sábado, 13 de diciembre de 2008

Epitafio - José Vicente Ortuño


Algo lo despertó cerca del amanecer. En el silencio nocturno escuchó un sonido áspero, como de algo que se arrastrara por el suelo, y una respiración jadeante. El roce se detuvo un instante cerca de la puerta del dormitorio, luego retomó su avance. El pomo de la puerta giró con un chasquido metálico. Tras el tenue gruñido de las bisagras, una vaharada de aire fétido entró en el dormitorio. 
Sacó la mano de su cálido refugio bajo las mantas y accionó el interruptor de la luz.
Una mujer joven se encontraba en el vano de la puerta. Llevaba la ropa destrozada, sucia y ensangrentada. Multitud de heridas laceraban su cuerpo. La mitad de su rostro estaba desfigurado, aplastado. De su blusa rasgada asomaba un seno pálido, milagrosamente indemne. 
Se estremeció al reconocerla y creyó estar soñando. 
Ella levantó penosamente un brazo y lo señaló con su mano deformada, que semejaba una garra, en la que faltaban tres dedos. La espantosa figura intentó hablar, pero en principio sólo emitió sonidos gorgoteantes. 
—¿Por… qué… —vocalizó con dificultad y de su boca cayó un borbotón de sangre negra.
Él comprendió. No necesitaba más para saber por qué estaba allí aquella mujer, sin embargo,  no le respondió. 
—Má… ta… me… —añadió ella, pronunciando con dificultad cada sílaba y emitiendo ronquidos agónicos entre ellas.
—No puedo —respondió él fríamente. 
—Por… fa… vor… —insistió llevándose la mano mutilada al pecho en un gesto de súplica—. Má… ta… me…
—No puedo —repitió él, impasible.
—Por… fa… vor… —insistió ella—. Duele… mucho… 
Una lágrima ensangrentada rodó por la mejilla intacta, dejando un rastro semejante al tajo de una navaja. 
—No puedo cambiar nada —dijo, imperturbable a la súplica desgarrada y agónica de la mujer. Ésta avanzó arrastrando una pierna que, fracturada por varios lugares, parecía una rama retorcida.
—Dolor… —insistió la joven—. Mucho… do… dolor… 
El escritor comprendió lo que le pedía su personaje. Dejarla agonizando al final de su novela había sido muy cruel. Sin embargo, sólo era un personaje de ficción —dudó un instante—, ¿o tal vez no? Parecía real, podía oler la sangre putrefacta de sus heridas y también el delicado perfume francés, que él mismo había descrito con deleite. Y, a pesar de las terribles lesiones, su cuerpo seguía siendo esbelto y deseable, como había imaginado y con el que había fantaseado en soledad. En ella había plasmando su ideal de mujer, aquella con la que siempre había soñado. Pero en el mundo real ellas lo habían rechazado, con altivez y desprecio, porque él era imperfecto y nunca fue suficiente para ninguna. Tal vez por eso la había matado al final de la novela. No, no la había matado. En aquel momento la sed de venganza hizo que la dejase gravemente herida tras el accidente de automóvil, para que agonizase hasta la muerte. 
—No eres real, eres fruto de mi imaginación, no existes —dijo al fin.
—Tú me… creaste... —alegó ella—. Me diste… vida… puedes… matarme.
—No. La historia ya está publicada, no puedo cambiarla.
—Sí pue… des… quie… ro… morir… —suplicó la mujer y se sacudió presa de dolores espantosos—. Si no me… matas… no moriré… jamás…
El escritor se apiadó de ella. Era imaginaria y por lo tanto inocente, no debía pagar por el daño que las mujeres reales le habían causado. Se levantó de la cama y se puso la bata. Fue a su despacho, se sentó frente a su ordenador y lo encendió. Mientras se cargaba el sistema operativo, vio que la joven lo había seguido, con su paso renqueante, y ahora se apoyaba en el marco de la puerta. Incapaz de decir ni una sola palabra más, emitía un silbido ronco, el estertor de una agonía sin final.
En el procesador de texto el autor repitió el párrafo final de su última novela: 
“Entre el amasijo de hierros retorcidos, los restos de lo que fuera su precioso coche deportivo, quedó Soledad malherida, agonizante.” 
Miró a la joven, que a duras penas se mantenía en pie, y continuó: 
“Por suerte para ella, instantes después su cuerpo roto dejó de respirar.” 
Un ruido sordo lo sobresaltó. Soledad había muerto al fin, desplomándose sobre la alfombra. Con la vista empañada por las lágrimas, el autor escribió otra línea más: 
“Y su alma torturada descansó en paz por toda la eternidad.” 
Luego le puso el título: “Epitafio”, añadió su nombre y guardó el archivo. Sólo entonces el cadáver de Soledad desapareció.

4 comentarios:

Florieclipse dijo...

Ahora no podré escribir de noche. Bue-ní-si-mo.

pato dijo...

El poder de las palabras... ¡Magistral, José!

Olga A. de Linares dijo...

Excelente, José. Como para hacerse más responsable con lo que les hacemos a nuestras criaturas...

guiñazu dijo...

lástima no se poner graficos animados pero sino subiría manos aplaudiendo. Sumamente original y con un muy buen final.