una risa al revés no es una lágrima, deberíamos haberlo sabido en aquellos tiempos en que caminábamos por las calles del centro de la ciudad conversando de libros y de amores incompletos. Una risa al revés no es la implosión de la risa misma; si bajas la cabeza y miras tus manos te darás cuenta de que la risa es un verbo y que la lejanía comete el acto caníbal del olvido. Todo depende del cristal con que se mire y de los deseos ocultos en los bolsillos de una chaqueta roja, la tuya, recuerda. La risa duele porque no puede asir y yo me río mientras leo esos cuentos de Karen Blixen tan melancólicos y con desgarros de sábanas impecablemente estiradas en una cama suspendida en éter. Esas historias me remiten a ti, a esa tarde donde el cerro Santa Lucía nos despedía con suaves movimientos de hojas. Luego, el subterráneo de los autos, ese olor a tubos de escape, a encierro metálico. La oscuridad nos besó con delirio mientras tus labios tiritaban pegados a los míos y no había nada que decir ni hacer salvo despedirnos sin palabras odiosas y repetidas. Ahí, en un estacionamiento o adentro de tu auto, escuchando las arpas y llamados de ballena de Björk, nacida en Reykjavik, Islandia, ahí, a las 19 horas, articulamos el silencio.

En esas circunstancias en donde la lengua quiere encontrar a la otra lengua perdida y allá abajo crece la desesperanza por el roce de dos cuerpos que se despiden, en aquel momento, digo, el amor fue lo único perdonable, porque nos amábamos, tanto que el corazón dolía como una risa al revés, y queríamos estar juntos, hablar de Castaneda y de los puntos de encaje. Nosotros no encajamos en ningún sitio, no tuvimos un espacio que nos acogiera. Y ese día que hicimos el amor o, mejor dicho, el amor nos hizo, ese día de besos café con leche, pezones alegres y piernas rebeldes, me dijiste que morirías joven y que no había nada que detuviera ese proceso que tú mismo habías fabricado. Pero ya habías muerto arriba de mí, en esa pose precaria, en ese gesto de estar y no estar, mirando fijamente el póster kitsch de montañas nevadas y cascadas idílicas desde el camastro o el gran espejo que nos retrataba con precisión infame. Por ese espejo te perdiste y para siempre, porque cuando busqué fósforos y cigarrillos y te pregunté por el cenicero, tú estabas al otro lado riéndote, diciendo algo que no alcancé a escuchar, una frase inconexa con lágrimas en la lluvia de por medio, pero no podría asegurarlo.

Tomado de http://lilielphick.blogspot.com/

martes, 27 de enero de 2009

Una especie de magia - José Vicente Ortuño


El paisaje quedaba atrás, devorado por el avance del vehículo por la autopista. El regulador de velocidad controlaba el acelerador y yo, sin apenas nada que hacer, estaba muy aburrido. Deseé no haber venido solo. Por suerte tenía música para distraerme. Dicen que todas las cintas que pasan más de dos semanas en un coche se transforman automáticamente en los éxitos de Queen. No sé si esto se aplica también a un disco compacto, el caso es que en el equipo de música sonaba la voz de Freddie Mercury.
Mama, just killed a man, put a gun against his head, pulled my trigger, now he's dead…
Para evitar que el sueño me venciese y pasar de los brazos de Morfeo a los de la Parca, hacía play back:
Mama mia, mama mia, mama mia let me go, Beelzebub has a devil put aside for me, for me, for me…
De pronto la voz de Freddie Mercury sonó más fuerte, como haciéndose coro a si misma, y saltó la alarma del cinturón de seguridad. Eché un vistazo al asiento del copiloto y casi pierdo el control del vehículo. ¡Había alguien sentado!
Be careful, que no quiero morir otra vez —dijo una voz con acento inglés.
Me volví, asegurándome de no perder el control del automóvil. Freddie Mercury estaba a mi lado y se abrochaba el cinturón de seguridad. Vestía un impecable traje blanco y camisa blanca abierta.
Scaramouche, scaramouche, will you do the Fandango. Thunderbolt and lightning, very very frightening me…
¿Era una visión provocada por la soledad y la Rapsodia Bohemia, o el fantasma del cantante de Queen había abordado mi automóvil en marcha?
Love kills, my friend, pero los accidentes de tráfico matan más, no apartes la vista de la carretera, please —me indicó Freddie.
—Si no estoy muerto es que eres una aparición —le dije al fantasma.
I see, my fans are very intelligent —dijo con ironía.
—¿Puedo saber qué haces en mi coche? —pregunté molesto. Que alguien aborde tu coche cuando circulas a 120 kilómetros por hora es para mosquearse.
No respondió al instante, primero coreó el estribillo final de la canción:
Nothing really matters, nothing really matters to me. Any way the wind blows...
Oh dear, añoro los conciertos, el calor de las multitudes… —dijo al fin melancólico. 
—¿En el Más Allá no tienes actuaciones?
Oh yes, my friend! —respondió—. Pero son monótonas, porque los fans no ponen toda la carne en el asador —dijo muy serio. 
—¿No, por qué? —me di cuenta de que Freddie me estaba tomando el pelo—. Ya, son espectros y no tienen carne…
Rió a carcajadas. Hizo un gesto y en el equipo de audio comenzó una canción que parecía responder a mi pregunta:
“I want to break free; I want to break free…”
—Comprendo, quieres escapar de allí. Pero, ¿por qué, se está tan mal?
—Well,  it’s boring —dijo mirando con curiosidad un toro de Osborne plantado junto a la autopista.
—Claro, es aburrido. Bueno, dicen que el infierno es más divertido, tal vez si…
—Oh no, el infierno es mucho peor —replicó.
—Por el llanto y el rechinar de dientes, supongo —dije.
—En absoluto, es porque allí son fans de Iron Maiden, Metallica y los Mojinos Escozíos. 
—¿Y por qué has aparecido precisamente en mi coche? —pregunté.
—Para materializarme en este mundo necesito el recuerdo de una cantidad determinada de fans.
—Vale, entonces yo he cubierto el cupo —afirmé—. ¿Y qué sucederá cuando apague la música?
—Si no se me recuerda lo suficiente desapareceré —respondió triste. 
—Intuyo que tú quieres quedarte para siempre, ¿cierto?
Él asintió. Y yo tuve una idea.

En un área de descanso de la autopista, con mi portátil apoyado en el volante, terminé de escribir esta historia. Guardé el archivo y utilicé la conexión wifi del restaurante para colgarlo en Breves No Tan Breves. Imaginé que, por tratarse de una emergencia, Sergio no pondría objeciones a mi intrusión. Entonces desconecté el equipo de audio. Freddie se palpó el cuerpo. Satisfecho de su solidez me dio un efusivo abrazo.
Thank you, dear friend —salió de mi automóvil—. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí —añadió y se alejó cantando:
Can't you see I'm Mr Mercury. Oh, spread your wings and fly away with me.
Tiene gracia, pensé sonriendo para mí, además de las apariciones de Elvis, ahora también las habrá de Freddie Mercury. 

El Gran Circo geométrico - Javier López


La circunferencia salió a dar vueltas por el escenario. Pero solo era un aro haciendo giros, y los niños no se reían. Pronto sintió que su número no tenía mucho más que ofrecer. Lo intentó dando unas vueltas más sobre una caja en forma de cubo. Ni aún así consiguió llamar de nuevo la atención.
A continuación entró en escena la esfera. Sus movimientos eran más graciosos, podía rodar hacia cualquier lado. Empezaba a divertir a los niños, que lucían en sus cabezas gorritos triangulares que les dieron a la entrada. Pero cuando ya había dado unas pocas vueltas, dejaron de mirarla. Aunque algo ocurrió para despertar de nuevo su interés: un cono cayó desde lo alto de la carpa. Y justo fue a parar encima de la esfera. Juntos formaron una simpática cabeza de payaso. Esto parecía causar más expectación, y todos comenzaron a aplaudir. Aunque ya se sabe cómo son los niños, y en pocos minutos querían ver alguna otra cosa nueva.
El polígono estrellado actuaba a modo de foco, iluminando la escena. La luz subió sobre la pista hacia lo más alto de la carpa, y ahí apareció: el trapecio estaba siendo iluminado, pero el payaso no podía subir a él. No tenía brazos. Los niños se miraban unos a otros, deseando que algo ocurriera para poder ver un número divertido.
Dos rectas paralelas entraron en la escena. Sirvieron para que la esfera y el cono formaran una cabeza de payaso con brazos. Se elevó hacia el trapecio e hizo un ejercicio de piruetas.
El espectáculo ahora sí era del agrado de todos los niños.

Vecinos - Sergio Gaut vel Hartman


El ascensor del edificio en el que vivo suele operar con independencia de la voluntad humana. Mi intención era descender, pero él se mueve por su cuenta hasta el noveno piso; un ascensor con personalidad. Lo curioso es que nadie parece estar esperándolo. Abro la puerta, asomo la cabeza y me sobresalto cuando mi visión periférica capta un desplazamiento fugaz. Giro la cabeza y veo que una cucaracha del tamaño de un puño se ha colado en la caja. Levanto el pie instintivamente, sin medir las consecuencias y estoy listo para descargar el pisotón cuando una voz más profunda que la de un bajo ruso me detiene.
—¡Ni se le ocurra!
—¿Qué?
—Retire el pie. Me trastorna.
—¿Es posible que...? —Retrocedo; apoyo la espalda contra la pared del ascensor—. ¿Gre-gregorio?
—Con usted son cien que me confunden. No, no soy Samsa, soy Federico López. Ese es un caso famoso, pero hay muchísimas metamorfosis más.
—Ah —digo. Es lo más inteligente que se me ocurre.
—Vamos, pulse “planta baja”. ¿Qué espera? Nos van a llamar del piso veinte y no tengo tiempo para hacer turismo. Si llego tarde al trabajo me despiden…

Auschwitz - Diego Muñoz Valenzuela


El anciano comenzó a descender calmoso la escalera que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía; nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.
Estaba pasado el mediodía y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su indumentaria.
Terminó el descenso y se dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.
Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente suyo había un grupo de muchachas que no hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre —pensó— tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.
Las estaciones empezaron a sucederse vertiginosamente. Una de las muchachas se acercó al joven solo con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo desistir. El muchacho tenía fósforos y prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro. Las muchachas se erotizaban y miraban al cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos. Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se abrían.
Cuando empezó a salir el gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al quinceañero. Sólo el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que le robaba la vida.

Tomado de http://www.diegomunozvalenzuela.blogspot.com/

Gazpacho - Eduardo Abel Gimenez


La gente sudaba. El sol caía sobre la plaza apenas contenido por las palmeras y una nube solitaria que escapaba antes que se le hiciera tarde. En las camisas azules se formaban manchas húmedas, gotas de agua salada caían por frentes y barbillas. Con los brazos en alto, la multitud cubría césped, caminos, aceras, calles, sin dejar un hueco, hasta donde los edificios impedían ver. Las voces gritaban al ritmo de los tambores:

¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!

Hubo un movimiento allá arriba, en el palco. Se abrió la cortina roja. La Casa de Gobierno relucía con pintura nueva, tan brillante que era difícil mantener la vista fija en esa dirección. Pero nadie quiso perderse el momento en que el Líder atravesó la cortina entreabierta, avanzó hasta el borde mismo del palco y levantó los brazos como convocando al cielo para que se acercara al pueblo.

Los gritos crecieron, se aceleraron:

¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!

El Líder dio un par de golpecitos en el micrófono. Su dedo índice, amplificado en los parlantes, logró reducir las voces a murmullos. Los chistidos recorrieron la plaza. Cuando el silencio fue suficiente, el Líder exclamó:
—¡Cortar el tomate!
La gente estalló en aplausos y vítores. Los tambores redoblaron. La nube solitaria terminó de ocultarse tras la torre de la catedral. El Líder sonrió con tanta amplitud que sus dientes blancos opacaron las paredes del edificio. Hizo gestos de apaciguamiento.
—¡Trozar los pimientos! —prosiguió—. ¡Picar la cebolla! —Hizo una pausa de efecto, con el timing de un actor experto. —¡Desmenuzar el pepinillo!
Otra ovación, más extensa, más calurosa. El Líder aspiró hondo, tanto que parecía agigantarse a la vista de sus seguidores. Alzó el brazo derecho e hizo un gesto giratorio con la mano.
—¡Echar los ingredientes en un cuenco grande! —gritó—. ¡Mezclar con la batidora! ¡Hacer un puré suave! —Y todo casi sin respirar, con la potencia que sólo alcanzan los privilegiados.
El suelo tembló con el estruendo de los tambores y las cajas de resonancia de cien mil pechos gritando al unísono. Pero el Líder volvió a lograr silencio con apenas un movimiento de los dedos.
—¡Poner la sopa en el refrigerador! —dijo, usando un tono de voz más medido, preparando el final.
La plaza entera se aquietó. Este era el momento culminante. El propio sol esperó en lo alto. Los pocos pájaros que no habían huido también miraban hacia el palco. El Líder, ahora sí, arrancó su voz de lo más profundo de la tierra:
—¡Y servir bien frío!
Todo estalló. Minutos enteros de ovación, parches castigados, césped arrancado por los pies que bailaban. El Líder reconoció el afecto de su pueblo con suaves inclinaciones de la cabeza, a derecha y a izquierda. Finalmente, a la menor indicación de que el furor disminuía, volvió a levantar los brazos y logró, por última vez en el día, un silencio profundo.
—Mañana —dijo, y volvió a mostrar los dientes más blancos que la nieve—, ¡mañana paté de pescado!
La multitud rugió de satisfacción, mientras el Líder desaparecía al otro lado de la cortina roja. Vítores y cánticos se sucedieron durante un largo rato. Pero sin el Líder para dirigirlo todo, el sol siguió su curso, la nube reapareció al otro lado de la torre, y los pájaros decidieron volar sin rumbo fijo.
No mucho después se inició la desconcentración. Algunos, los más inquietos, ya le iban poniendo música a la consigna del día siguiente.

Tomado de http://www.magicaweb.com/weblog/index.php

La venganza - Adriana Alarco de Zadra


Recuerdo el día cuando conocí a Antonio. Llegó a trabajar a mi oficina y me invitó un café durante la hora del refresco. Era amable, algo tímido, impecable, con una gran sonrisa. Me habló de su madre todo el tiempo, con tanto cariño que me hizo pensar que era un buen hijo. Estaba algo nervioso y se mordía las uñas cuando no lo miraba. También descubrí que era un perfeccionista, tan diferente a mí que a veces no terminaba lo que empezaba y era algo desordenada. Ya irás aprendiendo, me contestaba él riendo cuando yo le hacía notar mi torpeza.
Un día me entregó la sortija de compromiso de su madre y me emocioné. Por supuesto, acepté de inmediato y fuimos novios. Al poco tiempo empezamos a salir juntos los tres, Antonio, Glicinia, su madre, y yo. Íbamos al teatro, al cine, al restaurante, a las excursiones dominicales, a las fiestas de mis amigos. Ella se divertía, fumaba y bailaba apretadito. Quería que Antonio la llamara por su nombre en público y no mamá. Mis amigas se reían a sus espaldas pero yo no podía hacerle un desplante ni sonreír siquiera ante sus extravagancias.
Además, muchas veces animaba la fiesta con sus melodías que todos aplaudían, aunque yo en el fondo no apreciara esos tangos cantados con voz ronca en la madrugada. 
Cuando nos casamos, Glicinia tomó el lugar de mi madre que había fallecido años atrás. Escogió mi vestido de novia, resolvió el problema de la casa acogiéndonos en la suya, compró las flores, separó la fecha y todo lo demás. Fui feliz aunque viviéramos todos en la misma casa. 
Finalmente tuvimos un bebé. Durante el embarazo, mi suegra cuidó que yo no comiera ni bebiera nada dañino aunque dejaba el humo de sus cigarros impregnado en las cortinas. 
Victoria, como quiso llamar a su nieta, era preciosa, igualita a Antonio, llena de rulos, dos ojos enormes y una gran sonrisa. Yo trataba de tener a mi suegra alejada de nuestra intimidad, pero me resultaba insoportable que se metiera en la tina con nosotros cuando nos bañábamos con nuestra bebita. Dijo que era para completar la familia feliz y enjabonaba ella a Victoria, la cargaba en sus brazos, la secaba, la vestía y peinaba, afirmando que ella seguramente lo hacía mejor que yo.
En el fondo, era la abuela, la única abuela que tenía la bebe y mi esposo sonreía orgulloso. Yo no podía criticarla porque era una mujer perfecta.
Pasaba el tiempo y Victoria empezó a caminar y a necesitar más espacio. Aunque quería mudarme de casa, no encontraba el apoyo necesario en Antonio. Argumentaba que no podía dejar sola a su madre, aunque no fuésemos lejos de allí. Comencé a estar distraída en el trabajo y mi jefe me reprendía. Ya no pensaba ni hablaba de otra cosa que no fuera de mi suegra. Mis amigos se fueron alejando y decían que debía mudarme porque me estaba obsesionando. En el fondo, yo no entendía bien lo que estaba sucediendo en mi vida. 
Tengo que confesar que la última vez que encontré a Glicinia, rebasó el vaso de mi paciencia porque ella estaba metida en nuestra cama, esperándonos después de una larga reunión de trabajo en la oficina, mientras la bebe dormía en su cuna, bañada, alimentada y perfecta, como siempre. Se había convertido en una extraña relación que no podía continuar. 
¿Cómo vengarme? ¿Llenarle la cama de ranas, sapos y víboras venenosas? ¿Dejar el radio prendido junto a la tina para que se electrocute mientras se afeita las piernas? ¿Colocar una cuerda en lo alto de la escalera para que caiga dando tumbos? ¿Ponerle valeriana en el café para que se quede dormida mientras maneja a la peluquería? Hice todo eso y, además, esa misma noche vestí a mi bebe, la abrigué y desaparecí de la vida de Antonio y de su madre para siempre. Me persiguieron al darse cuenta de mis intenciones gritando que me había vuelto loca, pero salí de esa casa y llevé a mi hija muy lejos de allí. Ahora vivimos tranquilas las dos en una nueva ciudad, un nuevo país, una nueva casa, un nuevo trabajo y estamos creciendo juntas.
A veces busco en el periódico los avisos de defunción para ver si ha tenido éxito mi venganza. Todavía no pero algún día… quizás.

Párrafos de la carretera: 197 - Vladimir Kultyguin


Una mujer preguntó dando voces: —¿Por qué hace tanto calor? —Se veía que estaba enfadada con el autobús y preocupada. De verdad, el autobús, que iba muy deprisa, como si no existieran para su conductor las reglas de tráfico, se hizo rojo vivo; las sillas comenzaban a arder y el sudor se convertía en vapor momentáneamente. Al gritar la mujer, todos los pasajeros lamentaron haber escogido este autobús; se habían quitado las chaquetas, las jerseys y toda la demás ropa que podía conservar o producir calor, y ahora se sentían como si estuvieran en un verano como de Sevilla. Sólo un chico del último asiento, no daba voces ni trataba de acercarse al conductor ni abrir las ventanas; todos los que se atrevían quedaban con la mano quemada gravemente; este chico sólo se salvó gracias a que se deshizo la parte trasera del autobús y se halló en el medio de la carretera, mientras el conductor cruzaba, con los pasajeros, la frontera del infierno.

Alas - Oriana Pickmann


Apareció con un raro objeto en el hocico. A primera vista parecía un pajarillo lamentable, ensangrentado. Mi gato tenía un gesto ganador en la mirada, su primera víctima del día. Orgulloso, me presenta la presa, agonizante, tibia, quejosa. Menuda sorpresa fue la mía al ver que no era un ave. Con mucho cuidado retiré este ser de las fauces de mi pequeña fiera, limpié sus heridas y le preparé un blando lecho en una caja de zapatos de bebé. Parecía estar herida de muerte, pero igual intenté darle pan remojado en leche, como me enseñó mi madre a hacer con los pichones que caen de sus nidos... Dios sabrá de qué se alimentan estas criaturas mitológicas. Comenzando que no estaba segura de su naturaleza, no sabía si ofrecerle bayas del bosque, moscas, moho o miel.
Pasaron los días y aparentemente mejoraba, pero tenía en el rostro una sombra de pena, como si se le hubiera robado una parte de su esencia. Vi sus alas menguar, con eso quedé casi segura de que perdería su batalla contra la muerte. ¿O es que estos seres no mueren? No, no era un individuo de esa índole. Yo continuaba con la dieta estricta de pan remojado en leche, parecía gustarle, nunca presentó quejas ni hizo malas caras. Pero era su expresión la que me causaba inquietud. Busqué en todos los libros de la casa información sobre este personaje en la caja de zapatos de bebé.
Lo que sí noté fue el cambio en las flores de mi casa. Nunca habían presentado colores más vivos como en aquellos días de angustia mía. Dejé de ir al trabajo y casi de atender a mi esposo también. Mi gato dejó de rondarle y poco a poco se acostumbró a que su víctima se había convertido en parte de su universo. La casa entró en una especie de letargo por fuera, porque por dentro ocurrían cosas increíbles. Luces tornasoladas que venían de ninguna parte, susurros, cánticos, alguna vez creo que vi más de un ser como el enfermo junto a la caja. Bueno, supongo que andarían de visita y tan preocupados como yo por las alas menguantes.
Nunca supe bien qué tipo de organismo era el que yo tenía latente en la caja de zapatos de un bebé que no existía. Me miraba con cara suplicante, como si esperara algo más de mí, alguna acción, alguna magia. Yo tenía el alma casi destrozada de la impotencia, en la estrechez de mi mente no cabían hechizos de bosque, pero en la redondez de mi alma existía la creencia en este celestial ente. Y fue ahí que se me ocurrió, o quizá llegó en forma de mensaje telepático. Choqué dos copas de cristal. Surgieron alas. Alzó el vuelo, rosado, verdoso, luminoso.

Tomado de http://www.nuncaessiempre.blogspot.com

Fantasmas - Olga A. de Linares


Al loco se lo encontraba siempre cerca de la Chacarita. El tipo estaba convencido de que la muerte había querido llevárselo en ese taxi diabólico que, desde aquí hasta Singapur, forma parte de tantas leyendas urbanas. Y juraba a quien quisiera oírlo que las cicatrices que le cruzaban el rostro se las había hecho cuando se tiró de él, alertado, ni más ni menos, que por el espectro de su padre que los seguía en bicicleta. ¡Todo un detalle!, ¿verdad? También juraba que ya no le iba a ser fácil a la huesuda cargar con él, que lo tenía bien junado al taxi ese, y añadía: “¡Ni loco me agarra de nuevo!”.
¡Pobre infeliz! ¿Se pensaría que iba a vivir para siempre?
Por supuesto, no fue así. 
Dicen los testigos que corrió por la avenida a contramano, con los brazos abiertos como para abrazar a alguien, y riendo igual que un chico... hasta que un auto lo revoleó por el aire y lo tiró, muñeco roto, sobre la acera. Yo, por supuesto, sé bien hacia quién creyó que corría. ¿O se habrá pensado que no me resultaba igual de fácil cambiar al taxi por una bicicleta, y usar, por un rato, el rostro de su padre? 

Suburbano - Nuria Botey


El viejo que subió al vagón en último lugar parecía escapado de una tormenta, pues iba sembrando el pasillo de huellas mojadas, mientras su pelo blanco y húmedo salpicaba de goterones oscuros su ajada chaqueta verde. Isabelita rezó para que su madre ignorase las pegatinas que recomiendan ceder el sitio a los ancianos. 
Afortunadamente, mamá estaba absorta leyendo una revista, así que ella pudo seguir balanceando los pies en el aire desde su asiento. En cambio, el viejo apenas tenía fuerzas para despegar los suyos del suelo, e Isabelita se preguntó qué habría hecho a primera hora de la mañana —cuando el metro va lleno hasta los topes, y los niños deben quitarse la mochila para no molestar—, pues arrastraba uno detrás de otro como un muñeco de cuerda, o un preso con grilletes. ¿Por eso le ignoraban los demás pasajeros? La chica que hurgaba en su mochila, o el gordo que volvía deprisa las hojas del periódico, y eso que estuvo a punto de rozarles con sus codos mojados… Entonces sucedió algo curioso. 
El viejo enfilaba el tramo de asientos que precede a la puerta de comunicación entre vagones —Isabelita se preguntaba dónde iría, si allí tampoco quedaban sitios libres—, cuando un tipo que dormía con la boca entreabierta estiró las piernas. La niña pestañeó un par de veces antes de volverse hacia su madre. 
—¡Mamá, mira ese hombre! —susurró señalando al anciano, cuyo cuerpo traspasaba entonces los zapatos del durmiente.
—¿Quién, hija? Si ahí no hay nadie…
Isabelita guardó silencio. ¿Acaso su madre no veía al viejo? Entonces, tampoco tenía sentido contarle que ahora estaba a punto de atravesar la puerta sin abrirla. ¿Para qué, si siempre se reía del monstruo del armario y de los duendes del sótano?
—¿Me das un chicle, mamá?
—Sólo si dejas de inventar historias para llamar la atención, ¿vale?
Isabelita asintió, sonriendo ante el sutil reguero de agua que recorría el vagón. Porque quizá no le llegasen los pies al suelo, pero ya había crecido bastante para saber que los mayores no siempre tienen la razón.

Historia de una cruz - Sergio Patiño Migoya


Carmen Carmona atesora en su pecho una cruz de lunares. Son cuatro perlas morenas que, las malas lenguas, dicen son la cuenta de los amantes que se le murieron a Carmen.
Se esconde el primero en la aureola de su seno, del izquierdo. Fue por Fernando Miñambres, un joven farandulero que con su cante preñaba a las niñas de versos de amor. Luciano Carmona, el padre, le dio muerte la tarde que Carmen, en el granero, cedía a Miñambres su flor.
El segundo, sobre el cuello y en lo alto de la cruz, fue el amor aventurero por un bandolero del sur. Rodrigo Solana Allamonte, que por la joven se quedó prendado, prendido, trenzado de sus ojos negros. Y por ella bajó al pueblo desde el monte, en pleno día y cegado de idilio, el bandido. Allí lo esperaba la autoridad, que sin tardar y abriendo el alba, lo habría de fusilar.
El brazo de la cruz lo forman los dueños de dos navajas que, descastadas, se cruzaron los filos. Dos hermanos, los Cortizo, que siendo tan parecidos hicieron sembrar la duda en Carmen Carmona. Sin saberse decidir, ora a uno ora al otro les daba requiebro y tiento, y en consecuencia, tiró menos la sangre que los celos. Y sangre se derramó, en el suelo, quedándose la mujer con un lamento girado hacia adentro.
Ahora hay quien cuenta que en la cruz, justo en el centro, encima de su corazón y del desamor nacido, un quinto lunar ha amanecido. Pero eso… nadie lo sabe cierto.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

domingo, 25 de enero de 2009

Viaje al fondo del píloro nocturno - Héctor Ranea y Sergio Gaut vel Hartman


—¡Aorta! —gritó el marinero en el castillo de popa.
—¡Imbécil —exclamó el checheno—. Tiene un sánguche de milanesa de choique en cada ojo, ese tarado —comentó.
—Más tarado será usted, Berinchov —refutó el skipper—. Desde que viajamos por el cuerpo del rabino Löw los sistemas han sido regulados para que la nave circule hasta el cerebro y encontremos la fórmula.
—¡Qué fórmula, recórcholis! —gritó el epistemólogo, malhumorado.
—Nada que le concierna —comentó el marinero del castillo de popa.
—¡Epa! Aquí están pasando cosas. Primero, me pongo a jugar un poco de ajedrez tetradimensional y me salen con el absurdo de que navegamos por los intestinos de un rabino.
—Es el sistema circulatorio, ignorante —comentó con sorna el cabello virtual de Samantha, que trabajó como enfermera tiempo completo en un geriátrico marsellés y luego fue vendida a los piratas de Lobería.
—¡Es el colmo de lo inaudito! Exijo que se consideren mis papeles como embajador checheno antes de dirigirse a mí con esos epítetos de mala leche.
—¡Entonces deje trabajar a la gente! —gritó el skipper ya con una bronca bastante más desarrollada.
—Bueno. Siendo así, me callo. —El checheno amainó las plumas pero no las alas, de modo que aprovechó sus apósitos dorsales para volar a proa y ver en el plasma de Fernández cómo procedía la operación. La cara de satisfacción del científico decía casi todo. Entonces el checheno no pudo más y preguntó, tanto como para molestar—: Dígame, Fernández: ¿cuánto falta para llegar a la parte simbólica del cerebro?
—En apenas unos segundos estaremos ingresando al flujo cerebral. Será una etapa crucial, dado que ingresaremos como virus a su sistema nervioso. Esperemos que su religión no nos rechace.
—¿Él sabe que andamos por acá?
—Conscientemente lo sabe, pero su organismo nos atacó varias veces.
—Y dígame, Fernández: si podíamos achicarnos para entrar en el rabino Löw, ¿por qué carajo no nos achicamos para entrar en el agujero de gusano? ¡Hato de imberbes comeheces, seres vermiculares llenos de polvo de momia! ¡Estoy harto de darme cuenta de que el único que acá entiende algo soy yo!
Esto selló el destino del checheno, porque desde el interior del rabino, con la furia intacta después de haber leído a Mailer y la imaginación desbordada tras tragarse las obras completas de Lovecraft en Braille, Yahvé salió de su mutismo de siglos y tronó flatulento por los laberintos del ruinoso cuerpo.
—¡Voy a recuperar protagonismo, carajo! ¡Ya es hora de que me deje de ser letra muerta en un libro más muerto todavía! ¡Escuchen, mortales! Sé que me han desafiado al miniaturizarse, aunque debía esperar algo así de los escupitajos que creé hace tanto tiempo. Por haber actuado así y no haber guardado mi alianza y las leyes que ordené, voy a arrancarles el reino de sus manos y se lo daré al último siervo de esta nave.
Dicho y hecho.

De pronto se encontraron sentados en la terraza de un edificio frente a un mar de arena. Estaban Berinchev, Fernández, Samantha, el skipper y otra docena de personajes de esta serie que amenaza con irse de las manos (cuatro) de los inconscientes que la pergeñaron. Y al frente de todos, estaba el último orejón del tarro, el grumete Salemo, que nunca había aparecido antes porque el último orejón del tarro no aparece hasta que el tarro no se vacía de orejones, no sé si somos claros.
Salemo golpeó un vaso de cerveza con una cucharita de plata y reclamó atención.
—Nos hallamos reunidos para celebrar la primera sesión del culto holístico cuyos milagrosos preceptos han sido transfundidos en mí por la sublime gracia de Yahvé. Procedo a enumerar los cien mandamientos básicos de la nueva religión.
No somos tan sádicos, por lo que vamos a saltear esta parte. Para cuando Salemo terminó de enumerar los cien preceptos, la concurrencia, salvo Berinchev, dormía la mona. El checheno, inmune a la droga que Salemo había ordenado verter en la cerveza, permanecía atento y alerta.
—¿Y ahora qué, mamarracho?
—¿Por qué no se durmió? —Salemo estaba asustado; le sudaban las manos y a cada rato miraba el cielo rojo sangre como si esperara la llegada de Yahvé en un helicóptero de la US Navy.
—El show debe seguir, muñeco —replicó el epistemólogo, burlón—. Y te garantizo que en el próximo episodio de esta serie la vas a pasar muy muy mal, aunque tu amigo baje a ayudarte.