martes, 30 de diciembre de 2008

Sequedad - Wilson Gorj


El grifo abierto, el agua borboteando. El hombre se cepilla los dientes. De pronto, el grifo se atraganta, tose algunas gotas y, por fin, lanza un suspiro seco. Para confirmar la falta del agua, el hombre acciona la descarga de la cisterna: también seca. Con la boca aún llena de espuma dentífrica, el hombre va a la cocina (el grifo del lavabo está alimentado por el agua del tanque). Lo abre. Y nada. Semejante sequedad le da una tremenda sed. Limpiándose la boca en la manga de la camisa, atrapa un vaso y lo pone bajo el filtro. Y, triste constatación, ¡ni una gota! La sed se intensifica, se convierte en desesperación. Agua... ¡Agua! ¿Dónde encontrará agua? Sale de casa, comprueba que el sol astilla todo con su calor. En las aceras, los árboles están achicharrados, deshojados. Las calles están desiertas. No hay ninguna señal de vida, no sopla el viento, todo estático, y caliente, muy caliente. El hombre, entonces, escucha un burbujeo distante. De inmediato, le viene el recuerdo de la imagen redentora: ¡la fuente pública! ¡Agua! Corre en dirección a la plaza. Cuando llega, sin embargo, percibe el propio delirio: la fuente está tan seca como su garganta. Intenta llorar, pero es en vano. No hay lágrimas. Sus ojos también son dos fuentes que se secaron.

Título original: Secura
Traducción del portugués: GvH

Fábula medieval - Lilian Elphick


Cronos se desplaza rápidamente cuando oye gritos de ayuda. Se acerca a un agujero excavado en la tierra y mira hacia adentro.
—No puedo salir de aquí —gime Topos—, ayúdame.
Cronos mira su reloj.
—Estoy un poco apurado —dice—, no puedo detenerme.
Topos se impacienta.
—Vamos, un minuto más, un minuto menos, no son gran cosa. Sólo jálame.
—Hmm, esto me recuerda los dichos del viejo Heráclito.
—¿Qué dices?, no te oigo bien. Acércate más.
—Que no puedo permanecer…
Cronos vuelve a consultar su reloj. Se ha detenido. Golpea el vidrio, lo coloca en el oído. No hay ni tic ni tac. Lo remece, le da cuerda, lo desarma. Las diminutas piezas caen al suelo.
—¡Pero qué esperas, léntulo!
Cronos, que ya lo ha perdido todo, introduce la mano al agujero hasta que una fuerza superior a él lo succiona entero.
—Al fin, juntos —dice Topos, satisfecho.
—¿Dónde estoy? —pregunta Cronos.
—Y eso qué importa. Ven, visitaremos a Luz.
Topos y Cronos se van por un atajo.

Recogimiento - Federico Laurenzana


…las partes —en vez de las estructuras—, 
sólo los únicos registros de los jugadores…
“Giros”, de F. Laurenzana

Cuando el bloque cerraba la tercera abertura de la sala, él temía perderse tras la agonía plástica. Sabía que se le estaba presentando el remoto vaticinio del silencio sin ornamentos, de las habitaciones incoloras, mudas. Pensaba que no volvería a ver a la niña de pelo cobrizo.
Maquinaba, especulaba durante el cierre de toda la metrópoli, de todo lo conquistado, del mundo. Su sien no se había calmado mientras buscaba irse, mudar de habitáculo. Hasta había llegado a elaborar, a representarse mediante su memoria, cada modificación del entorno y el tiempo acarreado. Ante cada veloz impedimento que brotaba, la desaforada voluntad por hallarla a ella se disipaba en vacíos espacios perdidos. 
Al verse encerrada había derramado la última lágrima de esperanza, y ya comenzaba a forjarse por dentro una piel invulnerable, metálica, apropiada para la extrema espera, ahí, en esa mazmorra transparente. Porque podía verse a su través.
Se veía desde un horizonte hasta el otro atravesando todas las paredes. Simulaba la inexistencia de estas, aunque ante el primer paso se palparan. Nada era reflejado. Ventanas, puertas y toda construcción de las salas eran transparentes en su plenitud. 
Era una edificación donde sólo dos personas habían sido dejadas desde muy temprana edad. El constructor, diseñador o mentor de la obra jamás había sido visto. Aunque esto no llegara a mortificarlos, después de haberse conocido y frente al enclaustramiento general se habían separado. Ahí se habían iniciado sus agonías, el principio del declive.
Ya sin salida, él podía verla dormir o llorar, caminar o detenerse para verlo. Se habían acostumbrado a sentirse mediante distancias de toda índole. 
Ya sin posibilidad de irse de la habitación treinta y seis, él había pensado que formaban parte de un gran sistema; aunque sean las únicas partículas expuestas al dolor. Había supuesto a un operario del mundo, aunque pronto olvidaba la idea por extravagante. Todas las partes en conjunto forman un todo mediante una estructura vacía, pensó. Y aceptando esta condición elevada hasta que llegase a ser un  axioma fundamental de su basamento ideológico, cedió, y ofreciendo su integridad ante la encrucijada, empezó a crecer. Porque ya dependía de un pensar propio —que se adecuaba y resucitaba lo disminuido en él— para convivir de la forma más conveniente, mediante una acepción de crecimiento poco expuesta a críticas.
En la habitación doble cero, ella era vista a través de las innúmeras paredes. Su ocre cabello dilataba las pupilas de él, como la elegante caída del largo pelo y los matices degradados sin anuncio alguno. Ella lo veía, pero quieto y sin gesticular. 
Cuando la idea de un crecimiento había desplazado su angustia, él ya ni siquiera advertía el claustro donde había quedado convicto. Un recogimiento abstracto lo embutía dentro de una sala plástica, flexible a tu pensar o al mío, para sobrevivir bajo la disposición del sistema transparente.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

Conversación leve a la hora del desayuno - Ricardo Juan Benítez


—¿Cuándo llega el próximo reaprovisionamiento? —preguntó Buzz con gesto de desagrado.
—¿Por qué, cariño? —inquirió la esposa.
—Este café sabe horrible, debe de estar almacenado desde que fundaron la “Colonia”.
—Nosotros parece que estuviéramos desde la época en que el “Complejo Minero” era la “Colonia” —dijo ella algo desanimada.
—O sea, decodificado: estamos insípidos y desechables.
Lo miró con un dejo de amargura, antes de agregar:
—Creí que, según tú criterio, las que decodificamos mensajes subliminales amenazantes somos las mujeres.
En ese instante Carlos pasó cerca de la mesa de ellos, con su bandeja de desayuno vacía.
—Buen provecho, Jefe —giró su cabeza y agregó dulcemente—: buen día, Amanda…
—Buen día, Carlos…
—Carlos, utiliza la Unidad Nº 3, ya la revisé y configuré su computadora de a bordo.
—Esa tuvo algunos fallos la última vez —dijo Carlos preocupado, mientras señalaba el ventanal—; no me gustaría quedarme sin atmósfera controlada en el medio de esa nada
—Los controles de rutina dieron positivo. La computadora central no predijo ninguna falla.
Carlos se alejo rumbo a la escotilla que llevaba a la bodega de abordaje.
Se quedaron mirando el paisaje arenoso y monótono a través del ventanal del comedor. Realmente era poco estimulante para una pareja con diez años de convivencia.
El armatoste conducido por Carlos pasó lentamente. Se arrastraba como una oruga moribunda.
—Buzz… creo que mejor vuelvo a la “Tierra”.  Acá no puedo progresar. Si retorno podría especializarme en neurocirugía. Aquí solo puedo zurcir alguna cabeza o entablillar algún brazo roto…
—Amanda ¿Está operativa la sala de urgencias? —preguntó Buzz mientras miraba como la Unidad  Nº 3 se quedaba inmóvil antes de llegar a la mina.
Ella también miró. Sabía que era inútil que la sala estuviera operativa. Ni siquiera ella podía hacer nada por él.
Intuía que aquello no era un accidente. 
Una lágrima rodó por la mejilla de Amanda.

El gato triste y azul - Víctor Miguel Gallardo Barragán


El gato azul está triste. No viajó desde su lejano planeta para esto, piensa constantemente. Observa con detenimiento los pensamientos del huésped y capta su indiferencia.
—Soy sólo tu comensal, no quiero hacerte nada malo —se justifica. El otro se indigna, está francamente irritado, pone todo su empeño en expulsar al gato azul de su cerebro. El gato sigue estando triste.
—Esto no es simbiosis, ni depredación, ni parasitismo. Soy tu comensal —repite el gato, pero el otro no atiende a razones. El gato es agredido por miles de pensamientos y, finalmente, hastiado, devora la cordura del huésped y un nuevo cuerpo cae, inerte, en mitad del pasillo del hotel.
El gato azul viaja a un nuevo hogar, el más cercano que encuentra. Una niña, en la habitación 112, mira absorta un canal temático de ciencia. El gato salta y se enmaraña en su pelo, inserta sus uñas en los orificios de las orejas y de los ojos. La niña, inmutable, se deja hacer con desgana. El gato no comprende, el gato se entristece ante la lamentable condición humana. 
La niña tose y se rasca la cabeza. El gato cree que ha llegado el momento de hablar.
—Soy sólo tu comensal, no quiero hacerte nada malo.
La niña se levanta y se mira en el espejo. Sonríe.
—Eres guapo, gato. ¿Serás tú mi marido?
El gato parpadea sin comprender, pero al cabo sonríe: esto es mejor que nada, y al fin ha encontrado un espécimen que parece dispuesto a cooperar.
—Tú también eres muy guapa, niña. Pero quiero explicarte qué voy a hacerte.
—¿Me va a doler? —pregunta la niña. El gato empieza a alegrarse de su suerte. ¡Esta niña está más que dispuesta a ser su mansión!
—No, por supuesto que no.
La niña ríe con picardía.
—Antes de hacerlo quiero que te cases conmigo. Mamá dice que eso es lo correcto.
El gato ya no se alegra tanto.
—Creo que no comprendes lo que quiero decir... —empieza a susurrar, pero la niña ya está revolviendo en la maleta de sus padres, la niña ya está sosteniendo un pañuelo blanco de encaje, la niña ya está ajustando el improvisado velo sobre su cabeza.
—¿Me querrás siempre? ¿Serás mi esposo hasta que la muerte nos separe? ¿Me darás hijos sanos y fuertes? ¿Me protegerás del resto de los hombres?
El gato está empezando a dudar de la conveniencia de seguir sobre la cabeza de la chica. Aún así, es menester hacer un último esfuerzo.
—Niña, necesito un cuerpo...
—Yo también necesito un cuerpo.
El gato odia que lo interrumpan con sandeces y clava sus uñas, pero las terminaciones nerviosas de la pequeña humana no reaccionan. Al contrario, el dolor que no toca a la niña golpea al gato, que apenas puede evitar el desvanecimiento.
—Niña, yo...
—¿Serás mi esposo hasta que la muerte nos separe? —repite la niña, la mirada fija en el espejo, las pequeñas manos aferrando una flor de plástico que ha tomado de un pequeño jarrón sobre la cómoda. El gato intenta huir de este remedo de matrimonio, intenta saltar del cuerpo y buscar otra opción, otra potencial mansión en la que pasar el resto de su vida, pero algo se lo impide. No puede moverse, el gato azul no puede moverse, y por más que clava sus uñas desesperado sólo recibe, en contraprestación, un dolor insoportable.
—Quiero que me des muchos hijos. Mamá dice que es lo correcto, tener muchos hijos. 
El gato no escucha, el gato sólo soporta el dolor mientras intenta huir.
—Y serán muy guapos, azules como tú y de pelo dorado como yo. Mamá dice que para eso vinimos a este planeta: para procrearnos y mestizar. Yo creo que nuestros hijos serán unos mestizos muy guapos, ¿no crees? Me gustaría tener miles de hijos.
El gato azul, más triste de lo que ha estado jamás, piensa que, en efecto, no viajó desde su lejano planeta para esto. Definitivamente no.

Tomado de Sinergia: http://www.nuevasinergia.com.ar

Engendra - Eduardo M. Laens Aguiar


Mgú tomó entre sus dedos una lagaña mañanera, cera de su oído izquierdo, que era el que mejor le funcionaba, y un poco de saliva. Durante dos días no hizo más que circular la mezcla entre sus dedos índice, pulgar y mayor. Cuando la masa se secaba, la metía en su boca para masticarla hasta lograr la humedad y textura que su erudición dictaba, y así luego, volverla al proceso manual de amasado.
Al cabo de esta sacra fase, cuando ya la estructura del bolo era la correcta, firme y estable, colocó el óvulo, con sumo cuidado, entre los pliegues de su abdomen, tan generoso como su buena voluntad, en el exacto lugar donde las pústulas crecían a sus anchas.
Otros dos días tardó la masa en amalgamarse a su cuerpo, pero cuando lo hizo fue de manera absoluta, con las fiebres y ardores que la labor proponía.
Dolores, calambres y punzadas nutrieron su ser, alcanzando las zonas más distantes de su anatomía. 
Su masa corporal fue creciendo en los sucesivos dos días, la piel estirada traslucía venas verdosas y arterias azuladas; zonas pálidas y moradas convivían a lo largo de toda la extensión de su ser. 
Tal era su tamaño, que él mismo, cosa rara en su inmensa sabiduría, estaba sorprendido del prodigio. Alcanzó dimensiones inconcebibles, como mil rebaños de animales, unificando inflamaciones en una única hinchazón que ya no tenía al dolor como parámetro.
En el anochecer de ese sexto día sintió un retorcijón que atravesó sus órganos de cabo a rabo. Supo que el proceso llegaba a su fin y ya no debía esperar más. Concentró su mente en un único punto del cuerpo, esperando focalizar en un único gas la liberación de la energía que daría inicio a todo.
Apretó las mandíbulas, inspiró profundamente y retuvo el aire a fin de potenciar el esfuerzo.
Y al séptimo día, explotó. 

Libro del Génesis de los Bedeles Purulentos de Xhagá

lunes, 29 de diciembre de 2008

Momentos - Ramiro Sanchiz


He llegado a creer que mi vida (mi vida verdadera) se compone de un número muy pequeño de momentos, contados con los dedos de una mano. Y estos se suceden, emergiendo (gracias a azares de la conciencia y la sensibilidad) de lo que podría llamarse la espuma del tiempo o la vida vacía, insignificante, de todos los días. Por ejemplo: es de madrugada y estoy en un ómnibus, sentado en un asiento del lado de la ventanilla. Mi mente está ocupada en cualquier cosa, una novela que estoy escribiendo, el recuerdo de alguna película; un poco distraído miro hacia fuera y encuentro una entrada de edificio, iluminada por una luz amarillenta, tenue y tensa sobre las superficies. El ómnibus reanuda su marcha inmediatamente, arrastrando la visión hacia el pasado; entonces algo sucede en mí que reconoce al momento (como un dèja vú en el que se adivinan niveles aún más profundos), sin importar el ómnibus, la entrada del edificio o sus formas; algo, vinculado quizá a esa forma particular en que la luz baña el espacio, me hace entender que esa circunstancia está en mi pasado, y no una sino docenas, cientos de veces.
Estos momentos no incluyen más de cinco o seis (ese es el número que, no sin esfuerzo, podría evocar ahora), o si lo hacen, se trata de muy pocos más. Los mecanismos que atraen el reconocimiento incluyen también aromas, rostros, gestos y sonidos; y siempre entiendo, con total claridad, que sólo allí esta la vida, la realidad, que allí está en verdad mi tiempo y que el resto es espuma. ¿Qué son, en última instancia, estos momentos, y qué los diferencia del tiempo común y corriente, el que se empoza, el que desgasta, el que miden los relojes? El ómnibus ya ha recorrido gran parte del camino cuando llego a la conclusión —que pronto olvidaré, al bajarme, al caminar hacia mi casa, al entrar a mi trabajo— de que no debo pensar como cosas diferentes los acontecimientos y los seres, porque en rigor yo soy esos momentos, o ellos y yo somos algo, esa cosa que es y que, según Borges, persiguió a Jonathan Swift al borde de su muerte.
A veces creo que podré terminar una lista completa de mis momentos. Pero este ímpetu ordenador, clasificador, racional, está destinado al fracaso, lo sé. El presente y el momento al que remite están relacionados en el misterio; no hay notas esenciales que se repitan, pues el mismo momento puede ser evocado por la visión del edificio, por un árbol solitario en el campo o por el sonido de la voz (más allá de su melodía y sus palabras) de Eddie Vedder. Terminar la lista es imposible porque carece de orden, de alguna manera racional de decir por qué una lista pensada es mejor que otra; sin embargo allí está, con los bordes difusos de un fantasma, y los momentos que la componen requieren sentirla: entender que existen, que su número es escaso y que se repiten en un orden secreto que marcará, quizá, los límites de mi yo.
Pero esto último seguramente es ficción, o más ficción todavía. Me he dejado llevar, tristemente, por los mismos hábitos de siempre.
Una vez, nadando en una playa embravecida, sentí el apretado movimiento de mis músculos; algunos días después intente reconstruir esa sensación tendido en mi cama, recordar no el agua salada o el cielo abrumador sino todo lo que pasara entre mi piel y mis huesos. Alcancé así otro de mis momentos, quizá pautado por alguna forma de tacto o de operación de la memoria, o ambas cosas. No he vuelto a sentirlo, quizá porque tiendo más a lo auditivo y a lo visual, a esas percepciones prousteanas ligadas al olfato, pero sé que está ahí, que es parte de eso que soy, o de eso que sigue siendo. Sin embargo, no se parece en nada a los otros.
Y es curioso, porque otros sí se parecen: el momento de la luz del atardecer en las estatuas (al que también he llegado a través de una habitación iluminada en un edificio) y el momento en que entiendo que la noche de los días de mi infancia es más profunda y más densa.
Es posible que una operación análoga a esta que estoy intentando reseñar inspirara a Platón sus ideas o arquetipos. Estos son los de un mundo que está cubierto por mi yo, por una forma trascendente de mi yo que ha invadido al universo o se ha fundido con él. Esta suerte de narcisismo me otorga una secreta esperanza.

Simbiosis - José Manuel Dorrego Sáenz


Cuando el aire se volvió irrespirable, decidimos trasladar la ciudad al campo. Como la ciudad era tan grande, ocupó justo las dimensiones del campo, así que ahora ya no sabes si estás viviendo en el campo o en la ciudad.
La gente parece muy contenta con esta decisión, aunque siempre tuve mis dudas de que fuese lo más acertado. Reconozco que ya no hay que hacer decenas de kilómetros para disfrutar de la naturaleza, pero se echa de menos el campo de verdad, cuando el campo era sólo campo. Ahora los ríos cruzan las grandes avenidas de nuestra ciudad; sin embargo, el agua tiene un ligero regusto a neón y gasolina y los pájaros sólo pían en horario de oficina. Me gustaría pensar que hicimos lo correcto, pero cuesta sentirse a gusto en un lugar donde las flores las diseña un extravagante modisto francés, la lluvia sólo cae por orden del Gobierno y hasta las puestas de sol están patrocinadas por Microsoft.

Oferta y demanda - Sergio Gaut vel Hartman


Siempre me ganan de mano, murmuré apagando el monitor de un manotazo. Pero quizá hoy fuera diferente; tal vez la fortuna me estaba sonriendo con su amplia boca de dientes afilados. Un segundo antes, el estruendoso sonido me había hecho saltar hasta el techo y los bocinazos subsiguientes indicaron que el choque había sido de proporciones, en el frente mismo de mi casa. Actué en lugar de razonar y ponderar y cavilar; no me van a ganar de mano, me dije. Renegué de nuevo por vivir en un séptimo piso, pero quedaba fuera de toda discusión que la fortuna estaba de mi lado: por primera vez en los treinta años que llevo viviendo en el edificio, el ascensor estaba al alcance de la mano. No diré que descendí: me precipité, fluí. Pasé como una exhalación delante del encargado sin cruzar una de nuestras habituales bromas sobre la banda ancha y lo útil que es “para conseguir minas” y llegué a la calle jadeando como un búfalo y mintiendo como un mercader de Damasco.
—¡Abran paso, abran paso, soy médico. —Palabra mágica, si existe alguna; “médico” cortó el mar Rojo en dos, como si fuese jalea de membrillo. Y rojo oscuro era. El tipo estaba sumergido en un charco de sangre del tamaño de una bañera.
—No lo toque, doctor —dijo un tipo de barba y anteojos que parecía profesor de antropología o vendedor de seguros—. Está muerto. El auto le pasó por encima de la cabeza y se la reventó como un melón.
—Muy gráfico —dije con una mueca despectiva—. Pero nunca se sabe —susurré.
—Se sabe, se sabe —se empecinó el tipo.
No le hice caso y me incliné sobre el accidentado. —Necesito saber tu nombre, pajarón.
—¿Le habla? —dijo una mujer canosa, impaciente, como si se estuviera perdiendo la novela de las cinco. No le contesté. Moví con asco el saco del muerto y vi el nombre bordado en la camisa. Definitivamente, la fortuna etcétera. Elías Kunti. Extraño. No parecía un monograma. Nadie borda nombre y apellido en una camisa.
—¡Cómo le voy a hablar a un muerto, señora! ¿Es estúpida o qué?
—¡Qué! —respondió un gracioso anónimo. Trece años y muchos granos, seguramente. Pero yo no desperdicié el momento de alboroto que siguió al monosílabo, y le hice al muerto la pregunta fatal y decisiva.
—¿Querés trabajar para mí? ¡Rápido!
—Estoy muerto —dijo el muerto.
—Por eso —repliqué—. Nadie te va a echar de menos. Se me complica un poco con los vivos.
—¿De qué puedo trabajar si estoy muerto —Detecté cierto tono resentido en las palabras del muerto, o tal vez irónico, o cínico, pero me hice cargo de la situación; uno no se adapta a un cambio como ése en diez segundos.
—De personaje en un cuento, ¿de qué va a ser?
—Dijiste que eras médico...
—Muy astuto; ¿no te diste cuenta? Soy escritor; dije eso para que me permitiesen pasar.
—¿Qué personaje me toca en la trama?
El muerto me estaba cansando con sus impertinencias.
—¡De muerto! ¿De qué otra cosa podrías trabajar? ¿De astronauta?
La inoportuna sirena de la ambulancia indicó que me quedaban unos pocos segundos antes de que se lo llevaran.
—¿Me vas a pagar? —dijo el muerto.
—¿Para qué querés plata? —exclamé; estaba azorado.
—Yo no trabajo gratis —dijo el muerto, terco—. Por lo menos hagamos un canje. Yo también escribo.
—¡Ah, sí, mirá vos. Podrías haber sido nuestro primer Nobel. —Parece que al muerto no le causó ninguna gracia mi agudeza y perdió los estribos. Algo me agarró del cuello, me estiró a lo largo de un espacio tubular y oscuro, aproximó los extremos hasta que mis dientes chocaron con las uñas de los dedos de mis pies y anudó apretadamente el conjunto utilizando un cordel acerado y carnoso.   
—Necesitaba un escritor en mí cuento —dijo el muerto—; un cuento que empecé hace años y no lograba rematar adecuadamente. —Me pareció que la sonrisa que se le formaba en el rostro desfigurado era más vasta que el imperio de Temudjin, pero no tuve tiempo de quejarme. Las luces se apagaron y me convertí nomás en personaje del cuento de ese muerto de mierda.
Y aquí me tienen.  

Patatización - Campo Ricardo Burgos López



Hace tres días me levanté y salí a la calle rumbo al trabajo. Apenas había acabado de cerrar la puerta de casa, noté que frente a ella pasaba una anciana sosteniendo una patata en la mano. La mujer observaba la patata una y otra vez como si el tubérculo escondiera un profundo misterio. Por un instante me quedé mirándola asombrado de su extraña actitud y luego, cuando dobló la esquina, la perdí de vista. En ese momento me sacudí y empecé a correr hacia el paradero del bus pues ya se me hacía tarde. Pero fue entonces que sucedió. De repente noté que todas las personas que me cruzaba rumbo al paradero, también llevaban una patata en la mano y también la miraban embelesados como si nada más existiera en el mundo. Al llegar al paradero comencé a  hacer mi fila y me pasmó percibir que todos los que me antecedían en ella, también llevaban una patata en la mano y también la miraban arrobados. Entonces, advertí algo más: No habían buses ni carros particulares. No había autos. Por la avenida tan sólo circulaban hombres y mujeres que siempre llevaban una patata frente a sus ojos y no reparaban en nada distinto a la patata de cada uno. Comencé a caminar hacia otro paradero y en la vía no encontré ni un solo auto en funcionamiento, los pocos que había estacionados a un lado de la avenida, guardaban en su interior a un conductor y unos pasajeros cada uno de ellos hipnotizado por su respectiva patata.
—¿Qué les pasa? —grité—. ¿Están locos?
Nadie me contestó. Una y otra vez grité para que me explicaran qué diablos estaban haciendo, pero fue inútil. Nadie se dignó responderme, era como si de súbito todos se hubieran vuelto sordos y no pudieran percibir sino patatas. Resignado, caminé hasta mi oficina y llegué allí tras hora y media. De más está decir que en el lapso del camino todos los que encontré llevaban una patata frente a sus ojos y sólo la observaban a ella, varias veces intenté dirigirles la palabra, pero nadie respondió, varias veces les arrebaté a algunos sus patatas para arrojarlas lejos y tan sólo seguían la patata con la vista para correr a recuperarla. Nadie se dignó siquiera mirarme, era como si no existiera. Como decía, tan pronto llegué a la oficina ya no me sorprendió que nadie me prestara atención, pues cada uno estaba alelado en la contemplación de su patata. Entré a la sala de juntas donde estaban mi jefe y los ejecutivos de la compañía y allí todos, alrededor de la mesa, sólo tenían ojos para las patatas. Francamente aterrado, corrí a un televisor y en todos los canales tan sólo se transmitían imágenes de humanos contemplando patatas. Nada más. Observé muchos canales y en todos ellos se mostraba lo mismo: Humanos embelesados en la contemplación de sus patatas en Australia, en Uruguay, en China. La humanidad entera se había “patatizado”, no hay otra palabra para el fenómeno. Como ya lo escribí, hace tres días estoy en esta oficina y en ese lapso no he encontrado otro humano en sus cabales. A ratos salgo a los restaurantes a buscar comida y allí sólo hay personas sentadas en las mesas observando sin fin a sus propias patatas. No sé si haya otros humanos “despatatizados”, pues no he encontrado a ningún otro como yo. Tampoco cuento con una explicación para el hecho. No sé si este comportamiento masivo se debe a un hechizo colectivo o a una entidad sobrehumana que juega con todos los homo sapiens. No sé. He sintonizado todas las emisoras de radio, pero tan sólo emiten silencio. En la TV, como ya anoté, sólo se observan las imágenes referidas. Internet está muerta. ¿Qué más puedo decir? Ignoro por qué yo no he caído bajo el embrujo de las patatas, por qué a mí no me sucede lo mismo que a los demás. ¿Qué demonios le pueden ver a esas cositas el resto de humanos, que yo no consigo advertir? Varias veces he ido al supermercado y tomado una patata en mis manos, pero no entiendo cuál es el encanto de la solanácea. Es cierto que sus “ojos”, sus formas y su pellejo son de una gracia abrupta, pero no puedo —como parece sucederle a los demás— convertirlas en el centro de mi vida. No consigo caer en la “patatolatría” a la cual parece haber sucumbido el mundo. No sé qué va a pasar.

El intento de Golett - Eduardo Abel Gimenez


Al Norte y al Sur la ciudad no terminaba nunca, y al Este no iba nadie porque estaba el río. Al Oeste empezaban los barrios pobres y los días tristes, dos inventos que en esa época tenían mucho éxito pero que Golett prefería evitar. Entre esas cuatro paredes que le ponía la ciudad, Golett miró primero hacia arriba y luego hacia abajo. Arriba pasaba un avión que venía de la base. Abajo estaba el jardín de su casa de El Palomar.
Tardó un minuto en decidirse. Para salir de la ciudad había un solo camino, y se puso a cavar.
El primer día consiguió hacer un pozo de dos metros, y después se fue a dormir. A la mañana siguiente tropezó con una roca y tuvo que recurrir al martillo. Al mediodía ya tenía llagas en las manos, así que se permitió una siesta.
Los vecinos se fueron enterando del intento, como sólo saben enterarse los vecinos, y la noticia corrió de cuadra en cuadra. Al tercer día, Golett fue a ver la obra y descubrió que se la habían invadido.
Eran tiempos en que mucha gente quería irse de la ciudad, y no todo el mundo tenía el ingenio de Golett. Muchos eran envidiosos, y a nadie le preocupaba aprovecharse del trabajo de otro. Por eso, los más madrugadores habían corrido al jardín de Golett y se habían zambullido de cabeza en el pozo. Los que vinieron después llegaron a tal velocidad que no pudieron frenar y terminaron cayendo sobre los primeros. Los últimos, que eran de esos que siempre dependen de la suerte y del prójimo, se encaramaron sobre los otros, pensando que el peso de los cuerpos haría ceder el fondo del pozo y todos caerían en algún paraíso reservado a los inteligentes. Así que cuando Golett se asomó al jardín había una montaña humana más alta que el techo.
La policía también se enteró, y se llevó a Golett por sospechoso de algo que no estaba muy claro. Lo encerraron en un sótano, y esa fue la mayor profundidad que consiguió alcanzar en su intento.
Golett era capaz de reconocer sus errores. Esta vez había cometido dos: suponer que hacia abajo el camino estaba despejado, y creer que no había otra dirección que llevara fuera de la ciudad. Eran errores graves, porque abajo había tantos vecinos y policías como en cualquier parte, y además quedaba otra dirección para probar: hacia adentro.
Al principio, Golett se rió de sí mismo. Hacia adentro sólo se consigue entrar, y eso a veces. Salir, se sale hacia afuera. Pero después cambió de idea.
Llevaba apenas unas horas encerrado cuando empezó a salir hacia adentro. Nadie se dio cuenta, porque se iba achicando tan despacio que disimulaba bien.
—No sabía que era un enano —dijo el juez a la semana, cuando lo llevaron a declarar.
Los policías se rascaban la cabeza.
A los veinte días era tan pequeño que pudo pasar entre dos barrotes y salir a la calle. Ya ni siquiera parecía un enano. Teniendo en cuenta que el mundo seguía lleno de policías y vecinos, tuvo que encontrar un modo de pasar inadvertido. Se puso a andar como un perro.
El perro Golett anduvo por las calles durante un mes, primero como doberman, luego como cocker, finalmente como pekinés. Después se hizo gato, ratón, araña. Estaba cansado de comer porquerías, pero su intento tenía tanto éxito que siguió adelante, haciendo fuerza todo el tiempo para que sus partes y las partes de sus partes fueran saliendo de la ciudad, una a una y hacia adentro.
El último testigo de su desaparición fue un chico, que se quedó con la boca abierta ante el lugar vacío donde antes había un punto, y antes una mosca que se desinflaba.

Tomado de La Mágica Web: http://www.magicaweb.com/weblog/index.php

Noche sin día - Sergio Patiño Migoya


El periódico anunciaba un eclipse total de luna esa misma noche. Tomó el auto y se fue hasta el lago. Cuando llegó, las bestias ya dormían su temor en la negrura de un rumor inquieto. Entró en su cabaña de caza, cerró la puerta, bajó persianas, cubrió con trapos las rendijas. Vació entonces el armario de ropas y aparejos. Se metió dentro. Con fuerza, apretó los párpados y se puso las manos sobre ellos. Estuvo así unos minutos. A sus oídos llegaron crujidos de madera vieja. Pudo oler la humedad musgosa y abrió la boca para paladear el rancio sabor a polvo.
—Así que es esto —se dijo.
Introdujo su mano en el bolsillo y sintió en las yemas el tacto agrio del papel con el diagnóstico: “Retinitis pigmentosa en fase avanzada, de seis a ocho meses hasta amaurosis”.
Junto al término médico, entre los paréntesis que iban a encerrar el resto de su vida, figuraban dos palabras: “ceguera total”.

El buscador buscado - Iván Olmedo


Pasé diecisiete años de mi vida dedicado a la fantástica tarea de buscar el final del arco iris, un trébol de cinco hojas, el esqueleto completo de una sirena, el Gato Triste y Azul, un cuento malo de Ambrose Bierce… siempre tras la pista de lo imposible. No diré que fuera una completa pérdida de tiempo. Las pocas veces en que creía estar a punto de lograr el objetivo eran para mí momentos de extático placer que recargaban mis energías. No me importaba que, en el último momento, la pista fuera falsa y las esperanzas se vieran destruidas. Gastar cantidades vergonzosas de dinero tampoco me amedrentaba. Hasta que cierta vez, durante mi descanso de los miércoles (mal día para rastrear quimeras, aunque soy incapaz de explicar por qué) conocí a Amalia. Me interesé por su compañía en cuanto comprobé asombrado que conocía los nombres completos de las tres espadas secretas de Arturo Pendragón. Fue un flechazo instantáneo. Además, su nombre era espectacularmente bonito: Amalia, el paraíso de los amantes.
Comencé a descuidar mis búsquedas para estar más tiempo con ella. Hablábamos de lo divino y lo humano, de obras herméticas perdidas. Nos comprometimos a visitar juntos, algún día, el horrible museo siberiano del doctor Vassili Gornenko, dentro del cual la vida de los osados visitantes da un giro completo de trescientos sesenta grados. Durante una de nuestras noches de insomne compartir de vivencias, me di cuenta de que estaba utilizando demasiado la palabra completo, o completa. Hecho que, me temo, reproduzco en este escrito con desparpajo. Aquella leve señal me hizo sentir de pronto que algo iba mal. Cuando Amalia se ausentó un instante para ir al aseo, registré minuciosamente el salón con la mirada. Cuál no sería mi sorpresa al entrever dos pares de zapatillas que sobresalían bajo las cortinas adornadas con motivos de flores de lis amarillas. Proferí un grito de pánico natural (resulta que siento pánico ante la combinación de zapatillas y flores de lis) y, al verse descubiertas, mis dos cuñadas salieron de su escondite. Yo, que no las había visto en años, me alarmé ante lo inverosímil de su presencia allí. Con lágrimas en los ojos me contaron cómo habían partido en mi busca tras mucho debatir entre ellas y llegar a la conclusión de que mis exageradamente amplias lecturas de libros esotéricos y mistéricos me habían nublado el juicio. Intentaba yo razonar con ellas cuando, no mi juicio, sino mi cabeza, comenzó a nublarse y asistí impotente a mi desmayo sobre la polvorienta alfombra de piel de toro normando, que era una de las más preciadas posesiones de mi reciente novia.
Cuando desperté, completamente paralizado de cintura para abajo, Amalia confesó haber puesto láudano en mi té verde. La perdono; ella no podía saber —ni sus compinches, mis cuñadas, a quienes siempre oculté mi debilidad— que soy tremendamente alérgico al láudano y que acababan de causar una tragedia. Ahora dedico mis días, sentado en esta silla de mimbre, a registrar las muestras gratuitas de champú, buscando una perla negra en su interior; o los botes de café expresso, esperando encontrar algún huevo del mítico gusano Kobayashi, que anida en los cafetales. Las cajas de cereales, los sobres de sopas instantáneas… no he renunciado por completo a encontrar alguna de las cosas maravillosas que, sin duda, existen en éste, mí, ahora, reducido mundo. 

Publicado en Sinergia 13: http://www.nuevasinergia.com.ar/
http://www.nuevasinergia.com.ar/numero_13/index.htm

sábado, 27 de diciembre de 2008

Mirando hacia atrás - Jorge X. Antares


Todas las noches soñaba con volar. En su sueño paseaba por los cielos nocturnos sobrevolando los parques donde los enamorados quinceañeros miraban a la luna de verano haciendo ingenuos planes de futuro. A lo lejos, un parque de atracciones atraía a polillas humanas ofreciéndoles momentos felices y una descarga de endorfinas para sobrevivir al día a día. Desde arriba sus luces parecían una coreografía de Busby Berkeley y la brisa ofrecía un baile de hojas arropadas por una excitante canción que salía de un bar cercano y que te hacía sentir vivo. La gente sonreía a pesar de no tener motivos,... y tal vez a causa de ello. Notó su calor y se sintió feliz. 
Despertó de repente paladeando la ensoñación. Vio a su pareja al lado en la cama. Dormía un dulce y tranquilo sueño. Tuvo un inconfesable e irrefrenable deseo de ser humano. Nunca había imaginado la responsabilidad alienante de aprobar las oposiciones a Dios y lo que había perdido al acceder a la condición divina.

Coito histórico - Paola Cescon


La tiene a su merced. Montado sobre ella, su cabello dorado acaricia con perfidia sus pezones, la potente mirada ceniza anticipa el vigor de la penetración. El cuerpo trémulo de la fémina no puede dejar de admirar con lascivia ese pecho musculoso, los brazos fornidos de los cuales es presa. Folos, desbocado por tanta beldad, hace que su víctima sucumba con placer a sus deseos.
Mientras lo observa dormitar a su lado, Ariadna decide que había actuado con inteligencia en el asunto del laberinto. Descubre las extremidades inferiores del que yace a su diestra y sentencia:
—Está mucho mejor dotado que el Minotauro.
¡Ah! Los Centauros son hermosos, muy hermosos... Folos despierta y le clava una vez más sus ojos sedientos. Ariadna se entrega al éxtasis. Nadie se va a atrever a acusar a una Diosa de cometer actos de zoofilia. Sigue gozando sin culpa. En un futuro, ella, será simplemente un Mito.

La caja china - Juan Yanes


Colecciona literatura fractal, siempre ha sido un poco excéntrico. Pesca lagartijas por el rabo para que se muerdan la cola. Le gustan los textos que contienen referencias al propio texto, que se miran el ombligo. Textos autorreferenciales, espejos que multiplican las imágenes. Le gusta la narración tautológica, la escritura de la propia escritura, el escritor que escribe viéndose a sí mismo escribir sobre lo que escribe. El escriba Salvador Elizondo. La rosa es la rosa es la rosa es Gertrude Stein. Le gustan los ciclos, las repeticiones, esa recurrencia exasperante. Le gusta Escher. Pero un día, recibe un juego de cajas chinas. Abre el paquete y ve una caja de madera natural muy oscura, ébano seguramente. La toma en las manos, la mira. Está adornada con taraceas de marfil que hacen una especie de dibujo geométrico concéntrico. Cuando la abre no encuentra dentro otra caja que tenga otra y luego otra y otra, como esas historias que tienen dentro otras historias. Sólo encuentra un sobre cerrado con lacre. Una lágrima de lacre rojo. La rompe. Abre el sobre, pensando que será una felicitación o el agradecimiento por algo que no consigue recordar, pero no. Dentro del sobre hay una tarjeta. La lee en voz alta: «Esto no es un juego de palabras, dice. Está usted dentro de una caja china. La que tiene en las manos es la última».

Publicado en: http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/

Piel de brea - Ricardo Giorno


Como otras noches, Remedios no podía dormir. Era así desde que había muerto Serafina. Su hija Serafina. Tan pequeña, tan tierna, tan... indefensa.
Miró hacia su marido. A través de la poca luz de la luna, pudo distinguir un bulto cilíndrico, enorme, del que provenían ronquidos estridentes, pero a la vez tranquilizadores.
Tratando de no hacer ruido, se vistió en la oscuridad. No quería malgastar aceite, su ama apenas le proporcionaba a su hombre un poco por semana. Debían cuidarlo ante cualquier... 
¡Santa María, socórreme! Todavía sigo pensando en estas estupideces.
Afuera no había viento. 
El calor pegajoso de Buenos Aires contribuía para que algunos estuviesen afuera, charlando. Remedios bajó la cabeza, haciendo como que se arreglaba la enorme hebilla de hueso, con tal de no saludar a los compañeros de finca. 
Se dirigió hacia el Río de la Plata, que todavía no podía verse. Su ama le permitía salir las veces que quisiera. Le tenía una bien ganada confianza.
Justo cuando llegó a la barranca, vio a la luna llena brillar sobre el agua marrón, que esa noche parecía brea. Le hizo acordar a la piel de su hija Serafina: tan oscura, tan brillante, como la delicada seda negra con que su ama gustaba vestirse.
Una vez en el río, se arremangó la pollera y se mojó los pies. Le hubiese gustado ser niño, sacarse la ropa, y disfrutar de un buen chapuzón.
Se quedó allí, parada en la arena, en medio de las aguas que subían, pensando en Serafina, en su hija.
De pronto murió la luna en el cielo y el río se tragó su reflejo. La noche se volvió oscuridad. La cara de Serafina tomó forma bajo la superficie. Se reía. Remedios también rió, extendió los brazos, fue hacia ella, lloró.
No pudo hacer pie, y no sabía nadar. Poco le importó. Su Serafina seguía allí, casi, casi, al alcance de la mano.
Sintió los primeros síntomas de ahogo. Trató de respirar, pero sólo el agua llenó sus pulmones. 
Antes de perder la conciencia le tiró un beso a su hija.

Que ni la muerte los separe - Amélie Olaiz


Estar cerca del árbol la llena de energía. Ahí grabaron un corazón con sus nombres. Pero el Pirú tira mucha basura y Renata barre de prisa porque se siente ansiosa lejos de Antonio. Le gusta sobarle los pies para que se relaje. Después, sentada en la mecedora, con el vaivén arrulla la espera y dormita las deudas de noches en vela. Antonio, su marido, está muy enfermo. 

Desde la semana pasada el nieto, que estudia medicina, se mudó a casa de los abuelos. Todos los días, al regresar de la universidad encuentra el patio limpio y un montoncito de hojas en la esquina donde el viento no llega. En la habitación del abuelo observa la huella que deja un trasero en la sobrecama. Entrada la noche escucha el rítmico rechinar de la mecedora. Por eso ya no quiere vivir ahí, dice que, desde que murió la abuela, en esa casa espantan.

Drummer 5 - Héctor Ranea


El baterista conductor de la primera nave tripulada a Júpiter estaba desolado. Al ejecutar una vez más el solo de batería el platillo mayor, Batuque, se rompió en dos nítidos pedazos, revelando una falla en la forja. Uno de los pedazos aún se sostenía en su pie y presentaba un mordisco de un perro gigante en el lugar donde estaba el otro pedazo, que quedó en el piso de la nave. Sin ese platillo, Syd no ejecutaba sus piezas, por más que lo intentara, con la suficiente energía como para dar impulso a la nave, que poco a poco desaceleró hasta parecer apenas una piedra en caída libre. La velocidad que adquiriría sería insuficiente para llegar a Júpiter antes del gran suceso que debía registrar y así su desesperanza crecía.
Llamó a Tierra reclamando dónde habían puesto el repuesto que había solicitado oportunamente y le dieron largas explicaciones sin sentido. No sabían, en realidad, dónde habían puesto el contenedor con esos repuestos. Syd Drummer transpiraba. ¿Si eso, que tan importante era para la misión, lo habían olvidado? ¿Qué no habrían olvidado esos burócratas indolentes?
Buscó frenéticamente por el término de una semana terrestre, pero no había forma de encontrar nada de lo pedido, de modo que comenzó a variar un poco las ejecuciones para adecuarse a esas contingencias. No le faltaban convicción ni brillo, pero un poco más de energía hubiera ayudado. Usaba lo que tenía a disposición como elemento a percutir, aunque no formara la batería clásica.
De Tierra lo alentaban pues algo, a pesar del incidente, había comenzado a acelerar y a la velocidad espeluznante que llevaba, le sumaba por cada hora una decena de kilómetros por hora más. Semejante desgaste de energía requería de comida suficiente para su musculatura, cosa que preocupaba a todos pues el suministro había sido calculado en base a los platillos completos y ahora, faltándole uno, debía exigirle más a su organismo para lograr efectos similares.
No es fácil desde acá desarrollar la historia de Syd con sus platillos rotos en medio de una lluvia de pequeños asteroides no detectados por las computadoras en Tierra, pero audibles en los choques con la fuerte coraza de la Rosaura. La computadora de a bordo esquivaba las piedras que consideraba peligrosas para la integridad de la nave pero no podía evitar los guijarros. Inclusive la colisión con el polvo, que abundaba en la región exterior del cinturón de asteroides, le hacía recordar a Syd la lluvia de arena del Salitral del Huinca Muerto, que conocía de su anterior oficio. 
En aquella planicie gris el viento del Oeste lijaba con salitre la pintura de los camiones y las lonas de cobertura de los vellones de lana quedaban reducidas a jirones en pocos viajes. Por eso, no eran muchos los camioneros que copaban la parada y se aventuraban por ahí, con lo que los pobladores tenían meses de falta de contacto con las noticias. Syd recordaba, por ejemplo, que en el pueblo se enteraron sobre el terremoto y la gran ola en Chile recién cuando estaban reconstruyendo las casas demolidas y ya habían enterrados a sus muertos.
Ahora quedaba arreglar el platillo o seguir percutiéndolo con el riesgo de que sonase mal y las grabaciones no se vendieran como deseaban los muchachos en Tierra. Lástima que ni poniendo el lado del mordisco lejos Batuque sonara bien. Se le había perdido la voz definitivamente. Syd lograba concentrarse mirando por la pantalla hacia afuera, con Júpiter agrandándose mes a mes.
Intentó usar algo de la capacidad ociosa de la computadora para sintetizar su platillo, pero con la lluvia de restos amenazando a la Rosaura, la computadora no dejaba que se usase su respaldo, de modo que al navegante sólo le quedaba resignarse a acelerar menos.
Se podía decir, con bastante certeza, que la evaluación de la erupción del volcán recientemente descubierto en Júpiter tenía aún una buena dosis de conjetura. Ese volcán era, con mucha probabilidad, responsable de la tormenta menor en su atmósfera. Este razonamiento optimista le permitía al tripulante dormirse con bastante calma en los periodos en que la nave controlaba la aceleración sin usarlo a él como combustible y seguir soñando que sería el primer hombre que vería la erupción de un volcán de Júpiter en forma directa. Volcán o lo que fuese que había allá abajo, la Rosaura tenía que llegar.

viernes, 26 de diciembre de 2008

El mejor de los caminos - Lilian Elphick


Gracias a Federico

El 31 en la tarde tomé el auto y como Jimmy Dean partí a mil por hora por caminos de tierra rumbo a ninguna parte. Sobreviví a los ronceos, a la calamina y al polvo. Se me cruzaron dos vacas y encandilé a un conejo que cruzó de una zarzamora a otra. Detuve el auto en un recodo del pedregal. Me bajé, respiré el aire de grillos, la bosta cercana me hizo recordar mi adolescencia cuando veraneaba en L. y me llevé a un amigo al río. No creí que fuera mozuelo, era igual que yo: de mejillas quemadas por el sol y de manos ansiosas. Nos ladraron los perros y les tiramos piedras, luego nos bañamos desnudos en una orilla tibia del río, donde se juntaban los guarisapos. Me regaló uno y yo lo guardé en una caja de fósforos. La luna llena del último día de diciembre iluminó nuestros cuerpos que se unían pecho a pecho, cadera a cadera. Él me besó como un inexperto: la lengua iba y venía por mi ojo, remojando la córnea y las pestañas con insistencia. Con el otro ojo vi a dos caracoles apareándose en el amor de sus babas. Cuando me tocó los muslos, ellos no se escaparon como peces sorprendidos, se quedaron quietos sintiendo la mano caliente del muchacho que subió y subió en círculos tímidos hasta el matorral juvenil, y ahí enhebró los dedos con eficacia de sastre aprendiz. Sin duda corrimos el mejor de los caminos. De vuelta a casa, el horizonte de perros dormía su sueño de belfos y pulgas. Entré a casa con el pelo húmedo y revuelto de flores secas de arrayán. Miré por la ventana y allí estaba el potro de nácar bajo la luna gorda. Y aquí estoy yo en un tiempo que no es tiempo, bajo el peso de las estrellas silenciosas. No hay fuegos artificiales ni petardos a medianoche, no hay nada. La luz del entendimiento me hacer ser muy comedida. Me meto al auto y duermo contando estrellas, por allí está la Cruz del Sur como un volantín del cielo, por allá las Tres Marías celebrando otro año estelar. Un brazo de la Vía Láctea me hace unos cariños desde arriba, la Nube de Magallanes navega bien encarenada, sin amarras. El cielo es mío como lo fue el muchacho. No quiero decir, por mina, las cosas que él me dijo. Y me enamoré hasta las patas. Te voy a regalar un costurero cuando junte unos pesitos, prometió. Tú bordarás con los mejores hilos lo que nos pasó, la luna y el río. No te pincharás porque usarás un dedal, y si te sale sangre de tijeras o agujas, bébela y piensa en mí. Eso me dijo. Aún espero ese regalo para poder cruzar la historia de amarillos, verde que te quiero verde. El sueño no fue fácil. Nada fue fácil: los párpados se movieron de un lado a otro, como canicas enjauladas en la piel. Y lo salvaje fue su punto de fuga. Lo prefiero a la delicada tibieza de lo doméstico, de ese disfrute casi irreal que tienen las construcciones humanas. Los caminos estaban tan lejos, sin embargo. Ahí podríamos haber corrido sin cansarnos nunca.

Carretera sin destino - Ricardo Juan Benítez


Tal vez fueran demasiadas horas manejando, pero no tenía opción. Lo que me perseguía estaba ahí detrás, muy cerca. Las ráfagas de agua se agitaban sobre la ruta y una cortina espesa reflejaba la luz de los faros, impidiéndome ver mucho más allá. Sólo distinguía la costa a un costado y los relámpagos iluminando de vez en cuando el mar agitado. El coche marchaba a la mayor velocidad que permitían esas condiciones adversas; aunque tal vez superando el límite aconsejable. 
Aquello, fuera lo que fuese, me acechaba en la húmeda oscuridad. Lo peor era que mi mente estaba tratando de juntar los deshilachados recuerdos de las horas previas a mi huida. Vagamente, recordaba una fiesta muy concurrida. Excesos de toda naturaleza. Alguien que me convidaba unas pitadas en una extraña mezcla de pipa, hornillo y objeto artesanal. Luego vacío. Algunas imágenes sueltas como destellos en la oscuridad. Más vacío. La extraña sensación de que algo había salido mal. Muy mal. 
Los recuerdos se aceleran y vuelven a espaciarse. Se fragmentan y desaparecen. Como decía un gran escritor ciego: “La memoria elige lo que quiere olvidar”. 
Ahora, recordaba, estaba sobre el automóvil tratando de darle marcha. Pero aparte tenía que luchar con el vértigo. Las ganas incontenibles de vomitar. Un mareo que me impedía moverme con libertad. En el instante siguiente estaba arrojando mis viseras por la ventanilla sin ningún tipo de alivio posterior. 
Al fin, la ruta que se mueve ante mis ojos, sinuosa en todas las direcciones posibles. Hacia la izquierda o la derecha. Pero también hacia arriba y abajo. 
Acelero, ¡acelero! Más, ¡más! ¡Tengo que huir! ¿De qué estoy huyendo? ¿Hacía dónde? ¿Por qué estoy escapando? Recordé otra frase suelta, esta vez del viejo Groucho Marx: “Viajé todo el día y no llegué a ningún sitio”. 
Demasiadas preguntas sin respuesta. Demasiadas cosas que hacer. Debo concentrarme, pensar en la carretera, no estrellarme. Por lo demás, ya veremos. 
Un trueno me ensordece mientras mi mente divaga nuevamente hacía el pasado. En esa misma ruta, un glorioso amanecer. El aire fresco de la mañana y un sol remolón sobre el horizonte. Mi tío y mi padre que me llevan de cacería, la primera de mi vida; voy armado con una escopeta de aire comprimido. La escarcha cruje bajo nuestras botas, los perros labradores saltan ansiosos. El sol, por fin, imponente sobre el horizonte, cegándome por completo. 
Dos luces se precipitan desde la abismal oscuridad. 
—¿Que hace este tipo? 
Veo las dos líneas amarillas que delimitan los carriles de la ruta a mi derecha. ¡Soy yo el que cambió de mano! Un rápido volantazo y casi entro en trompo. Por muy poco no piso la embarrada banquina. El cielo se ilumina como si fuera la aurora boreal y otro estruendo me sacude dentro del coche. 
Sigo huyendo. Paso los cambios como un autómata. En el horizonte, borroso, sobre la costa dónde comienzan los acantilados veo las luces de los edificios que se adentran en la lejanía. 
Acelero aún más hacía mi destino improbable. Me traga la tormenta y la noche. Sólo una certeza entre la incertidumbre. 
Jamás podré desandar el camino de regreso. Jamás lograría encontrarme.

Tiempo (pienso) - Tomás Würschmidt


Con la guía T en la mano y el olor a pólvora de los chasqui-bums pegado en la nariz pienso que el transporte público avanza muy rápido o que la vida va muy lento. Que el trayecto Bulnes-Palermo debería durar lo que mi mirada entre tus cejas cuando buscás a no-sé-quién entre la gente. Que la cerveza se calienta antes de que la termine y las zapatillas pasan de moda antes de que las estrene. Pienso que los instantes duran más que los momentos y los momentos se congelan en el tiempo para durar más que el trayecto Bulnes-Palermo, que el olor a pólvora en navidad, que las zapatillas en sus cajas y que la cerveza en un vaso. Pienso que no es justo el congelamiento arbitrario de los momentos en mi mente, que ojalá algunos se borraran en el mismo tiempo en que un par de medias nuevas dejan de serlo, en que un litro de agua se enfría en un termo, en que los bordes de la pizza se los coma el perro.

Carta del cabalista Isaac de Rojas a don Pedro Tréllez Montalvo, juez del tribunal inquisidor - Cristian Mitelman


Cuando usted acabe de leer estas líneas, mi ilustre juez, deberá saber que he sido el primero en haber descifrado el Nombre Sagrado que se encuentra contenido en cada una de las letras de esta oración, con un orden al que arribé después de cuarenta inviernos fatigosos; de modo tal que lo que se crea que es mi muerte será una ficta desaparición, pues me habré escapado gracias a la pronunciación de la palabra secreta, siendo usted ahora el prisionero, aunque en vano buscará el orden, y me maldecirá y luego maldecirá al que se esconde detrás de estos sonidos, que es tan evanescente como el sonido de una gota de lluvia en Wadi ‘l Hijara o como el vapor de la taza de té que ahora está bebiendo, mientras inicia su búsqueda incensante, por lo que en verdad nunca terminará de leer este pliego... 

El Chacal de la Guerrero - Selva Hernández


Finalmente lo descubrí; pero shh…, no se lo digas a mi abuela, no soportaría esa terrible humillación que alcanza hasta la quinta generación, aun en la tumba. Ahí está, míralo. Con sus noventa y cinco años, detrás del escritorio de la librería Otelo, con sus anteojos obscuros bajo la penumbra y el ocaso de la avenida Hidalgo. Tiene las uñas largas de meses, enegrecidas con polvo de libros viejos acumulado en forma de lodo, el alargado semblante, pálido (¿extrañará acaso la luz del sol?); babea cuando habla, recoge la saliva para que no salga del cauce de sus desguanzados labios y ríe, a carcajadas; muestra sus dientes con filo. Otelo, Nicolás, el Chacal de la Guerrero, lector incansable, coleccionista de ediciones príncipe de Sor Juana, leyenda. Y ahí está, en carne viva detrás de su escritorio, detrás de sus columnas de libros que han escondido su crímen y la humillación familiar durante décadas. Ojalá que mi abuela no escuche este relato.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Caos - Bruno Henríquez


Aleteó la mariposa monarca en una selva mexicana y el tifón causó estragos en Nueva Zelandia. No, no puede ser tan fácil, pensó mientras volvía a introducir las variables en la computadora. Manejó los iconos, tomó información en tiempo real. Allí estaba otra vez el gran atractor, la ley, la cuerda que enlazaba los sucesos a través del caos de lo real.
Se definió a sí mismo en la consola y se sopló la nariz, eso bastó para que Boris Yeltsin se torciera un tobillo en el Kremlin y se ahogara un bañista en las Bahamas. Bostezó y mil peruanos se salvaron de morir de la malaria.
Todo estaba ahí reflejado en la máquina y confirmado por las noticias en Internet.
Con paciencia y un programa adecuado podía lograr lo que quisiera.
Programó: Salud, dinero, larga vida, para lograrlo en algún lugar de Europa una persona debía saltar de la cornisa de un edificio en llamas antes de dos horas.
¿Que alguien muriera para que él cumpliera un deseo? Era cruel.
Se levantó, tomó café, dio vueltas por la habitación, en la pantalla los iconos saltaban se mezclaban y enlazaban nuevas vías en los ocultos y caóticos caminos del destino.
Pasaron las dos horas y no hizo nada por causar o evitar el salto del problema.
El icono salud brillo, señaló un enlace entre él y Pekín.
En Tien An Men estallaron los fuegos de artificio, volaron espantadas las palomas que engendraron tormentas en Brasil, la caída de la bolsa en New York y un apagón en La Habana que le borró irremediablemente su programa.

Un cuento con final feliz - Sergio Gaut vel Hartman


Betty era una solterona fea, solitaria y agria, falta de razones para bañarse en cualquier dulzura. Rodeada de objetos vetustos y lóbregos, aguardaba en soledad el final inevitable, contando los minutos que faltaban para que la muerte la sacara de una vez del abismo de aflicción en el que estaba sumida.
Por eso, cuando abrió la alacena para sacar el tarro de las galletas a la hora del té de un martes cualquiera, se sorprendió mucho al ver a un hombrecito de cuarenta centímetros de altura sacudiéndose las migas del impecable traje color crema.
—¿Cómo le va, señorita Betty?
—A mí bien, ¿y a usted?
—Un poco cansado de vivir en una lata.
—Me imagino; podemos solucionarlo. ¿Quiere compartir mi cama? —Betty estaba en condiciones de saltearse todas las etapas intermedias, por eso fue al grano de un modo que podría calificarse de grosero. Pero le dio resultado.
—Será un honor. Podríamos tener sexo día y noche —dijo el diminuto caballero—. Soy infatigable, y usted es muy hermosa. Pero debo hacerle un par de pedidos.
Betty estaba segura de que podría satisfacer cualquier exigencia de su nuevo novio. —Diga.
—Hable con el autor para que no remate el cuento con uno de sus habituales y ridículos trucos. Dígale que no me haga crecer, que no me traslade a otra dimensión y, por sobre todas las cosas, que no se cohíba por el hecho de que este cuento se parece un poco a una película de Pedro Almodóvar. Esta todo muy bien así, que no toque nada. Y, de paso, dígale que no la reduzca, embellezca o modifique a usted, ¿puede ser?
—No se preocupe; yo le digo todo.
—Gracias.
Betty me habló telepáticamente y yo accedí a sus pedidos. Betty y el hombrecito fueron felices durante un millón de caracteres con espacios, hasta que otro escritor decidió usarlos en un cuento trágico que no viene al caso (asunto de él, a fin de cuentas). 
Ahora, una vez corregido, y mientras le doy una última leída antes de publicarlo, me digo por enésima vez, sin culpa ni arrepentimiento: ¿por qué no se pueden escribir, de tanto en tanto, cosas como esta?

Seiscientas mujeres feas - Campo Ricardo Burgos López


Cuando la policía ingresó por fin en la casa del sicópata encontró el listado de las seiscientas mujeres feas que había conseguido matar durante más de cincuenta años en muchos países del mundo y en tres continentes. De sus seiscientas víctimas feas, el asesino tenía seiscientas fotografías en un álbum. Frente a cada fotografía y de su puño y letra, el tipo había escrito “FEA, FEÍSIMA, NO AFEES MÁS AL MUNDO”. En un diario, el hombre había descrito asesinato por asesinato cómo había procedido con cada víctima, si ella había llorado o no, si había pedido misericordia, si había dicho alguna palabra postrera. En las últimas páginas y antes de suicidarse, el asesino confesaba que una vez había alcanzado la cabalística cifra de seiscientas muertas, su corazón se había calmado; que las voces que le habían ordenado matar por más de cinco décadas, repentinamente se habían silenciado; que después de haber degollado a la última fea, sentía que había alcanzado el nirvana y que entendía a Buda. “Tras suprimir a la última fea –decía textualmente- por primera vez en más de cincuenta años pude salir a la calle y sonreír. Caminé por un parque, compré un helado y acaricié a un bebito que daba una vuelta con su nana. Hoy –continuaba- siento que mi vida tiene algún sentido, que he contribuido a desafear el mundo; observo al barrendero de la calle y pienso que en esencia mi labor no ha sido distinta a la de él, yo también he contribuido a la higiene  estética del planeta y lo he hecho ad honorem, sin retribución alguna”. Según afirman los investigadores, en uno de los armarios de la casa del asesino encontraron otros álbumes. En uno había seiscientas fotos de seiscientos hombres feos; en otro, seiscientas fotografías de seiscientos profesores estúpidos; en otro, seiscientos poemas bajo el título Seiscientas veces ciego; en otro, había escrito seiscientas veces la palabra “caballo”; había también un álbum con seiscientas fotos de jazmines y otro con seiscientas fotos de la luna. Al preguntársele a un psiquiatra forense por qué el homicida estaba tan obsesionado con el número seiscientos, anotó dos cosas: “Bueno, lo cierto es que el número seiscientos es un número único ¿No les parece? La gente suele olvidar que cada cifra es una obra de arte”.

Fácil - Eduardo Abel Gimenez


Estoy en la esquina de mi casa, de pie sobre el cordón de la vereda, mirando como si fuera a cruzar las calles en diagonal. Pienso que debería ser fácil empezar a escribir una novela y seguir sin detenerme, páginas y páginas por día, hasta el final. Pasa un auto pegado al cordón, sin necesidad, tal vez para asustarme. No es que tenga una idea para una novela, hace mucho que no tengo ideas para novelas, es sólo que me gustaría probar otra vez el gusto exótico de estar escribiendo algo largo, algo con la cantidad suficiente de palabras como para no poder controlarlo de una mirada, algo parecido a la vida. Me desequilibro, apoyo un pie en la calle y enseguida vuelvo atrás, al cordón. Y al mismo tiempo, quisiera extenderme en ese bosque o ese desierto de palabras sin depender de las ideas previas, sin tener que explicar algo que se me haya ocurrido antes, posiblemente en un sueño, y que luche todo el tiempo por escapar del papel. La bolsa del supermercado, que llevo en la mano derecha, empieza a pesar y la cambio de mano. Pero no sé, no me veo con la paciencia de otros tiempos, paciencia que en realidad era dolor, dolor que era obligación de llegar al final para demostrar algo que nunca entendí qué era. Miro por sobre el hombro que apunta hacia mi casa, giro y empiezo a caminar. Por ahora no quiero probar, no será otra tarea pendiente, no tengo ganas de tareas pendientes, aunque sí, pienso que debería ser fácil.

Paquidermo - David Lagmanovich


Han comenzado a llegar los paquidermos, esos raros animales de grandes orejas y larga trompa, a los que miro con curiosidad mientras ellos a su vez me devuelven una mirada asombrada, sin tener ni demostrar miedo. Hay uno que se dedica a observarme, como si yo representara un vestigio de épocas pasadas. Sé que tienen la piel muy dura y resistente, pero, dado su tamaño, no creo que puedan subsistir en estas duras condiciones climáticas. Son demasiado pequeños comparados con nosotros. O conmigo, pues tal vez yo sea el último de mi tribu y hasta de mi especie, y esté condenado a desaparecer. Si eso sucede, dejaré el territorio a merced de estos seres patéticos, mientras yo me hundo en el fango y muero. Nadie sabrá jamás —ni siquiera esa bestia diminuta, el elefante— que he sido el último dinosaurio vivo sobre la superficie de la tierra.

La parábola inconclusa - Sergio Patiño Migoya


Un príncipe paseaba por los jardines de Palacio con su maestro:
—Dime cómo he de proceder. Mi padre cree que debo casarme con la hija del rey vecino. Pero yo no la amo, y es de triste apariencia.
El mentor detuvo sus pasos frente a un rosal:
—Mirad, señor, esa araña que trama sus hilos entre los tallos. No tiene la belleza de una mariposa pero, ¿veis cuán hermosa su creación, su geometría perfecta, su resistencia al viento y la lluvia?
Comprendió el príncipe y decidió casar. La mujer resultó ser una persona inteligente y juiciosa. Los súbditos la adoraban por su gran corazón. Cuando llegó el momento de subir al trono, con sus certeros consejos hizo de su reino el más glorioso y admirado. Le dio también un hijo, que creció sano y gallardo y al que el rey amó con devoción.
Pero sucedió que el muchacho cayó en la trampa de intrigantes que le enturbiaron la mente. Se levantó en armas contra su padre y lo obligó a abdicar.
En su exilio, el antiguo rey se lamentaba ante su fiel asesor. Éste, suspirando, le preguntó:
—¿Recordáis la araña del rosal? —Ante la muda afirmación, prosiguió—: Pues pensad ahora en aquella sublime tela, y en el insecto que se topa con ella y se enreda. Ved cómo de lo hermoso también hay que esperar las más terribles desgracias. Lamento, mi señor, no haberos dado entonces la lección entera.

Renacer - Lorena Scigliano


Katerina yacía tendida en la arena. Un par de horas antes pensaba que había llegado su fin. Poco recordaba del desastre de la noche anterior; del barco no había podido rescatar más que su propia vida.
Después de recuperar las fuerzas se incorporó. El paisaje era una hermosa postal desierta. Perder la calma ante la soledad no era buena idea; se sentó en la arena y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Cuando alzó la vista su asombro fue incomparable. Vio un ave, la más hermosa que pudiera existir, sobre una roca. Púrpura, rojo, oro... componían un arco iris entre sus plumas. La hermosura misma se erguía frente a la tristeza.
El ave la miró, desplegó sus alas y remontó vuelo. Un extraño alivio invadió a Katerina.
El ave descendió sobre las rocas y allí permaneció hasta el atardecer, como si no quisiera abandonarla. Con la luz del ocaso los colores se intensificaron, brillaban, parecía una llamarada en las rocas.
—¡Allí! ¡Allí hay alguien! —escuchó Katerina; unos hombres se le acercaron.
—¿Quiénes son ustedes?
—No se asuste, no la vamos a dañar. Vimos el fuego desde nuestra embarcación.
—¿Fuego?
—Si, el que hizo sobre la roca… si no la hubiéramos visto, señorita… ¡mal la hubiese pasado en esta isla desierta!
Katerina miraba sin entender. Vacilante, se acercó a las piedras; encontró cenizas y entre ellas un pequeño huevo que comenzaba a romperse. Los hombres la llamaban, ansiosos de volver al barco antes de que oscureciera. Fue hacia el bote; agradecida, supo que ella también había vuelto a nacer.

martes, 23 de diciembre de 2008

En un principio - Jorge X. Antares


Edyre había ido a morir a este planeta primitivo para evitar propagar el virus más pernicioso de todos. Sin que lo supieran sus superiores del Conglomerado, se inyectó la única muestra existente del mismo y huyó en una lanzadera. Después de despistarlos, se estrelló en esta olvidada bola de barro.
Miró al cielo y notó la muerte venir. Se sintió contento por su sacrificio cuando una confortable oscuridad le acogió. 
El  mosquito chupó la sangre aun caliente de su victima y se deleitó con el extraño sabor. Salió volando y, aun con hambre, vio uno de esos primates peludos y decidió continuar con su banquete.
K'in notó un pinchazo en su cuello y, de repente, un millón de ideas desconocidas pasaron por su cabeza. Se acordó del golpe de Abal, el grande, para quitarle su comida. Vio en el suelo una piedra afilada y supo que hacer con ella.

La última flor - Paola Cescon


Inútil caminar entre océanos de cuerpos inertes. De repente, luz, un segundo de revelación mística, y la observo. Su túnica blanca, las amapolas de sangre. Respiraba con dificultad; quimérico su empeño en recostarse sobre algo con vida, ya que toda vida volaba por doquier con rumbo incierto. Ella y yo, nadie más. Caos pestilente. Pensé en colores, en pasados. Absurdo desandar apocalipsis, alimentar futuros, cuando la muerte corre desbocada por las venas y baja hasta las entrañas para abrir el grito desgarrador. Y entonces callar, fingir, conservar un mínimo de cordura para despojarse del recuerdo de ayeres luminosos. Algunas horas atrás, el mañana parecía un camino sencillo: extender regueros utópicos que bebía con codicia.
Ahí, sombreados, su túnica manchada, sus ojos huérfanos, el amargo rictus de su boca, y yo: Cuadro jamás soñado, pesadilla, congoja letal.
Un paso hacia ella, mías las amapolas rojas y finalmente, caer.

Tomado de: http://minimoanimaldemente.blogspot.com/