miércoles, 29 de octubre de 2008

El odre agujereado - Héctor Ranea


Hablaba bastante mal el castellano, escribía de forma que las letras parecían escritas a bordo de una bicicleta lanzada a andar en el empedrado esquivando sapos. Pero se entendía lo que decía, se entendían sus cartas; lo que no se entendía era si lo que decía era verdad o mentira.
Vino al país con una parte de la familia. El resto no llegó jamás, ni supieron nunca el fin que les tocó. Él se salvó porque viajó con unas mujeres, sus tías, a quienes dejaban pasar en la frontera. Para que los soldados no lo vieran y lo degollaran en el acto, lo escondieron en un odre de camello aún en putrefacción. El hedor jamás se le fue de las narices, decía. 
Veía a esos soldados maltratar a sus tías desde el agujero que habían hecho en el odre para que respirara. Decían que podría escapar si veía que ellos detectaban su presencia. Lo salvó el olor terrible, desesperante. Era tan ofensivo que ningún soldado se atrevió a acercársele. Un agujero en el odre lo había salvado, al revés que a Odiseo. Así pasaron la frontera. Algunos compatriotas suyos del otro lado los acomodaron en camiones, de ahí pasaron por varios países y, finalmente, solo y con apenas doce años, apareció un día en Buenos Aires. Las tías no llegaron vivas después de tanta penuria y heridas inflingidas. 
Creció trabajando en el puerto, se hizo cartero y así viajó al Sur, donde conoció una paisana con la que criaron hijos inconcebibles desde el agujero del camello muerto. Esos hijos crecieron con la palabra libertad grabada a fuego en sus labios, por eso sólo sobrevivió una hija a las masacres criollas. Esa hija tuvo a su vez un hijo que llegó a ser mayor cuando la libertad estuvo en jaque nuevamente por estas tierras. 
Sabía de la historia del abuelo y el odre del camello muerto, pero no pudo usar esa estratagema cuando rodearon su casa. Entonces tomó un carbón caliente del brasero y dibujó un camello muerto con un odre agujereado del tamaño suyo. Saltó por él y atravesó la pared esfumándose a diez pisos de altura. El abuelo debió protegerlo un poco más. 
Tiempo después, en una Feria del Libro, todos conocieron las historias del genocidio. De todos los genocidios.
Esta historia es real en el sentido que miles y miles de personas sufrieron esas penas sin remedio.

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